9 de septiembre de 2022

Trotsky revisitado (XXVI). Semblanzas y estimaciones (20)

Victor Serge: La vida y la muerte
 
Hijo de revolucionarios exiliados rusos, Victor Serge (1890-1947) fue un destacado escritor, traductor, editor y activista político nacido en Bruselas como Victor Lvovich Kibalchich. Desde muy joven fue anarquista y se implicó en las luchas sociales en su Bélgica natal. Luego se instaló en París, donde fue articulista de los periódicos “Le Révolté” y “L’Anarchie”. En 1913, acusado de instigar actos violentos por parte de los anarquistas, fue condenado a cinco años de prisión. Tras ser liberado antes de cumplir toda su condena viajó a Barcelona, donde colaboró con el periódico “Tierra y Libertad” firmando sus artículos con el pseudónimo de Victor Serge. Al estallar la revolución en Rusia se sintió atraído por el bolchevismo, por lo que emigró a la URSS y trabajó para la Komintern como articulista, traductor, editor y agente clandestino en Berlín y Viena. Se incorporó a la Oposición de Izquierda en 1923, una vez fallecido Lenin. Tras ser detenido por primera vez en 1928 y expulsado del Partido, comenzó a escribir sus primeras novelas y ensayos. Sus denuncias de la represión y los crímenes del régimen estalinista le valieron en 1933 la censura, la difamación, la persecución, la cárcel y la deportación a un campo de trabajos forzados primero, y la deportación después. Vivió unos años en Bruselas y París, hasta que en 1941, perseguido por los nazis y por la policía secreta rusa, logró llegar a México, donde continuó escribiendo hasta su muerte. Entre sus obras destacan “L’an I de la révolution russe” (El año I de la revolución rusa),
“Ce que tout révolutionnaire soit savoir sur la répression” (Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión), “Mémoires d’un révolutionnaire” (Memorias de un revolucionario), “Portrait de Staline” (Retrato de Stalin) y “Vie et mort de Léon Trotsky” (La vida y la muerte de León Trotsky). A un resumen de este último ensayo corresponde el artículo que Serge publicó en octubre de 1944 en la revista mexicana “Mundo”, editada por el movimiento Socialismo y Libertad.
 
El año 1917, cuarto de la Primera Guerra Mundial, comenzó bajo sombríos auspicios. La Europa continental ardía en un gran incendio. Se luchaba en la Turquía asiática, en Palestina y en África. Parecía como si las dos coaliciones rivales se hallaran empeñadas en una lucha de exterminio que no dejara a los pueblos esperanza alguna de salvación. Un día los vencidos tendrían que ser tratados sin piedad, mientras los vencedores se hallarían terriblemente agotados. Nosotros hemos conocido aquellos tiempos de amargura para los combatientes, de miseria para las poblaciones de retaguardia y de la debilidad irrisoria de un grupo de socialistas fieles al internacionalismo. De pronto, en el mes de marzo de 1917, el despotismo de los zares se derrumbaba bajo la presión de los obreros de Petrogrado. El nacimiento de Rusia a la libertad democrática fue como un rayo de esperanza en aquellos tiempos de pesadilla. Pero, al propio tiempo, nacieron dos nuevas inquietudes; la defección rusa podía asegurar la victoria de los imperios centrales y la propia revolución rusa parecía inclinarse hacia un compromiso con una burguesía débil y reaccionaria, la cual, inmediatamente, empezó a preparar la dictadura militar y la represión del movimiento obrero y campesino. Si los imperialismos autárquicos salían victoriosos sobre los imperialismos democráticos, y si la revolución rusa desembocaba en un régimen de reacción más fuerte y más moderno que el zarismo, el porvenir de Europa no sería más que tinieblas.
