Roberto Arlt (1900-1942) fue el novelista y dramaturgo argentino, que abrió el camino a una nueva narrativa de tema urbano. Frecuentador desde pequeño de la biblioteca de su barrio, fue un voraz lector de libros de tendencia anarquista primero, y luego de los escritores rusos Máximo Gorki (1868-1936), Leon Tolstoi (1828-1910) y Fiodor Dostoievski (1821-1881).
En 1926 inició su trabajo de periodista, tarea con la que intentaría resolver sus problemas económicos y que le permitió relacionarse con los círculos literarios porteños. Como muchos de los escritores de la época, empezó como cronista de la sección policial en la redacción del diario "Crítica". Este diario había hecho de la crónica policial uno de sus aspectos principales para ganar lectores. Arlt jugó ese rol nuevo de periodista-detective y tuvo una actuación destacada.
En 1928 abandonó las crónicas violentas de la sección policial de "Crítica" y pasó a la redacción del diario "El Mundo", en donde comenzó a escribir la sección "Aguafuertes Porteñas"
(el 5 de agosto del mismo año). Era uno de los pocos periodistas que firmaba con su nombre la columna. Arlt dialogaba con sus lectores, contestaba sus cartas y era un interlocutor en sus comentarios de cada día. Se convirtió en una especie de fiscal popular; denunciaba, investigaba y daba sus opiniones en los debates de actualidad.
La agudeza y la imaginación de sus comentarios cotidianos lo hicieron en poco tiempo un periodista profesional de cotizada fama. Sus aguafuertes trataban los temas candentes de la situación social y política de la época. Se ocupaba de los problemas de la ciudad, del estado de las calles y de las zonas abandonadas por la administración política. Se divertía contando anécdotas de su amistad con rufianes, falsificadores y pistoleros, de las que saldrían muchos de sus personajes, y abordó también el lunfardo, hurgando en el origen de algunas palabras del léxico popular porteño.
Las Aguafuertes se convirtieron con el tiempo en uno de los clásicos de la literatura argentina. De una de ellas, reproducimos el siguiente fragmento escrito en 1933:
Ensalzaré con esmero al benemérito "fiacún". Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del "fiacún'" a establecer el origen de la "fiaca", y a dejar
determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros académicos
argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos setenta y un años después me levantarán una estatua.
No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez:
¡Hoy estoy con "fiaca"! De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca" expresa la intención de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error. Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o un burro con un caballo. Exactamente lo mismo.
Y sin embargo a primera vista parece que no. Pero es así. Si señores, es así. Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda. Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente
genovesa, es decir, una expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.
La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgarro físico originado por la falta de
alimentación momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años. Si, todas estas tentaciones son las que expresa la palabra
mencionada. Y algunas más.
Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la fiaca encima, tiene". Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara. En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión del almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos
oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la "bella Italia" y sus dependientes
eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios.
Lo mismo sucedió con la palabra "manyar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar la follia", o sea "darse cuenta". Curioso es el fenómeno, pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente: "hacer el rostro".
¿A qué no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rostro"? Pues hacer el rostro, en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el "rostro", es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pasado el peligro.
Volvamos con esmero al benemérito "fiacún". Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, de dos metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos. Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un "chico", algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándolos de la función. Bueno, estos grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con gesto huido, estos "largos" que se pasan la mañana sentados en una esquina o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular acierto el término.
Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza. Y hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de "squenún", sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda oficina pública y privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta: ¿Estás con "fiaca"?
Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la "fiaca" excluye toda premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el "fiacún" al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.