Miklós Krassó: El dirigente fracasado de la
oposición
En la revista “New Left Review” se abordaron por
primera vez las cuestiones clásicas del movimiento revolucionario internacional
del siglo XX, organizando un debate entre colaboradores comunistas, trotskistas
y lukácsianos sobre el papel de Trotsky en la Revolución Rusa y su posguerra.
Este debate se difundió ampliamente en inglés, español, francés, italiano,
sueco, etc. En cuanto al Tercer Mundo, puede decirse que el artículo de Krassó
influyó en la expansión por América Latina de las guerrillas inspiradas en el
modelo cubano y los triunfos de la revolución vietnamita en Indochina. Las
corrientes guevaristas y maoístas, entre otras, caracterizaron este período. En
la versión aparecida en la recordada revista argentina “Pasado y presente”
puede leerse: “Durante muchos años, Trotsky constituía un tema que un marxista
no podía abordar. La lucha que tuvo lugar dentro del Partido Bolchevique en la
década de los años ‘20 produjo una polarización tan violenta de su imagen
dentro del movimiento obrero internacional que cesó toda discusión racional
acerca de su persona y de sus obras”. Seguidamente, la tercera y última parte
del artículo de Krassó sobre Trotsky.
Hasta
aquí, hemos expuesto la lucha político-táctica dentro del Partido Bolchevique.
Es necesario considerar ahora en qué medida las grandes disputas ideológicas -acerca
de las opciones estratégicas de la Revolución- reflejaron la misma constelación
teórica en el pensamiento de Trotsky. Se advertirá que el paralelismo es, en
realidad, muy próximo. La disputa sobre la cuestión del “socialismo en un solo
país” contra la “revolución permanente” dominó los debates ideológicos de la
década de los años ‘20. Lenin había establecido una posición que,
indudablemente, era correcta en la época de Brest-Litovsk. Él afirmaba que los
bolcheviques debían pensar siempre en posibilidades variables y no en falsas
certezas. Era ingenuo especular acerca de si se producirían o no revoluciones
en Occidente. La estrategia bolchevique no debía estar basada en la presunción de
que se produjeran revoluciones en Europa, pero tampoco debía descartarse dicha
posibilidad. Sin embargo, después de la muerte de Lenin esta posición
dialéctica se desintegró en posiciones opuestas, polarizadas dentro del
partido. Stalin descartó efectivamente la posibilidad de las revoluciones
internacionales e hizo de la construcción del socialismo en un solo país la
tarea exclusiva -necesaria y posible- del Partido Bolchevique. Trotsky declaró
que la Revolución de Octubre estaba condenada, a menos que las revoluciones
internacionales vinieran en su ayuda, y predijo que estas revoluciones
ocurrirían sin duda. La tergiversación de la posición de Lenin es evidente en
ambos casos.
Puede argüirse que Stalin, al descartar la posibilidad de revoluciones europeas exitosas, contribuyó efectivamente a su eventual derrota, acusación ésta que se le ha hecho a menudo a propósito de su política hacia Alemania y España. Había, por cierto un elemento de satisfacción de las propias necesidades en la predicción del socialismo en un solo país. Sin embargo, dado este juicio crítico -que es precisamente que la política de Stalin representó una falsificación de la estrategia de Lenin- la superioridad de la perspectiva de Stalin sobre la de Trotsky es innegable. En ello radicó la definitiva e inconmovible fortaleza de Stalin en la década de los años ‘20.
¿Cuál fue, en cambio, la concepción estratégica de Trotsky? ¿Qué quería decir con “revolución permanente”? En su folleto de 1928, así titulado, incluía tres nociones totalmente separadas dentro de la misma fórmula: la continuidad inmediata entre las etapas democrática y socialista de la revolución en cualquier país ; la transformación permanente de la revolución socialista misma, una vez victoriosa, y la inevitable vinculación del destino de la revolución en cualquier país con el de la revolución mundial en todas partes. La primera habría de implicar una generalización de su punto de vista sobre la Revolución de Octubre y que ahora se proclama como una ley en todos los países coloniales. La segunda era trivial e indiscutible: a nadie se le ocurría negar que el Estado soviético sufriría cambios incesantemente. La idea decisiva era la tercera: que la supervivencia de la revolución soviética dependía de la victoria de las revoluciones en el extranjero . Los argumentos de Trotsky para esta afirmación, base sobre la cual descansaba toda su posición política, eran asombrosamente débiles.
