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Quienes no se identifican exclusivamente con los intereses del Occidente industrializado infieren entonces que el problema no consiste tanto en el exceso de población como en la distribución desigual de la riqueza. El producto bruto nacional de Estados Unidos es inmensamente mayor que el la de la gran mayoría de los países del Tercer Mundo. Por lo tanto, las masas del subdesarrollo serían hambreadas por la voracidad de una minoría dispuesta a diezmar el 80% de la raza humana, con tal de no ceder en sus niveles de consumo. Sin embargo, los argumentos que emplean los partidarios del control son también persuasivos. Existe una aceleración del crecimiento demográfico, determinada en medida considerable por los logros médicos en general, con lo cual prácticamente se duplicó la población de adolescentes y jóvenes, y se produjo una presión poblacional de magnitud enorme. En el mundo hay actualmente unos 6.500 millones de habitantes. Esta población está duplicándose cada 35 años. No es imposible que, mediante un enérgico esfuerzo tecnológico y de investigación, se puedan producir alimentos para esa masa humana. Pero en el 2035 ella sería de 12.000 millones, y en 2070 de 24.000 millones.
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De manera que ante este problema son dos las posiciones básicas: según una, la solución está en el desarrollo económico-social de los pueblos rezagados; para la segunda, en el control de la explosión demográfica, sea aplicando programas de educación y distribución de anticonceptivos, sea sufriendo guerras o la acción natural de las enfermedades y el hambre. Pero, a la luz de los argumentos esgrimidos, habría que admitir que la dificultad es doble. La explosión demográfica es tan real como el subdesarrollo y, aparentemente, una mejor distribución de la riqueza no haría más que posponer los grados más agudos de este proceso, que algún autor ha denominado "la crisis final del homo sapiens".
Ahora bien, un análisis del Centro para la Biología de los Sistemas Naturales en la Washington University (St. Louis, Missouri) propone que a esta hidra de dos cabezas se la puede domeñar con un bozal único. En él se dice que existe una relación entre la tasa de natalidad y el grado de bienestar, y que elevando el nivel de vida de los países superpoblados es posible resolver también el problema del crecimiento demográfico. En otras palabras, cuando se alcanza un cierto grado de bienestar, las tasas de natalidad descienden. El desarrollo es la solución, no porque permita alimentar a todas las bocas en proliferación irrestricta, sino porque lleva consigo, de modo natural, la motivación espontánea para limitar los nacimientos.
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El hecho de que la pobreza suele ser prolífica parece una perogrullada. Es una observación de orden común que las clases más desfavorecidas son las que más procrean. Se puede pensar que llevan una vida más primitiva; ante condiciones adversas o la muerte habitual de sus hijos, el impulso a engendrar podría ser un resorte biológico, instintivo. Sin embargo existe una explicación distinta. En 1954, un equipo de Harvard emprendió un estudio de campo sobre el control natal en la India. En un conjunto de aldeas se realizó una campaña educativa y se distribuyeron productos anticonceptivos, aparentemente bien recibidos por la población. Al cabo de una década, la tasa de natalidad apenas si disminuyó entre 1957 y 1968. Sin embargo, lo mismo ocurrió en aldeas libradas a su espontaneidad. Es decir que la campaña y los productos habrían tenido un efecto nulo.
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En este último nivel los hijos no son esenciales como pueden serlo en el nivel 1. Por lo tanto, las tasas de natalidad son mucho más sensibles a factores psicológicos y sociológicos: así se explica el actual estancamiento demográfico de los países ricos. También en el nivel 2 los valores culturales gravitan de modo ponderable; importa, por ejemplo, el mérito social que se atribuye a la paternidad, y el tope de las "expectativas de bienestar" que los padres consideran mínimas. Pero lo esencial de la tesis es que, en cuanto la pareja cuenta con recursos que excedan los imprescindibles para la subsistencia, aparece el control voluntario de los nacimientos, como medida para administrar y sacar partido de las posibilidades familiares.
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Sufrimos crisis financieras recurrentes y se mantiene presente el espectro de una recesión mundial. La globalización limita las posibilidades de desarrollo en los países que se encuentran en vías de crecimiento. El problema principal que plantea la globalización es el raudo desplazamiento de capitales atendiendo los beneficios de las tasas de interés o de las tasas cambiarias. Esas sumas se desplazan con volatilidad y no crean puestos de trabajo ni industrias que aumenten el mercado exportador o el de consumo interno.
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Eso es lo que ha producido desaceleraciones, recesiones y quebrantos en las estructuras bancarias. La economía mundial se une cada vez más. Las medidas de proteccionismo que rigieron hasta un pasado reciente son vistas como supervivencias de la era paleolítica. Los mercados comunes son más frecuentes. El carácter simbólico de la riqueza se ha multiplicado. Las transacciones electrónicas permiten transferir fortunas de unas manos a otras, por encima de las fronteras, sin que ninguno vea físicamente los caudales en juego. La llamada por los economistas marxistas "etapa monopólica del capital", ha entrado en una fase superior que propicia que las compañías medianas, y aun las pequeñas empresas, sean engullidas una tras otra por las grandes corporaciones internacionales.
