El
escritor español José María Merino (1941) es licenciado en Derecho por la
Universidad Complutense de Madrid. Miembro de la Real Academia Española, ha
colaborado en proyectos educativos de la UNESCO para Hispanoamérica y, como
articulista, ha publicado en diferentes medios como la revista “Leer”, la
“Revista de Libros” y el periódico “El País”. Es autor, entre otras obras, de
los ensayos “Ficción continua”, “Ficción perpetua” y “Fulgores de ficción.
Palabras, miradas, lecturas”, y de las novelas “Novela de Andrés Choz”, “El
caldero de oro”, “La orilla oscura”, “El centro del aire”, “Las visiones de
Lucrecia”, “Los invisibles”, “El heredero”, “La sima”, “El río del Edén” y
“Musa Décima”. En un artículo publicado en la revista “Mercurio” nº 116 de
diciembre de 2009, escribió: “Aunque resulte paradójico, creo que en el cuento
se han venido a concentrar esos aspectos literarios que el gusto más común por
el puro entretenimiento no valora: la búsqueda de tonos narrativos, las
tentativas de nuevos enfoques estéticos, la profundización en el intento de
conocer mejor los comportamientos humanos y de descifrar datos oscuros del
mundo en que vivimos. Acaso parte de la sustancia de la verdadera literatura,
al margen del negocio de las grandes ventas y de la mercadotecnia editorial,
haya encontrado en el cuento su cobijo”. Años más tarde, en una entrevista
concedida al diario malagueño “Sur” en noviembre de 2018, aseguraba que “el
cuento requiere precisión y no es un aprendizaje de la novela, ni es un género
menor. Sólo es más corto, que es su gracia”.
Merino,
que le ha dedicado al cuento sus mejores esfuerzos como escritor, suele
incursionar en lo fantástico, cultivando temas como los mitos, los sueños, la
brujería, la magia, las apariciones, los espectros… ingredientes todos ellos
que se presentan en sus cuentos con matices modernos. Hasta el momento ha
publicado “Cuentos del reino secreto”, “El viajero perdido”, “Cuentos del
Barrio del Refugio”, “Cuentos
de los días raros”, “Las puertas de lo posible. Cuentos de pasado mañana”, “El
libro de las horas contadas”, “La trama oculta. Cuentos de los dos lados con
una silva mínima” y “Aventuras e invenciones del profesor Souto”. También ha
incursionado en el microrrelato, habiendo publicado de ese género narrativo los
libros “Días imaginarios”, “Cuentos del libro de la noche”, “La glorieta de los
fugitivos” y “El libro de las horas contadas”.
El 18 de
enero de 2010, Merino dio una conferencia en el Instituto Cervantes de Estambul
titulada “Del cuento popular al cuento literario”, cuyo texto puede leerse a
continuación seguido de algunos fragmentos de “Reflexiones sobre la literatura
fantástica en España”, una disertación que brindó durante el primer Congreso
Internacional de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción, celebrado del 6 al 9
de mayo de 2008 en la Universidad Carlos III de Madrid.
La ficción
es la primera forma de sabiduría creada por la especie humana. Apareció
previamente a la ciencia, la metafísica o la escritura y durante muchos siglos
se transmitió oralmente. Esa ficción intentaba filtrar y describir de alguna
manera el misterio de la vida y del universo. Existe un “pacto de credulidad”
entre los creadores de ficciones y sus oyentes por el cual los oyentes deben
creerse las historias que cuentan los narradores o creadores y aceptarlas como
válidas para luego transmitirlas.
El cuento
popular tiene un origen remoto y anónimo. Generalmente ha sido transmitido a
través de los ancianos de cada comunidad a las generaciones siguientes de
manera también oral, aunque a veces existen personas especializadas en su
narración. El cuento popular es el heredero directo de aquellas ficciones
originarias de los hombres primitivos. Puede ser de muchos tipos (maravilloso,
de costumbres, de animales, etc.), está en un espacio atemporal y su trama es
fija con un argumento que se repite invariablemente. Los personajes son
abstractos (el rey, la madrastra, el hada, el ogro, el labrador, el criado…), pero
su expresión depende mucho de la gracia y el talento de cada uno de sus
narradores porque ellos son los que dotan de matices a la trama fija. Por eso
un cuento popular cambia cada vez que es contado, aunque lo haga el mismo
narrador. También se apoya mucho en los silencios, los gestos, la entonación,
etc.
