25 de febrero de 2019

El cuento. Historia, teoría, análisis y consideraciones (XIV). José María Merino


El escritor español José María Merino (1941) es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Miembro de la Real Academia Española, ha colaborado en proyectos educativos de la UNESCO para Hispanoamérica y, como articulista, ha publicado en diferentes medios como la revista “Leer”, la “Revista de Libros” y el periódico “El País”. Es autor, entre otras obras, de los ensayos “Ficción continua”, “Ficción perpetua” y “Fulgores de ficción. Palabras, miradas, lecturas”, y de las novelas “Novela de Andrés Choz”, “El caldero de oro”, “La orilla oscura”, “El centro del aire”, “Las visiones de Lucrecia”, “Los invisibles”, “El heredero”, “La sima”, “El río del Edén” y “Musa Décima”. En un artículo publicado en la revista “Mercurio” nº 116 de diciembre de 2009, escribió: “Aunque resulte paradójico, creo que en el cuento se han venido a concentrar esos aspectos literarios que el gusto más común por el puro entretenimiento no valora: la búsqueda de tonos narrativos, las tentativas de nuevos enfoques estéticos, la profundización en el intento de conocer mejor los comportamientos humanos y de descifrar datos oscuros del mundo en que vivimos. Acaso parte de la sustancia de la verdadera literatura, al margen del negocio de las grandes ventas y de la mercadotecnia editorial, haya encontrado en el cuento su cobijo”. Años más tarde, en una entrevista concedida al diario malagueño “Sur” en noviembre de 2018, aseguraba que “el cuento requiere precisión y no es un aprendizaje de la novela, ni es un género menor. Sólo es más corto, que es su gracia”.
Merino, que le ha dedicado al cuento sus mejores esfuerzos como escritor, suele incursionar en lo fantástico, cultivando temas como los mitos, los sueños, la brujería, la magia, las apariciones, los espectros… ingredientes todos ellos que se presentan en sus cuentos con matices modernos. Hasta el momento ha publicado “Cuentos del reino secreto”, “El viajero perdido”, “Cuentos del Barrio del Refugio”, “Cuentos de los días raros”, “Las puertas de lo posible. Cuentos de pasado mañana”, “El libro de las horas contadas”, “La trama oculta. Cuentos de los dos lados con una silva mínima” y “Aventuras e invenciones del profesor Souto”. También ha incursionado en el microrrelato, habiendo publicado de ese género narrativo los libros “Días imaginarios”, “Cuentos del libro de la noche”, “La glorieta de los fugitivos” y “El libro de las horas contadas”.
El 18 de enero de 2010, Merino dio una conferencia en el Instituto Cervantes de Estambul titulada “Del cuento popular al cuento literario”, cuyo texto puede leerse a continuación seguido de algunos fragmentos de “Reflexiones sobre la literatura fantástica en España”, una disertación que brindó durante el primer Congreso Internacional de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción, celebrado del 6 al 9 de mayo de 2008 en la Universidad Carlos III de Madrid.

La ficción es la primera forma de sabiduría creada por la especie humana. Apareció previamente a la ciencia, la metafísica o la escritura y durante muchos siglos se transmitió oralmente. Esa ficción intentaba filtrar y describir de alguna manera el misterio de la vida y del universo. Existe un “pacto de credulidad” entre los creadores de ficciones y sus oyentes por el cual los oyentes deben creerse las historias que cuentan los narradores o creadores y aceptarlas como válidas para luego transmitirlas.
