Miklós Krassó: La falta de precisión científica
Miklós
Krassó (1930-1986) fue un filósofo y politólogo nacido en Budapest, Hungría, que ingresó en
el Partido Comunista a los quince años. Discípulo del filósofo György Lukacs,
participó activamente en octubre de 1956 en el levantamiento popular húngaro
contra el intervencionismo soviético. En noviembre de ese año huyó a Viena y
más tarde se estableció en Inglaterra, donde disfrutó de una beca en Oxford y
fue profesor de la University of London. Sus
estudios sobre estética literaria y filosofía marxista fueron publicados en las
revistas “Társadalmi Szemle” y “Forum”, y en el periódico “Szabad Nép”. Desde 1965 y hasta su fallecimiento se
mantuvo vinculado al grupo de la revista londinense “New Left Review”. Es
recordado sobre todo por la discusión filosófica e ideológica que inició en
1967 sobre el marxismo de Trotsky, y que se difundió ampliamente en varios
idiomas. Sobre este tema publicó en dicha revista (en su nº 13, en febrero de
1968) su famoso artículo “Trotsky’s marxism” (Crítica del marxismo de Trotsky),
cuya primera parte se reproduce a renglón seguido.
Durante
muchos años, Trotsky constituyó un tema que un marxista no podía abordar. La
lucha que tuvo lugar dentro del Partido Bolchevique en la década de los años ‘20
produjo una polarización tan violenta de su imagen dentro del movimiento obrero
internacional que cesó toda discusión racional acerca de su persona y de sus
obras. El anatema pronunciado contra él por Stalin convirtió a su nombre en
sinónimo de traición para millones de militantes de todo el mundo. Pero al
mismo tiempo una minoría consagrada y selecta veneraba su memoria y creía que
su pensamiento era el “leninismo de nuestro tiempo”. Y aún hoy, años después de
su muerte y de la de Stalin, pesa todavía un tabú sobre toda discusión acerca
de Trotsky dentro del movimiento comunista. Aún persisten las actitudes mágicas
hacia su figura, lo cual constituye un sorprendente anacronismo en el mundo
actual. ¿Cómo debemos juzgar a Trotsky como marxista? Esto significa compararlo
con Lenin (más bien que con Stalin) y tratar de descubrir cuál es la unidad
específica que existe entre sus escritos teóricos y su actuación política.
Antes de la Revolución de Octubre, Trotsky no fue miembro disciplinado de ninguna facción del Partido Socialdemócrata Ruso, bolchevique o menchevique. Este hecho puede explicarse en parte por los desacuerdos políticos producidos, en diferentes coyunturas, con los bolcheviques y los mencheviques, pero es indudable que reflejó también una opción teórica más profunda, que rigió sus actos en este período. Uno de sus primeros escritos conocidos fue un ensayo sobre la organización del partido, escrito en Siberia. En este trabajo, Trotsky abogaba por un despiadado control disciplinario, ejercido por un fuerte Comité Central: “El Comité Central suspenderá sus relaciones con la organización indisciplinada y por consiguiente aislará a esa organización del resto del mundo revolucionario”. Consecuente con este criterio, Trotsky, al dejar Rusia en 1902, habría abogado inicialmente por un sistema disciplinario férreo, en la disputa suscitada entre “Iskra” y los economistas en el Tercer Congreso del POSDR, realizado en Bruselas en julio de 1903. Los estatutos del partido, sostenía Trotsky, deben expresar “la desconfianza organizada de la dirección” hacia los miembros, desconfianza ejercida por medio de un control vigilante y vertical sobre el partido. El espíritu de esta formulación es visiblemente diferente de lo que puede encontrarse en “¿Qué hacer?”. En esta etapa, Trotsky, recién salido de su exilio y nuevo para el movimiento revolucionario nacional, era conocido como ”el garrote de Lenin”, pero si comparamos los escritos de ambos en este periodo, se hace evidente que la etapa ”proto-bolchevique” de Trotsky se limitó a reproducir los aspectos exteriores y formales de la teoría de la organización del partido de Lenin, sin su contenido sociológico, caricaturizándola, por lo tanto, como una jerarquía de mando militarizada, concepción ésta totalmente ajena al pensamiento de Lenin.