El cuento
literario es, por el contrario al popular, una ficción transmitida siempre de
forma escrita, con una forma precisa que no puede ser modificada y con un autor
determinado. La línea argumental y la forma expresiva son fijas y, si se
modificaran, se estaría traicionando a su autor. Su escenario no es atemporal
sino histórico y tiene personajes concretos. Pero ofrece algunos aspectos que
le familiarizan con el cuento popular. Ambos son breves, deben despertar el
interés del auditorio-lector para que sean escuchados-leídos hasta el final,
deben ser verosímiles incluso en los momentos más ilógicos, comprender una gran
intensidad dramática en una pequeña extensión y tener gran concisión (esta
última característica es la diferencia fundamental entre el cuento literario y
la novela y es lo que hace que en un cuento nada sea superfluo).
La cultura
del cuento popular convivió durante siglos con la del cuento literario creado
en ambientes más cultos y destinado a un público de clases altas. En España la
primera recopilación de cuentos populares de la que tenemos noticia fue
ordenada por el rey Alfonso X el Sabio de Castilla y se publicó en 1251. Es el
libro titulado “Calila e Dimna” que recoge relatos de la tradición india y
extremo oriental que llegaron a nuestro país a través de los árabes. En esa
misma época aparecieron otras recopilaciones de colecciones de cuentos árabes o
tomadas de otras zonas del mundo y que nos llegaron a partir de esa lengua. El “Libro
de Apolonio” o “El conde Lucanor” son los mejores ejemplos tempranos de una
creación culta que recoge cincuenta y un cuentos populares (o ejemplos
morales). Así, poco a poco, los cuentos populares serían absorbidos en parte
por los cuentos literarios.
El
inventor del género del cuento literario en España es Cervantes con sus “Novelas
ejemplares”, ya que la denominación de “novela” que él utiliza en este título
no se refiere a lo que nosotros entendemos en la actualidad por novela sino que
la había tomado del italiano “novella”, lengua en la que significa un cuento un
poco largo. En este libro no todos son cuentos pero lo que sí queda muy claro
(porque el propio autor así lo explica en el prólogo) es que Cervantes lo
escribió con la conciencia estética de estar realizando literatura.
En España
ha habido una tradicional desconfianza desde el mundo culto hacia el cuento
popular: por un lado los cuentos populares eran vistos como un semillero de
creencias estúpidas y supersticiosas del que había que desembarazarse; y, por
otro, ni siquiera los académicos aceptaron su valor hasta tiempos ya muy recientes.
Sin embargo, es evidente que el cuento popular y el cuento literario han
sufrido muchos intercambios. Por ejemplo, muchas obras de teatro de Lope de
Vega o, incluso, “La vida es sueño” de Calderón estaban inspiradas en relatos
populares. En el caso de Calderón, se inspira en un relato de “Las mil y una
noches” llamado “Abdulhasan, el dormido despertado” el cual, a su vez, recogía
un cuento chino de Chuan Tzu, de varios siglos antes de Cristo de antigüedad,
titulado “El sueño del hombre y la mariposa”. Si tenemos en cuenta que “Las mil
y una noches” no fueron traducidas a ninguna lengua occidental hasta el siglo
XIX -la primera traducción sería la francesa-, es evidente que la influencia no
le pudo llegar a Calderón de una manera culta, es decir, a través de la
lectura, sino de forma oral.
