18 de febrero de 2019

El cuento. Historia, teoría, análisis y consideraciones (VII). Enrique Anderson Imbert (1)


Enrique Anderson Imbert (1910-2000), escritor y crítico literario argentino, se ocupó en sus estudios literarios tanto de cuestiones teóricas como del análisis de tendencias y autores. Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires, fue miembro de la Academia Argentina de las Letras, de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, de la Academia Americana de Artes y Ciencias, de la Academia de Artes y Ciencias de Puerto Rico, y de la Real Academia Española. En la Argentina fue docente en las universidades nacionales de Cuyo y de Tucumán, y otro tanto hizo en Estados Unidos en las universidades de Michigan, Princeton, Duke y Harvard. Publicó numerosos artículos en la revista “Nosotros”, en el periódico “La Nación” y fue director de la página literaria del diario “La Vanguardia”. De su nutrida producción ensayística cabe citar “Historia de la literatura hispanoamericana”, “La crítica literaria contemporánea”, “Métodos de la crítica literaria”, “El arte del cuento”, “La crítica literaria. Métodos y modalidades”, “La crítica literaria. Sus métodos y problemas”, “Los grandes libros de Occidente y otros ensayos”, “Estudios sobre letras hispánicas”, “El realismo mágico y otros ensayos”, “Los primeros cuentos del mundo”, “Teoría y técnica del cuento”, “La prosa. Modalidades y usos” y “Nuevos estudios sobre letras hispanas”.
Para Anderson Imbert, el escritor que se dedica a la literatura “abstrae de su experiencia, no un elemento público, universal, sino elementos privados, particulares. Son tan numerosos, los selecciona con tanto cuidado, los estructura en una sintaxis tan bien ceñida a los ondulantes movimientos del ánimo, los reviste con un estilo tan imaginativo y lujoso en metáforas, que todos los elementos juntos equivalen casi a rendir la experiencia completa. Esto ya no es comunicación lógica y práctica, sino expresión estética, poética. Los escritores que hacen literatura expresan la experiencia total del hombre en cuanto hombre: una experiencia personal, privada, abundante en matices y relieves”. Para él, la literatura era siempre ficción, un pensamiento que coincide con el del filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) quien decía que “por mucho que el hombre se esfuerce en conocer objetivamente la realidad sólo consigue imaginarla. El hombre inventa el mundo o un pedazo de él. El hombre está condenado a ser novelista”. O con aquella sentencia del narrador mexicano Alfonso Reyes (1889-1959) para quien “la ficción verbal de una ficción mental, ficción de ficción: esto es la literatura”. Del antes mencionado ensayo “Teoría y técnica del cuento”, publicado originalmente en 1979 y reimpreso luego en 1982 y 1992 en ediciones revisadas y ampliadas, se reproduce a continuación el capítulo titulado “El género cuento”.

Introducción. Venus -cuenta Apuleyo en “El asno de oro”- quiere castigar a Psique. Para ello mezcla semillas de diferentes clases en un gran montón y exige a la pobre chica que, antes de que la noche termine, las vuelva a separar en montoncitos homogéneos. Por suerte unas hormigas, compadecidas de Psique, acuden en su ayuda y le clasifican las semillas. Ojalá hubiera hormigas que nos ayudaran a clasificar las obras literarias. Tendrían que ser mucho más estudiosas que las de Apuleyo. Después de todo, agrupar semillas, que son productos de la naturaleza con propiedades determinadas y reconocibles, es más fácil que agrupar obras literarias, que son creaciones fortuitas.
El problema de los géneros. Los primeros en apartar las obras en géneros fueron los griegos. En Platón ya hubo indicios de una división tripartita en literatura épica, lírica y dramática pero fue Aristóteles, en su “Poética”, quien inició un estudio sistemático de los géneros. Con los siglos ese sistema se completó pero lo que había sido una descripción empírica después pretendió ser una ciencia normativa. La historia de la doble serie de defensores e impugnadores de la teoría de los géneros ya ha sido estudiada: remito a la bibliografía que va al final.