Dado que no se basaba en una teoría orgánica del partido revolucionario, nada hay de sorprendente en el hecho de que Trotsky, en el mismo Congreso, se deslizara súbitamente hacia el extremo opuesto, llegando a denunciar a Lenin como “desorganizador del partido” y arquitecto de un plan para convertir al POSDR en una cuadrilla de conspiradores más que en el partido de la clase obrera rusa. Así, hacia fines de 1903, “el garrote de Lenin” se convirtió en miembro fundador del menchevismo. En abril de 1904, Trotsky publicó en Ginebra “Nuestras tareas políticas”, ensayo dedicado al menchevique Axelrod. En este trabajo, rechazaba frontalmente toda la teoría de Lenin acerca del partido revolucionario, negando explícitamente la tesis fundamental de Lenin: que el socialismo como teoría debía ser llevado a la clase obrera desde el exterior, a través de un partido que incluyera a la intelectualidad revolucionaria. Trotsky atacó esta teoría llamándola “sustituismo” y la denunció enérgicamente: “Los métodos de Lenin conducen a esto: la organización del partido sustituye al partido en general, a continuación el Comité Central sustituye a la organización y, finalmente, un solo ‘dictador’ sustituye al Comité Central”. Llegó también a denunciar a Lenin por su “suspicacia maliciosa y moralmente repugnante”.
Antes de la Revolución de Octubre, Trotsky no fue miembro disciplinado de ninguna facción del Partido Socialdemócrata Ruso, bolchevique o menchevique. Este hecho puede explicarse en parte por los desacuerdos políticos producidos, en diferentes coyunturas, con los bolcheviques y los mencheviques, pero es indudable que reflejó también una opción teórica más profunda, que rigió sus actos en este período. Uno de sus primeros escritos conocidos fue un ensayo sobre la organización del partido, escrito en Siberia. En este trabajo, Trotsky abogaba por un despiadado control disciplinario, ejercido por un fuerte Comité Central: “El Comité Central suspenderá sus relaciones con la organización indisciplinada y por consiguiente aislará a esa organización del resto del mundo revolucionario”. Consecuente con este criterio, Trotsky, al dejar Rusia en 1902, habría abogado inicialmente por un sistema disciplinario férreo, en la disputa suscitada entre “Iskra” y los economistas en el Tercer Congreso del POSDR, realizado en Bruselas en julio de 1903. Los estatutos del partido, sostenía Trotsky, deben expresar “la desconfianza organizada de la dirección” hacia los miembros, desconfianza ejercida por medio de un control vigilante y vertical sobre el partido. El espíritu de esta formulación es visiblemente diferente de lo que puede encontrarse en “¿Qué hacer?”. En esta etapa, Trotsky, recién salido de su exilio y nuevo para el movimiento revolucionario nacional, era conocido como ”el garrote de Lenin”, pero si comparamos los escritos de ambos en este periodo, se hace evidente que la etapa ”proto-bolchevique” de Trotsky se limitó a reproducir los aspectos exteriores y formales de la teoría de la organización del partido de Lenin, sin su contenido sociológico, caricaturizándola, por lo tanto, como una jerarquía de mando militarizada, concepción ésta totalmente ajena al pensamiento de Lenin.
Dado que no se basaba en una teoría orgánica del partido revolucionario, nada hay de sorprendente en el hecho de que Trotsky, en el mismo Congreso, se deslizara súbitamente hacia el extremo opuesto, llegando a denunciar a Lenin como “desorganizador del partido” y arquitecto de un plan para convertir al POSDR en una cuadrilla de conspiradores más que en el partido de la clase obrera rusa. Así, hacia fines de 1903, “el garrote de Lenin” se convirtió en miembro fundador del menchevismo. En abril de 1904, Trotsky publicó en Ginebra “Nuestras tareas políticas”, ensayo dedicado al menchevique Axelrod. En este trabajo, rechazaba frontalmente toda la teoría de Lenin acerca del partido revolucionario, negando explícitamente la tesis fundamental de Lenin: que el socialismo como teoría debía ser llevado a la clase obrera desde el exterior, a través de un partido que incluyera a la intelectualidad revolucionaria. Trotsky atacó esta teoría llamándola “sustituismo” y la denunció enérgicamente: “Los métodos de Lenin conducen a esto: la organización del partido sustituye al partido en general, a continuación el Comité Central sustituye a la organización y, finalmente, un solo ‘dictador’ sustituye al Comité Central”. Llegó también a denunciar a Lenin por su “suspicacia maliciosa y moralmente repugnante”.
