7 de septiembre de 2022

Trotsky revisitado (XXIV). Semblanzas y estimaciones (18)

Claudio Albertani: Una suerte de balance
 
Anarquista por convicción, Albertani ha escrito numerosos ensayos sobre las luchas indígenas en Guatemala y en Chiapas, así como sobre el movimiento anarquista y los movimientos contra la globalización neoliberal, los cuales fueron publicados en revistas mexicanas, guatemaltecas, europeas y norteamericanas. Es miembro de la Comisión Civil Internacional de Observación por los Derechos Humanos y también habitual corresponsal de la emisora independiente Radio Onda d’Urto (Brescia, Italia) y colaborador de los diarios italianos “Il Manifesto” y “Liberazione”. Es autor de los libros “Víctor Serge. Diarios de un revolucionario (1936-1947)”, “Imperio y movimientos sociales en la Edad Global” y “El espejo de México. Crónicas de barbarie y resistencia”. En coautoría ha publicado “La autonomía posible. Reinvención de la política y emancipación”, “Y vinieron como el viento. Imágenes y palabras de la revuelta de Chiapas” y “Vlady. Demonios revolucionarios”. Como coordinador editorial ha participado en “Pienso luego estorbo” y en las ediciones críticas de “Il príncipe” (El príncipe) de Nicolás Maquiavelo y de “Qu'est-ce que la propriété?” (¿Qué es la propiedad?) de Pierre Joseph Proudhon. A continuación la segunda y última parte de su artículo “La tragedia de León Trotsky”.

 
Durante los difíciles años de la Guerra Civil, Trotsky obtuvo victoria tras victoria, destruyendo ejércitos reaccionarios y derrotando invasores extranjeros, en condiciones desesperadas y sin tener ninguna experiencia militar previa. Son logros que nadie le puede regatear. Sin embargo, cuando se encontraba en la cumbre de su prestigio -el bienio de 1919/21- empezó también la degeneración autoritaria y burocrática de la revolución. Rosa Luxemburgo vio el peligró incluso antes, al estigmatizar el “frío desprecio [de los bolcheviques] por la Asamblea Constituyente, el sufragio universal, las libertades de reunión y prensa; en síntesis por todo el aparato de las libertades democráticas básicas del pueblo”. Y precisó: “La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente”.  
Justo es reconocer que algunos bolcheviques expresaron opiniones análogas. Los más conocidos fueron Alexandra Kollontai y A. G. Shliápñikov de la Oposición Obrera. En su folleto “¿Qué es la Oposición Obrera?”, impreso marzo de 1921, en vísperas del X° Congreso del Partido Comunista Ruso (bolchevique) y suscrito por un nutrido grupo de viejos militantes, Kollontai planteaba el peligro del creciente poder de los especialistas, técnicos y expertos “estos hombres de negocios que emergen a la superficie de la vida soviética”. Menos conocido es el Grupo Obrero, animado por Gabriel Miasnikov, obrero de Perm (Urales), bolchevique desde 1905. Publicado y difundido ilegalmente en 1923, su “Manifiesto” es la crítica más radical al régimen soviético, jamás surgida desde el interior del partido.
Trotsky nunca apoyó esas tesis; mucho menos intervino cuando Miasnikov fue detenido por la Cheka (policía política). Ante los cuestionamientos, su respuesta fue la misma de Lenin: suprimir las fracciones en el Partido como una medida “de emergencia” que acabó siendo permanente. Ambos se opusieron a la práctica de elegir a los funcionarios, optando por el método burocrático de la cooptación, ya experimentado por Trotsky en la organización del Ejército Rojo. Ese método tenía, por cierto, muy poco de “rojo” ya que abogaba por la construcción de un aparato centralizado dirigido por especialistas cooptados desde arriba (entre los que destacaban antiguos oficiales zaristas como Tujachevski) y supervisado por “comisarios políticos”, es decir hombres de confianza del partido.
