24 de febrero de 2019

El cuento. Historia, teoría, análisis y consideraciones (XIII). David Lagmanovich

Escritor y crítico literario, David Lagmanovich (1927-2010) fue un cultor del cuento breve que, como investigador en el campo de la microficción, contribuyó de manera relevante a sentar las bases críticas del género del microrrelato. Profesor de Literatura en la Universidad Nacional de Tucumán, en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino y director del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, escribió libros de cuentos y ensayos de crítica literaria. Entre los primeros pueden mencionarse “La hormiga escritora”, “Los cuatro elementos” y “Réquiem y otros cuentos”; entre los segundos, “El microrrelato. Teoría e historia”, “Códigos y rupturas”, “La narrativa policial argentina” y “El microrrelato hispanoamericano”. Escribió además una innumerable cantidad de artículos en distintas revistas tanto argentinas como extranjeras, destacándose entre ellos “Márgenes de la narración. El microrrelato hispanoamericano”, “La extrema brevedad. Microrrelatos de una y dos líneas”, “Estudios sobre la ficción breve”, “En el territorio de los microtextos”, “Sobre el microrrelato en la Argentina” y “El microrrelato hoy”. En los últimos años de su vida repartió su tiempo entre conferencias, dictado de cursos breves y participación en congresos y simposios. Lo que sigue es un fragmento de uno de sus artículos titulado “El microrrelato hispánico. Algunas reiteraciones”, publicado en la “Revista Iberoamericana” en diciembre de 2009.

Un género aparentemente nuevo. El notable crecimiento del microrrelato en lengua española, a partir de las primeras décadas del siglo XX, ha llevado a algunos a suponer que se trata de un fenómeno que se origina en tierras americanas y se traslada luego a España, para seguir produciéndose a ambos lados del Atlántico, como ocurrió con el Modernismo.
Aquí conviene recordar unas palabras de Jorge Luis Borges, en su libro de ensayos
“Otras inquisiciones”, de 1952, quien dice: “Las ilusiones del patriotismo no tienen término. En el primer siglo de nuestra era, Plutarco se burló de quienes declaran que la luna de Atenas es mejor que la luna de Corinto; Milton, en el XVII, notó que Dios tenía la costumbre de revelarse primero a Sus ingleses; Fichte, a principio del XIX, declaró que tener carácter y ser alemán es, evidentemente, lo mismo”.
Creo que en este punto, como en muchos otros, es necesario adoptar un punto de vista amplio. La eliminación de la redundancia, la reducción de la extensión y la intensificación de los valores puramente artísticos antes que de todo aquello que podemos calificar como “decorativo” ¿lo podemos considerar un fenómeno privativo del mundo hispánico? Por cierto que no: más que un fenómeno mexicano, argentino o del campo hispánico general, rasgos como los citados responden a una etapa en la evolución de la estética occidental.
Es una etapa, o un cambio de tono, que se registra no sólo en el caso de la literatura, sino que tiene manifestaciones paralelas también en otros campos artísticos. El interés por las concentradas composiciones poéticas japonesas, que se registra a finales del Modernismo (tal como se ve a partir de la obra precursora de José Juan Tablada); los principios estéticos de los compositores que -bajo el magisterio de Arnold Schönberg- trabajan en Viena en las primeras décadas del siglo XX, maestros del despojamiento musical; la repetida insistencia minimalista de la Bauhaus de Walter Gropius, Mies van der Rohe y sus asociados (entre los cuales, no lo olvidemos, figuró también Paul Klee); o bien, un poco antes, la afilada crítica de Claude Debussy a la frondosidad wagneriana, no son hechos demasiado ajenos a los principios implícitos en la elaboración de microrrelatos. Tampoco están muy distantes en este panorama ciertos textos debidos a escritores de lengua española, como Ramón Gómez de la Serna, José Antonio Ramos Sucre, Juan Ramón Jiménez y hasta Federico García Lorca, que sólo ahora han llamado la atención de la crítica en función de su afinidad con el microrrelato, sustrayéndolos a los nebulosos terrenos del así llamado “poema en prosa”.