Propone, en efecto, sólo dos razones por las cuales el socialismo en un solo país no era practicable. Ambas son extremadamente vagas: parecen afirmar que la inserción de Rusia en la economía mundial la tornaría inevitablemente vulnerable al bloqueo económico y a la subversión capitalista. Las “rígidas restricciones del mercado mundial” son invocadas sin tener absolutamente en cuenta cuál sería el impacto preciso que tendrían sobre el naciente Estado soviético. En segundo lugar, Trotsky parece sostener que la URSS era militarmente indefensa y se derrumbaría ante una invasión externa a menos que las revoluciones europeas acudieran en su ayuda. Es evidente que ninguno de estos argumentos se justificaba en su momento y que ambos fueron desmentidos por los hechos. El comercio exterior soviético fue el motor del desarrollo económico; no un factor de regresión y capitulación sino un factor de progreso en la rápida acumulación de las décadas de los años '20 y '30.
Puede argüirse que Stalin, al descartar la posibilidad de revoluciones europeas exitosas, contribuyó efectivamente a su eventual derrota, acusación ésta que se le ha hecho a menudo a propósito de su política hacia Alemania y España. Había, por cierto un elemento de satisfacción de las propias necesidades en la predicción del socialismo en un solo país. Sin embargo, dado este juicio crítico -que es precisamente que la política de Stalin representó una falsificación de la estrategia de Lenin- la superioridad de la perspectiva de Stalin sobre la de Trotsky es innegable. En ello radicó la definitiva e inconmovible fortaleza de Stalin en la década de los años ‘20.
¿Cuál fue, en cambio, la concepción estratégica de Trotsky? ¿Qué quería decir con “revolución permanente”? En su folleto de 1928, así titulado, incluía tres nociones totalmente separadas dentro de la misma fórmula: la continuidad inmediata entre las etapas democrática y socialista de la revolución en cualquier país ; la transformación permanente de la revolución socialista misma, una vez victoriosa, y la inevitable vinculación del destino de la revolución en cualquier país con el de la revolución mundial en todas partes. La primera habría de implicar una generalización de su punto de vista sobre la Revolución de Octubre y que ahora se proclama como una ley en todos los países coloniales. La segunda era trivial e indiscutible: a nadie se le ocurría negar que el Estado soviético sufriría cambios incesantemente. La idea decisiva era la tercera: que la supervivencia de la revolución soviética dependía de la victoria de las revoluciones en el extranjero . Los argumentos de Trotsky para esta afirmación, base sobre la cual descansaba toda su posición política, eran asombrosamente débiles.
Propone, en efecto, sólo dos razones por las cuales el socialismo en un solo país no era practicable. Ambas son extremadamente vagas: parecen afirmar que la inserción de Rusia en la economía mundial la tornaría inevitablemente vulnerable al bloqueo económico y a la subversión capitalista. Las “rígidas restricciones del mercado mundial” son invocadas sin tener absolutamente en cuenta cuál sería el impacto preciso que tendrían sobre el naciente Estado soviético. En segundo lugar, Trotsky parece sostener que la URSS era militarmente indefensa y se derrumbaría ante una invasión externa a menos que las revoluciones europeas acudieran en su ayuda. Es evidente que ninguno de estos argumentos se justificaba en su momento y que ambos fueron desmentidos por los hechos. El comercio exterior soviético fue el motor del desarrollo económico; no un factor de regresión y capitulación sino un factor de progreso en la rápida acumulación de las décadas de los años '20 y '30.
