6 de septiembre de 2022

Trotsky revisitado (XXIII). Semblanzas y estimaciones (17)

Claudio Albertani: El defensor de la democracia directa
 
Politólogo, investigador, académico, historiador y periodista, Claudio Albertani (1953) nació en Milán, Italia. Cursó sus primeros estudios en el Liceo Scientifico Vittorio Veneto y luego estudió Ciencias Políticas en la Università degli Studi di Milano. Radicado en México, allí se doctoró en el Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Luego fue profesor en la Academia de Historia de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), en la que fundó y dirigió el Centro Vlady, un espacio cultural cuyo nombre fue puesto en honor al pintor Vladimir Kibalchich Russakov, hijo del revolucionario ruso Victor Serge. 
Entre sus libros figuran “El espejo de México. Crónicas de barbarie y resistencia”, “Mundialización y diversidad cultural. Territorio, identidad y poder en el medio rural mexicano” e “Imperio y movimientos sociales en la era global”. Es habitual colaborador de la española Fundación Andreu Nin en cuya página web “fundanin.net” publicó en octubre de 2005 el artículo “La tragedia de León Trotsky”, cuya primera parte se reproduce seguidamente.
 
Hay muchos Trotsky. Está el brillante teórico marxista de 1905 y el bolchevique doctrinario de 1921; el romántico vencedor vencido y el implacable represor de los campesinos anarquistas de Ucrania; el gran escritor y el pedante moralista inmoral. Su nombre evoca la insurrección de octubre, aquellos “días que conmovieron el mundo”, la denuncia del totalitarismo y la lucha contra Stalin. “Gorra, gafas, perilla, chaquetón con el cuello levantado, aspecto de águila negra de garras poderosas”, así lo describió André Malraux en una semblanza memorable, escrita cuando él mismo se contaba entre sus admiradores. Hoy podemos preguntarnos cuál es su legado más actual, si es que hay alguno. No es un ejercicio académico. Vivimos una época ambigua y difícil en la que es urgente revalorizar las aportaciones de todas las corrientes críticas del socialismo. La idea misma de que cambiar el mundo es posible y deseable se tiene que volver a plantear ante las ruinas que nos dejó el siglo XX. Uno de sus grandes hitos no resueltos es, precisamente la degeneración de la Revolución Rusa.
Una de las facetas menos conocidas de Trotsky es su agria polémica de 1903 y 1904 con Lenin. Detenido en 1898 por sus actividades conspirativas, León Davidovich Bronstein, judío, de origen burgués, militante socialista desde su adolescencia, fue encarcelado y trasladado primero a Irkutsk y después a Werjolensk. Ahí se volvió portavoz de los prisioneros organizados en la Unión Siberiana y, en 1902, logró huir, haciéndose de un pasaporte falso en el que figuraba el nombre de Trotsky, uno de sus carceleros en Odessa. Después de muchas peripecias, el fugitivo llegó a Londres donde conoció a Lenin y compartió la vivienda con Mártov y la anciana revolucionaria Vera Zasulich. El joven se incorporó enseguida al equipo de la legendaria revista “Iskra”, causando una excelente impresión entre sus experimentados redactores por sus dotes de polemista y orador. La armonía no duró mucho tiempo. “Iskra” se desgarró en ocasión del IIº Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, celebrado en los meses de julio y agosto de 1903, primero en Bruselas y después en Londres.  
La manzana de la discordia fue la concepción del partido y, particularmente, la oposición entre “espontaneidad” y “organización”. Puesto que todos se consideraban “marxistas”, recordemos que para Marx el “partido” en sentido histórico es el producto del antagonismo necesario entre obreros y capital, y que las organizaciones políticas formales no son más que expresiones importantes, ciertamente, pero efímeras, en la larga y agitada epopeya de las luchas sociales.  
En la concepción de Marx, “espontánea” es una acción que está determinada por el conjunto de las relaciones económicas, de manera que el proletariado es “espontáneamente” la clase revolucionaria de la sociedad burguesa, su momento negativo. En otras palabras: “la clase obrera es revolucionaria o no es nada” y poco -o muy poco- pueden hacer los revolucionarios al respecto. No son los educadores del pueblo quienes van a crear la situación histórica en la que el proletariado se pueda volver lo que es. Esto sólo lo puede lograr el desarrollo mismo de la sociedad. Hay más. En el "Manifiesto", Marx y Engels habían escrito que “los comunistas no forman un partido obrero distinto de los demás partidos, no tienen intereses distintos de aquellos del proletariado en general; no proclaman principios particulares según los cuales quieran modelar al movimiento proletario”.
