Enrique
Anderson Imbert (1910-2000), escritor y crítico literario argentino, se ocupó en
sus estudios literarios tanto de cuestiones teóricas como del análisis de
tendencias y autores. Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Buenos
Aires, fue miembro de la Academia Argentina de las Letras, de la Academia
Norteamericana de la Lengua Española, de la Academia Americana de Artes y
Ciencias, de la Academia de Artes y Ciencias de Puerto Rico, y de la Real
Academia Española. En la Argentina fue docente en las universidades nacionales de
Cuyo y de Tucumán, y otro tanto hizo en Estados Unidos en las universidades de Michigan,
Princeton, Duke y Harvard. Publicó numerosos artículos en la revista “Nosotros”,
en el periódico “La Nación” y fue director de la página literaria del diario “La
Vanguardia”. De su nutrida producción ensayística cabe citar “Historia de la
literatura hispanoamericana”, “La crítica literaria contemporánea”, “Métodos de
la crítica literaria”, “El arte del cuento”, “La crítica literaria. Métodos y
modalidades”, “La crítica literaria. Sus métodos y problemas”, “Los grandes
libros de Occidente y otros ensayos”, “Estudios sobre letras hispánicas”, “El
realismo mágico y otros ensayos”, “Los primeros cuentos del mundo”, “Teoría y
técnica del cuento”, “La prosa. Modalidades y usos” y “Nuevos estudios sobre
letras hispanas”.
Para Anderson
Imbert, el escritor que se dedica a la literatura “abstrae de su experiencia,
no un elemento público, universal, sino elementos privados, particulares. Son
tan numerosos, los selecciona con tanto cuidado, los estructura en una sintaxis
tan bien ceñida a los ondulantes movimientos del ánimo, los reviste con un
estilo tan imaginativo y lujoso en metáforas, que todos los elementos juntos
equivalen casi a rendir la experiencia completa. Esto ya no es comunicación
lógica y práctica, sino expresión estética, poética. Los escritores que hacen
literatura expresan la experiencia total del hombre en cuanto hombre: una
experiencia personal, privada, abundante en matices y relieves”. Para él, la
literatura era siempre ficción, un pensamiento que coincide con el del filósofo
y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) quien decía que “por mucho
que el hombre se esfuerce en conocer objetivamente la realidad sólo consigue
imaginarla. El hombre inventa el mundo o un pedazo de él. El hombre está
condenado a ser novelista”. O con aquella sentencia del narrador mexicano Alfonso
Reyes (1889-1959) para quien “la ficción verbal de una ficción mental, ficción
de ficción: esto es la literatura”. Del antes
mencionado ensayo “Teoría y técnica del cuento”, publicado originalmente en
1979 y reimpreso luego en 1982 y 1992 en ediciones revisadas y ampliadas, se
reproduce a continuación el capítulo titulado “El género cuento”.
Introducción.
Venus -cuenta Apuleyo en “El asno de oro”- quiere castigar a Psique. Para ello
mezcla semillas de diferentes clases en un gran montón y exige a la pobre chica
que, antes de que la noche termine, las vuelva a separar en montoncitos
homogéneos. Por suerte unas hormigas, compadecidas de Psique, acuden en su
ayuda y le clasifican las semillas. Ojalá hubiera hormigas que nos ayudaran a
clasificar las obras literarias. Tendrían que ser mucho más estudiosas que las
de Apuleyo. Después de todo, agrupar semillas, que son productos de la
naturaleza con propiedades determinadas y reconocibles, es más fácil que
agrupar obras literarias, que son creaciones fortuitas.
El
problema de los géneros. Los primeros en apartar las obras en géneros fueron
los griegos. En Platón ya hubo indicios de una división tripartita en
literatura épica, lírica y dramática pero fue Aristóteles, en su “Poética”,
quien inició un estudio sistemático de los géneros. Con los siglos ese sistema
se completó pero lo que había sido una descripción empírica después pretendió
ser una ciencia normativa. La historia de la doble serie de defensores e
impugnadores de la teoría de los géneros ya ha sido estudiada: remito a la
bibliografía que va al final.
Un
formidable impugnador fue Croce; pero cuando dijo “los géneros no existen”
estaba reaccionando polémicamente contra los preceptistas que, desde el
Renacimiento italiano, el Clasicismo francés y el Cientificismo del siglo XIX,
venían perturbando las relaciones del escritor con su obra. Para ellos los
géneros eran sustancias, entes reales, agentes de la historia de la literatura.
