Juan Bosch
conforma junto al guatemalteco Miguel Ángel Asturias (1899-1974) y el
venezolano Arturo Uslar Pietri (1906-2001) el tríptico de narradores caribeños
precursores del realismo mágico latinoamericano. Su narrativa, tanto cuentos como
novelas, representa uno de los más lúcidos logros del criollismo americano y
una de las expresiones fundamentales del socio-realismo hispanoamericano. Sus
reflexiones acerca del cuento se extendieron aproximadamente entre 1944 y 1987.
Sus distinciones acerca de la estructura, técnica, temática, función y
extensión del cuento en muchos momentos se da en contraste con otras formas
narrativas, en especial con la novela. El primer artículo que publicó sobre la
teoría y técnica del cuento se tituló “Características del cuento” y apareció
en “El Mirador Literario” de La Habana en julio de 1944. Catorce años más
tarde, en Caracas, Bosch tuvo la oportunidad de afinar sus ideas sobre el
cuento en un curso titulado “Técnica del cuento”, que se dictó a partir del 19
de noviembre de 1958 en la Facultad de Humanidades de la Universidad Central de
Venezuela. Los aspectos tratados en este curso serían posteriormente
sistematizados y dados a la publicación en que lo es el principal aporte de
Bosch a la teoría del cuento en América Latina y el Caribe: su libro “Teoría
del cuento”, que publicaría la Universidad de Los Andes de Venezuela en 1967.
Entre tanto, Bosch escribió los ensayos “El tema en el cuento” en 1958,
“Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” en 1960 y “La forma en el cuento”
en 1961. Luego, en distintas conferencias orales que luego se publicaron en
distintos lugares y períodos, Bosch agregaría ciertas precisiones con respecto
al cuento. En 1979 diría que “el cuento es una forma pura, una forma básica literaria,
como es la poesía”; en 1981 agregó que “el cuento es el género más difícil”; en
1983 afirmó que “sólo la práctica de escribir cuentos establece una relación
dialéctica con la teoría del cuento formulada”, y en 1987, finalmente, apuntó
sus últimas conclusiones acerca de las leyes del cuento, declarando que “lo
esencial es la forma de mantener la atención del lector, sin digresiones de
ningún tipo”. A continuación, la segunda y última parte de “Apuntes sobre el
arte de escribir cuentos”.
A veces el
cuento está determinado por la mecánica misma del hecho, pero también puede
estarlo por su esencia, por sus motivaciones o por su apariencia formal. Un
ladronzuelo cogido in fraganti puede dar un cuento excelente si quien lo
sorprende robando es un hermano, agente de policía, o si la causa del robo es
el hambre de la madre del descuidero; y puede ser también un magnífico cuento
si se trata del primer robo del autor y el cuentista sabe presentar el
desgarrón psicológico que supone traspasar la barrera que hay entre el mundo
normal y el mundo de los delincuentes. En los tres casos el hecho-tema sería
distinto; en el primero, se hallaría en la circunstancia de que el hermano del
ladrón es agente de policía; en el segundo, en el hambre de la madre; en el
tercero, en el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué hemos
insistido en que el hecho que sirve de tema debe estar libre de apariencias y
de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia. Pues en estos tres
posibles cuentos el tema parece ser de captura del ladronzuelo mientras roba, y
resulta que hay tres temas distintos, y en los tres la captura del joven
delincuente es un camino hacia el corazón del hecho-tema.
Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aún dentro de él hallar el aspecto útil para desarrollar el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejerce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del relato por cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso de la acción. Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está determinada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentarse a escribir la primera palabra, el cuentista debe. t tener una idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue, el resultado será débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el mismo autor podrá garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista trabaja conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que elige.
Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aún dentro de él hallar el aspecto útil para desarrollar el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejerce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del relato por cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso de la acción. Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está determinada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentarse a escribir la primera palabra, el cuentista debe. t tener una idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue, el resultado será débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el mismo autor podrá garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista trabaja conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que elige.
Así como
en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus
protagonistas, en el cuento el tema da la acción. La diferencia más drástica
entre el novelista y el cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes
mientras que éste tiene que gobernarlos. La acción del cuento está determinada
por el tema pero tiene que ser dictatorialmente regida por el cuentista; no
puede desbordarse ni cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en
los términos estrictamente imprescindibles al desenvolvimiento del cuento y
entrañablemente vinculados al tema. Los personajes de una novela pueden dedicar
diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la
novela; e n un cuento no debe mencionarse siquiera en cuadra si él no es parte
importante en el curso de la acción.