El cuento popular tiene un origen remoto y anónimo. Generalmente ha sido transmitido a través de los ancianos de cada comunidad a las generaciones siguientes de manera también oral, aunque a veces existen personas especializadas en su narración. El cuento popular es el heredero directo de aquellas ficciones originarias de los hombres primitivos. Puede ser de muchos tipos (maravilloso, de costumbres, de animales, etc.), está en un espacio atemporal y su trama es fija con un argumento que se repite invariablemente. Los personajes son abstractos (el rey, la madrastra, el hada, el ogro, el labrador, el criado…), pero su expresión depende mucho de la gracia y el talento de cada uno de sus narradores porque ellos son los que dotan de matices a la trama fija. Por eso un cuento popular cambia cada vez que es contado, aunque lo haga el mismo narrador. También se apoya mucho en los silencios, los gestos, la entonación, etc.
El cuento literario es, por el contrario al popular, una ficción transmitida siempre de forma escrita, con una forma precisa que no puede ser modificada y con un autor determinado. La línea argumental y la forma expresiva son fijas y, si se modificaran, se estaría traicionando a su autor. Su escenario no es atemporal sino histórico y tiene personajes concretos. Pero ofrece algunos aspectos que le familiarizan con el cuento popular. Ambos son breves, deben despertar el interés del auditorio-lector para que sean escuchados-leídos hasta el final, deben ser verosímiles incluso en los momentos más ilógicos, comprender una gran intensidad dramática en una pequeña extensión y tener gran concisión (esta última característica es la diferencia fundamental entre el cuento literario y la novela y es lo que hace que en un cuento nada sea superfluo).
La cultura del cuento popular convivió durante siglos con la del cuento literario creado en ambientes más cultos y destinado a un público de clases altas. En España la primera recopilación de cuentos populares de la que tenemos noticia fue ordenada por el rey Alfonso X el Sabio de Castilla y se publicó en 1251. Es el libro titulado “Calila e Dimna” que recoge relatos de la tradición india y extremo oriental que llegaron a nuestro país a través de los árabes. En esa misma época aparecieron otras recopilaciones de colecciones de cuentos árabes o tomadas de otras zonas del mundo y que nos llegaron a partir de esa lengua. El “Libro de Apolonio” o “El conde Lucanor” son los mejores ejemplos tempranos de una creación culta que recoge cincuenta y un cuentos populares (o ejemplos morales). Así, poco a poco, los cuentos populares serían absorbidos en parte por los cuentos literarios.
El inventor del género del cuento literario en España es Cervantes con sus “Novelas ejemplares”, ya que la denominación de “novela” que él utiliza en este título no se refiere a lo que nosotros entendemos en la actualidad por novela sino que la había tomado del italiano “novella”, lengua en la que significa un cuento un poco largo. En este libro no todos son cuentos pero lo que sí queda muy claro (porque el propio autor así lo explica en el prólogo) es que Cervantes lo escribió con la conciencia estética de estar realizando literatura.
En España ha habido una tradicional desconfianza desde el mundo culto hacia el cuento popular: por un lado los cuentos populares eran vistos como un semillero de creencias estúpidas y supersticiosas del que había que desembarazarse; y, por otro, ni siquiera los académicos aceptaron su valor hasta tiempos ya muy recientes. Sin embargo, es evidente que el cuento popular y el cuento literario han sufrido muchos intercambios. Por ejemplo, muchas obras de teatro de Lope de Vega o, incluso, “La vida es sueño” de Calderón estaban inspiradas en relatos populares. En el caso de Calderón, se inspira en un relato de “Las mil y una noches” llamado “Abdulhasan, el dormido despertado” el cual, a su vez, recogía un cuento chino de Chuan Tzu, de varios siglos antes de Cristo de antigüedad, titulado “El sueño del hombre y la mariposa”. Si tenemos en cuenta que “Las mil y una noches” no fueron traducidas a ninguna lengua occidental hasta el siglo XIX -la primera traducción sería la francesa-, es evidente que la influencia no le pudo llegar a Calderón de una manera culta, es decir, a través de la lectura, sino de forma oral.