Lo que es
importante aislar es el error teórico básico que subyacía bajo toda la idea de
la revolución permanente. Trotsky partió, una vez más, desde un esquema de la
fuerza social de las masas -la burguesía contra el proletariado en alianza con
el campesinado
pobre- en un solo país, hacia una universalización de esta ecuación a través de su
transposición directa en escala mundial, donde la burguesía “internacional” se enfrenta al proletariado “internacional”. La simple fórmula “revolución permanente” efectuaba este enorme salto. Lo único que se omitía era la institución política de la nación, es decir, toda la estructura formal de las relaciones internacionales y el sistema que las mismas constituyen. Una mera institución política -burguesa en este caso- se esfumaba como tantas otras fosforecencias ante la descomunal confrontación de clases dictada inexorablemente por las leyes sociológicas. El negarse a respetar la autonomía del nivel político, que había producido previamente un idealismo de acción de clase ajeno a toda organización partidista, producía ahora una coordinación global: “una estructura social universal, que se cierne por encima de sus manifestaciones en cualquier sistema internacional concreto”. El nivel intermedio -Partido o Nación- simplemente se omite en ambos casos.
Este idealismo no tiene nada que ver con el marxismo. La idea de “revolución permanente” no tenía un contenido auténtico. Era un concepto ideológico destinado a unificar problemas disímiles dentro de un mismo ámbito, al margen de una apreciación correcta de cada uno de ellos. La esperanza de que las revoluciones triunfantes fueran inminentes en Europa fue la consecuencia voluntarista de este monismo. Trotsky no fue capaz de comprender las diferencias fundamentales entre las estructuras sociales rusas y las de Europa occidental. Para él, el capitalismo era uno e indivisible y la agenda de la revolución era también una e indivisible, a ambos lados del Vístula. Este internacionalismo formal (que recuerda al de Rosa Luxemburgo) abolía de hecho las diferencias internacionales concretas entre los diversos países europeos. La instintiva desconfianza de Stalin hacia el proletariado de Europa occidental y su confianza en la individualidad rusa demostraban que tenía una conciencia más aguda -aunque estrecha y acrítica- de la naturaleza fragmentaria de Europa en los años veinte. Los hechos justificaron su creencia en la importancia permanente de la nación como unidad que demarcara una estructura social de otra. Las agendas políticas no eran intercambiables a través de las fronteras geográficas en la Europa de Versalles. La historia señalaba momentos diferentes en París, Roma, Londres y Moscú.
El segundo tema que dominaba los debates ideológicos de la década de los años ‘20 era la política económica de la propia Rusia. Lo esencial de la disputa era la política agraria. Lenin había trazado una línea estratégica general para el sector agrario de la Unión Soviética. Él consideraba la colectivización como una política necesaria a largo plazo, que sólo tenía sentido, sin embargo, si iba acompañada por la producción de maquinaria agrícola moderna y por una revolución cultural en el campesinado. Pensaba que la competencia económica entre los sectores colectivo y privado era necesaria, no sólo para evitar el antagonismo del campesinado sino también para asegurar que la labranza colectiva fuese eficiente. Defendía la experimentación con diferentes formas de agricultura colectiva. Estos proyectos piloto eran, por supuesto, la antítesis de la colectivización estalinista, en la cual se establecían plazos para la colectivización de determinadas provincias y la “emulación socialista” estaba distribuida entre las organizaciones del Partido de las diferentes zonas para alcanzar sus metas antes que sus vecinos. Con la muerte de Lenin, sin embargo, se desintegró su estrategia dialéctica para polarizarse en extremos opuestos. Bujarin abogaba por una política ultraderechista, de enriquecimiento privado de los campesinos, a expensas de las ciudades. Preobrazhenski urgía la explotación del campesinado (en el sentido económico técnico) a fin de acumular un excedente con miras a la industrialización rápida.
Estas fórmulas violentamente contradictorias ocultaban una complementación necesaria, que los planes de Lenin proyectaban precisamente proteger. Porque mientras más pobre fuese el campesinado, tanto menor sería el excedente para su propio consumo y tanto menos “explotable” sería para la industrialización. La conciliación de Bujarin del campesinado con el proletariado y la contraposición de Preobrazhenski entre ambos eran, por igual, distorsiones de la política de Lenin, que pensaba colectivizar al campesinado pero no aplastarlo, no declararle la guerra. Ambos profesaban un marxismo vulgar que era endémico en muchos de los bolcheviques de la vieja guardia. Preobrazhenski insistía en que la acumulación originaria socialista era una férrea e inevitable ley de la sociedad soviética. Acusaba a Bujarin de lukacsismo cuando proclamaba que la política económica de la Unión Soviética estaba sujeta a la elaboración de decisiones políticas. Bujarin, por su parte, escribió por entonces en su “Manual de materialismo histórico” que el marxismo era comparable a las ciencias naturales porque era potencialmente capaz de predecir acontecimientos futuros con la precisión de la física. La enorme distancia que existe entre formulaciones de esta índole y el marxismo es evidente.