El cuento
es el tigre de la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne, no
podrá garantizar la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos
y garras nada más, el tigre está creado para atacar y dominar a las otras
bestias de la selva. Cuando los años le agregan grasa a su peso, le restan
elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus poderosas
garras, el majestuoso tigre se halla condenado a morir de hambre. El cuentista
debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector, o instinto de tigre
para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué distancia está su
víctima y con qué fuerza debe precipitarse sobre ella. Pues sucede que en la
oculta trama de ese arte difícil que es escribir cuentos, el lector y el tema
tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro. Al dar su salto
asesino hacia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando también
sobre el lector.
Hay una
acepción del vocablo “estilo” que lo identifica con el modo, la forma, la
manera particular de hacer algo. Según ella, el uso, la práctica o la costumbre
en la ejecución de ésta o aquella obra implican un conjunto de reglas que debe
ser tomado en cuenta a la hora de realizar esa obra. ¿Se conoce algún estilo,
en el sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos? Sí. Pero como
cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo
realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de
cuentos es un artista; y para el artista -sea cuentista, novelista, poeta,
escultor, pintor, músico- las reglas son leyes misteriosas, escritas para él
por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles.
Cada
forma, en arte, es producto de una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas
hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen
la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de
la obra artística, pero las que gobiernan la materia con que esa obra se
realiza resultan determinantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el
artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de creación de que se sirve
es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad. Del conjunto de reglas
hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva. Esas son el
bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas
estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda
de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su
mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda
de que ese don mejora mucho cuando el conocimiento instintivo se lleva a la
conciencia por la vía del estudio.
Hagamos
abstracción también de las reglas que se refieren a la manera peculiar de
expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello
individual, la marca divina que distingue al artista entre la multitud de sus
pares. Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género
dado; en nuestro caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de
producir un cuento. La forma es importante en todo arte. Desde muy antiguo se
sabe que en lo que atañe a la tarea de crearla, la expresión artística se
descompone en dos factores fundamentales: tema y forma. En algunas artes la
forma tiene más valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintura y
la poesía, sobre todo en los últimos tiempos.
La
estrecha relación de todas las artes entre sí, determinada por el carácter que
le imprime al artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de
su tiempo -de su generación-, nos lleva a tomar nota de que a menudo un cambio
en el estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No
nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa
influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo a
causa de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por otros
factores. Pero debemos admitir que hay influencias.
En la
novela y en el cuento el tema es más importante que la forma, y desde luego
mucho más importante que el estilo con que el autor se expresa. Todavía más: en
el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto, el
cuento es el relato de un hecho, un solo, y ese hecho -que es el tema- tiene
que ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.
Antes dije que “un cuento no puede construirse sobre más de un hecho. El
cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni
siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador, se halla forzado a
saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que
mueven su máquina”. La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un
hecho, y sólo a uno, es lo que me ha llevado a definir el género como “el
relato de un hecho que tiene indudable importancia”. A fin de evitar que el
cuentista novel entendiera por hecho de indudable importancia un suceso poco
común, expliqué en esa misma oportunidad que “la importancia del hecho es desde
luego relativa; mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los
lectores”; y más adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad,
caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco
frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la
que sufren en sus estructuras musculares los profesionales del atletismo”.
Hasta
ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento.
Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no
un requisito de la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar
un hecho y nada más que uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si
se mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito
en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre conservará sus
características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no las
tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página. Es
probable que el cuento largo se desarrolle en el porvenir como el tipo de obra
literaria de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al
nivel épico sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y
alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras
de la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro que confiere al
cuento una categoría artística en verdad extraordinaria.
“El arte
del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él
resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el
camino hacia el hecho...” dije antes. Obsérvese que el novelista sí da
caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho central
que sirve de tema a su relato; y es la descripción de esos sucesos -a los que
podemos calificar de secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal,
lo que hace de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más
variado, personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento. El tiempo
del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el tiempo en que
acaece un hecho -uno solo, repetimos-, y el uso de ese tiempo en función de
caldo vital del relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el
hecho en su esencia, en las líneas más puras de la acción.
Es ahí, en
lo que podríamos llamar el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con
palabras, donde está el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles
épicos. Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chejov -y sin
duda de otros autores-, pero no dejó constancia de que conociera la causa de
ese aliento. La causa está en que la epopeya -el héroe- es un artista de la
acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho
realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido convencional de
la palabra, el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin
verse obligado a recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los
episodios en que figuraron. ¿No es esto un privilegio en el mundo del arte?