En los siglos XVIII y XIX muchos países europeos se dedicaron a recopilar sus cuentos populares e hicieron publicaciones al respecto para que no se perdieran; sin embargo, en España muy pocos se ocuparon de este tema. Tan sólo algunas figuras, influidas claramente por el Romanticismo, siguieron esta estela (Bécquer, Fernán Caballero o W. Irving, que no era español). Los primeros recopiladores sistemáticos de cuentos populares españoles en el siglo XX fueron extranjeros, aunque curiosamente herederos de españoles llegados a América en el siglo XVII: Aurelio Espinosa padre e hijo. Espinosa padre realizó su labor de campo a principios de los años ‘20 y luego publicó su labor en una universidad americana. Su hijo comenzó a trabajar quince años más tarde pero tuvo que dejar sin acabar su empresa por culpa de la Guerra Civil (por lo que sólo pudo recopilar cuentos populares de la región de Castilla y León) y su trabajo no pudo ver la luz en España hasta la Transición.
El desarrollo del cuento literario, a pesar de tener sus orígenes en el XVII, es mucho más tardío que el de la novela. En realidad no emergerá verdaderamente hasta el XIX con tres grandes maestros: Poe, Maupassant y Chejov. Todos ellos tendrían una gran influencia no sólo en sus propios países sino en toda la literatura de la época y por eso son considerados los “padres” del cuento literario. Pero en España el siglo XIX fue, desde el punto de vista histórico, una época muy enfrentada, con dos concepciones de la realidad totalmente contrapuestas. Esta situación se reflejó inevitablemente en la literatura la cual acabaría acusando esa falta de equilibrio. Con todo, en el último tercio del XIX aparecerán en nuestro país los tres grandes maestros del cuento literario: Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas Clarín y Emilia Pardo Bazán. Ellos serán los que sienten en España las bases del cuento literario contemporáneo y lo hagan arraigar y adquirir prestigio. Además, estos autores no sólo van a influir en la posterior producción en España sino que, al haber sido también muy leídos en las antiguas colonias españolas en América, tendrán un papel fundamental en la aparición del cuento literario hispanoamericano.
El paso del siglo XIX al XX supuso una verdadera expansión del cuento literario motivada sobre todo por el papel de la prensa, ya que la mayoría de ellos se publicaban en periódicos y revistas. Muchos escritores pudieron llegar a vivir aceptablemente sólo de su publicación y otros completaron con su escritura sus ingresos habituales. Ya en el siglo XX se pueden distinguir tres etapas bien diferenciadas del cuento literario. La primera va desde sus comienzos hasta la Guerra Civil. En ella tenemos en primer lugar a la llamada Generación del ‘98 que englobó a varios renovadores de la estética del cuento literario español al que aportaron un nuevo estilo y nuevos temas. Será una época en que los cuentistas sigan abundando y publicando bastante. Es importante destacar la labor de Ramón Gómez de la Serna al aplicar las vanguardias estéticas al cuento y como creador en español de lo que ahora llamamos “microcuento” como podrían considerarse algunas de sus greguerías.
