Miklós Krassó: La adopción de soluciones
militares para los problemas económicos
Hacia el
final de la década de 1960 las influencias combinadas del maoísmo y del
althusserianismo estaban en rápido ascenso en la revista “New Left Review”.
Estas tendencias salieron a la superficie por primera vez en el debate sobre
Trotsky y su legado entre Krassó y el dirigente de la IV Internacional Ernest
Mandel, que tuvo un amplio eco y fue traducido y publicado en el extranjero por
numerosos medios entre ellos “Les Temps Modernes”, la revista dirigida y
fundada en 1945 por Jean Paul Sartre. En su artículo, Krassó equiparó a Stalin
y Trotsky como alternativas erróneas a Lenin y rechazó la teoría de la
“revolución permanente” sosteniendo que la perspectiva de Trotsky era una
“falsificación” de la posición de Lenin, de mayor envergadura incluso que el
“socialismo en un solo país” de Stalin. El error teórico principal subyacente
en la problemática de la revolución permanente, y que determinaba el congénito
“voluntarismo” político de Trotsky, era lo que Krassó calificó como
“internacionalismo abstracto”. A continuación, la segunda parte de su artículo “Crítica
del marxismo de Trotsky”.
El
estallido de la Revolución de febrero transformó las relaciones políticas
dentro del movimiento socialdemócrata ruso. La nueva situación liberó
súbitamente a Trotsky de su pasado. Al cabo de pocos meses, había abandonado a
sus asociados mencheviques y se había alineado en las filas del bolchevismo.
Surgía ahora como un gran revolucionario. Esta fue la etapa heroica de su vida,
cuando cautivó la imaginación mundial como arquitecto de la insurrección de
octubre y jefe militar de la Guerra Civil. Más aún: se convirtió en el orador
supremo de la revolución. Encarnaba tanto a Danton como a Carnot, era el gran
tribuno del pueblo y el gran dirigente militar de la Revolución Rusa. Como tal,
Trotsky era exactamente la clase de hombre que los observadores del exterior,
benévolos u hostiles, creían que un revolucionario debía ser. Parecía la
encarnación de la continuidad entre las revoluciones francesa y rusa. Lenin, en
cambio, era un hombre aparentemente prosaico, totalmente diferente a los
declamatorios héroes de 1789. Representaba un nuevo tipo de revolucionario. La
diferencia entre los dos hombres era fundamental y se advierte a lo largo de
todo el período en que ambos trabajaron juntos. Trotsky nunca se aclimató
totalmente dentro del Partido Bolchevique. En julio de 1917 descendió como en
paracaídas sobre la cumbre de la organización bolchevique, el Comité Central,
sin experiencia alguna de actuación o de vida partidista. Por eso, se le veía
de manera muy diferente dentro de las filas del partido que fuera del mismo. Su
imagen internacional no coincidió nunca con la que el partido tenía de él; en
alguna medida, siempre se sospechó de él como advenedizo e intruso.
Resulta
significativo que en 1928, en medio de la lucha interna del partido, su colega
y aliado Preobrazhenski pudiera hablar de “nosotros, los viejos bolcheviques”,
para distinguir su posición de la de Trotsky. Sin duda, los viejos bolcheviques
no le aceptaron nunca como unos de los suyos. Esta marginación se evidenció
durante la Revolución y hasta en la Guerra Civil. Trotsky fue el dinamizador
del Estado bolchevique militarizado en pie de guerra. Por aquellos años, no era
un hombre de partido ni tenía responsabilidad alguna en el funcionamiento y
movilización de la organización del partido. Fue criticado por muchos
bolcheviques a causa de ciertas actitudes, tomadas dentro del ejército, que
fueron verdaderamente hostiles al partido como tal. Así, Trotsky se decidió a
fortalecer el poder de los oficiales de carrera con pasado zarista dentro del
Ejército Rojo y se opuso a que fueran controlados por comisarios políticos
designados por el Partido. La disputa acerca de esta cuestión -en la cual
Trotsky chocaba ya con Stalin y
Voroshilov- constituyó una importante controversia en el VIIIº Congreso del
Partido, celebrado en 1919. Lenin apoyó a Trotsky, pero el resentimiento del
Partido contra éste se hizo evidente en las instrucciones secretas pasadas al
Congreso. La exclamación de Mikoyan en el VIIº Congreso refleja fielmente la
imagen que tenían de él los miembros permanentes de la dirección del partido: “Trotsky
es un hombre de Estado, no de Partido”.