Su propio modelo del Partido Socialdemócrata fue tomado del partido alemán e implicaba un partido coexistente con la clase obrera. La crítica que -desde una perspectiva marxista- resulta obvio hacer a semejante formulación, es que los verdaderos problemas de la teoría revolucionaria y las relaciones entre partido y clase no pueden ser examinados científicamente con el concepto de “sustitución” y su opuesto implícito, “identidad”. Partido y clase pertenecen a diferentes niveles de la estructura social y la relación entre ellos es siempre de articulación. No es posible entre ellos cambio alguno (sustitución), de la misma manera que tampoco es posible una identidad, porque partido y clase son necesariamente instancias diferentes de un conjunto social estratificado y no expresiones comparables o equivalentes de un nivel dado del mismo. Los conceptos especulativos de “sustitución” o “identidad” impiden, desde el principio, toda comprensión correcta de la naturaleza específica de la acción del partido revolucionario sobre la clase obrera (y dentro de ella), tal como lo teorizó Lenin. Estos conceptos implican una radical imposibilidad de comprender el papel inevitablemente autónomo de las instituciones políticas en general y del partido revolucionario en particular, autónomo en relación a las fuerzas de las masas dentro de una formación social que está determinada, en última instancia, desde luego, por la economía.
Su fracaso en captar la especificidad de las organizaciones políticas y el papel del partido revolucionario -en otras palabras, la carencia de una teoría del partido- explica los súbitos y arbitrarios cambios de actitud de Trotsky hacia la organización del partido en aquellos años. Estos cambios tenían un significado meramente psicológico, eran expresiones de una ambivalencia entre las actitudes “autoritarias” y las “libertarias” (reproducidas más tarde en los súbitos cambios desde sus actitudes hacia el comunismo de guerra hasta el papel que desempeñó en el ataque a la “burocracia”) cuya oposición abstracta indicaba un problema pre-marxista. No expresaban una verdadera posición teórica y, además, revelaban una ausencia, una zona vacía en el pensamiento de Trotsky. No obstante, esta ausencia estaba unida a una intuición particularmente intensa de las fuerzas sociales de las masas como tales. Hacia fines de 1904, Trotsky se separó de la facción menchevique y se asoció intelectualmente con Parvus, un emigrado ruso perteneciente al partido socialdemócrata alemán. Ello confirmó rápidamente la extrema inestabilidad de sus vinculaciones con toda agrupación organizativa. Fue sin embargo esta posición inestable la que, paradójicamente, posibilitó su meteórico ascenso en la Revolución de 1905, erupción espontánea sobre la cual ninguna organización revolucionaria tuvo tiempo de lograr un control efectivo antes de que perdiera su oportunidad y fuera derrotada. La revolución tomó por sorpresa tanto a los bolcheviques como a los mencheviques, y sus dirigentes llegaron a Rusia con cierto retraso. Trotsky, que estaba en San Petersburgo desde el comienzo, se adaptó mucho más rápidamente a la insurrección popular de octubre (que no había sido estructurada según la orientación política de partido alguno) y no tardó en asumir la dirección del Soviet de San Petersburgo. Precisamente con este éxito encarnó la inmadurez del movimiento. Por supuesto, esta falta de madurez produjo, cinco meses después, la rápida y decisiva derrota de la revolución, que fue, por así decirlo, el funeral de la espontaneidad en la historia del movimiento de la clase obrera rusa.