La segunda etapa engloba los años del franquismo y es, por tanto, la más larga. Esta etapa comenzó con la muerte o el exilio de muchos escritores e intelectuales, algunos de los cuales eran cuentistas importantes (como Max Aub o Francisco Ayala). Pero también hubo otros que se quedaron en España y que, a pesar de la censura y de la represión política, fueron auténticos maestros del cuento literario: Camilo José Cela, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Zamora Vicente, Carmen Laforet, Ana María Matute, Ramón Pinilla, etc. En sus cuentos tenía bastante protagonismo la gente pobre, humilde, desfavorecida, las mujeres, los niños… a quienes se representaba en situaciones cotidianas. A esta generación sucedió otra que se ha venido a llamar la Generación de los ‘50 o el Grupo del Medio Siglo que resultó muy importante para el cuento literario, con figuras como Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Fernández Santos, etc. Los temas serán similares a los de la generación anterior pues siguen dando importancia a las gentes sencillas y las representan en un mundo modesto, a menudo muy humano, desde una perspectiva realista o, incluso a veces, existencial. La mayoría de estos autores publicaron en revistas culturales gubernamentales acogidos al populismo difuso del régimen y ayudados por la necesidad que sentía éste de dotarse de un cierto brillo cultural. El Grupo de Medio Siglo tuvo una gran integración que, a partir de entonces, va a comenzar a perderse. Después de ellos habrá una gran diversidad. Habrá muchos escritores de cuentos pero utilizan formas estéticas muy diversas. Por otro lado, se produce también un eclipse en la relevancia tenida hasta entonces por el cuento. Es por esos años cuando empieza a llegar a España también la producción cuentística realizada en Hispanoamérica que va a producir un gran impacto en las nuevas generaciones de autores. El canon del cuento literario en español quedará fijado entonces basándose en los cuentos hispanoamericanos. Los escritores americanos van a ser unos renovadores del lenguaje pero, al mismo tiempo, van a conseguir que resulte muy natural. Se salen del realismo tradicional y abordan aspectos fantásticos. Este asunto resultará fundamental a la hora de crear una imaginación globalizada en lengua española: a partir de entonces el español se considerará una lengua válida para hacer una ficción que no sólo van a entender los hispanohablantes sino todos los lectores del mundo.
La tercera etapa comienza con la muerte de Franco y se extiende hasta el final de siglo. Los nuevos escritores que surgen aquí aprecian mucho de nuevo el cuento literario y hay un auténtico renacer de este género en España. Para empezar, van a recuperar la denominación de “cuento” que en la etapa anterior se había sustituido generalmente por la de “relato” porque se consideraba que la palabra cuento era ambigua (ya que se podía confundir con el cuento infantil o con el cuento popular). Pero ésta es la denominación más ajustada porque la palabra “cuento” tiende a despertar el interés. La temática en esta tercera etapa va a ser asimismo, como al final de la anterior, poco unánime aunque se mueve entre lo simbólico, lo fantástico y lo expresionista.
El cuento literario (tanto el escrito en castellano como en el resto de las lenguas de España) no tiene una gran cantidad de lectores: éstos suelen ser una minoría especializada y culta que saben que cada pieza es importante en sí misma y que deben descubrir en ella lo que entraña el sincretismo de ese cuento. Sólo las editoriales muy especializadas en literatura publican cuentos y resulta muy difícil para un escritor novel comenzar a publicar con un libro de cuentos, por lo que generalmente debe empezar adquiriendo una cierta fama con alguna novela y publicar luego cuentos. Lo curioso es que sí se publican muchas antologías de cuento basadas en criterios muy dispares y cuya vida es, por regla general, efímera.
Desde que Carl Linneo clasificó a la especie humana han pasado dos siglos y pico, y en la actualidad sabemos bastante más de lo que se sabía en aquel tiempo acerca del lenguaje y de la invención de espacios imaginarios. A estas alturas parece obvio decir que todas las especies vivas poseen un lenguaje de comunicación: el tiempo primaveral nos permite contemplar a los pájaros que se reclaman entre las arboledas, los gatos y los perros nos saludan con sus zalamerías, las abejas saben señalar a los suyos el camino de la colmena, los delfines y los antílopes se avisan del peligro. Hasta los seres más simples de la escala zoológica tienen recursos para hacerse entender, de manera que no es el lenguaje lo que distingue a nuestra especie en el conjunto de los seres vivos, sino el haberlo empezado a utilizar para contar cuentos, para narrar historias.
La narración de ficciones ha sido el instrumento natural del ser humano para explicar el mundo a su medida desde que tuvo conciencia de existir en él. Nuestro conocimiento de la realidad comienza con los cuentos. Nuestra naturaleza es narración. Las narraciones -llámense cosmologías, mitos, leyendas, fábulas- nos han permitido leer la realidad externa e interior para poder asumirla, nos ayudan a descifrar el fluir tumultuoso y desordenado de los hechos, o al menos a comprenderlo mejor, y con ello a comprendernos y descifrarnos más certeramente a nosotros mismos. Hemos conseguido que la realidad haga fructificar ficciones, y con esa cosecha hacemos acopio de elementos para hacerla más asequible, menos hermética, y acaso para redimirla. Por medio de las ficciones que inventamos a partir de ella, rescatamos a la realidad de su feroz y ciega falta de sentido.