En ese congreso de 1903, la socialdemocracia rusa se dividió entre los sostenedores de Mártov que se manifestaban por un partido abierto y vinculado con la intelligentsia; y los partidarios de Lenin, defensores de un partido restringido, vanguardia disciplinada integrada por revolucionarios profesionales, conforme a los principios expresados en el “Qué hacer”. Estos últimos, los duros, serían llamados bolcheviques o mayoritarios, mientras que los “blandos” se convertirían en mencheviques o minoritarios. Transitoriamente aliado de los segundos, Trotsky fue en esta etapa un brillante adversario de la teoría de que la conciencia de clase surge fuera del proletariado y es introducida por el partido, algo que Lenin había retomado de su maestro, el socialdemócrata alemán Karl Kautsky. La polémica cundió en las filas de la Internacional: Rosa Luxemburgo criticó a su vez la concepción centralista, denunciando el “absolutismo ruso” y el “peligro burocrático que supone el ultra-centralismo”. 
A comienzos de 1904, el futuro fundador del Ejército Rojo, publicó el “Informe de la delegación siberiana”, un texto que se cuida de no mencionar en sus memorias, ya que expresa su profunda hostilidad hacia Lenin, muy incómoda para alguien que por entonces reivindicaba la herencia exclusiva del “bolchevismo leninista”. En aquellos años, sin embargo, Trotsky -como Rosa Luxemburgo- era un defensor decidido de la democracia directa. Contra la idea de un partido omnipotente, lanzó advertencias proféticas sobre lo que sería el estalinismo y, como en los preludios de la tragedia clásica, vaticinó su propio destino: “un régimen que para subsistir comienza por expulsar a los mejores militantes en el aspecto teórico y práctico, promete demasiadas ejecuciones y muy poco pan. Inevitablemente, suscitará una decepción que puede resultar fatal no sólo para los Robespierre y los ilotas del centralismo, sino también para la idea de una organización de combate única en general. Los amos de la situación serán los ‘termidorianos’ del oportunismo socialista y las puertas del partido se abrirán efectivamente de par en par. Ojalá esto no ocurra”. 


He aquí -magistralmente expresado- el conflicto entre las dos almas del bolchevismo: la marxista y la jacobina. Un conflicto que jamás habría de resolverse, ni siquiera en el propio Trotsky. Y lo peor: con el tiempo, él mismo se acercaría a la idea del Estado monolítico y a una concepción dictatorial del partido, en ocasiones aún más autoritaria que la de Lenin. No satisfecho, el futuro creador del Ejército Rojo volvió a la carga pocos meses después con un texto todavía más ácido en contra de Lenin, “Nuestras tareas políticas”. “En las políticas internas del Partido -escribió-, estos métodos llevan a la organización a sustituir al Partido, al Comité Central a sustituir a la organización del Partido y finalmente al dictador a sustituir al Comité Central”.
Carentes de audacia, los mencheviques propugnaban una suerte de colaboración con la burguesía liberal contra el antiguo régimen. En opinión de Boris Souvarine, “ellos expresaban la propensión al fatalismo económico mientras que los bolcheviques, la tendencia activista. Los primeros parecían más ortodoxos, porque eran más fieles a la letra del marxismo, mientras que los segundos se permitían libertades en nombre del espíritu”. Se podría agregar que los bolcheviques reivindicaban el momento subjetivo -aunque bajo la forma fetichizada del Partido- contra el objetivismo economicista en boga entre los mencheviques y la II Internacional. Todo esto explica por qué, a pesar de la inicial simpatía mutua, el idilio de Trotsky con ellos no iba a durar mucho. 