En los
siglos XVIII y XIX muchos países europeos se dedicaron a recopilar sus cuentos
populares e hicieron publicaciones al respecto para que no se perdieran; sin
embargo, en España muy pocos se ocuparon de este tema. Tan sólo algunas
figuras, influidas claramente por el Romanticismo, siguieron esta estela
(Bécquer, Fernán Caballero o W. Irving, que no era español). Los primeros
recopiladores sistemáticos de cuentos populares españoles en el siglo XX fueron
extranjeros, aunque curiosamente herederos de españoles llegados a América en
el siglo XVII: Aurelio Espinosa padre e hijo. Espinosa padre realizó su labor
de campo a principios de los años ‘20 y luego publicó su labor en una
universidad americana. Su hijo comenzó a trabajar quince años más tarde pero
tuvo que dejar sin acabar su empresa por culpa de la Guerra Civil (por lo que
sólo pudo recopilar cuentos populares de la región de Castilla y León) y su
trabajo no pudo ver la luz en España hasta la Transición.
El desarrollo
del cuento literario, a pesar de tener sus orígenes en el XVII, es mucho más
tardío que el de la novela. En realidad no emergerá verdaderamente hasta el XIX
con tres grandes maestros: Poe, Maupassant y Chejov. Todos ellos tendrían una
gran influencia no sólo en sus propios países sino en toda la literatura de la
época y por eso son considerados los “padres” del cuento literario. Pero en
España el siglo XIX fue, desde el punto de vista histórico, una época muy
enfrentada, con dos concepciones de la realidad totalmente contrapuestas. Esta
situación se reflejó inevitablemente en la literatura la cual acabaría acusando
esa falta de equilibrio. Con todo, en el último tercio del XIX aparecerán en
nuestro país los tres grandes maestros del cuento literario: Benito Pérez
Galdós, Leopoldo Alas Clarín y Emilia Pardo Bazán. Ellos serán los que sienten
en España las bases del cuento literario contemporáneo y lo hagan arraigar y
adquirir prestigio. Además, estos autores no sólo van a influir en la posterior
producción en España sino que, al haber sido también muy leídos en las antiguas
colonias españolas en América, tendrán un papel fundamental en la aparición del
cuento literario hispanoamericano.
El paso
del siglo XIX al XX supuso una verdadera expansión del cuento literario
motivada sobre todo por el papel de la prensa, ya que la mayoría de ellos se
publicaban en periódicos y revistas. Muchos escritores pudieron llegar a vivir
aceptablemente sólo de su publicación y otros completaron con su escritura sus
ingresos habituales. Ya en el siglo XX se pueden distinguir tres etapas bien
diferenciadas del cuento literario. La primera va desde sus comienzos hasta la
Guerra Civil. En ella tenemos en primer lugar a la llamada Generación del ‘98
que englobó a varios renovadores de la estética del cuento literario español al
que aportaron un nuevo estilo y nuevos temas. Será una época en que los
cuentistas sigan abundando y publicando bastante. Es importante destacar la
labor de Ramón Gómez de la Serna al aplicar las vanguardias estéticas al cuento
y como creador en español de lo que ahora llamamos “microcuento” como podrían
considerarse algunas de sus greguerías.
La segunda
etapa engloba los años del franquismo y es, por tanto, la más larga. Esta etapa
comenzó con la muerte o el exilio de muchos escritores e intelectuales, algunos
de los cuales eran cuentistas importantes (como Max Aub o Francisco Ayala).