Aunque
hayamos dicho que en el cuento el tema importa más que la forma, debemos
reconocer que hay una forma -en cuánto manera, uso o práctica de hacer algo-
para poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a ella no hay cuento de
calidad. La mayor importancia del tema en el género cuento no significa, pues,
que la forma puede ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo
fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e historia, géneros
parecidos pero diferentes?
Para el
cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la
lengua española -porque no conocemos caso parecido en otros idiomas- se
pretenda escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo? A
pesar de la familiaridad de los géneros, una novela no puede ser escrita con
forma de cuento o de historia, ni un cuento con forma de novela o de, relato
histórico, ni una historia como si fuera novela o cuento.
Un
eminente crítico chileno escribió hace algunos años que “junto al cuento
tradicional” al cuento “que puede contarse”, con principio, medio y fin, el
conocido y clásico, existen otros que flotan elásticos, vagos, sin contornos
definidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una
extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia;
pero ¿cómo negarlo, cómo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son otra cosa:
divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos
o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son
cuentos, no deben llamarse cuentos. Las palabras, los nombres, los títulos,
calificaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y distinguir, no
obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan conviene llamarlo pan. Y al
cuento, cuento.
Pero
sucede que como hemos dicho hace poco, un cambio en el estilo de ciertos
géneros artísticos se refleja en el estilo de otros. La pintura, la escultura y
la poesía están dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y
forma, con abandono del tema; y esta actitud de pintores, escultores y poetas
ha influido en la concepción del cuento americano, o el cuento de nuestra
lengua ha resultado influido por las misma causas que han determinado el cambio
de estilo en pintura, escritura y poesía.
Por una o
por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada
inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin
relación con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento -el llamado “cuento
abstracto”-, que acaso podrá llegar a ser un género literario nuevo, producto
de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento.
Ahora
bien, ¿cuál es la forma del cuento? En apariencia, la forma está implícita en
el tipo de cuento que se quiera escribir. Los hay se dirigen a relatar a
acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es delinear un carácter o
destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto
problemas sociales, políticos, emocionales colectivos o individuales; otros
buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad con la presentación de un
hecho trágico o dramático, en cada caso el cuentista tiene que ir
desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue. Pero esa
forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al
tipo de cuento que se escribe sino también a la manera de escribir del
cuentista. Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos dramáticos,
tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión
que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras.
Hay, sin
embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no
aprecia, a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está
leyendo le mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va
desarrollándose en el relato o al destino de los personajes que figuran en él.
De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por
todos los maestros del cuento. Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales
para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian por el cuento sea
dramático, trágico, humorístico, social, tierno, de ideas, superficial o
profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los personajes son
ficticios que cuando son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire,
seres humanos, aristócratas, artistas o peones.
La primera
ley es la ley de la fluencia constante. La acción no puede detenerse jamás;
tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista,
dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin obstáculos
y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema —más lento más
vivaz—, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa
o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de
tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede
detenerse.
Es en la
acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe ser tierno
porque la acción en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras
con que se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo
es debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el valor
literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y
por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, la acción debe
producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir
buscando impresionar al lector con palabras ajenas al hecho para convencerlo de
que el autor ha captado bien la atmósfera del suceso.
La segunda
ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista
debe usar sólo las palabras indispensables para expresar la acción. La palabra
puede exponer la acción pero no puede suplantarla. Miles de frases son
incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento la frase justa y necesaria
es la que dé paso a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser
compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera
peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico. Toda palabra que no
sea esencial al fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a la dinámica
del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el
cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho -y de no ser así
no está escribiendo un cuento-, no se halla autorizado a desviarse de él con
frases que alejen al lector del cauce que sigue la acción.
Podemos
comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia.
Antes de salir ha pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará;
a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha salido a
ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca. Ese hombre no se parece al que
divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque, oyendo hablar a dos
niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para matar el
tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo impresionista de un
pintor y más allá el arte abstracto de otro. Entre esos dos hombres, el modelo
del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar
algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto. Y así como
los actos del hombre de marras están gobernados por sus necesidades, así la
forma del cuento está regida por su naturaleza activa. En la naturaleza, activa
del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de
todas las razas en todos los tiempos.