En enero de 1905, la primera Revolución Rusa trastornó todos los debates políticos. Trotsky volvió a Rusia en el mes de febrero, dejando atrás los medios del exilio en los que, a fin de cuentas, no se sentía a gusto. Llegó a San Petersburgo en primavera encontrándose pronto en el centro de la actividad clandestina, pues era prófugo y arriesgaba la deportación. “Tenía poca inclinación para el trabajo colegiado -escribe Anatoly Lunacharsky en una de sus famosas siluetas revolucionarias-, sin embargo, sus mejores cualidades se desplegaban en el gran océano de los acontecimientos políticos donde estas características personales carecen de importancia”. Y es que a sus veintiséis años Trotsky jugó un papel mucho más relevante que los viejos dirigentes socialdemócratas -tanto bolcheviques como mencheviques- quienes permanecieron en Europa occidental hasta bien entrado el año (Lenin hasta el mes de noviembre). 
A mediados de octubre, San Petersburgo fue teatro de una huelga general que desembocó en el primer Consejo o Soviet de Delegados Obreros. El organismo nació inesperadamente del vientre mismo del proletariado, fijándose únicamente el objetivo de dirigir la huelga, pero transformándose pronto en el corazón mismo del movimiento revolucionario. Forma política al fin descubierta de la revolución social, el Soviet se impuso como órgano de poder autónomo de los obreros revolucionarios y germen del futuro gobierno proletario logrando poner en pie a masas gigantescas de hombres. El 14 de octubre, el flamante Soviet aceptó a tres representantes por cada uno de los tres partidos revolucionarios: menchevique, bolchevique y socialista revolucionario. Trotsky, quien se encontraba temporalmente refugiado en Finlandia, regresó apresuradamente y el día mismo fue elegido miembro de su comisión ejecutiva. Lenin, en cambio, no compartía los trabajos del Soviet, ni actuaba en él, aunque seguía atentamente el desarrollo de los acontecimientos. 
Durante cincuenta y dos días de actividad tempestuosa, Trotsky se desempeñó primero como su vicepresidente, después presidente, editorialista de su órgano, “Izvestia”, pluma mordaz en varios periódicos más, redactor de manifiestos, propuestas, resoluciones… Estaba en su elemento: orador incendiario y hábil conspirador, fue el único socialdemócrata conocido que entendió la importancia histórica de los consejos obreros: “no hay duda -escribió- de que la primera nueva ola de la revolución llevará a la creación de soviets en todo el país”.  
La insurrección fue aplastada en el curso del mes diciembre, primero en San Petersburgo y después en Moscú. Detenido el día 3, en la soledad de la cárcel  elaboró su famosa y muy tergiversada concepción de la “revolución permanente”.  
¿De qué se trataba? El meollo de la aportación de Trotsky radicaba en esclarecer la naturaleza de la revolución venidera. Los mencheviques suponían que Rusia, económicamente atrasada y predominantemente agraria, no estaba madura para la revolución proletaria, sino únicamente para su contraparte “burguesa”. Lenin y los bolcheviques pensaban que la burguesía rusa, demasiado comprometida con el zarismo, no iba a cumplir con su tarea histórica. Recomendaban establecer una república bajo la “dictadura democrática del proletariado y de los campesinos”, una fórmula algo obscura que remitía al carácter no “socialista” de la Revolución Rusa. El planteamiento de Trotsky iba más lejos. Retomando las tesis de su amigo Parvus, sostenía que la guerra ruso-japonesa de 1904 marcaba el principio de una serie de crisis que desembocarían en una guerra mundial y en la revolución rusa. 


No está claro a cuál de los dos autores se debe el empleo del término “revolución permanente” aplicado al proceso social ruso. Lo cierto es que procede de Marx quien, al final de la “Circular al comité central de la liga comunista” (1850), había escrito que “los proletarios no deben ser apartados de su línea de independencia por la hipocresía de la pequeña burguesía democrática. Su grito de guerra debe ser: ¡Revolución permanente!”. Excepto en “Las luchas de clases en Francia” (1850) y -antes- en “La cuestión judía” (1843), no encontramos en el fundador del socialismo científico otras menciones de esa consigna, misma que resalta los caracteres radicales del proyecto proletario y la necesidad de prolongar la revolución hasta “romper la columna vertebral del poder burgués”. 
