Un género
aparentemente nuevo. El notable crecimiento del microrrelato en lengua
española, a partir de las primeras décadas del siglo XX, ha llevado a algunos a
suponer que se trata de un fenómeno que se origina en tierras americanas y se
traslada luego a España, para seguir produciéndose a ambos lados del Atlántico,
como ocurrió con el Modernismo.
Aquí
conviene recordar unas palabras de Jorge Luis Borges, en su libro de ensayos
“Otras
inquisiciones”, de 1952, quien dice: “Las ilusiones del patriotismo no tienen
término. En el primer siglo de nuestra era, Plutarco se burló de quienes
declaran que la luna de Atenas es mejor que la luna de Corinto; Milton, en el
XVII, notó que Dios tenía la costumbre de revelarse primero a Sus ingleses;
Fichte, a principio del XIX, declaró que tener carácter y ser alemán es,
evidentemente, lo mismo”.
Creo que
en este punto, como en muchos otros, es necesario adoptar un punto de vista
amplio. La eliminación de la redundancia, la reducción de la extensión y la
intensificación de los valores puramente artísticos antes que de todo aquello
que podemos calificar como “decorativo” ¿lo podemos considerar un fenómeno
privativo del mundo hispánico? Por cierto que no: más que un fenómeno mexicano,
argentino o del campo hispánico general, rasgos como los citados responden a
una etapa en la evolución de la estética occidental.
Es una
etapa, o un cambio de tono, que se registra no sólo en el caso de la
literatura, sino que tiene manifestaciones paralelas también en otros campos
artísticos. El interés por las concentradas composiciones poéticas japonesas,
que se registra a finales del Modernismo (tal como se ve a partir de la obra precursora
de José Juan Tablada); los principios estéticos de los compositores que -bajo
el magisterio de Arnold Schönberg- trabajan en Viena en las primeras décadas
del siglo XX, maestros del despojamiento musical; la repetida insistencia
minimalista de la Bauhaus de Walter Gropius, Mies van der Rohe y sus asociados
(entre los cuales, no lo olvidemos, figuró también Paul Klee); o bien, un poco antes,
la afilada crítica de Claude Debussy a la frondosidad wagneriana, no son hechos
demasiado ajenos a los principios implícitos en la elaboración de
microrrelatos. Tampoco están muy distantes en este panorama ciertos textos
debidos a escritores de lengua española, como Ramón Gómez de la Serna, José
Antonio Ramos Sucre, Juan Ramón Jiménez y hasta Federico García Lorca, que sólo
ahora han llamado la atención de la crítica en función de su afinidad con el
microrrelato, sustrayéndolos a los nebulosos terrenos del así llamado “poema en
prosa”.
Como se
ve, estos procesos se dan tanto en países hispánicos como en los que pertenecen
a otras culturas occidentales. Así lo prueban los casos de Franz Kafka y
Bertolt Brecht en la literatura de lengua alemana; el elocuente rechazo, por
Ernest Hemingway, de lo que este gran escritor estadounidense solía llamar “fine
writing”, en favor de una expresión depurada y directa (es decir, “plain
writing”); o, más adelante, la obra narrativa del escritor húngaro István
Örkény, con sus “cuentos de un minuto”. Todos los escritores mencionados son
maestros de la concisión: de la necesaria concisión. Lo dicho no implica en
modo alguno desmerecer la importancia de los textos brevísimos que, al comienzo
en forma pausada y más adelante con frecuencia cada vez más llamativa, se
acumulan en las letras hispánicas a ambos lados del Atlántico. Pero, aunque nuestra
tarea como hablantes de la lengua consista precisamente en disfrutar de ellos y
estudiarlos, no está de más conceptualizarlos como un fenómeno a través del
cual se expresa la modernidad -y si se acepta esta categoría, también la
posmodernidad- en variados ámbitos de la cultura occidental.
Un rasgo
común en las expresiones minificcionales, y esto es obvio, es el de la
brevedad. Más no debemos ignorar que el mismo principio puede tener
manifestaciones variables según el caso. Quiero decir que si, por una parte, la
brevedad es siempre una condición que podemos considerar obligatoria, por la
otra no hay que olvidar que las categorías de “lo breve” y “lo extenso” pueden
variar según el contexto histórico y cultural. De ahí que los ejemplos de “short
shorts”, como él los llama, recopilados por Irving Howe en una de las primeras
antologías del género, nos deparen algunas sorpresas. Por ejemplo, los
antólogos incorporan un cuento de Jorge Luis Borges que los lectores hispánicos
nunca hubiéramos calificado de microrrelato. Es que en un principio era
inevitable considerar la minificción en directa confrontación con el cuento, y
los cuentos anglosajones son de mucha mayor extensión que los hispánicos.