El 7 de noviembre de 1917, un gran acontecimiento echó a rodar estas sombrías perspectivas. De Petrogrado a Kazán, a Kaluga, a Tachkent, los obreros, los campesinos, los soldados, los intelectuales revolucionarios, se levantaron y dieron el poder a los Soviets (Consejos de Trabajadores), la tierra a los campesinos, el control de la producción a los obreros y proponían al mundo la paz de los pueblos “paz inmediata, sin anexiones ni indemnizaciones”. Por el momento, la victoria del bolchevismo debilitaba a Rusia en su rango de gran potencia, a tal extremo que se vio obligada, con gran dolor, a aceptar el dictado de Brest-Litovsk. Pero, en realidad, al mismo tiempo, daba un golpe de muerte al imperialismo de las Potencias Centrales, precipitaba la madurez de las revoluciones populares en Alemania y en Austria-Hungría e incitaba al Presidente W. Wilson a formular sus memorables condiciones de paz, fundadas sobre el  derecho de las nacionalidades. Por encima de todo, daba nacimiento a una incontenible esperanza de transformación social. Europa entera empezó a vislumbrar una nueva justicia social, una nueva fraternidad. Las clases, siempre vencidas hasta entonces a lo largo de la Historia, se sentían desde aquel momento capaces de vencer y de encaminar al mundo hacia un destino más elevado.
Los acontecimientos de Rusia eran la obra de las masas campesinas, de las masas obreras, de las masas de soldados y marinos u de una gran minoría de intelectuales idealistas. Es completamente falso, y la historia lo demuestra al primer golpe de vista, decir que los bolcheviques hicieron la revolución  socialista. El mérito del Partido Bolchevique fue el de comprender que la revolución se estaba operando y que tenía que salir victoriosa. Su misión consistió en proporcionar un sistema nervioso a aquel movimiento de masas, darle aparatos de coordinación y de dirección inteligente, cuadros de hombres cultos y libres. El mérito de Lenin y de Trotsky fue el de comprender que ninguna solución intermedia entre la dictadura reaccionaria y la dictadura revolucionaria de los soviets era posible. En aquellos momentos, los nombres inseparables de Lenin y Trotsky iluminaron con una aureola prodigiosa.
Lev Davidovich Bronstein (León Trotsky), judío, de origen burgués, militante socialista desde su adolescencia, tenía en aquel entonces treinta y ocho años. Regresaba del Canadá, donde había sido internado en Halifax, después de haber llegado a dicho país expulsado de Francia. En 1905, fue el presidente del Soviet de San Petersburgo, proclamó la jornada de ocho horas, la negativa a pagar los impuestos y había puesto en peligro la existencia misma del Imperio. Fue desterrado a Siberia por segunda vez. Se evadió y se refugió sucesivamente en Viena, Berlín y París. Era conocido como un marxista social-demócrata ruso independiente en el seno del Partido, dividido en la mayoría (bolchevique) revolucionaria y jacobina, y la minoría (menchevique) moderada y democrática. Desde 1904 hizo oposición a Lenin, quien proclamaba ya en aquel entonces la dictadura del partido bajo la enseña de la dictadura del proletariado. Trotsky le replicó: “Esto sería inevitablemente la dictadura del partido sobre el proletariado”. Combatió la centralización autoritaria del bolchevismo junto a Rosa Luxemburgo. Se presentaba como el teórico de la “revolución permanente”, o sea, de la revolución internacional, dispuesto a quemar las etapas de la revolución burguesa sin detenerse en ellas.


Desde su llegada a Petrogrado, en mayo-junio de 1917, se unió al Partido Bolchevique, el cual había entrado vigorosamente por el camino de la "revolución permanente”, gracias a la autoridad intelectual de Lenin, quien representaba, indudablemente, las aspiraciones de las masas. Gracias a Lenin y Trotsky, el sistema soviético empezó bajo las formas de una nueva democracia, ampliamente espontánea. Trotsky, después de haber sido uno de los principales organizadores de la insurrección y de la toma del Poder, pasó a ser el Comisario del Pueblo de Negocios Extranjeros. Publicó los tratados secretos y más tarde fue el organizador del Ejército Rojo. Durante los cuatro años de terrible guerra civil, y muy a menudo en condiciones desesperadas, obtuvo victoria tras victoria, destruyó los ejércitos reaccionarios del general Yudenith en Estonia, de Denikin en Ucrania, de Dutov en el Ural, del almirante Koltchak en Siberia y redujo a la impotencia la intervención extranjera. En ella se revelaron militantes de cualidades excepcionales: Blucher (en el Ural), fusilado por Sta1in; Tukhachevski en el Volga (fusilado); Yakir, en Ucrania (fusilado); Ivan Smirnov, en el Volga y en Siberia (fusilado); Egorov, en Tsarytan (fusilado); Smilga, Mratchkavski, Muralov (fusilados) y muchos otros, casi todos fusilados, también fusilados. No sobreviven, de aquella epopeya, más que Vorochílov, Budienny y Stalin.