Los géneros, así entendidos, se inmiscuían en la gestación artística: con sus
leyes dictaban condiciones al escritor; con sus dogmas aplicaban sanciones.
Croce desafió a los preceptistas. La obra literaria, les dijo, es la expresión
de intuiciones individuales; cuando de la obra pasamos al concepto “género”
hemos abandonado la Estética y ya estamos en la Lógica. Este paso es legítimo.
Lo ilegítimo es confundir la Estética, que estudia intuiciones, con la Lógica,
que estudia conceptos. Los géneros son conceptos abstraídos de una realidad
histórica pero la historia, que es cambio incesante, no va a inmovilizarse para
obedecer a la idea fija de un preceptista. En ciertas épocas el preceptista
ejerció un poder tiránico sobre el artista y éste, por una especie de
masoquismo que lo llevaba a convertirse en verdugo de sí mismo, sacrificó su
libertad en el altar de los géneros. Éstos fueron accidentes en la historia de
las costumbres, no rasgos esenciales de la expresión estética. No se niega,
pues, la existencia histórica de los géneros sino su valor como categoría
estética.
Teóricamente,
un género no existe, históricamente, sí. A lo largo de la historia se han
acumulado millones de obras literarias. No hay más remedio que ordenar de algún
modo ese caos. Con tal propósito, de las obras abstraemos características
comunes y formamos conceptos. Está bien. En efecto, el escritor, cediendo a
prácticas literarias de la sociedad en que vive, con significativa frecuencia
suele considerar el género como una institución en la que se entra o de la que
se sale. Aun entonces lo cierto es que está respondiendo al gusto de su tiempo,
no a una ley estética. Para evitar los males que resultan cuando hipostasiamos
un concepto, conviene denunciar la falsa autoridad de la retórica sobre la
poesía; la pretendida jerarquía de su género sobre otro; el anquilosamiento de
la historia; el descuartizamiento de la obra unitaria de un escritor en pedazos
genéricos; el juicio crítico exterior a la obra misma...
Acabo de
resumir a Croce, y lo que sigue no ha de contradecirlo, pues me siento
endeudado con su filosofía idealista, sólo que mis observaciones serán menos
polémicas. Los géneros son esquemas mentales, conceptos de validez histórica
que, bien usados, educan el sentido del orden y de la tradición y por tanto
pueden guiar al crítico y aun al escritor. Al crítico porque éste, interesado
en describir la estructura de un género, se fabrica una terminología que luego
le sirve para analizar una obra individual. Al escritor porque éste, acepte o
no la invitación que recibe de un género, se hace consciente del culto social a
ciertas formas. Digo “invitación” porque el género, aunque mira para atrás,
hacia obras del pasado, también mira para adelante, hacia obras futuras, y el
escritor tiene que decidirse por la forma que ha de dar a lo que escriba; forma
que repetirá rasgos semejantes a los de obras tradicionales o, al revés,
ofrecerá rasgos desemejantes. Los géneros a veces lo incitan, a veces lo
repelen; y el escritor continúa sintiéndose libre porque, en la historia de la
literatura, la proliferación de géneros imprevistos y de sus sorprendentes
combinaciones equivale a una lección de libertad. Una obra importante no
pertenece a un género: más bien pertenece a dos, al género cuyas normas acaba
de transgredir y al género que está fundando con nuevas normas. El cuentista,
que es un individuo dentro del inmenso gremio de cuentistas, escribe libremente
un cuento que dentro del inmenso género se distingue por sus rasgos
individuales. No se limita ese cuentista a continuar con su cuento otros
cuentos parecidos. Tampoco se limita a combinar características de obras del
pasado. Escribe lo que le da la gana. Es libre. Sin embargo, por libre que sea
tiene que desgajar su cuento, no de la realidad cotidiana, sino del universo de
la literatura. Porque su cuento está hecho de convenciones artísticas nos es
fácil incluirlo, junto con otros similares, en un “género cuento”. Dicho género
existe, no dentro de un cuento concreto sino dentro de nuestra cabeza de
críticos: es un mero concepto histórico y teórico.