Sin embargo, esta experiencia sirvió de base a Trotsky para redactar el primero y más importante de todos sus trabajos: “Balance y perspectivas”, escrito en 1906 en la cárcel. Este trabajo contiene todos los elementos de los puntos de vista que él expondrá más tarde en un folleto polémico de 1928, “La revolución permanente”, pero es también mucho más que eso. Se trata, indiscutiblemente, de una brillante prefiguración de las principales características clasistas de la Revolución de Octubre de 1917. “En un país económicamente atrasado, el proletariado puede tomar el poder antes que en un país donde el capitalismo está desarrollado... La Revolución Rusa produce condiciones en las que el poder puede pasar a las manos del proletariado antes de que los políticos del liberalismo burgués tengan la oportunidad de mostrar plenamente su genio de estadistas. El proletariado en el poder aparecerá ante el campesinado como su libertador”. Trotsky predijo -correctamente- que la atomización del campesinado y la debilidad de la burguesía en Rusia harían posible la toma del poder por parte de la clase obrera, a pesar de que ésta era todavía una minoría en la nación. Una vez en el poder, tendría que ganar a toda costa el apoyo del campesinado y se vería obligada a pasar sin transición de las medidas “democráticas” a las “socialistas”. Trotsky llamó a este proceso “revolución permanente”, designación inapropiada que indica la falta de precisión científica de que adolecían aún sus ideas más profundas. Al evocar la idea de una conflagración continua en todo tiempo y lugar -una suerte de carnaval metafísico de la insurrección- el término se prestaba a ser distorsionado en la polémica, tanto por los opositores de Trotsky como por sus partidarios.
Aún en aquel momento, el carácter romántico-idealista de la fórmula generaba inevitablemente errores críticos en los propios pensamientos de Trotsky. Sobre todo, esta fórmula confundía los dos problemas, completamente diferentes, del carácter de clase de la inminente Revolución Rusa (progresión ininterrumpida de las demandas democráticas a las socialistas) por una parte, y de la capacidad de esa revolución para mantenerse internacionalmente, por la otra. Porque en este ensayo Trotsky proclamaba, reiteradamente, la imposibilidad de que la revolución rusa pudiera resistir el asalto contrarrevolucionario sin la ayuda de revoluciones simultáneas en Europa occidental. La lógica de esta suposición derivaba del confuso verbalismo de la “revolución permanente”, fórmula que permitió a Trotsky pasar del carácter nacional de la revolución en Rusia a las condiciones internacionales de su supervivencia como si se tratara de otros tantos peldaños en una escalera que ascendiera “permanentemente”. La naturaleza ilegítima de este procedimiento es demasiado evidente y vició las tesis fundamentales de Trotsky. Ello no disminuye la magnitud de su acierto al predecir correctamente la naturaleza básica de la Revolución de Octubre once años antes de que ocurriera, cuando ningún otro dirigente ruso había rechazado las predicciones clásicas de Plejanov: simplemente, lo sitúa dentro de las coordenadas específicas del marxismo de Trotsky.
Es
necesario hacer aún otro comentario sobre este trabajo premonitorio. Hay en él
un evidente desconocimiento del problema del partido en sí. Por el contrario,
Trotsky demuestra poseer una gran conciencia del Estado como aparato
burocrático y militar. Trotsky incluye una extensa y gráfica relación del papel
histórico del Estado ruso en la formación de la sociedad rusa moderna. Trotsky
tomó gran parte de este análisis del historiador liberal Miliukov y de su socio
Parvus. Pero la elocuencia de esta digresión contrasta agudamente con su
paralelo silencio sobre el partido. Esta polaridad no era accidental y resurgió
en un contexto práctico crucial, en una fase posterior. Sin embargo, las
consecuencias inmediatas de esta crítica ausencia en el pensamiento de Trotsky
se evidenciaron concretamente después de su salida de la cárcel. Entre 1907 y
1914, la actuación política de Trotsky consistió en una serie de esfuerzos
intermitentes e infructuosos por unificar las facciones socialdemócratas
opuestas y con ese propósito formó el efímero Bloque de Agosto, agrupación
carente de principios. Tampoco desempeñó papel alguno en la decisiva tarea de construir
el Partido Bolchevique, que Lenin emprendiera por aquellos años. Por lo tanto,
no adquirió experiencia de la vida del Partido, a diferencia de sus
contemporáneos Stalin, Zinoviev y Bujarin, que sí acumularon esa experiencia
durante este período formativo.