El talento oratorio de Trotsky complementaba su talento como jefe militar, y ninguna de estas dos cualidades se vinculaba a una actuación específicamente partidista. El organizador de un partido político debe persuadir a individuos o a grupos de que acepten los planes de acción que propone así como su autoridad para llevarlos a cabo. Ello requiere gran paciencia y habilidad para maniobrar inteligentemente dentro de una compleja lucha política, en la cual los actores están igualmente equiparados para discutir como para actuar. Esta capacidad es totalmente diferente de la de un orador de masas. Trotsky estaba extraordinariamente dotado para la comunicación con las multitudes. Pero la índole de su atractivo era necesariamente emocional, se basaba en una gran transmisión de urgencia y de militancia. Como orador, sin embargo, disfrutaba de una relación completamente unilateral con las multitudes: las arengaba para conducirlas hacia determinados fines, para movilizarlas en la lucha contra la contrarrevolución. Su don militar tenía características similares. No era un organizador de partido, no tenía experiencia en cuanto al verdadero funcionamiento de un partido, y tampoco parecía interesarse especialmente en esas cuestiones. Sin embargo, realizó la hazaña de crear un Ejército Rojo de cinco millones de hombres en dos años, sacándolos prácticamente de la nada, y de llevarlo a la victoria contra los ejércitos blancos y sus aliados extranjeros.
El talento oratorio de Trotsky complementaba su talento como jefe militar, y ninguna de estas dos cualidades se vinculaba a una actuación específicamente partidista. El organizador de un partido político debe persuadir a individuos o a grupos de que acepten los planes de acción que propone así como su autoridad para llevarlos a cabo. Ello requiere gran paciencia y habilidad para maniobrar inteligentemente dentro de una compleja lucha política, en la cual los actores están igualmente equiparados para discutir como para actuar. Esta capacidad es totalmente diferente de la de un orador de masas. Trotsky estaba extraordinariamente dotado para la comunicación con las multitudes. Pero la índole de su atractivo era necesariamente emocional, se basaba en una gran transmisión de urgencia y de militancia. Como orador, sin embargo, disfrutaba de una relación completamente unilateral con las multitudes: las arengaba para conducirlas hacia determinados fines, para movilizarlas en la lucha contra la contrarrevolución. Su don militar tenía características similares. No era un organizador de partido, no tenía experiencia en cuanto al verdadero funcionamiento de un partido, y tampoco parecía interesarse especialmente en esas cuestiones. Sin embargo, realizó la hazaña de crear un Ejército Rojo de cinco millones de hombres en dos años, sacándolos prácticamente de la nada, y de llevarlo a la victoria contra los ejércitos blancos y sus aliados extranjeros.
Por lo tanto, su capacidad organizativa era de carácter esencialmente voluntarista. Tuvo autoridad desde el comienzo para organizar el ejército; como Comisario del Pueblo para la Guerra contó con el respaldo de todo el prestigio de Lenin y del Estado soviético. No tuvo que ganarse esta autoridad en el terreno político, convenciendo a sus iguales de que lo aceptaran. Era el jefe del comando militar y tenía autoridad para imponer estricta obediencia. Así, la afinidad entre el jefe militar y el tribuno popular se explican completamente. En ambos casos, el papel de Trotsky fue implícitamente voluntarista. Como orador público tenía que apelar a llamamientos emocionales para movilizar a las masas con propósitos definidos; como pilar del Estado soviético, tenia que dar órdenes a sus subordinados, también con propósitos definidos. En ambas tareas su función consistía en asegurar los medios para un fin previamente determinado. Esta tarea difiere de la de lograr que un nuevo fin prevalezca entre varias opiniones competitivas en una organización política. El voluntarista está en su elemento cuando se trata de arengar a multitudes o de mandar a la tropa, pero estas funciones no deben confundirse con la capacidad para dirigir un partido revolucionario.