Pocos eran
los géneros clásicos: la lírica (un (“yo” canta sus íntimas efusiones), el drama
(texto para que actores, desde un escenario, representen la acción ante un
público) y la épica (relato de acontecimientos entretejidos en una trama
imaginaria). Desde hace ya muchos siglos es insuficiente para clasificar una
producción cada vez más abundante y diversa. Pero tampoco las clasificaciones
más recientes son satisfactorias. No pueden serlo porque los géneros son clases
que tienen bajo sí otros géneros o especies, y las especies son clases que bajo
sí tienen subespecies o individuos. Géneros, subgéneros, especies y subespecies
pueden, como los círculos, ser tangenciales entre sí, por fuera y por dentro, y
también pueden interseccionarse haciendo coincidir ciertas áreas. Son clases
limítrofes o clases menores circunscriptas en mayores. Suelen ser clasificadas y
reclasificadas según el contenido, la técnica, la psicología, la lógica, los
dechados ideales, los arquetipos universales y los núcleos ónticos, todo esto
con una nomenclatura de sustantivos que indican una función y de adjetivos que
a veces descalifican la función de los sustantivos. Los géneros teatrales que
describió Shakespeare en “Hamlet” -tragedia, comedia, historia, pastoril,
pastoril/cómico, histórico/pastoril, trágico/histórico,
trágico/cómico/histórico/pastoril- no son menos divertidos que los que la
crítica de hoy usa: novela lírica, lírica narrativa, drama novelesco, cuento
dramático, etc. El teórico de la literatura que formula un género no ha podido
leer -la vida no le alcanzaría- todas las obras que agrupa: de las que ha leído
deduce una hipótesis que luego le sirve para caracterizar a las que no ha
leído. Su teoría, pues, está forzosamente sometida a correcciones. Un nuevo
cuento, por ejemplo, puede obligar a que los cuentólogos rectifiquen el
concepto tradicional del género cuento. Por otra parte inducir un cuento típico
para luego deducir la tipicidad de un cuento particular es un ejercicio fútil:
no hay cuentos típicos porque no hay ningún “tipo” de cuento que exista fuera
de la cabeza del crítico. Ludwig Wittgenstein, en sus “Investigaciones
filosóficas”, aconsejó que para clasificar los “juegos” -de pelota, de cartas,
de ajedrez, etc.- no se buscaran esencias comunes, pues no las hay, sino meras
similaridades que se superponen y entrecruzan: son parecidos de familia y nada
más. Lo mismo podría decirse de los rasgos familiares entre diversos cuentos;
rasgos que permiten que en una comunidad determinada -la de lengua castellana,
por ejemplo- aceptemos tal obra como miembro del género cuento. El significado
del “género cuento” es el uso que nuestra comunidad da a las palabras “género
cuento”. Pero no siempre se ha llamado así. La historia semántica de la palabra
“cuento” es muy compleja.
La palabra
“cuento”. En el arte de contar distinguimos entre diversas formas pero no
disponemos de las palabras justas para distinguirlas. A veces nos sobran
palabras para designar la misma forma; a veces, por el contrario, nos
encontramos con que una forma ha quedado sin bautizo. En este caso uno se
siente tentado de traducir o de adoptar los términos más adecuados de lenguas
extranjeras. No siempre se acierta porque el sistema de clasificar que
determinada lengua ha hecho posible no puede saquearse: un término está en
función de otro y tomarlo sin tener en cuenta el sistema es desvirtuar su
significación. Un ejemplo. “Romanz” o romance era el nombre de las lenguas
habladas en países de origen latino. Cuando a fines de la Edad Media las
lenguas nacionales se llamaron francés, italiano, castellano, el término
“romanz” o romance quedó en disponibilidad. Los franceses lo aplicaron entonces
a narraciones en prosa, pero los españoles no pudieron hacer lo mismo porque
para ellos “romance” era una composición épico-lírica. Cervantes, pues, para
designar sus narraciones breves tuvo que adoptar una palabra italiana, “novella”,
que era un diminutivo. Un estudio comparativo de la terminología internacional
sería útil pero no nos eximiría de la obligación de clasificar las formas de
narrar con las palabras corrientes en la propia lengua. En lo que a mí
respecta, puesto que escribo en castellano, me atengo a la perspectiva que
nuestra lengua tiene sobre la historia de la narración.