Frente a
ejemplos como los de William Faulkner (“El oso”), Ring Lardner (“Campeón”),
William Somerset Maugham (“Lluvia”), Flannery O’Connor (“Un hombre bueno es difícil
de encontrar”) o la mayor parte de las narraciones de Ernest Hemingway (“La
breve vida feliz de Francis Macomber”, “Las nieves del Kilimanjaro”), un cuento
como “El muerto” de Borges, parece brevísimo. En cambio nosotros -quiero decir,
los lectores de lengua española- llamamos microrrelatos o microcuentos, si
además cumplen con ciertas condiciones, a textos de extensión mucho menor.
Aclarado
este punto, podríamos -quizá deberíamos- iniciar estudios más abarcadores de la
realidad supranacional del microrrelato. Por ejemplo, trabajar un texto como
“La verdad sobre Sancho Panza” de Franz Kafka, en confrontación con “Teoría de
Dulcinea” de Juan José Arreola, “El precursor de Cervantes” de Marco Denevi, y
algunos otros textos de inspiración cervantina como los que recoge Juan Armando
Epple en su antología “Micro Quijotes”. O comparar la versión minificcional de
la vida bajo una despiadada dictadura que da Örkény con lo que nos han mostrado
autores de lengua española sobre la dictadura y los dictadores, por ejemplo en
Chile. Se podrían investigar también las huellas de Kafka en nuestra cultura de
la brevedad, con ejemplos como el cubano Virgilio Piñera o el español Javier
Tomeo, y así sucesivamente. En otras palabras, es hora ya de que ahorremos
explicaciones sobre la existencia de la brevedad (que yo llamo concisión), que
nadie discute, y nos aboquemos a estudios que iluminen, como los faroles de los
mineros, las oquedades y profundidades del género que nos interesa.
Para ello,
propongo partir de una caracterización operativa del microrrelato (no una definición,
algo que siempre es limitativo, sino una caracterización). Ello consiste en concebir
el microrrelato como un género literario al que competen tres rasgos o
características principales: 1) la brevedad o concisión (criterio externo
fácilmente verificable, puesto que se puede expresar a través del cómputo de
las palabras que constituyen un texto), 2) la narratividad (criterio interno
susceptible de ser analizado por el crítico), y 3) la ficcionalidad, que
depende sobre todo de la actitud, o del propósito, del escritor. Brevedad,
narratividad, ficcionalidad: tales son las coordenadas del microrrelato.
Para una
tarea por ahora limitada a la identificación, prescindimos de otros rasgos que
también pueden estar presentes: por ejemplo, el carácter proteico a que se
refiere Violeta Rojo, el cruce con tipos de escritura extraliteraria que
siempre llamó la atención de Dolores Koch, o el carácter fractal que introduce
en su análisis Lauro Zavala. En todo caso, tales rasgos pueden servir para
identificar subtipos de microrrelatos, una tarea igualmente útil, pero que se
realiza en un segundo momento del análisis. Prescindimos también, por el
momento, de lo que Alfonso Reyes llamó las “maneras” de la literatura, es decir,
la prosa y el verso.
El uso de
la tríada propuesta puede llevar a resolver una duda frecuente: ¿qué es un
microrrelato?
Nuestra respuesta es que si a un texto se le pueden atribuir los rasgos de brevedad,
narratividad y ficcionalidad, se trata sin duda de un ejemplar del género que estudiamos.
Si ostenta brevedad y narratividad, pero los hechos mostrados no son
ficcionales, puede tratarse de un texto periodístico -más preocupado por lo que
ocurrió que por lo que podría ocurrir-, de algún tipo de variedad de una
escritura cuyo foco es lo fáctico, no lo ficcional. También podemos encontrar,
y con frecuencia lo hacemos, textos que son narrativos y ficcionales, pero no breves,
y eso los lleva a autodefinirse en otra provincia de la narrativa, como el cuento
o la “nouvelle”. Por otra parte, la escritura gnómica, que genera aforismos,
refranes y expresiones afines, tiene una eminente brevedad pero prácticamente
nada de las otras dos condiciones. Y casi está de más decir que la existencia
de uno solo de esos rasgos no alcanza para que el texto en cuestión se incluya
en el orbe del microrrelato.