En 1921, la Guerra Civil había sido ganada. Con la victoria, el Partido Bolchevique tuvo que desviar toda su preocupación, de los problemas militares a los económicos. La reconstrucción y reorganización de la economía soviética constituía ahora su principal objetivo estratégico. La adaptación de Trotsky a la nueva situación reveló cuán consecuente había sido toda su actuación política durante esta etapa. Simplemente, propuso la adopción de soluciones militares para los problemas económicos, reclamando un comunismo de guerra intensificado y la introducción del trabajo obligatorio. Este extraordinario episodio no fue sólo un paréntesis o una aberración en su carrera, sino que tenía profundas raíces teóricas y prácticas en su pasado. Su función de Comisario de Guerra lo predisponía hacia una política económica concebida como una movilización estrictamente militar y, al defenderla, Trotsky estaba simplemente prolongando su actuación anterior. Al mismo tiempo, su propensión a una solución “de mando” reflejaba su incomprensión del papel específico del Partido y su consecuente tendencia a buscar soluciones políticas a nivel del Estado. Su consigna en el debate sindical de 1921 propugnaba, explícitamente, la “nacionalización” de los sindicatos. Trotsky abogó también por una burocracia competente y permanente, con ciertos privilegios materiales; a causa de ello, Stalin le llamaría más tarde “corifeo de los burócratas”.
Además Trotsky no justificó el trabajo obligatorio como una lamentable necesidad impuesta por la coyuntura política, como el resultado temporal de una emergencia. Trató, por el contrario, de legitimarlo bajo el aspecto de eternidad, explicando que en todas las sociedades el trabajo era obligatorio, y que lo único que variaba era la forma en que se ejercía la compulsión. Combinaba esta abierta defensa de la coerción con una exaltada mística de la abnegación social, incitando a las brigadas de trabajo a entonar himnos socialistas mientras trabajaban. ”Desplieguen una incansable energía en vuestro trabajo, como si estuvieran en marcha o en combate. Un desertor del trabajo es tan despreciable y tan indigno como un desertor del campo de batalla. ¡Severo castigo para ambos! Comiencen y completen vuestro trabajo, dondequiera que sea posible, al son de himnos y canciones socialistas. Vuestro trabajo no es trabajo de esclavos, sino un elevado servicio a la Patria socialista”. Esta contradictoria amalgama era posible, por supuesto, gracias al idéntico voluntarismo de ambas nociones: la economía como imposición coercitiva o como servicio místico. Al comienzo, Trotsky pudo ganar el apoyo de Lenin para sus planes de militarización del trabajo. Pero después del gran debate de los sindicatos en 1921 y al finalizar la guerra polaca, su propuesta de purgar en gran escala a los representantes electos en los sindicatos fue ásperamente repudiada por Lenin. El Comité Central del Partido denunció públicamente las formas de trabajo “militarizadas y burocráticas”. Así, los planes de acción de Trotsky fueron rechazados por los bolcheviques en medio de una reacción general en su contra, como ideólogo del comunismo de guerra. El resultado del debate económico evidenció la diferencia entre la idea de Lenin de un partido altamente disciplinado y la defensa de Trotsky de un estado militarmente organizado.
La lucha interna del partido durante los años veinte fue, evidentemente, la fase central de la vida de Trotsky. Durante algunos años, se produjeron hechos que fueron decisivos para la historia mundial en las décadas siguientes. Las decisiones fueron tomadas por muy pocas personas. No es frecuente que tales decisiones obtengan significación universal. ¿Cuál fue el papel de Trotsky en el funesto drama de los años veinte? La lucha por la supremacía dentro del Partido Bolchevique debe ser separada, en alguna medida, de las cuestiones políticas que la provocaron. Durante la mayor parte del tiempo, el conflicto suscitado dentro del partido se concentró en el ejercicio del poder como tal, dentro del contexto, naturalmente, de las disputas ideológicas de los grupos antagónicos. Se advertirá, en efecto, que uno de los más graves errores teóricos y políticos de Trotsky fue una interpretación excesivamente ideológica de la situación interna del Partido. Será conveniente, por lo tanto, considerar la cuestión de la década de los años veinte a dos niveles: el de la lucha político-táctica propiamente dicha y el del debate ideológico y estratégico sobre el destino de la Revolución.
A partir de 1921, Trotsky fue aislado en la cúpula del Partido Bolchevique. Importa enfatizar aquí que la lucha contra Trotsky fue inicialmente una resistencia llevada a cabo virtualmente por toda la vieja guardia bolchevique contra la posibilidad de que Trotsky sucediera a Lenin. Esto explica la unanimidad con que todos los demás dirigentes del Politburó -Zinoviev, Kamenev, Stalin, Kalinin y Tomski- se opusieron a él aún en vida de Lenin. Trotsky parecía ser el dirigente revolucionario más destacado después de Lenin. Sin embargo, no era un miembro histórico del Partido, dentro del cual se desconfiaba mucho de él. Su preponderancia militar y su papel en los debates sindicales parecía arrojar una sombra de bonapartismo potencial a través del panorama político. Fue esta situación la que permitió a Stalin en 1923, último año de la vida de Lenin, apoderarse del control del aparato del partido y, con ello, de todo el poder político de la URSS.