Pero también hubo otros que se quedaron en España y que, a pesar de la censura
y de la represión política, fueron auténticos maestros del cuento literario:
Camilo José Cela, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Zamora Vicente,
Carmen Laforet, Ana María Matute, Ramón Pinilla, etc. En sus cuentos tenía
bastante protagonismo la gente pobre, humilde, desfavorecida, las mujeres, los
niños… a quienes se representaba en situaciones cotidianas. A esta generación
sucedió otra que se ha venido a llamar la Generación de los ‘50 o el Grupo del
Medio Siglo que resultó muy importante para el cuento literario, con figuras
como Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Fernández Santos, etc. Los temas
serán similares a los de la generación anterior pues siguen dando importancia a
las gentes sencillas y las representan en un mundo modesto, a menudo muy
humano, desde una perspectiva realista o, incluso a veces, existencial. La
mayoría de estos autores publicaron en revistas culturales gubernamentales
acogidos al populismo difuso del régimen y ayudados por la necesidad que sentía
éste de dotarse de un cierto brillo cultural. El Grupo de Medio Siglo tuvo una
gran integración que, a partir de entonces, va a comenzar a perderse. Después
de ellos habrá una gran diversidad. Habrá muchos escritores de cuentos pero
utilizan formas estéticas muy diversas. Por otro lado, se produce también un
eclipse en la relevancia tenida hasta entonces por el cuento. Es por esos años
cuando empieza a llegar a España también la producción cuentística realizada en
Hispanoamérica que va a producir un gran impacto en las nuevas generaciones de
autores. El canon del cuento literario en español quedará fijado entonces
basándose en los cuentos hispanoamericanos. Los escritores americanos van a ser
unos renovadores del lenguaje pero, al mismo tiempo, van a conseguir que
resulte muy natural. Se salen del realismo tradicional y abordan aspectos
fantásticos. Este asunto resultará fundamental a la hora de crear una
imaginación globalizada en lengua española: a partir de entonces el español se
considerará una lengua válida para hacer una ficción que no sólo van a entender
los hispanohablantes sino todos los lectores del mundo.
La tercera
etapa comienza con la muerte de Franco y se extiende hasta el final de siglo.
Los nuevos escritores que surgen aquí aprecian mucho de nuevo el cuento
literario y hay un auténtico renacer de este género en España. Para empezar,
van a recuperar la denominación de “cuento” que en la etapa anterior se había
sustituido generalmente por la de “relato” porque se consideraba que la palabra
cuento era ambigua (ya que se podía confundir con el cuento infantil o con el
cuento popular). Pero ésta es la denominación más ajustada porque la palabra
“cuento” tiende a despertar el interés. La temática en esta tercera etapa va a
ser asimismo, como al final de la anterior, poco unánime aunque se mueve entre
lo simbólico, lo fantástico y lo expresionista.
El cuento
literario (tanto el escrito en castellano como en el resto de las lenguas de
España) no tiene una gran cantidad de lectores: éstos suelen ser una minoría
especializada y culta que saben que cada pieza es importante en sí misma y que
deben descubrir en ella lo que entraña el sincretismo de ese cuento. Sólo las
editoriales muy especializadas en literatura publican cuentos y resulta muy
difícil para un escritor novel comenzar a publicar con un libro de cuentos, por
lo que generalmente debe empezar adquiriendo una cierta fama con alguna novela
y publicar luego cuentos. Lo curioso es que sí se publican muchas antologías de
cuento basadas en criterios muy dispares y cuya vida es, por regla general,
efímera.
Desde que
Carl Linneo clasificó a la especie humana han pasado dos siglos y pico, y en la
actualidad sabemos bastante más de lo que se sabía en aquel tiempo acerca del
lenguaje y de la invención de espacios imaginarios. A estas alturas parece
obvio decir que todas las especies vivas poseen un lenguaje de comunicación: el
tiempo primaveral nos permite contemplar a los pájaros que se reclaman entre
las arboledas, los gatos y los perros nos saludan con sus zalamerías, las
abejas saben señalar a los suyos el camino de la colmena, los delfines y los
antílopes se avisan del peligro. Hasta los seres más simples de la escala
zoológica tienen recursos para hacerse entender, de manera que no es el
lenguaje lo que distingue a nuestra especie en el conjunto de los seres vivos,
sino el haberlo empezado a utilizar para contar cuentos, para narrar historias.
La
narración de ficciones ha sido el instrumento natural del ser humano para
explicar el mundo a su medida desde que tuvo conciencia de existir en él.