La razón
de la escritura. Tal vez sea más interesante formular, o formularnos, otras dos
preguntas: ¿por qué escribimos y por qué leemos microrrelatos? Habría que inquirir
por las causas que llevan a un ser humano a escribir microrrelatos y no en
cambio sonetos, cuentos de extensión convencional o ensayos sociológicos, entre
otras muchas posibilidades. Porque en una actitud superficial o frívola
podríamos decir que los textos de que nos ocupamos carecen de atractivo. Al ser
demasiado breves, suelen inducir a perplejidad al lector; con frecuencia son
incomprensibles para los lectores aficionados a productos culturales menos
exigentes, como las series televisivas y las crónicas periodísticas; en fin, se
complacen en presentarnos situaciones muy alejadas de la realidad. No sólo esto
último: tienden a imaginar mundos inexistentes, tuercen el orden natural de las
cosas y, a veces, hasta presentan conjuntos de palabras que antes se llamaban
galimatías (y qué palabra tan poco elegante, esa de “galimatías”) y ahora han pasado
a llamarse experiencias lingüísticas transgresoras: sintaxis imposible,
asociaciones fonéticas de poco curso en la lengua, y selección léxica que hay
que descifrar con ayuda del diccionario. Pareciera que, súbitamente, el
prosista se hubiera convertido en un poeta: una palabra aún sospechosa para
cierto tipo de lectores.
Urge,
pues, averiguar el sentido de esta escritura, que tal vez en algún momento se convierta
en lectura sólo para que alguien nuevamente la procese o recicle como
escritura. Provisionalmente, aceptemos que el primer escritor de microrrelatos
del mundo no se inspiró en nadie: no había minificciones ya escritas, y
bibliotecas íntegras palpitaban bajo una suerte de velo genesíaco. El impulso
necesario para escribirlos viene antes de toda tentación de leerlos: es un
perfecto ejemplo de la urgencia de la creación.
Esta
palabra, urgencia, es la primera que puede comenzar a explicar por qué se
escribe un microrrelato. Un texto así no se planea, no se propone a un editor
posible, no lo discute uno con su cónyuge o con los amigos, ni siquiera se
esquematiza: es escritura pura, que surge decididamente de la conciencia del
escritor cuando algo interior le dice que debe escribir lo que se ha formado en
su interioridad. Y este impulso es urgente, porque los microrrelatos no
escritos -aquellos que no llegan a la pantalla o al papel porque el presunto
autor desobedece un mandato interior- son como los poemas sentidos pero no nacidos:
entorpecen funciones del organismo y pueden llevar a la enfermedad y la
desesperación. Regla número uno de lectores avezados: hay que desconfiar de
aquellos que nos detienen en la calle para contarnos relatos mínimos -o poemas-
que “aún” no han escrito, pues es posible que sólo estén buscando un pretexto
para no escribirlos jamás. Si nunca se siente la urgencia de escribir un
microrrelato, es que no se sirve para esta tarea, y sería mejor dedicarse a
escribir otro tipo de textos.
El texto
frente al lector. Toda la literatura del mundo se basa en un tácito pacto, tan
común que casi nunca pensamos en él: es el contrato que se establece entre el
autor y el lector. El escritor (sin enunciar estas palabras, sólo con su
actitud) dice: “Te propongo que me leas, pues tengo algo que contarte”. Por su
parte, el lector expresa: “Te leo, pero a cambio de que tú me cuentes algo; si
no tienes ningún producto de interés que ofrecerme, guárdate tu mercancía y
déjame seguir mi camino”. De estas dos condiciones, la segunda viene impuesta
por el lector, y afecta hondamente la legibilidad de la obra, su apertura: el
lector anuncia, de hecho, que puede dejar de serlo. Pero también pertenece al
orden de las necesidades del escritor; por eso la podemos computar como una de
las razones por las que escribimos microrrelatos, y, secundariamente, también
por las cuales los leemos. El que cuenta un cuento tiene necesidad de hacerlo
y, una vez hecho esto, de leerse a sí mismo; de lo contrario, también él
preferiría abandonar la empresa. Así fue siempre: en las sociedades primitivas,
en las renacentistas, en las modernas.
Claro que
se puede contar de diversas maneras: la urgencia de escribir y la necesidad de
contar explican el cultivo de la narrativa, pero no necesariamente del
microrrelato. Ni Cervantes, ni Dickens, ni Proust sabían de la existencia de
éste; y en caso de haberla sospechado, es seguro que no le prestaron atención.
Aquí entran en juego otros factores, que tienen que ver con la configuración
social o, más exactamente, con la respuesta que un escritor da a las tendencias
imperantes en la realidad social en que le ha tocado vivir.