Como Lenin, Trotsky llegó a la conclusión de que en Rusia la burguesía no tenía ni la determinación ni la capacidad de llevar a cabo su propia revolución. Sin embargo, él es el primero en sostener que la etapa burguesa desembocaría inevitablemente con la revolución socialista. ¿Cómo? “Mediante una serie de conflictos sociales en agudización paulatina, mediante el surgimiento de nuevas capas sociales de entre las masas y mediante los continuos ataques del proletariado a los privilegios económicos y políticos de la clase dominante”.  
Los trabajadores no podrían detenerse en la liquidación del absolutismo, sino que profundizarían la revolución so pena de encontrarse desplazados y perder el poder. Acto seguido, el proletariado europeo se sumaría a la rebelión, consolidando la revolución y elevando a la clase obrera rusa “a una altura hasta hoy desconocida”.  De esta manera, la atrasada Rusia podría hacer la revolución antes que los países avanzados tendiendo al socialismo en una “cadena ininterrumpida”.
Como sea, los acontecimientos rusos de 1905, tuvieron un impacto profundo en todas las corrientes del socialismo europeo. Así lo expresó Rosa Luxemburgo en su intervención ante el Vº Congreso del POSDR (1907): “los trabajadores alemanes resonaban en un solo grito: ‘¡háblennos de la revolución rusa!’. Y en esto se reflejaba no sólo su simpatía natural, que  provenía de una instintiva solidaridad de clase con sus hermanos en lucha. También refleja su reconocimiento de que los  intereses de la revolución rusa son, en realidad, también su propia causa”.  
Trotsky se dio a conocer en el movimiento obrero internacional precisamente como símbolo de aquella primera expresión del proletariado ruso. Su prestigio se consolidó aun más cuando, al ser juzgado en 1906 por el delito de insurrección armada, trasformó el proceso en una formidable tribuna política para denunciar al régimen imperial. El texto de su memorable discurso se encuentra reproducido en “Resultados y perspectivas”, libro que marca “el punto culminante de su desarrollo teórico”, según Raya Dunayevskaya.  Todos sus biógrafos señalan, sin embargo, que tuvo escasa influencia en el movimiento revolucionario ruso, ya que la policía requisó la edición y, según parece, el propio Lenin no lo leyó sino hasta 1919.  
Al terminarse el juicio, Trotsky fue desterrado a Siberia por segunda vez; sin embargo, logró evadirse de nuevo y después de un largo periplo se refugió sucesivamente en Viena, Berlín, París y Estados Unidos. Hasta bien entrado el año de 1917, actuó como un marxista independiente (“un solitario” lo define Serge), buscando conciliar las dos tendencias de la socialdemocracia rusa, pero polemizando ásperamente con ambas. En uno de sus textos proféticos, publicado en 1909, señaló que “aunque los aspectos antirrevolucionarios del menchevismo ya son completamente obvios, los del bolchevismo, probablemente, se volverán una grave amenaza sólo en caso de una victoria”.
El 8 de marzo de 1917 (22 de febrero del calendario ortodoxo), una serie de huelgas en Petrogrado desembocaba en la tan esperada caída del zarismo y en la victoria de una revolución por la que ningún partido pudo reclamar el crédito. El antiguo régimen había muerto de muerte propia y no por la acción de los revolucionarios profesionales quienes, en buena parte, permanecían en sus exilios europeos o norteamericanos. 
A los pocos días, Trotsky encontró en Nueva York a Volin (Vsevolod Eichenbaum), combatiente de 1905 y una de las cabezas más lúcidas del anarquismo ruso, cuando ambos se alistaban para regresar a Rusia. He aquí partes del diálogo entre los dos, narrado por el autor de “La revolución desconocida”Estoy absolutamente seguro -afirmó Volin-, de que ustedes, los marxistas de izquierda, acabarán por tomar el poder en Rusia. Los sindicalistas y los anarquistas somos demasiado débiles para atraer rápidamente la atención de los trabajadores. El conflicto será inevitable y entonces… ¡pobres de nosotros! Acabarán fusilándonos como perdices”. “De ninguna manera, camarada Volin -contestó Trotsky-. Tiene usted demasiada imaginación. Al fin y al cabo lo que nos separa es una pequeña cuestión de método, totalmente secundaria. Tenemos un enemigo común a vencer: ¿por qué pelear entre nosotros?