Evidentemente, Trotsky no advertía lo que esteba sucediendo en aquellos años. Creía que Zinoviev y Kamenev era más importantes que Stalin y no comprendió la significación del nuevo papel del Secretario General. Esta extraordinaria falta de lucidez puede ser comparada con la aguda conciencia que tuvo Lenin, aún enfermo, del curso de los acontecimientos. En diciembre de 1922 Lenin redactó sus notas sobre la cuestión de las nacionalidades en las cuales denunciaba, con una violencia sin precedentes, a Stalin y Dzerzhinski por la represión que habían realizado en Georgia. Lenin dirigió estas notas a Trotsky con instrucciones específicas de forzar al Comité Central a tomar una resolución decisiva sobre la cuestión.
Lenin,
arquitecto y líder del Partido Bolchevique, demostró así tener plena conciencia
de lo que estaba sucediendo dentro de él: demostró -un año antes de morir- que
denunciaba en profundidad su situación interna. Para Trotsky, que tenía poca
experiencia en la vida de Partido y que nunca había reflexionado acerca de la
naturaleza o el papel específico del partido, esta situación le pasó
inadvertida. Después de
la muerte de Lenin, Trotsky se encontró solo en el Politburó. De allí en
adelante, cometió un error tras otro. Desde 1923 hasta 1925 concentró su ataque
sobre Zinoviev y Kamenev y, valiéndose del papel desempeñado por éstos en 1917,
ayudó a Stalin a aislarlos más tarde. Pensaba entonces que Bujarin era su peor
enemigo y dedicó todas sus energías a combatirlo.
En 1927, Trotsky todavía
consideraba la posibilidad de una alianza con Stalin contra Bujarin. No
advirtió que Stalin estaba decidido a expulsarlo del partido y que la única
manera de evitarlo consistía en crear una alianza de la izquierda y la derecha
contra el centro. Bujarin se dio cuenta de ello en 1927, y dijo a Kamenev: “es
mucho más lo que nos separa de Stalin que lo que nos separa mutuamente”. En
efecto, en 1923, organizativamente considerado, Stalin era ya el amo del
partido. De allí entonces que gran parte de la lucha interna en el partido
fuese como pelear con su propia sombra. Lo único que podría haber derrotado a
Stalin era la unidad política de los otros viejos bolcheviques contra él.
Zinoviev, Kamenev y Bujarin lo advirtieron demasiado tarde. Pero Trotsky, a
causa del carácter teórico de su marxismo, no llegó a comprender jamás la verdadera
situación. En este punto, su constante subestimación del poder autónomo de las
instituciones políticas y su tendencia a subordinarlas a las fuerzas de las
masas, que eran su presunta “base social”, fueron su némesis. Porque a lo largo
de toda la lucha interna del partido, interpretó siempre las posiciones
políticas adoptadas por los diversos participantes como meros signos visibles
de tendencias sociológicas ocultas dentro de la sociedad soviética.
Así, la
derecha, el centro y la izquierda del Partido se convirtieron, en los escritos
de Trotsky, en categorías básicamente idealistas, divorciadas de la política
como tal, es decir, alejadas del verdadero campo del poder y las instituciones.
De este modo, a pesar de las advertencias de Lenin acerca de la importancia de
Stalin y del alarmante poder organizativo que estaba acumulando, Trotsky siguió
viendo en Kamenev y Zinoviev como la principal amenaza que existía contra él
dentro del Partido,
dado que ellos eran los ideólogos del triunvirato que hablaban en el lenguaje
convencional de las ideas. Esta constante correlación entre las ideas y las
fuerzas sociales -con su falta de una teoría intermedia acerca del nivel
político- condujo a Trotsky a cometer desastrosos errores en la prosecución de
su propia lucha. La publicación de la serie de artículos que forman “El nuevo
curso” constituye un ejemplo especialmente claro de este hecho.
En esos
artículos (1923) declara explícitamente: “Las diferentes necesidades de la
clase obrera, del campesinado, del aparato estatal y sus miembros, actúan sobre
nuestro Partido, a través del cual tratan de encontrar una expresión política.