Un formidable impugnador fue Croce; pero cuando dijo “los géneros no existen” estaba reaccionando polémicamente contra los preceptistas que, desde el Renacimiento italiano, el Clasicismo francés y el Cientificismo del siglo XIX, venían perturbando las relaciones del escritor con su obra. Para ellos los géneros eran sustancias, entes reales, agentes de la historia de la literatura. Los géneros, así entendidos, se inmiscuían en la gestación artística: con sus leyes dictaban condiciones al escritor; con sus dogmas aplicaban sanciones. Croce desafió a los preceptistas. La obra literaria, les dijo, es la expresión de intuiciones individuales; cuando de la obra pasamos al concepto “género” hemos abandonado la Estética y ya estamos en la Lógica. Este paso es legítimo. Lo ilegítimo es confundir la Estética, que estudia intuiciones, con la Lógica, que estudia conceptos. Los géneros son conceptos abstraídos de una realidad histórica pero la historia, que es cambio incesante, no va a inmovilizarse para obedecer a la idea fija de un preceptista. En ciertas épocas el preceptista ejerció un poder tiránico sobre el artista y éste, por una especie de masoquismo que lo llevaba a convertirse en verdugo de sí mismo, sacrificó su libertad en el altar de los géneros. Éstos fueron accidentes en la historia de las costumbres, no rasgos esenciales de la expresión estética. No se niega, pues, la existencia histórica de los géneros sino su valor como categoría estética.
Teóricamente, un género no existe, históricamente, sí. A lo largo de la historia se han acumulado millones de obras literarias. No hay más remedio que ordenar de algún modo ese caos. Con tal propósito, de las obras abstraemos características comunes y formamos conceptos. Está bien. En efecto, el escritor, cediendo a prácticas literarias de la sociedad en que vive, con significativa frecuencia suele considerar el género como una institución en la que se entra o de la que se sale. Aun entonces lo cierto es que está respondiendo al gusto de su tiempo, no a una ley estética. Para evitar los males que resultan cuando hipostasiamos un concepto, conviene denunciar la falsa autoridad de la retórica sobre la poesía; la pretendida jerarquía de su género sobre otro; el anquilosamiento de la historia; el descuartizamiento de la obra unitaria de un escritor en pedazos genéricos; el juicio crítico exterior a la obra misma...
Acabo de resumir a Croce, y lo que sigue no ha de contradecirlo, pues me siento endeudado con su filosofía idealista, sólo que mis observaciones serán menos polémicas. Los géneros son esquemas mentales, conceptos de validez histórica que, bien usados, educan el sentido del orden y de la tradición y por tanto pueden guiar al crítico y aun al escritor. Al crítico porque éste, interesado en describir la estructura de un género, se fabrica una terminología que luego le sirve para analizar una obra individual. Al escritor porque éste, acepte o no la invitación que recibe de un género, se hace consciente del culto social a ciertas formas. Digo “invitación” porque el género, aunque mira para atrás, hacia obras del pasado, también mira para adelante, hacia obras futuras, y el escritor tiene que decidirse por la forma que ha de dar a lo que escriba; forma que repetirá rasgos semejantes a los de obras tradicionales o, al revés, ofrecerá rasgos desemejantes. Los géneros a veces lo incitan, a veces lo repelen; y el escritor continúa sintiéndose libre porque, en la historia de la literatura, la proliferación de géneros imprevistos y de sus sorprendentes combinaciones equivale a una lección de libertad. Una obra importante no pertenece a un género: más bien pertenece a dos, al género cuyas normas acaba de transgredir y al género que está fundando con nuevas normas. El cuentista, que es un individuo dentro del inmenso gremio de cuentistas, escribe libremente un cuento que dentro del inmenso género se distingue por sus rasgos individuales. No se limita ese cuentista a continuar con su cuento otros cuentos parecidos. Tampoco se limita a combinar características de obras del pasado. Escribe lo que le da la gana. Es libre. Sin embargo, por libre que sea tiene que desgajar su cuento, no de la realidad cotidiana, sino del universo de la literatura. Porque su cuento está hecho de convenciones artísticas nos es fácil incluirlo, junto con otros similares, en un “género cuento”. Dicho género existe, no dentro de un cuento concreto sino dentro de nuestra cabeza de críticos: es un mero concepto histórico y teórico.