Durante la guerra civil de 1919-1921 a esos primeros tropezones hay que sumar la revuelta de los marinos de Kronstadt (febrero-marzo de 1921), quienes a pesar de las acusaciones de los bolcheviques, tampoco eran contrarrevolucionarios, pues enarbolaban reivindicaciones democráticas que, en gran parte, el propio Trotsky haría suyas al ser desplazado del poder en 1923. Surgida después de una huelga masiva en Petrogrado, la rebelión apuntaba al surgimiento de una alianza sumamente explosiva entre obreros y campesinos (muchos de los marinos eran de origen rural) contra la naciente burocracia. El Partido Bolchevique no dudó en resolver el problema de un tajo, contando para ello con el apoyo de la Oposición Obrera, aunque no del grupo de Miasnikov. La solución fue echar manos al ejército y a la calumnia, una práctica lamentable que pronto sería el sello distintivo del estalinismo. Al final, por una ironía siniestra, la comuna de Kronstadt fue aplastada el 18 de marzo de 1921, 50º aniversario de la Comuna de París.


 
“Trotsky no tomó parte alguna en aquella abominable represión de la cual, más tarde, aceptó su parte de responsabilidad política”, escribe Serge en un intento de exculparlo. Eso es verdad, pero no tiene importancia ya que ordenó la represión en su calidad de jefe del Ejército Rojo, como él mismo reconoció y consta por los telegramas amenazadores que, personalmente, envió a los rebeldes. No podemos saber cuál hubiera sido el destino de la revolución si Lenin y Trotsky hubiesen optado por democracia; lo cierto es que actuando en contra de los soviets, aceleraron su muerte.
Hay más. En “Comunismo y terrorismo” - escrito en el tren durante la Guerra Civil para refutar al renegado Kautsky-, Trotsky señaló que los trabajadores tienen la obligación de obedecer al “Estado obrero” ya que “el socialismo significa disciplina”. Puesto que la burguesía había inventado la organización científica del trabajo -el taylorismo-, los bolcheviques no podían quedarse atrás: tendrían que “reeducar” a los obreros en vista de aumentar su “productividad”. Trotsky afirmó, además, que era preciso someter a los trabajadores a disciplina militar, mereciendo incluso las críticas de Stalin… ¡por exceso de autoritarismo! “Siendo la Unión Soviética un ‘Estado Obrero’ -escribió-, el proletariado no tiene absolutamente nada que temer”.  
Más realista, Lenin rechazó las tesis del fundador del Ejército Rojo. “No hay tal cosa -afirmó-. Un Estado Obrero es una abstracción”. Con la NEP -la Nueva Política Económica-, precisó, “creamos de nuevo el capitalismo. Y no lo ocultamos. Se trata del capitalismo de Estado”. Inaugurada en marzo de 1921, contemporáneamente a la represión de Kronstadt, la NEP sustituía al llamado “comunismo de guerra”, es decir el sistema de abastecimiento de las ciudades por medio de la requisición de alimentos a los campesinos. 
Ante la ausencia de la revolución en Occidente y los severos problemas de carestía, la NEP reintroducía cierta libertad de comercio para los agricultores y pequeños propietarios. Lenin admitía la necesidad de una suerte de retirada temporal de la revolución y en espera de tiempos mejores, buscaba afianzar el poder de los bolcheviques. En realidad, la NEP coincidía con la derrota de la única revolución que interesaba a las masas desposeídas: la que prometía acabar con todos los poderes arbitrarios, las injusticias y los despotismos.  
Al final, el “poder soviético” no fue derribado como en cambio había sucedido en el caso de la Comuna de París, el gran espantajo de Lenin. Sin embargo, sucedió algo tal vez peor: los valores de la Revolución se destruyeron solos, vaciándose progresivamente y trocándose poco a poco en una mentira desconcertante. Los anarquistas no fueron los únicos en denunciarlo. En Alemania, los marxistas del Partido Comunista Obrero, KAPD (una escisión del pro-bolchevique KPD), y en Rusia el Grupo Obrero (desde la clandestinidad) empezaron a hablar de una “revolución burguesa llevada a cabo por los comunistas”. El propio Lenin se dio cuenta de que algo estaba mal y lo admitió públicamente en sus últimos textos.