No hay razones para dudar de la buena fe de León Davidovich, pero como veremos enseguida, esta vez le falló la profecía. El hecho es que el desarrollo de la revolución no respetó ningún esquema previo. Los mencheviques, que se habían pronunciado en contra de cualquier participación en un gobierno salido de “la revolución burguesa”, acabaron proporcionándole ministros, mientras que los bolcheviques se abstuvieron de hacerlo, a pesar de haber recomendado lo contrario. En realidad, confesó Trotsky mucho tiempo después, “los acontecimientos cogieron desprevenido al partido más revolucionario conocido hasta hoy por la historia humana. En estos momentos decisivos, las masas se hallaban cien veces más a la izquierda que el partido de izquierda más extremo”.  
Ahora tenía prisa por regresar a Rusia, sin embargo no fue una tarea fácil. Detenido en alta mar por los ingleses, internado cerca de Halifax, liberado por solicitud del Soviet de Petrogrado, Trotsky llegó el 4 de mayo de 1917, al cabo de doce años de exilio. El día 5 tomó la palabra por primera vez en el Soviet incitando al auditorio a confiar únicamente en su propia fuerza y a desconfiar de la burguesía. La revolución reencontraba a su tribuno. En los días sucesivos, visitó la redacción de “Pravda” para concertar una acción común. León Davidovich colaboraba entonces con el grupo llamado “Interdistrito” que reunía a los disidentes de las distintas fracciones, sin embargo, acabó por incorporarse al Partido y a su Comité Central a finales de julio. 


Se ha discutido mucho de la convergencia entre Lenin y Trotsky en 1917. Es verdad que la reorientación estratégica de los bolcheviques a partir de las “Tesis de abril” y “El Estado y la revolución” marca el fin de su disputa. El programa de los dos hombres se puede resumir así: lucha contra la defensa patriótica y sus sostenedores; reconocimiento de los soviets como órganos de poder proletario; transformación socialista en el interior; revolución internacional en el exterior. Es en ese horizonte que los nombres de Lenin y Trotsky llegaron a simbolizar en todo el mundo el movimiento ascendente de la revolución plebeya. ¿Y las viejas disputas? Cosas del pasado. Lenin opinaba ahora que León Davidovich era “el mejor de los bolcheviques” y mientras vivió, no hubo más un problema “trotskista”, aunque sí desacuerdos, como es normal en cualquier partido político. 
Por su parte, León Davidovich endosó sin reservas el mismo proyecto de conquista jacobina del poder que tan atinadamente había criticado en su juventud y que ahora el propio Lenin parecía dispuesto a abandonar, aunque sea temporalmente. Por una extraña ironía, se invirtieron los papeles. En adelante, Lenin se mostraría más “demócrata”, expresando antes de fallecer serías preocupaciones acerca del rumbo burocrático que había tomado la revolución. Trotsky, en cambio, le apostó al Partido, al punto de atribuirle la facultad de determinar soberanamente el conjunto de la trasformación social.  
¿Cómo entender este giro radical? Raya Dunayevskaya -una de sus más brillantes discípulas y, a la vez, crítica rigurosa- señala que no fue un cambio repentino ya que desde 1910 León Davidovich había abandonado sus convicciones anteriores. Al fin y al cabo,  el proletariado ruso se estaba mostrando “inmaduro” y por lo tanto necesitaba de un enérgico partido que le guiara. El hecho es que, para no contrariar a Lenin, Trotsky no reivindicó más sus planteamientos de 1903 y no desterró a la “revolución permanente”, sino hasta 1924, cuando todo estaba perdido.
Mientras tanto, la temperatura social seguía subiendo en aquel verano de 1917. Es la ruidosa irrupción de la potencia, multiplicidad, variedad, y perseverancia de la acción de masas entre febrero y octubre que explica la toma del poder por parte de los bolcheviques. Serge recuerda que ninguna solución intermedia era posible entre la dictadura reaccionaria y la dictadura revolucionaria de los soviets: sin revolución de octubre, el fascismo hubiese tenido nombre ruso. León Davidovich organizó el Comité Revolucionario Militar que preparó la insurrección. Después fue Comisario del Pueblo de Asuntos Extranjeros y organizador del Ejército Rojo entre los muchos cargos que desempeñó en la cúspide del naciente Estado soviético.