Pocos eran los géneros clásicos: la lírica (un (“yo” canta sus íntimas efusiones), el drama (texto para que actores, desde un escenario, representen la acción ante un público) y la épica (relato de acontecimientos entretejidos en una trama imaginaria). Desde hace ya muchos siglos es insuficiente para clasificar una producción cada vez más abundante y diversa. Pero tampoco las clasificaciones más recientes son satisfactorias. No pueden serlo porque los géneros son clases que tienen bajo sí otros géneros o especies, y las especies son clases que bajo sí tienen subespecies o individuos. Géneros, subgéneros, especies y subespecies pueden, como los círculos, ser tangenciales entre sí, por fuera y por dentro, y también pueden interseccionarse haciendo coincidir ciertas áreas. Son clases limítrofes o clases menores circunscriptas en mayores. Suelen ser clasificadas y reclasificadas según el contenido, la técnica, la psicología, la lógica, los dechados ideales, los arquetipos universales y los núcleos ónticos, todo esto con una nomenclatura de sustantivos que indican una función y de adjetivos que a veces descalifican la función de los sustantivos. Los géneros teatrales que describió Shakespeare en “Hamlet” -tragedia, comedia, historia, pastoril, pastoril/cómico, histórico/pastoril, trágico/histórico, trágico/cómico/histórico/pastoril- no son menos divertidos que los que la crítica de hoy usa: novela lírica, lírica narrativa, drama novelesco, cuento dramático, etc. El teórico de la literatura que formula un género no ha podido leer -la vida no le alcanzaría- todas las obras que agrupa: de las que ha leído deduce una hipótesis que luego le sirve para caracterizar a las que no ha leído. Su teoría, pues, está forzosamente sometida a correcciones. Un nuevo cuento, por ejemplo, puede obligar a que los cuentólogos rectifiquen el concepto tradicional del género cuento. Por otra parte inducir un cuento típico para luego deducir la tipicidad de un cuento particular es un ejercicio fútil: no hay cuentos típicos porque no hay ningún “tipo” de cuento que exista fuera de la cabeza del crítico. Ludwig Wittgenstein, en sus “Investigaciones filosóficas”, aconsejó que para clasificar los “juegos” -de pelota, de cartas, de ajedrez, etc.- no se buscaran esencias comunes, pues no las hay, sino meras similaridades que se superponen y entrecruzan: son parecidos de familia y nada más. Lo mismo podría decirse de los rasgos familiares entre diversos cuentos; rasgos que permiten que en una comunidad determinada -la de lengua castellana, por ejemplo- aceptemos tal obra como miembro del género cuento. El significado del “género cuento” es el uso que nuestra comunidad da a las palabras “género cuento”. Pero no siempre se ha llamado así. La historia semántica de la palabra “cuento” es muy compleja.
La palabra “cuento”. En el arte de contar distinguimos entre diversas formas pero no disponemos de las palabras justas para distinguirlas. A veces nos sobran palabras para designar la misma forma; a veces, por el contrario, nos encontramos con que una forma ha quedado sin bautizo. En este caso uno se siente tentado de traducir o de adoptar los términos más adecuados de lenguas extranjeras. No siempre se acierta porque el sistema de clasificar que determinada lengua ha hecho posible no puede saquearse: un término está en función de otro y tomarlo sin tener en cuenta el sistema es desvirtuar su significación. Un ejemplo. “Romanz” o romance era el nombre de las lenguas habladas en países de origen latino. Cuando a fines de la Edad Media las lenguas nacionales se llamaron francés, italiano, castellano, el término “romanz” o romance quedó en disponibilidad. Los franceses lo aplicaron entonces a narraciones en prosa, pero los españoles no pudieron hacer lo mismo porque para ellos “romance” era una composición épico-lírica. Cervantes, pues, para designar sus narraciones breves tuvo que adoptar una palabra italiana, “novella”, que era un diminutivo. Un estudio comparativo de la terminología internacional sería útil pero no nos eximiría de la obligación de clasificar las formas de narrar con las palabras corrientes en la propia lengua. En lo que a mí respecta, puesto que escribo en castellano, me atengo a la perspectiva que nuestra lengua tiene sobre la historia de la narración.