Dada esta desintegración del leninismo no hay duda, sin embargo, de que -tal como en la controversia acerca del socialismo en un solo país- un criterio era superior al otro. En este caso fueron, por supuesto, Preobrazhenski y Trotsky los que tuvieron razón al enfatizar la necesidad de contrarrestar la diferenciación social en el país y poner el excedente agrícola bajo control soviético. Preobrazhenski y Trotsky vieron la urgente necesidad de una industrialización rápida mucho antes y con más claridad que ningún otro miembro del partido. Ello constituyó su gran mérito histórico de aquellos años. Trotsky propuso la industrialización planificada y la acumulación socialista originaria ya en el 12º Congreso del Partido celebrado en 1923. La audaz previsión de su actitud contrasta con la adaptación de Bujarin a tendencias económicas retrógradas y con las vacilaciones de Stalin por aquellos años. La historia posterior de la Unión Soviética confirmó la relativa justicia de las medidas que él defendió entonces.
pobre- en un solo país, hacia una universalización de esta ecuación a través de su
transposición directa en escala mundial, donde la burguesía “internacional” se enfrenta al proletariado “internacional”. La simple fórmula “revolución permanente” efectuaba este enorme salto. Lo único que se omitía era la institución política de la nación, es decir, toda la estructura formal de las relaciones internacionales y el sistema que las mismas constituyen. Una mera institución política -burguesa en este caso- se esfumaba como tantas otras fosforecencias ante la descomunal confrontación de clases dictada inexorablemente por las leyes sociológicas. El negarse a respetar la autonomía del nivel político, que había producido previamente un idealismo de acción de clase ajeno a toda organización partidista, producía ahora una coordinación global: “una estructura social universal, que se cierne por encima de sus manifestaciones en cualquier sistema internacional concreto”. El nivel intermedio -Partido o Nación- simplemente se omite en ambos casos.
Este idealismo no tiene nada que ver con el marxismo. La idea de “revolución permanente” no tenía un contenido auténtico. Era un concepto ideológico destinado a unificar problemas disímiles dentro de un mismo ámbito, al margen de una apreciación correcta de cada uno de ellos. La esperanza de que las revoluciones triunfantes fueran inminentes en Europa fue la consecuencia voluntarista de este monismo. Trotsky no fue capaz de comprender las diferencias fundamentales entre las estructuras sociales rusas y las de Europa occidental. Para él, el capitalismo era uno e indivisible y la agenda de la revolución era también una e indivisible, a ambos lados del Vístula. Este internacionalismo formal (que recuerda al de Rosa Luxemburgo) abolía de hecho las diferencias internacionales concretas entre los diversos países europeos. La instintiva desconfianza de Stalin hacia el proletariado de Europa occidental y su confianza en la individualidad rusa demostraban que tenía una conciencia más aguda -aunque estrecha y acrítica- de la naturaleza fragmentaria de Europa en los años veinte. Los hechos justificaron su creencia en la importancia permanente de la nación como unidad que demarcara una estructura social de otra. Las agendas políticas no eran intercambiables a través de las fronteras geográficas en la Europa de Versalles. La historia señalaba momentos diferentes en París, Roma, Londres y Moscú.
