22 de abril de 2008

Algunos apuntes sobre la Ley Seca

El 17 de enero de 1920, 122 mi­llones de norteamericanos despertaron con la sensación de que su país se había transformado en un árido desierto. En el inmen­so territorio de Estados Unidos ya no cabía ni siquiera el espejismo de un oasis. Había entrado en vigor la Ley Seca, y esa población -definitivamen­te sedienta- que ve­nía consumiendo unos 7.570 millones de litros de alcohol por año, no dudó en desafiar la Ley, aun con el riesgo de perder la vida bebiendo in­fectos licores fabricados en alambiques clandestinos. Todo servía para tratar de calmar ese ardor pertinaz que iban a sen­tir en la garganta durante trece años.
Para hacer aplicar las restricciones pre­vistas en la Enmienda 18 -un texto re­dactado por el desconocido congresista del Partido Republicano Andrew J. Volstead-, el gobierno fede­ral nombró 1.500 agentes. Sólo en la ciudad de Nueva York, la apli­cación estricta de la Ley Volstead "re­queriría 250.000 policías... más otros 200.000 agentes para controlar a los poli­cías", confesó con singular sinceridad el por entonces alcalde de la ciudad, Fiorello la Guardia (1882-1947).
Años más tarde, cuando la lucha con­tra la delincuencia empezó a tener características ridículas, las autoridades de Washington designaron 1.000 hombres suplementarios. Pero, aun así, esos 2.500 agentes federales eran impotentes para aplicar la Ley Seca.
Por un salario de 40 dólares semana­les (que posteriormente fueron aumentados a 50 y 60 dólares) esos pobres diablos tenían la misión de impedir la fabricación clandestina de alcohol dentro de los ­9.300.000 kilómetros cua­drados del territorio norteamericano y de evitar el contrabando en 20.000 kiló­metros de costas y otros 30.000 kilóme­tros de fronteras terrestres. La situación resultaba penosa para esos hombres, en­cargados de aplicar la Ley en un contexto paradójico: por primera vez en la histo­ria moderna, toda la población de un país protegía a la delincuencia organizada y hasta los políticos de entonces les daban a los gángsters el apoyo social con que contaban para desarrollar sus actividades.
De no haber sido por la Prohibición, el nombre de Andrew J. Volstead ja­más hubiera trascendido a los libros de historia. El padre de la Ley Seca -hijo de una familia de origen noruego- había nacido el 31 de octubre de 1860 en Goodhue County (Minnesota). Abogado de escaso bri­llo, en 1903 fue enviado al Congreso. Durante sus veinte años de actividad parlamentaria, pasó absolutamente inadvertido como un oscuro ocu­pante de los escaños del fondo que nunca hablaba y que jamás intervino en la preparación de las leyes.
En realidad, el texto de la Enmienda 18 a la Constitución fue redactado por el senador texano por el Partido Demócrata Morris Sheppard (1875-1941). Pero, como Volstead ocu­paba la presidencia de la comisión jurídica de la Cámara de Representantes, su nombre quedó asociado a la famosa ley votada el 18 de octubre de 1919, que entró en vigor el 17 de enero de 1920 y que fue abolida en 1933. Considerado como principal respon­sable de la Volstead Act (Enmienda Volstead), una ley que los norteamericanos consideraban como "el texto legal más aberrante de la historia de Estados Unidos», perdió su escaño en las elecciones de 1923. Murió olvidado en Minnesota, a los 87 años, el 20 de enero de 1947, cinco días antes que Al Capone (1899-1947).
Miles de empleados y funcionarios que perdieron sus traba­jos cuando comenzó la Gran Depresión -que coincidió con los tres últimos años de la Prohibición- pudieron sobrevivir gracias a los miserables dólares que ganaban con el contra­bando a pequeña escala de alcohol: entre 1930 y 1933, las actividades de este negocio totalizaban 10.000.000 de dólares por día. En su período de apogeo, Al Capone obte­nía un beneficio de 100.000.000 de dólares anuales con esas actividades.
Los agentes federales calcularon que los ingresos del sindi­cato del crimen en 1927 se desglosaban de la siguiente manera: contrabando de alcohol: 60 millones de dólares; juego clandestino: 25 millones de dólares; prostitución: 10 millones de dólares; protección: 10 millones de dólares, lo que arrojaba un total de 105 millones de dólares.
A pesar de su magnitud, esas cifras estaban muy probablemente por debajo de la realidad. Al Capone ganaba fortunas incalculables, pero -como cual­quier gran empresa- su corporación mafiosa tenía un gigan­tesco presupuesto de funcionamiento. Entre sus gastos fi­jos se destacaba uno muy singular: mantener un ejército de setecientos cincuenta matones, un centenar de vehículos, un arsenal de ar­mas y municiones, y un equipo de contables y abogados.
Además, Capone debía pagar grandes sumas para corromper a los policías y políticos de Chicago. Un periodista de la época opinó: "El pobre tipo puede considerarse feliz si con­sigue guardarse en el bolsillo 30 millones de dólares por año libres de impuestos". La mayoría de los historiadores coincide en estimar que, durante los diez años que reinó sobre el delito en Chicago, Capone ganó aproximadamente 1.000 millones de dólares.Contrariamente a la leyenda, la guerra de gángsters de Chicago no fue particularmente sangrienta: sólo provocó unos 700 muertos en 14 años. En el resto del país, la vio­lencia vinculada a la Prohibición dejó otras 1.500 víctimas. Más graves fueron los efectos "secundarios" de la Prohibición: en el mismo período, el consumo de bebidas adulteradas -fabricadas en la clandestinidad por alquimis­tas inexpertos- provocó 35.000 muertos y más de medio millón de inválidos (víctimas de demencia, ceguera, paráli­sis, epilepsia, etc.).