He elegido
la palabra “cuento” por ser la más usual. Es una palabra, y nada más. Si la
analizáramos no nos ayudaría mucho. Etimológicamente cuento deriva de contar,
forma ésta de computare (contar en sentido numérico; calcular). La palabra
“contar” en la acepción de calcular no parece ser más vieja que la de contar en
la acepción de narrar. Es posible que del enumerar objetos se pasara al relato
de sucesos reales o fingidos: el cómputo se hizo cuento. Valga como simple
curiosidad el hecho de que en “Disciplina clerical” de Pedro Alfonso (ca.
1062), hay un cuento que computa: un rey pide que se le haga dormir; le cuentan
entonces que un aldeano pasa dos mil ovejas por un río en una barca en la que
sólo caben dos ovejas por cada viaje; dos más dos más dos más dos... tiempo
para que el rey y el narrador descabecen un sueño hasta que la suma llegue a
dos mil. En el “Cantar de Mio Cid” (ca. 1140) se emplea el verbo contar en
sentido de narrar pero no aparece la palabra “cuento”. Existieron narraciones
medievales similares al género moderno que hoy llamamos “cuento” pero se las
llamaba fábulas, fablillas, ejemplos, apólogos, proverbios, hazañas, castigos,
palabras que señalaban la raíz didáctica del género. Algunos términos o han
desaparecido de la lengua (fablilla, hazañas) o han adquirido otro contenido
específico (apólogo, fábula, proverbios).
La palabra “cuento” empieza a ganar
aceptación durante el Renacimiento, sólo que se da junto con “novela” y otros
términos. Las obras de Juan de Timoneda “Sobremesa y alivio de caminantes”
(1563), “El buen aviso y portacuentos” (1564); “El patrañuelo” (1566)- son
hitos en la evolución del término “cuento”. Aunque todavía se nota la
imprecisión -patraña, novela, cuento- lo cierto es que sus narraciones suelen
ir numeradas como cuentos. Los del “Decameron” de Boccaccio -“novelle” en
italiano, diminutivo de “nuova”, esto es, nueva, breve noticia- fueron
traducidos a fines del siglo XV como “cien novelas”. Cervantes empleó novela
para la narración escrita literaria y, dentro de la novela, usó el término
cuento para una narración oral, popular. En “Don Quijote” el episodio de “El
curioso impertinente” está presentado como novela porque se trata de la lectura
de un manuscrito hallado en una maleta pero en cambio se habla de “el cuento de
la pastora Marcela” porque es un cabrero quien lo narra en viva voz. La
diferencia entre novela y cuento no es para él cosa de dimensiones en el
espacio sino de actitud: espontánea en el cuento, empinada en la novela.
Novelar es inventar; contar es transmitir una materia narrativa común: “los
cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de
contarlos”, observa en “El coloquio de los perros”. Las “Novelas ejemplares”
(1613) de Cervantes son más extensas que los cuentos pero breves en comparación
con otras narraciones -él calificó “Don Quijote” de “historia fingida”- también
llamadas “novelas” durante el Renacimiento. Hoy las llamaríamos “novelas
cortas” pero para un español de esos tiempos hubiera sido superfluo un adjetivo
que disminuyera lo que era ya un diminutivo: “novella”.
La palabra “novela”
acabará por designar la narración larga por oposición a la corta pero durante
siglos hubo indecisiones. Lope de Vega, en “Novelas a Marcia Leonarda” (1621),
opinó que “en tiempo menos discreto que el de ahora, aunque de hombres más
sabios, se llamaban a las Novelas cuentos. Éstos se sabían de memoria, y nunca
que me acuerde los vi escritos”. El término “cuento” era empleado por los
renacentistas para designar formas simples: chistes, anécdotas, refranes
explicados; casos curiosos. Quedó, pues, establecido el término “cuento” pero
nunca como designación única: se da una constelación de términos diversos. En
general retiene una alusión a esquemas orales, populares, de fantasía. Los
románticos echaron una mirada nostálgica a la Edad Media y exhumaron viejas
palabras, como “consejas”. Empleaban el término “cuento” para narraciones, en
prosa o en verso, de carácter fantástico -a la manera de Hoffmann- aun cuando
en tal caso preferían “leyenda”, “balada”. Fernán Caballero definió sus
narraciones así: “Las composiciones que los franceses y alemanes llaman
‘nouvelles’ y que nosotros, por falta de otra voz más adecuada, llamamos
‘relaciones’, difieren de las novelas de costumbres”. Con todo, Fernán
Caballero llamó “cuentos” a sus narraciones populares, recogidas de boca de los
campesinos y dedicadas a los niños. Además de “relaciones” usaron “cuadros de
costumbres”. Si Antonio de Trueba llamó “cuentos” a los suyos fue porque los
sentía emparentados con las narraciones tradicionales, fantásticas, infantiles;
y aun así en algunos casos creyó necesario admitir que, por su verosimilitud,
eran más “historias” que “cuentos”.