La
sociedad contemporánea -la de finales del siglo XIX, la de todo el XX, la que
tenemos en lo que va del XXI- se ha ido encaminando en forma vertiginosa hacia
lo que podemos llamar el discurso de la brevedad. Esto no significa que las
dilatadas formas antiguas hayan desaparecido, pues todavía hay quienes
prefieren leer novelas extensas y perseguir ciclos novelísticos íntegros, los
que permiten al lector ubicarse en forma cómoda en un ámbito temporal y
espacial determinado. Pero al mismo tiempo hay que reconocer que las
dimensiones de muchas otras obras de arte, y junto con ellas las posibles
dificultades que pueden presentar a la hora de ser absorbidas por el lector (es
decir, a la hora de su recepción), han cobrado importancia primordial. La
extensión del relato, la del libro, la del ensayo, la de la obra teatral, no
están ya prefijadas, y todo indica que la posibilidad de cambio que enfrenta el
creador tiene mucho que ver con la resultante longitud.
En
respuesta a esos condicionamientos sociales, ciertos narradores han optado por formas
breves o brevísimas: disminuyen toda descripción hasta convertirla en
insinuación; eliminan las digresiones, evitando cualquier tramo -cualquier
desvío- que no implique un avance o progreso en la acción. Es un proceso que,
observado históricamente, puede resultar alucinante. Si antes llamábamos
“narrativa brevísima” a un relato de cuatro o cinco páginas, hoy sólo aplicamos
este nombre a una pieza narrativa de cuatro o cinco párrafos, luego nos
centramos en los dos párrafos, en el párrafo único, y en unas cuantas líneas.
El caso extremo lo proporcionan aquellos que escriben los textos que llamo
“hiperbreves”: composiciones de una o dos líneas de extensión. Más que
brevedad, que es una palabra bastante frecuentada, a este rasgo prefiero
llamarlo concisión. No es lo mismo lo conciso que lo corto: en una extensión
mayor también puede haber concisión, si es que no hay excipientes, si nada
sobra, si se usan las palabras justas y ninguna de las innecesarias. Escritura
concisa, ajustada: virtud de los grandes escritores, el decir mucho con pocas
palabras.
Un aparte.
En todas las épocas de la historia ha habido textos literarios breves: ciertas
parábolas de los textos sagrados, así como las máximas y aforismos, los “casos”
de la literatura popular tradicional, y también determinadas formas poéticas,
son testimonio de ello. Pero cuando hablamos de estos géneros no nos estamos
refiriendo necesariamente a formas narrativas. Lo que no ha habido hasta hace
cerca de un siglo, en cambio, ha sido una forma narrativa -una especie, si se
quiere- deliberadamente concisa, que tenga este rasgo como una de sus
características esenciales. La urgencia, la necesidad de contar y la conquista
de la concisión son las tres primeras características del microrrelato, las que
configuran su matriz. Estas características son las que ante todo hay que tener
en cuenta, hasta el punto de defenderlas contra ajenos ataques, si queremos ser
escritores de microrrelatos: son tentaciones a las que nos resulta
indispensable sucumbir.
Hay otros
aspectos de la cuestión: uno sumamente importante es tratar de discernir qué
siente el escritor de microrrelatos en el proceso de escribirlos. Esto es
vital: escribimos microrrelatos porque queremos experimentar cómo es la
creación de algo “redondo”, como suele decirse: un producto literario
satisfactorio en sí mismo, autosuficiente, dotado de autonomía, que pueda
apreciarse en un golpe de vista y que, a pesar de la velocidad de la escritura
y de la consiguiente rapidez de la lectura, guarde significados diversos y
profundos. La autonomía es esencial. No sólo queremos escribir textos breves,
sino que aspiramos a que su brevedad sea significativa, rica, pletórica de
valores que sólo un lector semejante a nosotros los escritores sea capaz de descifrar.
Sembramos significaciones y deseamos que ellas sean descubiertas por nuestros
lectores. Lo que alguna vez pareció posible a través de un rondel medieval, de
un soneto renacentista, de una rima becqueriana, de un cuento emparentado con
la nueva narrativa hispanoamericana, ahora tratamos de hacerlo a través del
microrrelato.
¿Pero es
posible que la minificción alcance esos niveles, satisfaga de tal manera nuestras
expectativas? Creemos que sí. Ante todo, los auténticos artistas del
microrrelato aceptan tácitamente las condiciones básicas que hemos mencionado
unas líneas más arriba: ceden a la urgencia de la creación, cumplen con la
necesidad de contar y están dispuestos a poner lo mejor de sí mismos, en
sucesivas revisiones del texto, para acatar el mandato de la concisión. Y cada
uno de los textos que escriben se puede considerar como una realidad autónoma,
que vale por sí misma, aunque el impulso creador -y luego el proceso mismo de
la lectura- pueda relacionarlos entre sí. No es que baste con eso. Los rasgos
mencionados corresponden a la creación del microrrelato, pero no son los
únicos. Hay una manera especial de escribir estos textos.