Las cosas empeoraron cuando Lenin sufrió su primera apoplejía en mayo de 1922. Un equipo de especialistas intentó curarlo, pero ya estaba muy enfermo y no mostró ninguna mejoría; poco a poco, hubo de renunciar a sus responsabilidades políticas. Hacia fines de año se constituyó una tendencia formada por Stalin, Zinoviev y Kamenev -pronto llamada “troika”- con el único propósito de organizar la decapitación política de Trotsky, a la sazón el segundo hombre más poderoso de la Unión Soviética. Y es que el ascenso meteórico del fundador del Ejército Rojo había causado malestar entre muchos viejos bolcheviques que sólo esperaban el momento propicio para cobrar viejas cuentas.
Esa no era la opinión de Lenin. Es más, en vísperas del XIII° Congreso del Partido a celebrarse en abril de 1923, el jefe bolchevique había dispuesto luchar contra Stalin junto a Trotsky, invitándolo a trabajar juntos. Era demasiado tarde: en marzo otra apoplejía le privó del habla y de la posibilidad de hacer valer sus razones en dicho congreso. Por ese entonces el carácter revolucionario del bolchevismo ya colgaba de un hilo muy delgado. La ecuación básica de Lenin había sido bolchevismo=revolución: según él imponiendo el primero con cualquier medio, la segunda iba a triunfar como si fuera una ley férrea. ¿Qué hacer si los dos términos se separaban? A pesar de haber percibido el problema, Lenin murió antes de poder ofrecer una respuesta.
A medida que la perspectiva de la revolución mundial iba menguando, el hilo no podía más que romperse. El documento conocido como “testamento”, escrito por Lenin en uno de sus últimos momentos de lucidez, aporta muchos elementos. Recordemos que Vladimir Illich fue, básicamente, un estratega y que, como teórico, sostuvo posiciones a menudo encontradas. En filosofía, fluctuó entre el materialismo y el neohegelianismo; en política, entre el autoritarismo de 1902 y el pseudo-anarquismo de “El Estado y la revolución”; en economía, entre el anticapitalismo de los soviets y el neocapitalismo de la NEP. Ahora, ante la gravedad de la situación, expresaba angustia por la posibilidad de una escisión en el Partido, así como serias dudas sobre sus colegas en el Comité Central. No podía imaginar, claro está, que cinco de los seis dirigentes que nombraba (Trotsky, Kamenev, Zinoviev, Bujarin, Piatakov y Stalin) serían liquidados por el sexto. De este último señalaba que había concentrado en sus manos un poder inmenso, y “no estoy seguro que siempre sepa utilizarlo con la suficiente prudencia”.


¿Qué opinaba de Trotsky? Lo definía “el hombre más capaz del actual CC”, aunque “demasiado ensoberbecido y demasiado atraído por el aspecto puramente administrativo de las cosas”. ¿Ensoberbecido? Cuando se abrió el Congreso, lejos de ello, León Davidovich rechazó la oferta de pronunciar el discurso político principal. Al parecer, no quería que su conducta fuese interpretada como un intento de pretender a la sucesión. Sin embargo, acabó pactando con los triunviros, faltando al compromiso de leer las notas “Contra la burocracia” que desde su lecho de enfermo le había preparado Vladimir Ilich.
En sus memorias, Trotsky relata un diálogo que tuvo con Kamenev, quien cumplía las funciones de correo entre los dos jefes bolcheviques: “hay hombres -dijo- que son capaces de lanzarse a un peligro real por escapar de otro puramente imaginario. Tome usted nota de ello y hágaselo saber a los demás: nada más lejos de mi ánimo que la intención de librar una batalla en el Congreso del Partido por ningún género de cambios en la organización. Yo soy partidario del status quo. Soy contrario a la destitución de Stalin, de que se expulse a Ordzhonikidze y de que se separe a Dzerzhinsky del Ministerio de los Transportes. Por lo demás, estoy sustancialmente de acuerdo con Lenin”. 