La intervención extranjera, la guerra civil, el bloqueo y el hambre mataron a la joven democracia soviética y dieron nacimiento a la dictadura burocrática del Partido. En 1921, la insurrección de Kronstadt reveló el conflicto entre el pueblo revolucionario y la dictadura. Kronstadt reclamaba la vuelta a los soviets elegidos libremente. Contrariamente a la leyenda establecida, Trotsky, entonces Presidente del Consejo Revolucionaria de la Guerra, no tomó parte alguna en aquella abominable represión, de la cual, más tarde, aceptó su parte de responsabilidad política. Fue el primero en preconizar la Nueva Política Económica, a fin de dar satisfacción a los campesinos, librándolos de las requisas. De haber sido escuchado, a buen seguro que la revolución de Kronstadt no hubiera tenido lugar.
Es evidente que Trotsky en el Poder tiene su parte de responsabilidad en los errores gravísimos que se cometieron junto con Lenin y los dirigentes del Partido bolchevique. Es cierto que estos grandes revolucionarios ejercieron el Poder en condiciones particularmente graves. Es cierto, también, que su psicología de doctrinarios marxistas, convencidos de tener la verdad integral y salvadora, les hizo terriblemente intolerantes y les hizo desconocer la importancia vital de la libertad y de la democracia. Todos los movimientos socialistas (y libertarios}, a excepción del bolchevique, aún cuando han sido demasiado débiles para poner en peligro el nuevo régimen, han sido ahogados con el estado de sitio. Los socialistas revolucionarios de izquierda, que tomaron las armas en contra de Lenin y Trotsky se hallan en las cárceles desde 1918 (aún los hay en la actualidad}; los social-demócratas mencheviques, que se hicieron los defensores de la democracia obrera, fueron duramente perseguidos; los anarquistas fueron puestos fuera de la ley, por más que, con Makhno, jugaron  tan gran papel en la liberación de la Ucrania ocupada por los blancos y que en un tratado fraternal se les prometiera solemnemente la legalidad. Lenin y Trotsky al fundar la Tcheka, crearon una verdadera inquisición. Al estatizar los sindicatos y las cooperativas, desarmaron a las masas y abrieron el camino al totalitarismo.
Pero, lo que nadie puede negarles es el haber obrado de buena fe. Ya en 1923 dieron cuenta del peligro burocrático, en realidad totalitario, y resolvieron combatirlo juntos. Trotsky reclamó en el “Nuevo Curso”: democracia en el interior del Partido, llamamiento a las juventudes. Fue vencido por los funcionarios en los momentos en que Lenin moría a causa de un agotamiento cerebral. Desde entonces, Trotsky, a despecho de muchas faltas de orden secundario, se convirtió en la intransigente y formidable encarnación de un movimiento de izquierda, el cual, en el seno del Partido, luchó hasta la muerte para devolver la democracia al seno del Partido y a los sindicatos, por el principio del internacionalismo militante, por una industrialización inteligente y humana, contra la dictadura de los secretarios y el pensamiento dirigido por los pedantes, contra la estúpida doctrina del “socialismo en un solo país” y la colaboración con el nazismo.
La tendencia totalitaria obtuvo su triunfo en 1929. Empezó con el encarcelamiento de 8.000 opositores y continuó con la persecución hasta el exterminio físico de toda la generación revolucionaria de 1917-1924. Trotsky fue detenido en Moscú y trasladado por la fuerza a Alma Ata, en la frontera del Turkestán chino; expulsado de Rusia a la fuerza y enviado a Turquía, exilado en Francia, en Noruega, en México, nunca dejó de ser un combatiente sobre el único terreno que podía serlo, el de las ideas, mientras que sus camaradas en Rusia, caían uno tras otro en las cárceles. Este combate lo ha continuado siempre junto con una obra científica de primer orden, que pasa a ser patrimonio de la cultura socialista (“Mi vida”, “Historia de la Revolución Rusa”, “La revolución traicionada”). Uno de sus hijos fue fusilado, una de sus hijas murió en la miseria, otra se suicidó; en París, una muerte sospechosa se le llevó el mayor, León Sedov, su colaborador. Todas estas desgracias le llenaron de dolor y le agotaron y, a pesar de este estado y del peligro de ser asesinado, continuó su lucha, sin desfallecimientos, con una inteligencia siempre aguda y despierta y con una absoluta probidad.