He elegido la palabra “cuento” por ser la más usual. Es una palabra, y nada más. Si la analizáramos no nos ayudaría mucho. Etimológicamente cuento deriva de contar, forma ésta de computare (contar en sentido numérico; calcular). La palabra “contar” en la acepción de calcular no parece ser más vieja que la de contar en la acepción de narrar. Es posible que del enumerar objetos se pasara al relato de sucesos reales o fingidos: el cómputo se hizo cuento. Valga como simple curiosidad el hecho de que en “Disciplina clerical” de Pedro Alfonso (ca. 1062), hay un cuento que computa: un rey pide que se le haga dormir; le cuentan entonces que un aldeano pasa dos mil ovejas por un río en una barca en la que sólo caben dos ovejas por cada viaje; dos más dos más dos más dos... tiempo para que el rey y el narrador descabecen un sueño hasta que la suma llegue a dos mil. En el “Cantar de Mio Cid” (ca. 1140) se emplea el verbo contar en sentido de narrar pero no aparece la palabra “cuento”. Existieron narraciones medievales similares al género moderno que hoy llamamos “cuento” pero se las llamaba fábulas, fablillas, ejemplos, apólogos, proverbios, hazañas, castigos, palabras que señalaban la raíz didáctica del género. Algunos términos o han desaparecido de la lengua (fablilla, hazañas) o han adquirido otro contenido específico (apólogo, fábula, proverbios).
La palabra “cuento” empieza a ganar aceptación durante el Renacimiento, sólo que se da junto con “novela” y otros términos. Las obras de Juan de Timoneda “Sobremesa y alivio de caminantes” (1563), “El buen aviso y portacuentos” (1564); “El patrañuelo” (1566)- son hitos en la evolución del término “cuento”. Aunque todavía se nota la imprecisión -patraña, novela, cuento- lo cierto es que sus narraciones suelen ir numeradas como cuentos. Los del “Decameron” de Boccaccio -“novelle” en italiano, diminutivo de “nuova”, esto es, nueva, breve noticia- fueron traducidos a fines del siglo XV como “cien novelas”. Cervantes empleó novela para la narración escrita literaria y, dentro de la novela, usó el término cuento para una narración oral, popular. En “Don Quijote” el episodio de “El curioso impertinente” está presentado como novela porque se trata de la lectura de un manuscrito hallado en una maleta pero en cambio se habla de “el cuento de la pastora Marcela” porque es un cabrero quien lo narra en viva voz. La diferencia entre novela y cuento no es para él cosa de dimensiones en el espacio sino de actitud: espontánea en el cuento, empinada en la novela. Novelar es inventar; contar es transmitir una materia narrativa común: “los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de contarlos”, observa en “El coloquio de los perros”. Las “Novelas ejemplares” (1613) de Cervantes son más extensas que los cuentos pero breves en comparación con otras narraciones -él calificó “Don Quijote” de “historia fingida”- también llamadas “novelas” durante el Renacimiento. Hoy las llamaríamos “novelas cortas” pero para un español de esos tiempos hubiera sido superfluo un adjetivo que disminuyera lo que era ya un diminutivo: “novella”.
La palabra “novela” acabará por designar la narración larga por oposición a la corta pero durante siglos hubo indecisiones. Lope de Vega, en “Novelas a Marcia Leonarda” (1621), opinó que “en tiempo menos discreto que el de ahora, aunque de hombres más sabios, se llamaban a las Novelas cuentos. Éstos se sabían de memoria, y nunca que me acuerde los vi escritos”. El término “cuento” era empleado por los renacentistas para designar formas simples: chistes, anécdotas, refranes explicados; casos curiosos. Quedó, pues, establecido el término “cuento” pero nunca como designación única: se da una constelación de términos diversos. En general retiene una alusión a esquemas orales, populares, de fantasía. Los románticos echaron una mirada nostálgica a la Edad Media y exhumaron viejas palabras, como “consejas”. Empleaban el término “cuento” para narraciones, en prosa o en verso, de carácter fantástico -a la manera de Hoffmann- aun cuando en tal caso preferían “leyenda”, “balada”. Fernán Caballero definió sus narraciones así: “Las composiciones que los franceses y alemanes llaman ‘nouvelles’ y que nosotros, por falta de otra voz más adecuada, llamamos ‘relaciones’, difieren de las novelas de costumbres”. Con todo, Fernán Caballero llamó “cuentos” a sus narraciones populares, recogidas de boca de los campesinos y dedicadas a los niños. Además de “relaciones” usaron “cuadros de costumbres”. Si Antonio de Trueba llamó “cuentos” a los suyos fue porque los sentía emparentados con las narraciones tradicionales, fantásticas, infantiles; y aun así en algunos casos creyó necesario admitir que, por su verosimilitud, eran más “historias” que “cuentos”.