El segundo tema que dominaba los debates ideológicos de la década de los años ‘20 era la política económica de la propia Rusia. Lo esencial de la disputa era la política agraria. Lenin había trazado una línea estratégica general para el sector agrario de la Unión Soviética. Él consideraba la colectivización como una política necesaria a largo plazo, que sólo tenía sentido, sin embargo, si iba acompañada por la producción de maquinaria agrícola moderna y por una revolución cultural en el campesinado. Pensaba que la competencia económica entre los sectores colectivo y privado era necesaria, no sólo para evitar el antagonismo del campesinado sino también para asegurar que la labranza colectiva fuese eficiente. Defendía la experimentación con diferentes formas de agricultura colectiva. Estos proyectos piloto eran, por supuesto, la antítesis de la colectivización estalinista, en la cual se establecían plazos para la colectivización de determinadas provincias y la “emulación socialista” estaba distribuida entre las organizaciones del Partido de las diferentes zonas para alcanzar sus metas antes que sus vecinos. Con la muerte de Lenin, sin embargo, se desintegró su estrategia dialéctica para polarizarse en extremos opuestos. Bujarin abogaba por una política ultraderechista, de enriquecimiento privado de los campesinos, a expensas de las ciudades. Preobrazhenski urgía la explotación del campesinado (en el sentido económico técnico) a fin de acumular un excedente con miras a la industrialización rápida.
Estas fórmulas violentamente contradictorias ocultaban una complementación necesaria, que los planes de Lenin proyectaban precisamente proteger. Porque mientras más pobre fuese el campesinado, tanto menor sería el excedente para su propio consumo y tanto menos “explotable” sería para la industrialización. La conciliación de Bujarin del campesinado con el proletariado y la contraposición de Preobrazhenski entre ambos eran, por igual, distorsiones de la política de Lenin, que pensaba colectivizar al campesinado pero no aplastarlo, no declararle la guerra. Ambos profesaban un marxismo vulgar que era endémico en muchos de los bolcheviques de la vieja guardia. Preobrazhenski insistía en que la acumulación originaria socialista era una férrea e inevitable ley de la sociedad soviética. Acusaba a Bujarin de lukacsismo cuando proclamaba que la política económica de la Unión Soviética estaba sujeta a la elaboración de decisiones políticas. Bujarin, por su parte, escribió por entonces en su “Manual de materialismo histórico” que el marxismo era comparable a las ciencias naturales porque era potencialmente capaz de predecir acontecimientos futuros con la precisión de la física. La enorme distancia que existe entre formulaciones de esta índole y el marxismo es evidente.
Dada esta desintegración del leninismo no hay duda, sin embargo, de que -tal como en la controversia acerca del socialismo en un solo país- un criterio era superior al otro. En este caso fueron, por supuesto, Preobrazhenski y Trotsky los que tuvieron razón al enfatizar la necesidad de contrarrestar la diferenciación social en el país y poner el excedente agrícola bajo control soviético. Preobrazhenski y Trotsky vieron la urgente necesidad de una industrialización rápida mucho antes y con más claridad que ningún otro miembro del partido. Ello constituyó su gran mérito histórico de aquellos años. Trotsky propuso la industrialización planificada y la acumulación socialista originaria ya en el 12º Congreso del Partido celebrado en 1923. La audaz previsión de su actitud contrasta con la adaptación de Bujarin a tendencias económicas retrógradas y con las vacilaciones de Stalin por aquellos años. La historia posterior de la Unión Soviética confirmó la relativa justicia de las medidas que él defendió entonces.
¿Cuál es la relación que existe entre sus méritos en el debate económico y sus errores en el debate acerca del socialismo en un solo país? ¿Se trata sólo de una relación contingente? La respuesta parece ser que mientras el debate sobre el socialismo en un solo país tenía que ver con las coyunturas políticas internacionales de la revolución, el debate económico se vinculaba a las opciones administrativas del Estado soviético. En esta ocasión Trotsky demostró sus dotes de administrador, que Lenin ya había advertido, y su especial sensibilidad hacia el Estado. Su lucidez en el debate económico estaba, entonces, en consonancia con el alcance general de su marxismo: tuvo plena conciencia de la aptitud económica del Estado soviético, en un momento en que los otros bolcheviques se encontraban meramente preocupados con los problemas cotidianos de la Nueva Política Económica.
No obstante, una estrategia económica para la URSS exigía algo más que una decisión administrativa por parte del Estado soviético. Su ejecución requería un adecuado plan de acción político del Partido hacia las diferentes clases sociales: lo que después Mao llamaría, sugestivamente, “manejo de las contradicciones en el seno del pueblo”. Trotsky no pudo ofrecer en este caso un punto de vista coherente. Su falta de comprensión de los problemas del Partido hizo que ello fuera prácticamente inevitable. El resultado fue que la ejecución efectiva de sus planes fue dispuesta y desnaturalizada por Stalin. Después de derrotar a Trotsky y a la izquierda, Stalin se volvió contra la derecha y puso en práctica la política económica de la oposición. Pero lo hizo con tal torpeza y violencia que precipitó una crisis agraria permanente, a pesar de los enormes logros de los Planes Quinquenales.