En 1936 tuvo lugar en Moscú el proceso de impostura, que inició la exterminación completa y sangrienta de la generación revolucionaria, incluso de aquellas tendencias que se opusieron por mucho tiempo a la de Trotsky (Zinoviev-Kamenev-Bujarin-Rikov). El verdugo es quién hizo su ley. Se trataba de imputar la responsabilidad de la miseria terrible que padecía el pueblo ruso bajo el totalitarismo y del desastre económico de la industrialización despótica, a los viejos militantes marxistas quienes un día hubieran podido formar los equipos de recambio para sustituir al Gobierno, que además eran populares y, al mismo tiempo, al Exiliado que representaba la conciencia viva de la Revolución de Noviembre de 1917. La calumnia, la mentira, el delirio d asesinato, lo desbordaron todo. El nombre de Trotsky fue suprimido de los tratados de historia de la Unión Soviética. Sólo una chispa de luz surgió en aquellos días de tiniebla. Una Comisión de intelectuales internacionales, presididos en Nueva York y en México por el gran filósofo norteamericano John Dewey, estudió por mucho tiempo aquella hojarasca criminal y proclamó la completa inocencia, la grandeza irreprochable de Trotsky: ¡Not guilty!
Sin embargo, ciertos errores lo aislaron y disminuyeron la importancia inmediata de su obra. Su fidelidad al viejo partido lo inmovilizó muy a menudo. A pesar de los crímenes, a pesar de su propia muerte que se acercó de día en día, se negó a reconocer que la URSS hubiera dejado de ser un “Estado Obrero Socialista” y que en ella se hubiera establecido un nuevo sistema de totalitarismo. Creyó poder llevar sobre sus solas espaldas el peso de una nueva Internacional, la Cuarta, continuadora de la Tercera. Voluntarioso y utopista, se separó del conjunto del movimiento socialista. Se empeñó en hacerse el mantenedor de un bolchevismo de épocas pasadas y que en la actualidad ya nadie puede comprender. Se mostró intransigente con revolucionarios que le querían y comprendían, pero que no querían seguirle por esos caminos. Intervino en las disensiones y en las escisiones de minúsculos partidos que no forman más que sectas fieles a fórmulas muertas. Nosotros nos explicamos muy bien, desde un punto de vista psicológico, su tensión interior y el drama de su soledad.
En la URSS decretaban en contra de él pena de muerte sobre pena de muerte. El 20 de mayo de 1940, en los tiempos del pacto Hitler-Stalin, del cual se mostró  siempre contrario, el pintor comunista Alfaro Siqueiros y el “judío francés” -probablemente el agente del Comintern y de la GPU en el asunto- asaltaron la residencia de Trotsky en Coyoacán, le hicieron tres disparos de pistola ametralladora en su habitación, dejaron una bomba incendiaria en la casa y escaparon, llevándose prisionero a su colaborador americano Sheldon Harte, cuyo cadáver fue encontrado días más tarde en una casa del Desierto de los Leones alquilada por los hermanos Arenal. Trotsky salvó su vida de milagro, pero dijo a los periodistas que “no tardaría en producirse otro atentado en contra suya”. Sabía que había sido dada la orden de acabar con su vida y que los asesinos disponían de medios ilimitados.