Según avanza el siglo XIX el término “cuento” va triunfando, empleándose para narraciones de todo tipo, si bien la imprecisión no desaparece nunca. La variedad terminológica que a finales de siglo se observa debe atribuirse más al ingenio personal que a una inocente confusión. A partir de la generación de Emilia Pardo Bazán y Leopoldo Alas la voz “cuento” es aceptada para designar un género de reconocido prestigio literario. Sin embargo, aquellas dos acepciones de “contar” que vimos en la Edad Media española -la numérica de cómputo y la narrativa de cuento- se dan en este pasaje de “Don Segundo Sombra” de nuestro Ricardo Güiraldes: “Pedro se levantó, el rebenque en alto, tomado de la lonja. Negro indino -dijo- o cuenta un cuento, o le hago chispear la cerda de un taleraso. Antes que me castigués -dijo Don Segundo, fingiendo susto para seguir la Broma- soy capaz de contarte hasta las virgüelas”. También con humor (con humor negro) Leopoldo Lugones, en “Kabala práctica”, juega con la palabra “cuento” diferenciándola de “historia” y “relación”. El narrador cuenta a Carmen la relación de una historia, supuestamente verídica aunque se refiera a una mujer sin esqueleto, que le oyó a su amigo Eduardo: “... espero que si el relato nada vale como historia, conseguirá, tal vez, interesarla como cuento”.
Cuento y anticuento. En los últimos años se escribieron tantos cuentos contra el modo tradicional de contar que ya la crítica literaria ha incorporado a su lenguaje el término “anticuento”. Repárese, por ejemplo, en el título de esta colección publicada por Philip Stevick: “Anti-historia. Una antología de ficción experimental” (1971). Su antología de anticuentos está organizada según la clase de agresión que se cometa contra el clásico arte de contar: contra la imitación de la vida, contra la realidad, contra el acontecer de hechos, contra el tema, contra las experiencias normales, contra el análisis, contra el significado, contra la proporción en el espacio, contra, contra, contra... El anticuento sería, pues, algo así como un subgénero reaccionario. No Stevick pero otros críticos sostienen que sus cultores reaccionan contra el cuento bien construido para destruido por el gusto de destruido. El código de reglas del anticuento sería un código negativo: no hay que contar acciones con sentido, ni urdir tramas, ni crear personajes identificables, ni acatar la razón, ni preocuparse por valores estéticos, ni respetar la gramática, ni bucear en la psicología, ni permitir diálogos inteligentes, ni apartarse mucho del balbuceo, ni guiar al lector, ni mantener la cronología de los eventos, ni componer la historia con principio, medio y fin, ni... Más que una definición de anticuento esto parece una diatriba contra los cuentistas experimentadores. Supongamos que experimenten tanto que el cuento se les rompa entre las manos, ¿quién va a negarles sus derechos al experimento? Además, lo que se les rompe entre las manos -si son buenos escritores- no es el cuento que están escribiendo sino el canon de cuento clásico que algunos críticos quieren salvar.
Un cuento, como cualquier otra entidad lingüística, es una operación cerrada. El cuentista, dentro de esas normas que llamamos “género cuento”, ordena sus materiales con la misma libertad con que el hablante, dentro del sistema de su lengua, ordena sus palabras para hablar. El género cuentístico y el sistema lingüístico están cerrados pero no son cárceles: tanto el cuentista como el hablante pueden combinar todos los elementos a su disposición, pueden experimentar, pueden crear, pueden construir, destruir, reconstruir. Un cuento que hace polvo el modelo de cuento clásico no es necesariamente un anticuento. Como su nombre lo indica, el anticuento no es un cuento. De igual modo que -para usar un distingo de Chomsky- los defectos de gramática, neologismos indescifrables, faltas de ortografía o de pronunciación, etc., pertenecen al corpus del lenguaje pero no constituyen la lengua, las negaciones y fraccionamientos del anticuento pueden pertenecer al corpus de la literatura pero no constituyen un cuento.