Como se ve, estos procesos se dan tanto en países hispánicos como en los que pertenecen a otras culturas occidentales. Así lo prueban los casos de Franz Kafka y Bertolt Brecht en la literatura de lengua alemana; el elocuente rechazo, por Ernest Hemingway, de lo que este gran escritor estadounidense solía llamar “fine writing”, en favor de una expresión depurada y directa (es decir, “plain writing”); o, más adelante, la obra narrativa del escritor húngaro István Örkény, con sus “cuentos de un minuto”. Todos los escritores mencionados son maestros de la concisión: de la necesaria concisión. Lo dicho no implica en modo alguno desmerecer la importancia de los textos brevísimos que, al comienzo en forma pausada y más adelante con frecuencia cada vez más llamativa, se acumulan en las letras hispánicas a ambos lados del Atlántico. Pero, aunque nuestra tarea como hablantes de la lengua consista precisamente en disfrutar de ellos y estudiarlos, no está de más conceptualizarlos como un fenómeno a través del cual se expresa la modernidad -y si se acepta esta categoría, también la posmodernidad- en variados ámbitos de la cultura occidental.
Un rasgo común en las expresiones minificcionales, y esto es obvio, es el de la brevedad. Más no debemos ignorar que el mismo principio puede tener manifestaciones variables según el caso. Quiero decir que si, por una parte, la brevedad es siempre una condición que podemos considerar obligatoria, por la otra no hay que olvidar que las categorías de “lo breve” y “lo extenso” pueden variar según el contexto histórico y cultural. De ahí que los ejemplos de “short shorts”, como él los llama, recopilados por Irving Howe en una de las primeras antologías del género, nos deparen algunas sorpresas. Por ejemplo, los antólogos incorporan un cuento de Jorge Luis Borges que los lectores hispánicos nunca hubiéramos calificado de microrrelato. Es que en un principio era inevitable considerar la minificción en directa confrontación con el cuento, y los cuentos anglosajones son de mucha mayor extensión que los hispánicos.
Frente a ejemplos como los de William Faulkner (“El oso”), Ring Lardner (“Campeón”), William Somerset Maugham (“Lluvia”), Flannery O’Connor (“Un hombre bueno es difícil de encontrar”) o la mayor parte de las narraciones de Ernest Hemingway (“La breve vida feliz de Francis Macomber”, “Las nieves del Kilimanjaro”), un cuento como “El muerto” de Borges, parece brevísimo. En cambio nosotros -quiero decir, los lectores de lengua española- llamamos microrrelatos o microcuentos, si además cumplen con ciertas condiciones, a textos de extensión mucho menor.
Aclarado este punto, podríamos -quizá deberíamos- iniciar estudios más abarcadores de la realidad supranacional del microrrelato. Por ejemplo, trabajar un texto como “La verdad sobre Sancho Panza” de Franz Kafka, en confrontación con “Teoría de Dulcinea” de Juan José Arreola, “El precursor de Cervantes” de Marco Denevi, y algunos otros textos de inspiración cervantina como los que recoge Juan Armando Epple en su antología “Micro Quijotes”. O comparar la versión minificcional de la vida bajo una despiadada dictadura que da Örkény con lo que nos han mostrado autores de lengua española sobre la dictadura y los dictadores, por ejemplo en Chile. Se podrían investigar también las huellas de Kafka en nuestra cultura de la brevedad, con ejemplos como el cubano Virgilio Piñera o el español Javier Tomeo, y así sucesivamente. En otras palabras, es hora ya de que ahorremos explicaciones sobre la existencia de la brevedad (que yo llamo concisión), que nadie discute, y nos aboquemos a estudios que iluminen, como los faroles de los mineros, las oquedades y profundidades del género que nos interesa.