Nuestro conocimiento de la realidad comienza con los cuentos. Nuestra
naturaleza es narración. Las narraciones -llámense cosmologías, mitos,
leyendas, fábulas- nos han permitido leer la realidad externa e interior para
poder asumirla, nos ayudan a descifrar el fluir tumultuoso y desordenado de los
hechos, o al menos a comprenderlo mejor, y con ello a comprendernos y
descifrarnos más certeramente a nosotros mismos. Hemos conseguido que la
realidad haga fructificar ficciones, y con esa cosecha hacemos acopio de
elementos para hacerla más asequible, menos hermética, y acaso para redimirla.
Por medio de las ficciones que inventamos a partir de ella, rescatamos a la
realidad de su feroz y ciega falta de sentido.
Por otra
parte, la literatura tiene la gran virtud de poder infiltrarse con naturalidad
en todas las zonas oscuras e invisibles que rodean las apariencias más serenas
de lo cotidiano, y utilizar los sueños como material creativo de la misma
solidez y dignidad que los elementos más razonables de la vigilia.
Reflexiones
sobre la literatura fantástica en España. A propósito de la creación de
literatura fantástica en España, no deja de sorprender el cúmulo de prejuicios
y lugares comunes que ha suscitado. Durante mucho tiempo ha prevalecido la
opinión de que lo fantástico es ajeno a la imaginación española, como si al
menos dos de nuestros monumentos literarios -“El Quijote” y “La vida es sueño”-
no estuviesen impregnados de una extrañeza que roza lo fantástico. Por recordar
una opinión venerable dentro de los estudiosos de nuestra literatura, citaré a
Ramón Menéndez Pidal, que en su obra “Los españoles y la literatura” señala como
una peculiaridad del realismo español la parquedad en lo maravilloso y
fantástico y precisa que, en la literatura española, a lo sobrenatural no
religioso se le quiere dar también credibilidad, por medio de alguna
explicación racional. Menéndez Pidal, citando a otros autores, justifica con
varios motivos tal propensión al realismo: desde la temprana cristianización de
los godos, hasta los descubrimientos maravillosos en el Nuevo Mundo, que habrían
eclipsado todo lo imaginario ficticio. También alude al mayor afán por guardar
la pureza de la fe.
De lo que
no cabe duda es de la actitud social, académica y crítica que, hasta hace muy
poco tiempo, se ha mantenido entre nosotros hacia lo fantástico, considerándolo
un género indigno de consideración, una especie de registro menor, de muy poca
entidad estética e intelectual. Lo que pudiéramos llamar canon realista ha sido
imperante y excluyente, aunque con una notable falta de coherencia, pues si lo
fantástico es un subgénero, inapropiado para su consideración entre los
lectores “serios” y en el mundo académico o entre la crítica respetable, ¿por
qué valorar a Borges, a Cortázar, a Kafka, o a Gómez de la Serna, tan abundantes
en elementos propios de lo fantástico? ¿Por qué admirar “Niebla” de Miguel de
Unamuno o el universo de heterónimos de Fernando Pessoa? ¿Por qué no establecer
claramente las fronteras entre lo fantástico y lo realista en esa materia de lo
que llamamos lo metaliterario, tan a menudo analizada con interés y respeto en
el ámbito académico?
Profundizando
en una perspectiva histórica, hay que recordar la crisis de la novela española
en el siglo XVIII y un curioso fenómeno español, el del menosprecio, mucho antes
de la Ilustración, del llamado “pensamiento culto” hacia la imaginación popular
y el relato maravilloso de forma oral, lo que establece una clara diferencia de
planteamiento con Inglaterra y los países centroeuropeos. Esto nos podría hacer
pensar en la incidencia que, para el desarrollo de la literatura española a
partir del Siglo de Oro, tuvo que ver el enfrentamiento religioso y político
que supusieron la Reforma protestante y la Contrarreforma, y el papel que,
entre nosotros, jugó la Santa Inquisición con su actitud de rigurosa vigilancia
de la creación literaria y su claro rechazo de lo fantástico.