Lenin murió el 21 de enero de 1924, atormentado, en sus últimos momentos de lucidez, por una terrible sensación de fracaso. Ya libres de ataduras, en los meses sucesivos, los triunviros intensificaron su lucha contra el fundador del Ejército Rojo, inventando el término “leninismo”, vulgarización del pensamiento de Vladimir Illich, inventado para denostar al “trotskismo”. Este pasaría a ser sinónimo de herejía primero, y de todas las perversiones después. En diciembre, Stalin publicó un panfleto en donde, manipulando a su gusto algunas citas de Lenin, sostenía que el “socialismo en un sólo país” era, en efecto, posible. Pronto se volvió la doctrina oficial de la burocracia soviética, dejando atrás -y para siempre- “la revolución permanente”, una teoría que, por cierto, no respondía a la nueva situación de consolidación del capitalismo internacional.
¿Cómo actuó Trotsky? El 8 de octubre de 1923, ante la crisis financiera y comercial de la economía soviética, Trotsky había enviado una carta al Comité Central en la que criticaba la burocratización, y la falta de democracia interna planteando asimismo la necesidad de la planificación como eje central de la organización y del desarrollo económico. En “El nuevo curso” -publicado por entregas en “Pravda” a finales de 1923-, Trotsky volvía a la carga con más vigor: apelaba a restaurar la democracia en el Partido manifestándose por la libertad de las fracciones, aunque seguía descalificando a los críticos radicales como Miasnikov y definía “peligrosa” a la Oposición Obrera. Contra la degeneración burocrática del Estado, recomendaba emplear las “fuerzas sanas” del Partido, el que, aseguraba, “se dispone a pasar a una fase superior”. No se percataba de que la democracia estaba en guerra contra el Estado, ciertamente, pero también contra el Partido, la nueva figura del Estado en formación.
Es claro que, a pesar de lo que alegaban sus contrincantes estalinistas, Trotsky no quiso convertirse en amenaza contra el Estado Soviético. Optó por la vía del compromiso y las concesiones organizando así su propia derrota. En el XIVº Congreso del Partido -celebrado en diciembre de 1925, el primero totalmente dominado por los burócratas-, afirmó que “el Partido siempre tiene razón porque es el único instrumento que posee la clase obrera para solucionar sus problemas. No se puede tener razón más que dentro del propio Partido y mediante él porque la historia no ha acuñado aún otro instrumento con que tener razón”. Esa actitud lo convirtió, a la larga, en cómplice de los falsificadores.
El 16 de noviembre de 1927, día de la exclusión de Trotsky del Comité Central, Adolf Joffe -uno de sus colaboradores más valiosos y un hombre que consagró toda su vida al movimiento comunista-  se suicidó en protesta contra “aquellos que han reducido al Partido a una condición tal que no puede reaccionar de ninguna manera contra este oprobio”. En un documento desgarrador, Joffe dirigió en forma de testamento político una carta a su antiguo jefe donde, después de enviarle un fuerte abrazo, le decía entre otras cosas: “siempre me pareció que a usted, León Davidovich, le falta aquella inflexibilidad, aquella intransigencia de la que dio prueba Lenin; la capacidad de quedarse solo en caso de necesidad y de seguir en la misma dirección. Usted siempre tuvo razón en política; el propio Lenin lo reconoció. Y sin embargo, a menudo abandonó usted la posición justa a favor de la unificación, del compromiso. Fue un error”. 
A los pocos meses, otro viejo colaborador de Trotsky, Christian Rakovski, denunció lo que llamó “los peligros profesionales del poder”: “La clase obrera y el Partido no son lo que eran hace diez años. Robos, prevaricaciones, violencias, garrafas de vino, increíbles abusos de poder, despotismo ilimitado, ebriedad, desocupación: se habla de todo esto como de hechos ya conocidos, no desde hace meses sino desde hace años. Lo más triste es que ningún reflejo se produce dentro del Partido y de la masa.”
Habría que señalar, en primer lugar, que Trotsky merece la estima de la posteridad por haberse negado a seguir participando -a partir de 1923- en la degeneración burocrática de la Revolución Rusa. Al mismo tiempo, todo lo dicho apunta a que León Davidovich sí tiene su parte de responsabilidad en aquella misma degeneración. “A partir del fin de 1918-1919 -escribió Serge-, un espíritu de autoridad, de intolerancia, de estatismo a ultranza va prevaleciendo en el Comité Central bolchevique eliminando de manera cada vez más brutal los principios de Octubre. Ni Lenin ni Trotsky lo encararon realmente, más bien lo utilizaron”.