Trotsky no se había enfrentado nunca concretamente al problema de la implementación política de sus planes económicos. Stalin resolvió el problema dándole una respuesta política concreta: la catástrofe de la colectivización forzosa. Trotsky, por supuesto, retrocedió horrorizado ante las campañas de colectivización y denunció a Stalin por llevar a cabo sus planes de manera totalmente opuesta a la concepción que él tenía de los mismos. Sin embargo, la semejanza era innegable. Más tarde, Stalin parece haber tenido muy seriamente en cuenta las constantes advertencias de Trotsky acerca del peligro de una restauración burguesa basada en el campesinado o de un golpe militar burocrático. Las medidas que adoptó para combatir estos peligros fueron campañas de asesinatos. Parecía en aquel momento que Stalin hiciera frente a Trotsky como Smerdiakov a Iván Karamazov, no precisamente en el sentido de que desnaturalizase la inspiración original al ponerla en práctica, sino en que la propia inspiración tenía fallas originales que hacían esto posible.
El hecho es que, en la década de los años ‘20, el leninismo desapareció con Lenin. De allí en adelante el Partido Bolchevique fue constantemente arrastrado de un extremo a otro por la lógica de los hechos, de suerte que, para manejarla, ningún líder o grupo tuvo la comprensión teórica necesaria. Una vez desintegrada la estrategia dialéctica de Lenin, las líneas políticas de la izquierda y de la derecha se separaron de ella pero siguieron combinándose constantemente por las necesidades de la historia misma. Así, el socialismo en un solo país fue llevado a cabo, finalmente, con el programa económico de la oposición de izquierdas. Pero como éste no era más que una combinación de los planes de la izquierda y la derecha, y no una unidad dialéctica de estrategia, el resultado fue el crudo pragmatismo de Stalin y los innumerables y costosos zigzags de su política interior y exterior. La historia de la Comintern está particularmente colmada de estos cambios violentos, en los cuales las nuevas torpezas se agregaban simplemente a las torpezas anteriores, en un esfuerzo por superarlas. El partido se abrió paso a través de estos años valiéndose del elemental pragmatismo político de Stalin y de su habilidad para adaptarse y desviarse cuando las circunstancias cambiaban, o algo después. El hecho de que este pragmatismo triunfase no hace más que destacar cuán violenta fue la caída del marxismo bolchevique después de la desaparición de Lenin.
Trotsky había comenzado su vida política como francotirador, fuera de los destacamentos organizados del movimiento revolucionario. Durante la revolución, surgió como el gran tribuno popular y organizador militar. En la década de los años veinte fue el dirigente fracasado de la oposición en Rusia. Después de su derrota y su exilio, se convirtió en un mito. El último período de su vida estuvo dominado por su simbólica relación con el gran drama de la década anterior, que para él se había convertido en un trágico destino. Sus actividades se tornaron sumamente insignificantes. Era completamente ineficaz: dirigente de un imaginario movimiento político, indefenso mientras sus allegados eran exterminados por Stalin, detenido en dondequiera que se encontrase. Su principal función objetiva durante estos lamentables años consistió en proporcionar el centro negativo imaginario que Stalin necesitaba en Rusia. Cuando ya no existía oposición alguna en el seno del Partido Bolchevique, después de las purgas de Stalin, Trotsky continuaba publicando su “Boletín de la Oposición”. Fue el principal acusado en los procesos de Moscú. Stalin instaló su férrea dictadura movilizando el aparato del Partido contra la amenaza “trotskista”. El mito de su nombre era tal que las burguesías de Europa occidental estaban constantemente temerosas de él.