Por otra parte, la literatura tiene la gran virtud de poder infiltrarse con naturalidad en todas las zonas oscuras e invisibles que rodean las apariencias más serenas de lo cotidiano, y utilizar los sueños como material creativo de la misma solidez y dignidad que los elementos más razonables de la vigilia.
Reflexiones sobre la literatura fantástica en España. A propósito de la creación de literatura fantástica en España, no deja de sorprender el cúmulo de prejuicios y lugares comunes que ha suscitado. Durante mucho tiempo ha prevalecido la opinión de que lo fantástico es ajeno a la imaginación española, como si al menos dos de nuestros monumentos literarios -“El Quijote” y “La vida es sueño”- no estuviesen impregnados de una extrañeza que roza lo fantástico. Por recordar una opinión venerable dentro de los estudiosos de nuestra literatura, citaré a Ramón Menéndez Pidal, que en su obra “Los españoles y la literatura” señala como una peculiaridad del realismo español la parquedad en lo maravilloso y fantástico y precisa que, en la literatura española, a lo sobrenatural no religioso se le quiere dar también credibilidad, por medio de alguna explicación racional. Menéndez Pidal, citando a otros autores, justifica con varios motivos tal propensión al realismo: desde la temprana cristianización de los godos, hasta los descubrimientos maravillosos en el Nuevo Mundo, que habrían eclipsado todo lo imaginario ficticio. También alude al mayor afán por guardar la pureza de la fe.
De lo que no cabe duda es de la actitud social, académica y crítica que, hasta hace muy poco tiempo, se ha mantenido entre nosotros hacia lo fantástico, considerándolo un género indigno de consideración, una especie de registro menor, de muy poca entidad estética e intelectual. Lo que pudiéramos llamar canon realista ha sido imperante y excluyente, aunque con una notable falta de coherencia, pues si lo fantástico es un subgénero, inapropiado para su consideración entre los lectores “serios” y en el mundo académico o entre la crítica respetable, ¿por qué valorar a Borges, a Cortázar, a Kafka, o a Gómez de la Serna, tan abundantes en elementos propios de lo fantástico? ¿Por qué admirar “Niebla” de Miguel de Unamuno o el universo de heterónimos de Fernando Pessoa? ¿Por qué no establecer claramente las fronteras entre lo fantástico y lo realista en esa materia de lo que llamamos lo metaliterario, tan a menudo analizada con interés y respeto en el ámbito académico?
Profundizando en una perspectiva histórica, hay que recordar la crisis de la novela española en el siglo XVIII y un curioso fenómeno español, el del menosprecio, mucho antes de la Ilustración, del llamado “pensamiento culto” hacia la imaginación popular y el relato maravilloso de forma oral, lo que establece una clara diferencia de planteamiento con Inglaterra y los países centroeuropeos. Esto nos podría hacer pensar en la incidencia que, para el desarrollo de la literatura española a partir del Siglo de Oro, tuvo que ver el enfrentamiento religioso y político que supusieron la Reforma protestante y la Contrarreforma, y el papel que, entre nosotros, jugó la Santa Inquisición con su actitud de rigurosa vigilancia de la creación literaria y su claro rechazo de lo fantástico.