Para ello, propongo partir de una caracterización operativa del microrrelato (no una definición, algo que siempre es limitativo, sino una caracterización). Ello consiste en concebir el microrrelato como un género literario al que competen tres rasgos o características principales: 1) la brevedad o concisión (criterio externo fácilmente verificable, puesto que se puede expresar a través del cómputo de las palabras que constituyen un texto), 2) la narratividad (criterio interno susceptible de ser analizado por el crítico), y 3) la ficcionalidad, que depende sobre todo de la actitud, o del propósito, del escritor. Brevedad, narratividad, ficcionalidad: tales son las coordenadas del microrrelato.
Para una tarea por ahora limitada a la identificación, prescindimos de otros rasgos que también pueden estar presentes: por ejemplo, el carácter proteico a que se refiere Violeta Rojo, el cruce con tipos de escritura extraliteraria que siempre llamó la atención de Dolores Koch, o el carácter fractal que introduce en su análisis Lauro Zavala. En todo caso, tales rasgos pueden servir para identificar subtipos de microrrelatos, una tarea igualmente útil, pero que se realiza en un segundo momento del análisis. Prescindimos también, por el momento, de lo que Alfonso Reyes llamó las “maneras” de la literatura, es decir, la prosa y el verso.
El uso de la tríada propuesta puede llevar a resolver una duda frecuente: ¿qué es un
microrrelato? Nuestra respuesta es que si a un texto se le pueden atribuir los rasgos de brevedad, narratividad y ficcionalidad, se trata sin duda de un ejemplar del género que estudiamos. Si ostenta brevedad y narratividad, pero los hechos mostrados no son ficcionales, puede tratarse de un texto periodístico -más preocupado por lo que ocurrió que por lo que podría ocurrir-, de algún tipo de variedad de una escritura cuyo foco es lo fáctico, no lo ficcional. También podemos encontrar, y con frecuencia lo hacemos, textos que son narrativos y ficcionales, pero no breves, y eso los lleva a autodefinirse en otra provincia de la narrativa, como el cuento o la “nouvelle”. Por otra parte, la escritura gnómica, que genera aforismos, refranes y expresiones afines, tiene una eminente brevedad pero prácticamente nada de las otras dos condiciones. Y casi está de más decir que la existencia de uno solo de esos rasgos no alcanza para que el texto en cuestión se incluya en el orbe del microrrelato.
La razón de la escritura. Tal vez sea más interesante formular, o formularnos, otras dos preguntas: ¿por qué escribimos y por qué leemos microrrelatos? Habría que inquirir por las causas que llevan a un ser humano a escribir microrrelatos y no en cambio sonetos, cuentos de extensión convencional o ensayos sociológicos, entre otras muchas posibilidades. Porque en una actitud superficial o frívola podríamos decir que los textos de que nos ocupamos carecen de atractivo. Al ser demasiado breves, suelen inducir a perplejidad al lector; con frecuencia son incomprensibles para los lectores aficionados a productos culturales menos exigentes, como las series televisivas y las crónicas periodísticas; en fin, se complacen en presentarnos situaciones muy alejadas de la realidad. No sólo esto último: tienden a imaginar mundos inexistentes, tuercen el orden natural de las cosas y, a veces, hasta presentan conjuntos de palabras que antes se llamaban galimatías (y qué palabra tan poco elegante, esa de “galimatías”) y ahora han pasado a llamarse experiencias lingüísticas transgresoras: sintaxis imposible, asociaciones fonéticas de poco curso en la lengua, y selección léxica que hay que descifrar con ayuda del diccionario. Pareciera que, súbitamente, el prosista se hubiera convertido en un poeta: una palabra aún sospechosa para cierto tipo de lectores.
Urge, pues, averiguar el sentido de esta escritura, que tal vez en algún momento se convierta en lectura sólo para que alguien nuevamente la procese o recicle como escritura. Provisionalmente, aceptemos que el primer escritor de microrrelatos del mundo no se inspiró en nadie: no había minificciones ya escritas, y bibliotecas íntegras palpitaban bajo una suerte de velo genesíaco. El impulso necesario para escribirlos viene antes de toda tentación de leerlos: es un perfecto ejemplo de la urgencia de la creación.