Stalin triunfó porque expresaba mejor los intereses de la nueva clase dominante, la burocracia, que buscaba un acomodo en el concierto de la nueva situación internacional. Es significativa la opinión al respecto de un escritor católico como François Mauriac: “Fue una suerte que el apóstol de la revolución permanente haya sido remplazado por el horror estalinista: Rusia se convirtió en una nación poderosa, pero la Revolución en Europa fue reducida a la impotencia”. Mauriac expresaba así, sin tapujos, las razones de la gran burguesía mundial por celebrar la victoria del Gengis Kahn georgiano.


Separado de todo cargo gubernamental, expulsado del Partido, deportado a Alma Ata, Asia Central y luego exiliado en Turquía en espera de peores vicisitudes en el “planeta sin visado”, Trotsky intentó agrupar a sus partidarios fuera de la Unión Soviética. Se aferró, sin embargo, a una ortodoxia que le impidió entender que el estalinismo no era una “degeneración” del bolchevismo, sino un orden social nuevo, producto de la contrarrevolución mundial. Ante Ciliga relata que en el campo de concentración de Verkhne-Uralsk donde estaba detenido, los trotskistas querían lo mismo que Stalin -la industrialización- aunque bajo una forma “más humana”. En 1930, la gran preocupación de Trotsky y sus partidarios era que la ola del “izquierdismo” estalinista pudiese comprometer al conjunto del régimen, cuya salud les preocupaba sobre manera.  
Lo mismo pasó en la arena internacional. En todas partes, y particularmente en España -donde se dio el último intento de asalto al cielo del proletariado europeo-, León Davidovich recomendó únicamente repetir el esquema de 1917, bloqueando el debate y contribuyendo a difundir el mito de la infalibilidad bolchevique. El resultado fue que muchos de sus antiguos compañeros no quisieron participar en la creación de la Cuarta Internacional y que esta nunca llegó a cuajar como una opción viable. En 1940, cuando el piolet asesino de Ramón Mercader lo alcanzó en su residencia de Coyoacán, Trotsky todavía definía al régimen estalinista como un “Estado proletario degenerado”. Ahora admitía, sin embargo, que podría ser “la primera etapa de una nueva sociedad de explotación” y concluía que de no conducir la guerra a la revolución mundial, el marxismo quedaría refutado y el socialismo reducido a la condición de mera utopía. Por entonces, pocos se atrevían a debatir con Trotsky: su intolerancia lo había aislado de los viejos colaboradores y de muchos interlocutores potenciales. 
Serge, por ejemplo, se alejó paulatinamente del “Viejo” optando por no contestar públicamente a sus vehementes acusaciones de traición a la causa del movimiento obrero. El marxista antibolchevique Paul Mattick opinó que aquilatar la función histórica del fundador del Ejército Rojo implicaba “ponerlo a un lado de Lenin, Mussolini, Stalin e Hitler”, los fundadores del moderno totalitarismo. Era un juicio exagerado que, sin embargo, resumía el punto de vista de un sector consistente del movimiento obrero antiestalinista. Otros libertarios, como el marxista Otto Rühle -excomulgado por Trotsky y Lenin en 1920- y el anarquista Carlo Tresca dieron una prueba de nobleza al participar en la Comisión Internacional de Investigación sobre los Procesos de Moscú de 1936-37 (encabezada por el filósofo John Dewey) que lo absolvió de todas las calumnias estalinistas.  
¿Qué nos queda de la experiencia de Trotsky? En mi opinión, lo más sobresaliente es su etapa juvenil, la idea expresada en 1903 de que la lógica objetiva de la lucha de clase no puede ser negada por la lógica subjetiva del Partido. La crítica del bolchevismo apelando a los valores de la democracia directa. Y por supuesto la teoría de la revolución permanente, que nos permite entender la epopeya de los pueblos postcoloniales, contra las concepciones por “etapas”. Hoy, mucho más que en 1905, las luchas sociales tienen como escenario el mundo.