La literatura de entretenimiento nunca ha sido bien valorada por la Iglesia. Fray Luis de Granada, en su “Guía de pecadores”, señalaba que la imaginación era “la más baja” de las potencias del alma, denunciaba “las malas mañas de la imaginación” y advertía que había que sujetar esa “bestia”, consiguiendo que “le acortemos los pasos y la atemos a un solo pesebre”. La Inquisición intervino en el asunto de modo muy restrictivo, y volvemos a ese “mayor afán por guardar la pureza de la fe” de que hablaba Menéndez Pidal. No deja de ser sintomático que, ya en el siglo XVI, libros tan inocuos como el “Jardín de flores curiosas” de Antonio de Torquemada o la “Silva de varia lección” de Pedro Mexía fuesen prohibidos por su contenido predominantemente fantástico… y que la interminable lista de prohibiciones acabase afectando, ya a finales del siglo XVIII y principios del XIX, a innumerables libros de todo tipo, como “El vicario de Wakefield” de Oliver Goldsmith, “Los sufrimientos del joven Werther” de Goethe, las novelas de Walter Scott, “Atala” de Chateaubriand…
No hay que olvidar que en 1799 se publica un edicto prohibiendo la impresión y venta de novelas “porque lejos de contribuir a la educación e instrucción de la nación, sólo sirven para hacerla superficial y estragar el gusto de la juventud, sin ganar en nada las costumbres”, lo que no impide que, más adelante, algún sacerdote liberal, como Alberto Lista, defienda las novelas en cuanto “espejo para la enseñanza de las conducta”. La presencia eclesiástica, a través de la Inquisición, como implacable guardiana y anuladora de iniciativas en la vida intelectual, es un hecho incontestable.
Lo fantástico, en cuanto vehículo de lo que pudiera suponer un conjunto dañino de supersticiones y creencias heterodoxas, en cualquier caso competidor de la “verdadera” condición de lo sobrenatural, era perseguido no sólo directamente, sino creando una referencia suya como de algo pueril e intelectualmente despreciable. Tal postura siempre fue firme por parte de la Iglesia Católica si consideramos que el “Index Librorum Prohibitorum et expurgatorum”, entre 1559 y 1966 prohibió la lectura, sucesivamente, de todo Rabelais, de los cuentos de La Fontaine, de los ensayos de Montaigne, de “El sueño del juicio final” de Quevedo, de Dante, de varias obras de Descartes, de Montesquieu, de Diderot, de Dumas… “Madame Bovary”, Stendhal, Balzac, Zola, Victor Hugo, Galdós, Anatole France, Gide, Sartre (algunos ipso facto, como Shopenhauer y Nietszche) y que en la edición trigésimo segunda del “Index” (1944) aparecen cuatro mil títulos prohibidos. Si la literatura “canónica” sufría tales restricciones, ¿qué decir de la literatura “fantástica”, tan inoculada de superstición?
En España, donde la Iglesia Católica ha tenido y tiene tanta influencia social, no es de extrañar la visión despectiva del mundo académico hacia lo fantástico. Sin embargo, en los propios años del franquismo comienza, por fenómenos no ajenos a cierta incipiente “globalización” literaria y a la expansión del “boom” latinoamericano, la penetración de autores como Kafka, Borges, Cortázar, la llamada Fantasía Científica, Lovecraft… aunque no deja de ser sorprendente que lo fantástico, fuera de los autores bendecidos por lo académico, resultase un factor de disidencia, un elemento contracultural, mostrando otra más de las contradicciones del mundo intelectual del franquismo, pues para muchos críticos y estudiosos la verdadera literatura era la que llevaba consigo “la denuncia social”, o, en el polo opuesto, la que pretendía “destruir el lenguaje”, lo que marginaba una vez más a un limbo inefable a libros como “Industrias y andanzas de Alfanhuí” de Rafael Sánchez Ferlosio y a autores como Álvaro Cunqueiro o Joan Perucho. Sin embargo, se está produciendo una progresiva normalización de lo fantástico, algo que hubiera sido impensable hace veinte años, lo que es una muestra clara de la tendencia a la “normalización” académica y autorial de lo fantástico literario entre nosotros.