Esta palabra, urgencia, es la primera que puede comenzar a explicar por qué se escribe un microrrelato. Un texto así no se planea, no se propone a un editor posible, no lo discute uno con su cónyuge o con los amigos, ni siquiera se esquematiza: es escritura pura, que surge decididamente de la conciencia del escritor cuando algo interior le dice que debe escribir lo que se ha formado en su interioridad. Y este impulso es urgente, porque los microrrelatos no escritos -aquellos que no llegan a la pantalla o al papel porque el presunto autor desobedece un mandato interior- son como los poemas sentidos pero no nacidos: entorpecen funciones del organismo y pueden llevar a la enfermedad y la desesperación. Regla número uno de lectores avezados: hay que desconfiar de aquellos que nos detienen en la calle para contarnos relatos mínimos -o poemas- que “aún” no han escrito, pues es posible que sólo estén buscando un pretexto para no escribirlos jamás. Si nunca se siente la urgencia de escribir un microrrelato, es que no se sirve para esta tarea, y sería mejor dedicarse a escribir otro tipo de textos.
El texto frente al lector. Toda la literatura del mundo se basa en un tácito pacto, tan común que casi nunca pensamos en él: es el contrato que se establece entre el autor y el lector. El escritor (sin enunciar estas palabras, sólo con su actitud) dice: “Te propongo que me leas, pues tengo algo que contarte”. Por su parte, el lector expresa: “Te leo, pero a cambio de que tú me cuentes algo; si no tienes ningún producto de interés que ofrecerme, guárdate tu mercancía y déjame seguir mi camino”. De estas dos condiciones, la segunda viene impuesta por el lector, y afecta hondamente la legibilidad de la obra, su apertura: el lector anuncia, de hecho, que puede dejar de serlo. Pero también pertenece al orden de las necesidades del escritor; por eso la podemos computar como una de las razones por las que escribimos microrrelatos, y, secundariamente, también por las cuales los leemos. El que cuenta un cuento tiene necesidad de hacerlo y, una vez hecho esto, de leerse a sí mismo; de lo contrario, también él preferiría abandonar la empresa. Así fue siempre: en las sociedades primitivas, en las renacentistas, en las modernas.
Claro que se puede contar de diversas maneras: la urgencia de escribir y la necesidad de contar explican el cultivo de la narrativa, pero no necesariamente del microrrelato. Ni Cervantes, ni Dickens, ni Proust sabían de la existencia de éste; y en caso de haberla sospechado, es seguro que no le prestaron atención. Aquí entran en juego otros factores, que tienen que ver con la configuración social o, más exactamente, con la respuesta que un escritor da a las tendencias imperantes en la realidad social en que le ha tocado vivir.
La sociedad contemporánea -la de finales del siglo XIX, la de todo el XX, la que tenemos en lo que va del XXI- se ha ido encaminando en forma vertiginosa hacia lo que podemos llamar el discurso de la brevedad. Esto no significa que las dilatadas formas antiguas hayan desaparecido, pues todavía hay quienes prefieren leer novelas extensas y perseguir ciclos novelísticos íntegros, los que permiten al lector ubicarse en forma cómoda en un ámbito temporal y espacial determinado. Pero al mismo tiempo hay que reconocer que las dimensiones de muchas otras obras de arte, y junto con ellas las posibles dificultades que pueden presentar a la hora de ser absorbidas por el lector (es decir, a la hora de su recepción), han cobrado importancia primordial. La extensión del relato, la del libro, la del ensayo, la de la obra teatral, no están ya prefijadas, y todo indica que la posibilidad de cambio que enfrenta el creador tiene mucho que ver con la resultante longitud.