No tenía verdaderamente a nadie a su lado. Sólo guardaespaldas, devotos pero estrechos de mente. Completamente desconectado de Europa y especialmente de Rusia, a la que amaba más que a nada en el mundo. Una terrible soledad, pues no tenía a nadie con quien hablar. Lo que había creado la fortaleza y la grandeza de los revolucionarios rusos es que ellos mismos constituían un entorno, un medio ambiente. Lenin y Trotsky…, y alrededor de ellos, Bujarin, Zinoviev, Lunacharsky, Smirnov, Bubnov, esos cincuenta hombres de la primera fila, de la más alta calidad, formaban un ámbito cultivado, educado, entrenado en el método marxista, animado por una pasión revolucionaria, profundamente honesto, un hecho casi único en la historia. Sus inteligencias y caracteres se fortificaban mutuamente y se multiplicaban por sus contactos. La inteligencia es un hecho social, tanto como bio-psicológico; aunque lo psicológico es social por definición: ¿qué habría sido Beethoven en un pueblo de sordos, o Einstein entre analfabetos? Así estaba Trotsky en Coyoacán, durante una época de reacción internacional. La soledad fue uno de los factores que lo endurecieron. Es terrible ser tan fuerte, tan grande y tan solitario… es terrible y desgastador.
El 20 de agosto de 1940, a las siete de la mañana, recibió algunos instantes en su despacho, al “camarada” Jackson-Monard-Vendendreschd que lo mató de un golpe de piolet en el cráneo. El veredicto de la justicia mexicana ha establecido que se trataba de un instrumento pagado por una organización potente. El mismo ha proclamado su admiración por Stalin... Así terminó el duelo entre el viejo revolucionario y el totalitarismo. El proceso queda abierto ante la Historia. En realidad no ha hecho más que empezar.


¿Era un conductor de masas? Sin duda alguna. Ello se debió a que sabía comprender las masas, a que traducía sus aspiraciones, su voluntad, en el lenguaje de las ideas y en la acción. ¿De dónde le vino, entre tantos otros que con él lucharon, esa preeminencia? De capacidades personales que desde su adolescencia no utilizaba con miras de beneficio individual. La prensa del mundo mencionaba su nombre diariamente, y abundaban los periodistas incapaces de comprender la mentalidad revolucionaria, que lo acusaban de ambicioso. ¿Ambicionaba el poder? Lo ambicionaba para los Soviets de obreros, soldados y campesinos; no para sí mismo. Jamás había pensado en las llamadas ‘ventajas del poder’. Este le ocasionaría responsabilidades permanentes, peligros, problemas. Si se dispuso a ejercerlo fue para cumplir con un deber.
A menudo, en sus discursos, invocaba a la historia. “La historia condena a aquellos partidos...”. “La lógica de la historia”. “La historia enseña que...”. No es un mito el que invocaba, sino un conjunto de conocimientos, en modo alguno académicos, en modo alguno muertos -conocimientos de esa clase no existían para él- sino utilitarios. Se refería a la Revolución Francesa, a la Comuna de París. Pensaba y decía que si el proletariado ruso carecía de inteligencia y voluntad, sufriría la suerte de la Comuna de París. Trotsky hacía gala tanto de una personalidad poderosa como de una impersonalidad sincera y no menos poderosa.
Sería absurdo encontrarlo ambicioso y ridículo modesto. Se sentía manifiestamente superior a muchos otros. Lo prueba lo sarcástico de su sonrisa al escuchar ciertos discursos. En sus conversaciones privadas (si es que así pueden llamarse) no vacilaba en calificar de “incurable posador”, de “Narciso fanfarrón”, de “inacabable fraseólogo” a algunas de las celebridades del momento. A otras les reconocía gran inteligencia, paralizada por la timidez, por la falta de voluntad.
Frente a sus compañeros de lucha, nada de sonrisas sarcásticas, nada de juicios lapidarios; fraternal preocupación por utilizar cada fuerza, cada virtud, cada sacrificio, teniendo en cuenta los caracteres. Sólo se sentía uno de los primeros en el ascenso de las masas. Ese estado de espíritu no le era exclusivo; en diversos grados lo compartió toda la generación revolucionaria, impelida por la gran ambición impersonal de efectuar la revolución, de comenzar la transformación del mundo. Esta cualidad de los revolucionarios habíase comenzado a formar durante la década del ‘60, con los nihilistas, negadores de los antiguos valores, que en tiempos de Chernichevsky afirmaban la conciencia racional y el deber social. Los marxistas habían inculcado la objetividad socialista, aminorando “el papel del individuo en la historia” para acrecer correlativamente el de la personalidad en el seno de las masas. Esta generación concluirá en 1936-1937 fusilada en los sótanos de la Lubianka.