Esta etapa de la vida de Trotsky puede ser discutida a dos niveles. Sus esfuerzos por forjar organizaciones políticas estaban destinados al fracaso. Su desconocimiento de las estructuras socio-políticas de Occidente lo llevaron a creer que la experiencia rusa de la primera década del siglo XX podría ser reproducida en Europa occidental y en los Estados Unidos en la década del ‘30. Este error estaba vinculado, desde luego, a su paralela falta de comprensión de la naturaleza de un partido revolucionario. En su vejez, Trotsky llegó a pensar que su gran error había sido subestimar la importancia del Partido, que Lenin había advertido. Pero él no había aprendido de Lenin. Una vez más, su tentativa de reproducir la construcción del partido de Lenin condujo meramente a una caricatura de éste.
Fue una imitación externa de sus formas organizativas, sin comprensión alguna de su naturaleza intrínseca. Inseguro acerca del carácter de las nuevas sociedades en que se encontró, y desconocedor de la relación necesaria entre partido y sociedad, según teorizó Lenin, sus aventuras organizativas cayeron en un voluntarismo fútil. Por una suprema ironía, al final de su vida se encontró con frecuencia precisamente entre aquellos intelectuales de salón, antítesis del revolucionario leninista, que siempre había detestado y despreciado. Porque muchos de ellos fueron reclutas de su causa, especialmente en los Estados Unidos: los Burnham, Schachtman y otros. Fue verdaderamente patético que Trotsky haya entrado en debates serios con seres como Burnham. Hasta su vinculación con ellos constituía una evidencia palpable de hasta qué punto se encontraba perdido y desorientado dentro del contexto extraño de Occidente.
Los escritos de Trotsky en el exilio tienen naturalmente más importancia que sus desafortunadas aventuras. No agregan nada fundamental a la constelación teórica ya descrita, pero confirman la estatura de Trotsky como pensador revolucionario clásico, atascado en una insuperable dificultad histórica. Su característica intuición de la fuerza social de las masas es la que -a pesar de su vaguedad- da mérito a sus últimos escritos. Tal como se ha señalado con frecuencia, la “Historia de la Revolución Rusa” es sobre todo un brillante estudio de la psicología de las masas y su opuesto complementario, el bosquejo individual. No es tanto una explicación del papel del Partido Bolchevique en la revolución como una epopeya de las multitudes que dicho partido condujo a la victoria. El sociologismo de Trotsky encuentra aquí su más auténtica y poderosa expresión. El idealismo que necesariamente entraña produce una visión de la revolución que rechaza explícitamente la permanente importancia de las variables políticas o económicas. La psicología de la clase, combinación perfecta de los dos miembros del permanente binomio -fuerzas sociales e ideas- se convierte en la instancia determinante de la revolución. Los ensayos de Trotsky sobre el fascismo alemán son una verdadera patología de la naturaleza de clase de la pequeña burguesía desposeída y sus paranoias. Estos ensayos, con su tremendo presagio, se destacan como los únicos escritos marxistas de estos años que predicen las consecuencias catastróficas del nazismo y lo desatinado de las medidas políticas tomadas por la Comintern.
La obra posterior de Trotsky sobre la Unión Soviética fue más seria que lo que el demagógico título bajo el cual se la publicó parecía indicar: “La revolución traicionada”. En ella, el sociologismo sustentado durante toda su vida constituyó un acierto. En la lucha política práctica, antes y después de la Revolución, su subestimación de la eficacia específica de las instituciones políticas le llevaría de error en error. Pero cuando finalmente trató de enfrentar el problema de la naturaleza de la sociedad soviética bajo el régimen de Stalin, esta subestimación lo salvó del escollo de juzgar a Rusia según los cánones de lo que después se convertiría en ”kremlinología”. Cuando muchos de sus partidarios fabricaban a su antojo nuevas clases dominantes y restauraciones capitalistas en la Unión Soviética, Trotsky recalcó, por el contrario, en su análisis del Estado soviético y el aparato del Partido que éste no era una clase social.
Tal fue el marxismo de Trotsky. Él constituye una unidad característica y consecuente, desde su juventud hasta su vejez. En la actualidad, Trotsky debiera ser estudiado junto con Plejanov, Kautsky, Luxemburgo, Bujarin y Stalin, porque la historia del marxismo no ha sido reconstruida nunca en Occidente. Sólo entonces será asequible la estatura de Lenin, el único gran marxista de aquella época.