En respuesta a esos condicionamientos sociales, ciertos narradores han optado por formas breves o brevísimas: disminuyen toda descripción hasta convertirla en insinuación; eliminan las digresiones, evitando cualquier tramo -cualquier desvío- que no implique un avance o progreso en la acción. Es un proceso que, observado históricamente, puede resultar alucinante. Si antes llamábamos “narrativa brevísima” a un relato de cuatro o cinco páginas, hoy sólo aplicamos este nombre a una pieza narrativa de cuatro o cinco párrafos, luego nos centramos en los dos párrafos, en el párrafo único, y en unas cuantas líneas. El caso extremo lo proporcionan aquellos que escriben los textos que llamo “hiperbreves”: composiciones de una o dos líneas de extensión. Más que brevedad, que es una palabra bastante frecuentada, a este rasgo prefiero llamarlo concisión. No es lo mismo lo conciso que lo corto: en una extensión mayor también puede haber concisión, si es que no hay excipientes, si nada sobra, si se usan las palabras justas y ninguna de las innecesarias. Escritura concisa, ajustada: virtud de los grandes escritores, el decir mucho con pocas palabras.
Un aparte. En todas las épocas de la historia ha habido textos literarios breves: ciertas parábolas de los textos sagrados, así como las máximas y aforismos, los “casos” de la literatura popular tradicional, y también determinadas formas poéticas, son testimonio de ello. Pero cuando hablamos de estos géneros no nos estamos refiriendo necesariamente a formas narrativas. Lo que no ha habido hasta hace cerca de un siglo, en cambio, ha sido una forma narrativa -una especie, si se quiere- deliberadamente concisa, que tenga este rasgo como una de sus características esenciales. La urgencia, la necesidad de contar y la conquista de la concisión son las tres primeras características del microrrelato, las que configuran su matriz. Estas características son las que ante todo hay que tener en cuenta, hasta el punto de defenderlas contra ajenos ataques, si queremos ser escritores de microrrelatos: son tentaciones a las que nos resulta indispensable sucumbir.
Hay otros aspectos de la cuestión: uno sumamente importante es tratar de discernir qué siente el escritor de microrrelatos en el proceso de escribirlos. Esto es vital: escribimos microrrelatos porque queremos experimentar cómo es la creación de algo “redondo”, como suele decirse: un producto literario satisfactorio en sí mismo, autosuficiente, dotado de autonomía, que pueda apreciarse en un golpe de vista y que, a pesar de la velocidad de la escritura y de la consiguiente rapidez de la lectura, guarde significados diversos y profundos. La autonomía es esencial. No sólo queremos escribir textos breves, sino que aspiramos a que su brevedad sea significativa, rica, pletórica de valores que sólo un lector semejante a nosotros los escritores sea capaz de descifrar. Sembramos significaciones y deseamos que ellas sean descubiertas por nuestros lectores. Lo que alguna vez pareció posible a través de un rondel medieval, de un soneto renacentista, de una rima becqueriana, de un cuento emparentado con la nueva narrativa hispanoamericana, ahora tratamos de hacerlo a través del microrrelato.
¿Pero es posible que la minificción alcance esos niveles, satisfaga de tal manera nuestras expectativas? Creemos que sí. Ante todo, los auténticos artistas del microrrelato aceptan tácitamente las condiciones básicas que hemos mencionado unas líneas más arriba: ceden a la urgencia de la creación, cumplen con la necesidad de contar y están dispuestos a poner lo mejor de sí mismos, en sucesivas revisiones del texto, para acatar el mandato de la concisión. Y cada uno de los textos que escriben se puede considerar como una realidad autónoma, que vale por sí misma, aunque el impulso creador -y luego el proceso mismo de la lectura- pueda relacionarlos entre sí. No es que baste con eso. Los rasgos mencionados corresponden a la creación del microrrelato, pero no son los únicos. Hay una manera especial de escribir estos textos.