La
literatura de entretenimiento nunca ha sido bien valorada por la Iglesia. Fray
Luis de Granada, en su “Guía de pecadores”, señalaba que la imaginación era “la
más baja” de las potencias del alma, denunciaba “las malas mañas de la
imaginación” y advertía que había que sujetar esa “bestia”, consiguiendo que “le
acortemos los pasos y la atemos a un solo pesebre”. La
Inquisición intervino en el asunto de modo muy restrictivo, y volvemos a ese “mayor
afán por guardar la pureza de la fe” de que hablaba Menéndez Pidal. No deja de
ser sintomático que, ya en el siglo XVI, libros tan inocuos como el “Jardín de
flores curiosas” de Antonio de Torquemada o la “Silva de varia lección” de
Pedro Mexía fuesen prohibidos por su contenido predominantemente fantástico… y
que la interminable lista de prohibiciones acabase afectando, ya a finales del
siglo XVIII y principios del XIX, a innumerables libros de todo tipo, como “El
vicario de Wakefield” de Oliver Goldsmith, “Los sufrimientos del joven Werther”
de Goethe, las novelas de Walter Scott, “Atala” de Chateaubriand…
No hay que
olvidar que en 1799 se publica un edicto prohibiendo la impresión y venta de
novelas “porque lejos de contribuir a la educación e instrucción de la nación,
sólo sirven para hacerla superficial y estragar el gusto de la juventud, sin
ganar en nada las costumbres”, lo que no impide que, más adelante, algún
sacerdote liberal, como Alberto Lista, defienda las novelas en cuanto “espejo
para la enseñanza de las conducta”. La presencia eclesiástica, a través de la
Inquisición, como implacable guardiana y anuladora de iniciativas en la vida
intelectual, es un hecho incontestable.
Lo
fantástico, en cuanto vehículo de lo que pudiera suponer un conjunto dañino de
supersticiones y creencias heterodoxas, en cualquier caso competidor de la “verdadera”
condición de lo sobrenatural, era perseguido no sólo directamente, sino creando
una referencia suya como de algo pueril e intelectualmente despreciable. Tal
postura siempre fue firme por parte de la Iglesia Católica si consideramos que
el “Index Librorum Prohibitorum et expurgatorum”, entre 1559 y 1966 prohibió la
lectura, sucesivamente, de todo Rabelais, de los cuentos de La Fontaine, de los
ensayos de Montaigne, de “El sueño del juicio final” de Quevedo, de Dante, de
varias obras de Descartes, de Montesquieu, de Diderot, de Dumas… “Madame
Bovary”, Stendhal, Balzac, Zola, Victor Hugo, Galdós, Anatole France, Gide, Sartre
(algunos ipso facto, como Shopenhauer y Nietszche) y que en la edición
trigésimo segunda del “Index” (1944) aparecen cuatro mil títulos prohibidos. Si
la literatura “canónica” sufría tales restricciones, ¿qué decir de la
literatura “fantástica”, tan inoculada de superstición?
En España,
donde la Iglesia Católica ha tenido y tiene tanta influencia social, no es de
extrañar la visión despectiva del mundo académico hacia lo fantástico. Sin
embargo, en los propios años del franquismo comienza, por fenómenos no ajenos a
cierta incipiente “globalización” literaria y a la expansión del “boom”
latinoamericano, la penetración de autores como Kafka, Borges, Cortázar, la
llamada Fantasía Científica, Lovecraft… aunque no deja de ser sorprendente que
lo fantástico, fuera de los autores bendecidos por lo académico, resultase un
factor de disidencia, un elemento contracultural, mostrando otra más de las
contradicciones del mundo intelectual del franquismo, pues para muchos críticos
y estudiosos la verdadera literatura era la que llevaba consigo “la denuncia
social”, o, en el polo opuesto, la que pretendía “destruir el lenguaje”, lo que
marginaba una vez más a un limbo inefable a libros como “Industrias y andanzas
de Alfanhuí” de Rafael Sánchez Ferlosio y a autores como Álvaro Cunqueiro o
Joan Perucho. Sin
embargo, se está produciendo una progresiva normalización de lo fantástico, algo
que hubiera sido impensable hace veinte años, lo que es una muestra clara de la
tendencia a la “normalización” académica y autorial de lo fantástico literario entre
nosotros.