Las trasnacionales se interesan en generar productos y en venderlos solamente donde se pueda adquirirlos. Esto quiere decir que las regiones ricas se harán cada vez más ricas y las pobres, cada vez más pobres. Los programas de beneficio social no interesan a los inversionistas internacionales. La justicia social no cotiza en las Bolsas de Valores. A largo plazo, la consecuencia de la destrucción de las economías más débiles llevará a anular la capacidad adquisitiva de los países no desarrollados. Una nación africana cuya población se duplica cada veinticinco años, con serias deficiencias médicas, educacionales y la ausencia de una planta productiva no resultará atractiva a los inversionistas porque no constituye un mercado promisorio.
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Ya hace algo más de 250 años que la Academia de Dijon (1754) lanzó una pregunta y ofreció un premio para quien lograra responderla de manera adecuada: ¿Cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres? ¿Es acaso la consecuencia de una ley natural? Jean Jacques Rousseau (1712-1778) se interesó por la cuestión y en respuesta escribió su obra "Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes" (Sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, 1755). Como Rousseau dejó apuntado, la desigualdad social y política no es natural, no deriva de la voluntad divina, ni tampoco es una consecuencia de la desigualdad natural entre los hombres. Por el contrario, su origen es el resultado de la propiedad privada, de la apropiación privada de la riqueza del mundo entero y de los beneficios privados derivados de esa apropiación. Desde ese momento, tratar de explicar el origen de la desigualdad social se ha convertido en una cuestión central para las ciencias sociales, y también desde ese momento la crítica a la sociedad burguesa apunta a señalar tanto la estructura de la desigualdad social como la de la falta de libertad -íntimamente conectada con la desigualdad- de una inmensa mayoría de personas en todo el mundo.
Ya es harto sabido que actualmente miles de millones de personas están condenadas a subsistir con menos de un dólar por día, y que la mitad de la población mundial vive con apenas 2 dólares diarios. También sabemos que la desigualdad mundial aumenta rápidamente, y que también crece la desigualdad entre "pobres" y "ricos" en el interior de los países. En los tiempos de Rousseau -según dicen los datos- la desigualdad económica entre las distintas regiones del mundo era menor. Desde 1800 la situación ha variado radicalmente. A partir del año 1900, aproximadamente, se ensanchó la diferencia entre el nivel de ingreso medio en los países ricos del "norte" y el de los países pobres del "sur", hasta llegar a una proporción de 1 a 4. Un siglo después –en la era de la globalización-, la proporción es de 1 a 30.
Los estudios científicos sobre la distribución de la riqueza y la pobreza son escasos. Los informes más actuales sobre la evolución de los ingresos datan de 1998. La medición de la desigualdad social mundial nunca ha sido un tema prioritario para el Banco Mundial y el FMI. Sí lo ha sido para las Naciones Unidas. En su informe sobre el Desarrollo Social Mundial de 2005, el Banco Mundial considera que la creciente desigualdad económica entre las distintas regiones del mundo y dentro de los mismos países, es una causa decisiva de la violencia y del peligro de guerra civil, y duda de que sea posible acercarse y menos aún alcanzar la meta para el milenio fijada por la Conferencia Mundial de Copenhague de 1995: reducir a la mitad la pobreza mundial.
Hace mucho que sabemos -por los estudios en los diferentes países- que por lo general la distribución de la riqueza es aún más desigual que la de los ingresos. Para tener un esquema acabado de la desigualdad económica real, es necesario analizar ambos parámetros. Los investigadores del WIDER (Instituto Mundial de Investigaciones de Economía del Desarrollo) de la ONU lo han hecho por primera vez. Gracias a su trabajo pionero, contamos finalmente con datos medianamente fiables sobre la relación entre ricos y pobres, y sobre la riqueza en el mundo de hoy. Se investigó la distribución global de la riqueza en la población adulta en función del ingreso familiar. El estudio llega hasta el año 2000; datos más recientes no están disponibles todavía. El WIDER sólo pudo contar con estadísticas completas para un número relativamente pequeño de 18 países. Para un buen número de otros países hubo que conformarse con datos de encuestas, los cuales, como es obvio, tienen un tremendo inconveniente: las deudas y el patrimonio financiero (particularmente inmobiliario) no se recogen por lo común de modo completo, o sólo a un nivel muy bajo. Eso se refleja en las estimaciones de los autores, que se vieron obligados a proyectar a 150 países los datos tomados de 38.
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Quien quiera pertenecer al club de los ricos de este mundo, debe disponer de una fortuna superior a los 500.000 dólares. Este grupo comprende en total unos 37 millones de adultos. Desde el año 2000, sin embargo, la suma mínima para ascender a esa categoría ha aumentado, según se estima, en un 32%. De allí se desprende que el 85% de la riqueza mundial pertenece 10% más elevado de la pirámide social. Para contarse en ese grupo del 10% de los elegidos, hay que poseer, en promedio, cuarenta veces más que el ciudadano promedio del mundo. En la mitad baja de esa pirámide, en cambio, la mitad de la población mundial adulta tiene que conformarse con el 1% de la riqueza mundial.
En Estados Unidos viven el 37% de los muy ricos; luego viene Japón, con un 27%. A Brasil, India, Rusia, Turquía y Argentina les corresponde, a cada uno, un escaso 1% del grupo de cabeza global; China tiene ya un 4.1% de los ciudadanos más ricos del mundo. Según el estudio del WIDER, en el año 2000 había ya 13.5 millones de personas que tenían más de un millón de dólares y habían exactamente 499 fortunas de más de mil millones de dólares. Hoy deben ser bastantes más.
De cualquier manera, todos estos datos son irrelevantes. Lo realmente preocupante es imaginar lo mal que deben dormir cada noche los integrantes del Grupo de los Ocho.