Sería un
error, sin embargo, pensar que Trotsky no produjo escritos importantes en este
largo intervalo. Escribió un ensayo decisivo, que expresa con singular claridad
la médula de su pensamiento político. Se trata de “La intelectualidad y el socialismo”,
escrito en 1910. En este trabajo Trotsky demuestra una amarga hostilidad hacia
los intelectuales, dentro y fuera del movimiento socialista. Esta hostilidad
era una expresión de sus ideas acerca de la intelectualidad. Es evidente, a
través de sus escritos, que Trotsky veía a los intelectuales de una manera
totalmente pre-leninista, como individuos de origen burgués, preocupados por
las ”ideas” o la ”literatura” y esencialmente divorciados del proletariado y la
lucha política. En su obra, la imagen básica del intelectual es siempre la del
literato de salón. Ahora bien, esta imagen es precisamente la que fue cultivada
por la burguesía misma, que había separado el “arte” y el “pensamiento” de las
actividades “mundanas” (tales como la economía y la política) difundiendo el
ideal del intelectual como un individuo consagrado a la vaga y esotérica
búsqueda de ese arte y de ese pensamiento. Además, el anti-intelectualismo
vulgar de una clase obrera laborista u obrerista es un mero reflejo de esta
concepción burguesa: el término “intelectual” se convierte en una categoría
peyorativa, que designa a los diletantes, parásitos o renegados. Desde luego,
esta serie de concepciones nada tiene que ver con el marxismo, pero explica por
qué fue tan formal y externa la aparente aproximación de Trotsky a la posición
de Lenin sobre la organización del partido en 1903. Porque la teoría de Lenin
sobre la organización del partido en “¿Qué hacer?” era inseparable de su teoría
sobre la función y naturaleza de los intelectuales en un partido
revolucionario.
La esencia de esto era que los intelectuales de origen burgués son indispensables para la constitución de un partido revolucionario, porque sólo ellos capacitan a la clase obrera para dominar el socialismo científico; y el trabajo del partido revolucionario elimina la distinción entre intelectuales y trabajadores dentro de sus filas. Naturalmente, Gramsci desarrolló la teoría de Lenin en su famoso análisis del partido revolucionario como el “moderno Príncipe”, cuyos miembros se convierten en intelectuales de un tipo nuevo. Esta compleja concepción contrasta con la aceptación de Trotsky de las categorías tradicionales y los prejuicios que las acompañaban. Al escribir sobre los intelectuales, él pensaba en los esotéricos círculos literarios de Moscú a los cuales atacaría más tarde en “Literatura y revolución” y no en los nuevos intelectuales forjados en y por el Partido Bolchevique del cual eran miembros. En una palabra, Trotsky carecía de una teoría marxista sobre los intelectuales y su relación con el movimiento revolucionario, y por ello se quedó meramente en las actitudes. En su ensayo de 1910, afirma lisa y llanamente que, a medida que el movimiento socialista crece en Europa, son cada vez menos los intelectuales que se le unen. Esta ley es aplicable también a los estudiantes: “A lo largo de su historia los estudiantes de Europa han sido meramente el barómetro sensible de las clases burguesas”. El meollo de su análisis de la relación entre los intelectuales y la clase obrera es una abrumadora negación de lo anterior, lo cual demostró el alcance de su incapacidad de asimilar “¿Qué hacer?”.
La esencia de esto era que los intelectuales de origen burgués son indispensables para la constitución de un partido revolucionario, porque sólo ellos capacitan a la clase obrera para dominar el socialismo científico; y el trabajo del partido revolucionario elimina la distinción entre intelectuales y trabajadores dentro de sus filas. Naturalmente, Gramsci desarrolló la teoría de Lenin en su famoso análisis del partido revolucionario como el “moderno Príncipe”, cuyos miembros se convierten en intelectuales de un tipo nuevo. Esta compleja concepción contrasta con la aceptación de Trotsky de las categorías tradicionales y los prejuicios que las acompañaban. Al escribir sobre los intelectuales, él pensaba en los esotéricos círculos literarios de Moscú a los cuales atacaría más tarde en “Literatura y revolución” y no en los nuevos intelectuales forjados en y por el Partido Bolchevique del cual eran miembros. En una palabra, Trotsky carecía de una teoría marxista sobre los intelectuales y su relación con el movimiento revolucionario, y por ello se quedó meramente en las actitudes. En su ensayo de 1910, afirma lisa y llanamente que, a medida que el movimiento socialista crece en Europa, son cada vez menos los intelectuales que se le unen. Esta ley es aplicable también a los estudiantes: “A lo largo de su historia los estudiantes de Europa han sido meramente el barómetro sensible de las clases burguesas”. El meollo de su análisis de la relación entre los intelectuales y la clase obrera es una abrumadora negación de lo anterior, lo cual demostró el alcance de su incapacidad de asimilar “¿Qué hacer?”.