Es difícil generalizar, porque cada autor de microrrelatos -desde Kafka hasta Borges y desde Monterroso hasta José María Merino- ha ejercido o ejerce su propia poética. Pero podemos intentar una aproximación. Hay rasgos externos y rasgos internos del microrrelato. Entre los externos, quiérase o no, está la cara visible de la concisión: la brevedad. Los microrrelatos (parece una perogrullada) son breves; no hay forma de que una narración de cinco páginas de extensión se incorpore a nuestro corpus de textos minificcionales, y si alguien lo hace, es que sus ideas sobre el género deberían definirse con mayor exactitud. Hay quienes quieren dejar de mencionar la brevedad, omitir su enunciación taxativa, por considerarla obvia. Pero confunden el orden de la argumentación: especificar que el microrrelato es una forma brevísima no equivale a decir que la brevedad sea su único rasgo pertinente. Escribir textos brevísimos no es lo mismo que escribir microrrelatos. Dicho de otra forma: no todos los textos brevísimos son microrrelatos (pueden ser cuentos breves, pueden ser aforismos, pueden ser ensayos minúsculos y tantas otras cosas), pero todos los microrrelatos son textos brevísimos.
Y hay rasgos internos, que tienen que ver con la realización de la escritura. En general, el microrrelato -que no ha sido planificado, como en cambio puede ocurrir con el ensayo o con la novela- tiene un título significativo, que hay que computar como elemento prácticamente indispensable del texto. Luego, suele comenzar in medias res, locución con la cual se indica que la primera acción presentada no es necesariamente la acción inicial en sentido cronológico; admite una variedad de estrategias discursivas en su poco extenso desarrollo, y termina con un final o remate que, aunque no exige en forma absoluta la atónita sorpresa del lector, por lo menos le proporciona cierto conocimiento de carácter conclusivo, sin perderse en vagarosidades ni en una especie de niebla (y mucho menos tiniebla) del significado.
Éstos son los mejores rasgos del microrrelato, su carta de identidad básica. Pero no debemos escandalizarnos si percibimos otros rasgos en textos minificcionales que admiramos: conviene tener en cuenta que lo mejor que puede hacerse con las prescripciones de las poéticas es ignorarlas o torcerlas. Más tarde o más temprano, todo lo que fue materia de legislación pasa a ser material apropiado para la insurrección.
Finalmente, escribimos microrrelatos por una razón que pocas veces se menciona: lo hacemos porque nos da alegría el hacerlo. La literatura compuesta con sacrificio no conmueve necesariamente al lector. El goce de la literatura es doble y mutuo: el escritor crea con alegría para despertar en el lector ese mismo goce. El microrrelato contemporáneo es uno de los mejores ejemplos de una bien entendida concepción hedonista de la literatura: una visión que adopta y justifica el deseo de placer, la búsqueda del placer, a través de la palabra. Y bien que merecemos tenerla, como contrapeso para tanta desdicha como nos ofrece diariamente el mundo de hoy.
Cinco notas, cinco rasgos que quizá ayuden a contestar nuestra pregunta inicial: ¿por qué escribimos microrrelatos? Los auténticos escritores no lo hacen para torcer el rumbo de la literatura occidental, ni para lograr que el ejercicio de las letras cambie las condiciones de vida de los sectores más desposeídos de la sociedad. El escritor escribe estos textos, en primer lugar, porque siente la urgencia de hacerlo; también, porque tiene necesidad de contar algo; inmediatamente, porque su modelo de narración está caracterizado por la concisión. Surge entonces la noción de la autonomía narrativa, lo que lleva a considerar las distintas maneras de contar que ofrece el microrrelato. Y por sobre todas esas cosas, el escritor imagina y escribe ficciones mínimas porque procura experimentar -y transmitir a sus lectores- la alegría de la creación.
Recordemos estas expresiones: urgencia, necesidad de contar, concisión, autonomía, alegría de la creación. La investigación sobre el microrrelato, o por lo menos el pensar sobre esta forma -tanto por parte de creadores como de críticos- ha avanzado bastante desde aquellos momentos iniciales, que podemos llamar de descubrimiento, en los que sólo se hablaba del número de palabras de determinadas composiciones. Ahora sabemos más y, como siempre ocurre, amamos más lo que conocemos mejor.