Las dificultades y contradicciones inherentes a nuestra época, la discrepancia
temporal de intereses en las diferentes capas del proletariado o del
proletariado en su conjunto y el
campesinado, actúan sobre el partido mediante las células obreras y campesinas,
el aparato estatal y la juventud estudiantil. Incluso las diferencias
episódicas de criterio y matices de opinión pueden expresar la remota presión
de distintos intereses sociales”.
Se hace
evidente aquí el anverso de la idea del “sustitucionismo”, es decir, la
hipótesis de una posible “identidad” entre partidos y clases. El uso de este
binomio oscurecía el hecho evidente de que las relaciones entre estos dos
términos no pueden nunca simplificarse a uno solo de estos polos. En cierto sentido,
un partido es siempre un “sustituto” de una clase, en el sentido de que no
coincide con ella (si coincidiera, no habría necesidad de un partido) y sin
embargo actúa en su nombre. En otro sentido, nunca la “sustituye” porque no
puede abolir la naturaleza objetiva del proletariado y la relación global de
las fuerzas de clase, que no cesan de existir ni siquiera cuando el
proletariado está disperso y debilitado, como después de la Guerra
Civil, o actúa en contra de los intereses inmediatos de la clase obrera como lo
hizo durante la Nueva Política Económica. Las relaciones entre partido y clase
forman un espectro de cambiantes y complejas posibilidades, que no son
intercambiables con estas descripciones bipolares. Se pudo advertir, entonces,
que la noción de “sustitucionismo” no sirvió para esclarecer la conducta de
Trotsky en la lucha interna del Partido, precisamente en una etapa en la que la
importancia de los aparatos políticos -el Partido- había aumentado enormemente
con relación al de la fuerza social de las masas (aunque sin abolirlas). Él fue
el último en advertir lo que estaba sucediendo, a pesar de su percepción
polémica. En efecto, dado que su opuesto implícito -la “identidad”- era para él
una noción reguladora, cometió gravísimos errores políticos toda vez que trató
de determinar las relaciones entre partido y clase en esta etapa. El mismo
Nuevo curso representa un ejemplo particularmente claro de este hecho.
El credo del sociologismo citado anteriormente estuvo acompañado de una altisonante petición de proletarización en la composición del Partido y de rejuvenecimiento por medio de la afluencia de la juventud. Esta confianza en las categorías sociológicas, idealísticamente concebidas, tuvo una consecuencia irónica. La política misma que Trotsky defendió para la renovación del Partido y su desburocratización fue implantada por Stalin con resultados diametralmente opuestos. El reclutamiento realizado por Lenin en 1924 afirmó decisivamente el control de Stalin sobre el partido, al empantanar los viejos cuadros bolcheviques con una enorme masa de obreros manejables y carentes de formación política. Nació así la composición proletaria del partido. El error de creer que las fuerzas sociales son inmediatamente “transportables” a las organizaciones políticas era, por supuesto, inconcebible dentro de la teoría leninista del partido. No obstante, Trotsky nunca lo abandonó en estos años. En 1925, cuando la troika se escindió, él se mantuvo apartado, considerando a la lucha entre Stalin y Zinoviev como una vulgar disputa en la cual no estaba en juego ningún principio. Cuando Zinoviev y Stalin se atacaban políticamente por medio de las respectivas organizaciones del
Partido de Leningrado y de Moscú, Trotsky escribió sarcásticamente a Kamenev: “¿Cuál es la base social de dos organizaciones obreras que se injurian mutuamente?”. Naturalmente, el abstencionismo en esta posición fue suicida. En cierto sentido, Trotsky nunca luchó en el plano político, a diferencia de Zinoviev, por ejemplo. Su preparación teórica no lo capacitaba para hacerlo. Su conducta en la lucha interna del partido fluctuó entre una truculencia agresiva y una profunda pasividad (la única salvación de Rusia era la posibilidad de las revoluciones en el extranjero). Por ello, su conducta no adquirió nunca coherencia política táctica. El resultado fue que estuvo constantemente en manos de Stalin. Al presentar una amenaza sin fundamento sólido alguno, institucional o político, sólido, y con gran despliegue de actitudes públicas, Trotsky proporcionó precisamente lo que el gobierno y Stalin, como su más destacado representante, necesitaban para convertir al Partido en una máquina burocrática y autoritaria. Casi se podría decir que si Trotsky no hubiera existido, Stalin hubiera tenido que inventarlo (y, en cierto sentido, lo inventó).