Es difícil
generalizar, porque cada autor de microrrelatos -desde Kafka hasta Borges y desde
Monterroso hasta José María Merino- ha ejercido o ejerce su propia poética.
Pero podemos intentar una aproximación. Hay rasgos externos y rasgos internos
del microrrelato. Entre los externos, quiérase o no, está la cara visible de la
concisión: la brevedad. Los microrrelatos (parece una perogrullada) son breves;
no hay forma de que una narración de cinco páginas de extensión se incorpore a
nuestro corpus de textos minificcionales, y si alguien lo hace, es que sus
ideas sobre el género deberían definirse con mayor exactitud. Hay quienes
quieren dejar de mencionar la brevedad, omitir su enunciación taxativa, por
considerarla obvia. Pero confunden el orden de la argumentación: especificar
que el microrrelato es una forma brevísima no equivale a decir que la brevedad
sea su único rasgo pertinente. Escribir textos brevísimos no es lo mismo que
escribir microrrelatos. Dicho de otra forma: no todos los textos brevísimos son
microrrelatos (pueden ser cuentos breves, pueden ser aforismos, pueden ser
ensayos minúsculos y tantas otras cosas), pero todos los microrrelatos son
textos brevísimos.
Y hay
rasgos internos, que tienen que ver con la realización de la escritura. En
general, el microrrelato -que no ha sido planificado, como en cambio puede
ocurrir con el ensayo o con la novela- tiene un título significativo, que hay
que computar como elemento prácticamente indispensable del texto. Luego, suele
comenzar in medias res, locución con la cual se indica que la primera acción
presentada no es necesariamente la acción inicial en sentido cronológico;
admite una variedad de estrategias discursivas en su poco extenso desarrollo, y
termina con un final o remate que, aunque no exige en forma absoluta la atónita
sorpresa del lector, por lo menos le proporciona cierto conocimiento de
carácter conclusivo, sin perderse en vagarosidades ni en una especie de niebla (y
mucho menos tiniebla) del significado.
Éstos son
los mejores rasgos del microrrelato, su carta de identidad básica. Pero no debemos
escandalizarnos si percibimos otros rasgos en textos minificcionales que admiramos:
conviene tener en cuenta que lo mejor que puede hacerse con las prescripciones de
las poéticas es ignorarlas o torcerlas. Más tarde o más temprano, todo lo que
fue materia de legislación pasa a ser material apropiado para la insurrección.
Finalmente,
escribimos microrrelatos por una razón que pocas veces se menciona: lo hacemos
porque nos da alegría el hacerlo. La literatura compuesta con sacrificio no
conmueve necesariamente al lector. El goce de la literatura es doble y mutuo:
el escritor crea con alegría para despertar en el lector ese mismo goce. El
microrrelato contemporáneo es uno de los mejores ejemplos de una bien entendida
concepción hedonista de la literatura: una visión que adopta y justifica el
deseo de placer, la búsqueda del placer, a través de la palabra. Y bien que
merecemos tenerla, como contrapeso para tanta desdicha como nos ofrece
diariamente el mundo de hoy.
Cinco
notas, cinco rasgos que quizá ayuden a contestar nuestra pregunta inicial: ¿por
qué escribimos microrrelatos? Los auténticos escritores no lo hacen para torcer
el rumbo de la literatura occidental, ni para lograr que el ejercicio de las
letras cambie las condiciones de vida de los sectores más desposeídos de la
sociedad. El escritor escribe estos textos, en primer lugar, porque siente la
urgencia de hacerlo; también, porque tiene necesidad de contar algo;
inmediatamente, porque su modelo de narración está caracterizado por la
concisión. Surge entonces la noción de la autonomía narrativa, lo que lleva a
considerar las distintas maneras de contar que ofrece el microrrelato. Y por
sobre todas esas cosas, el escritor imagina y escribe ficciones mínimas porque
procura experimentar -y transmitir a sus lectores- la alegría de la creación.
Recordemos
estas expresiones: urgencia, necesidad de contar, concisión, autonomía, alegría
de la creación. La investigación sobre el microrrelato, o por lo menos el
pensar sobre esta forma -tanto por parte de creadores como de críticos- ha
avanzado bastante desde aquellos momentos iniciales, que podemos llamar de
descubrimiento, en los que sólo se hablaba del número de palabras de
determinadas composiciones. Ahora sabemos más y, como siempre ocurre, amamos
más lo que conocemos mejor.