Según
avanza el siglo XIX el término “cuento” va triunfando, empleándose para
narraciones de todo tipo, si bien la imprecisión no desaparece nunca. La
variedad terminológica que a finales de siglo se observa debe atribuirse más al
ingenio personal que a una inocente confusión. A partir de la generación de
Emilia Pardo Bazán y Leopoldo Alas la voz “cuento” es aceptada para designar un
género de reconocido prestigio literario. Sin embargo, aquellas dos acepciones
de “contar” que vimos en la Edad Media española -la numérica de cómputo y la
narrativa de cuento- se dan en este pasaje de “Don Segundo Sombra” de nuestro
Ricardo Güiraldes: “Pedro se levantó, el rebenque en alto, tomado de la lonja. Negro
indino -dijo- o cuenta un cuento, o le hago chispear la cerda de un taleraso. Antes que
me castigués -dijo Don Segundo, fingiendo susto para seguir la Broma- soy
capaz de contarte hasta las virgüelas”. También
con humor (con humor negro) Leopoldo Lugones, en “Kabala práctica”, juega con la
palabra “cuento” diferenciándola de “historia” y “relación”. El narrador cuenta
a Carmen la relación de una historia, supuestamente verídica aunque se refiera
a una mujer sin esqueleto, que le oyó a su amigo Eduardo: “... espero que si el
relato nada vale como historia, conseguirá, tal vez, interesarla como cuento”.
Cuento y
anticuento. En los últimos años se escribieron tantos cuentos contra el modo
tradicional de contar que ya la crítica literaria ha incorporado a su lenguaje
el término “anticuento”. Repárese, por ejemplo, en el título de esta colección
publicada por Philip Stevick: “Anti-historia. Una antología de ficción
experimental” (1971). Su antología de anticuentos está organizada según la
clase de agresión que se cometa contra el clásico arte de contar: contra la
imitación de la vida, contra la realidad, contra el acontecer de hechos, contra
el tema, contra las experiencias normales, contra el análisis, contra el
significado, contra la proporción en el espacio, contra, contra, contra... El
anticuento sería, pues, algo así como un subgénero reaccionario. No Stevick
pero otros críticos sostienen que sus cultores reaccionan contra el cuento bien
construido para destruido por el gusto de destruido. El código de reglas del
anticuento sería un código negativo: no hay que contar acciones con sentido, ni
urdir tramas, ni crear personajes identificables, ni acatar la razón, ni
preocuparse por valores estéticos, ni respetar la gramática, ni bucear en la
psicología, ni permitir diálogos inteligentes, ni apartarse mucho del balbuceo,
ni guiar al lector, ni mantener la cronología de los eventos, ni componer la
historia con principio, medio y fin, ni... Más que una definición de anticuento
esto parece una diatriba contra los cuentistas experimentadores. Supongamos que
experimenten tanto que el cuento se les rompa entre las manos, ¿quién va a
negarles sus derechos al experimento? Además, lo que se les rompe entre las
manos -si son buenos escritores- no es el cuento que están escribiendo sino el
canon de cuento clásico que algunos críticos quieren salvar.
Un cuento,
como cualquier otra entidad lingüística, es una operación cerrada. El
cuentista, dentro de esas normas que llamamos “género cuento”, ordena sus
materiales con la misma libertad con que el hablante, dentro del sistema de su
lengua, ordena sus palabras para hablar. El género cuentístico y el sistema
lingüístico están cerrados pero no son cárceles: tanto el cuentista como el
hablante pueden combinar todos los elementos a su disposición, pueden
experimentar, pueden crear, pueden construir, destruir, reconstruir. Un cuento
que hace polvo el modelo de cuento clásico no es necesariamente un anticuento.
Como su nombre lo indica, el anticuento no es un cuento. De igual modo que
-para usar un distingo de Chomsky- los defectos de gramática, neologismos
indescifrables, faltas de ortografía o de pronunciación, etc., pertenecen al
corpus del lenguaje pero no constituyen la lengua, las negaciones y
fraccionamientos del anticuento pueden pertenecer al corpus de la literatura
pero no constituyen un cuento.