Dado este punto de vista general, resulta evidente el por qué su breve “centralismo” de 1903 fue mecánico y deleznable. Fue una parodia del leninismo, una imitación militarizada de su disciplina, sin su significado interno: la transformación de obreros e intelectuales en revolucionarios por medio de una acción política unificada. Una vez más, la falta de una teoría de las instancias o niveles diferenciados de la estructura social conduce a la idea de un intercambio horizontal entre intelectuales y clases, en el cual se hace posible una sustitución de unos por otros. Así, la única posibilidad de los intelectuales para ingresar a la política es, necesariamente, una usurpación, dado que sólo puede realizarse a expensas del proletariado. Falta, una vez más, la idea del partido como estructura autónoma que combina y transforma dos fenómenos diferentes: la intelectualidad y la clase obrera. Dentro de esta concepción, no tiene sentido hablar de “sustituir” un elemento por otro, ya que no son conmensurables para ser intercambiables. Son modificables, en una nueva acción política o sea, en un partido revolucionario.
Aún en 1915, sus escritos evidencian la creencia de que el partido era un epifenómeno arbitrario en la lucha de clases. Esta incomprensión del papel del partido leninista explica que Trotsky se abstuviera de toda participación en la crucial formación del Partido Bolchevique de 1907 en adelante. Él mismo caracterizó más tarde su actitud durante esta etapa, con gran honradez y exactitud: “Nunca me esforcé por crear un grupo sobre la base de las ideas de la revolución permanente. Mi postura interpartidista era conciliatoria, y cuando en ciertos momentos me esforcé por la formación de grupos, fue precisamente sobre esta base. Mi espíritu conciliador surgió de una especie de fatalismo socialrevolucionario. Yo creía que la lógica de la lucha de clases obligaría a ambas facciones a seguir la misma línea revolucionaria. La gran significación histórica de la política de Lenin era todavía confusa para mí en aquel entonces, su política de demarcación ideológica irreconciliable, y de división, cuando fuese necesario, con el propósito de unificar y templar el corazón del partido revolucionario, verdaderamente revolucionario. En todos los casos más importantes, cuando me puse en contradicción con Lenin, táctica y organizativamente, la razón estaba de su parte”.
Ahora es posible ubicar la desviación teórica específica que está latente en el pensamiento de Trotsky. Tradicionalmente, el marxismo ha estado constantemente sujeto a la deformación llamada economicismo. Ello consiste en reducir todos los otros niveles de una formación social al movimiento de la economía, que se convierte así en una “esencia” idealista, de la cual los grupos sociales, las instituciones políticas y los productos culturales son meras “manifestaciones”. Esta desviación, con todas sus consecuencias políticas prácticas, se difundió en la Segunda Internacional. Fue característica de la derecha, que predominaba en la Internacional. Lo que se ha advertido menos es que la izquierda de la Internacional exhibía a menudo una desviación análoga. Podemos llamar a esto, por razones de conveniencia, sociologismo. La lucha de clases se convierte en la “verdad” interna e inmediata de todo acontecimiento político y las fuerzas de las masas en los únicos agentes históricos. El economicismo conduce naturalmente a la pasividad y al taoísmo; el sociologismo, por el contrario, tiende a conducir hacia el voluntarismo.
Rosa Luxemburgo representa la lógica extrema de esta tendencia dentro de la Segunda Internacional, donde asume la forma de una explícita exaltación de la espontaneidad. Trotsky representa una variante diferente de esta corriente, pero el principio rector es semejante. Sus escritos presentan a las fuerzas de las masas dominando constantemente a la sociedad, sin organizaciones políticas o instituciones que intervengan como niveles permanentes y necesarios de la formación social. El marxismo de Lenin, por el contrario, se define por la noción de una totalidad compleja, en la cual todos los niveles -económico, social, político e ideológico- son siempre operativos, y hay entre ellos un intercambio del eje principal de las contradicciones. La extrapolación que hizo Trotsky de la fuerza de las masas, al aislarlas de esta compleja serie de niveles, constituyó el origen definitivo de sus errores teóricos, tanto antes como después de la Revolución.