Al término de la Segunda Guerra Mundial, en julio de 1944, en la localidad de Breton Woods, New Hampshire, Estados Unidos, se celebró una conferencia con representantes de
veintiocho países, en la que se decidió la creación de dos instituciones crediticias: el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM). El convenio que decidió el inicio oficial de ambas se firmó el 27 de diciembre de 1945.
Después de algo más de medio siglo de actividad, desde amplios sectores de la comunidad académica, del periodismo, de los sectores políticos, de las organizaciones no gubernamentales y de grupos independientes se viene cuestionando al accionar de ambas instituciones a la luz de la situación de los países subdesarrollados que constituyen el ejemplo vivo del abismo que media entre los declamados buenos propósitos y la realidad.El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se esfuerzan por suavizar su imagen de crueles prestamistas. El capital siempre ha dedicado una parte de sus beneficios a pulir su imagen institucional, sabedor de que así obtendrá a la larga mayor provecho. No siempre tiene éxito y de ahí las manifestaciones populares que se producen con frecuencia en muchas partes del mundo.
Tres temas surgen con asiduidad: la posibilidad de que los países endeudados soliciten la cancelación de sus deudas (algo que ningún ciudadano puede hacer en sus relaciones domésticas con las entidades bancarias); la responsabilidad del mundo desarrollado en las sucesivas crisis del Tercer Mundo a causa de su deuda externa y, por último, la delimitación de las culpas entre los países prestamistas y los países endeudados.
En cuanto a la primera cuestión, está claro que los países -en general- no son los que se endeudan. Son sus dirigentes, casi siempre respaldados por las grandes potencias, quienes lo hacen. Dicho brevemente: la deuda de un país cualquiera puede corresponder a unas
doscientas personas (la familia del gobernante de turno, sus amigos y sus socios), y éstos no tienen derecho alguno a pedir que les sea condonada, cosa que, por supuesto, nunca hacen. Sus fortunas privadas, depositadas en bancos occidentales, bastarían y sobrarían para cancelar la deuda.
Según las normas del capitalismo, si con un préstamo bancario cualquier persona adquiere, por ejemplo, un lujoso automóvil y guarda lo que le sobra en Suiza, cuando le sea reclamada la devolución del préstamo no puede responder al banco diciéndole que lo vaya a cobrar a los habitantes de un pueblo perdido. Pero para la deuda de los países del Tercer Mundo la norma no parece tener aplicación. Quienes ejercen el poder en ellos y, vaya casualidad, casi siempre son los que concentran la mayor parte de la riqueza nacional, son más partidarios de aplicar otro principio: el de la socialización del riesgo y de los costos. El riesgo corre a cargo de los ciudadanos de los países ricos -que mediante sus impuestos financian las actividades financieras del FMI- y el costo se transfiere a las poblaciones empobrecidas de los países "beneficiados" con los créditos, que jamás vieron un solo dólar de las cantidades prestadas. El problema de la deuda desaparecería, pues, si se aplicase el principio capitalista de que los que solicitan el préstamo aceptasen la responsabilidad de su devolución y los prestamistas corriesen así con el riesgo consiguiente.
Respecto a la responsabilidad del mundo desarrollado en las crisis de la deuda, es evidente que se extiende a todos los ciudadanos de los países miembros, dado que en cualquier sociedad democrática, aquéllos tienen la posibilidad de influir en las políticas adoptadas por sus gobiernos. Ambas instituciones financieras embarcaron a los países del Tercer Mundo en una dinámica de préstamos encadenados totalmente irracional que sólo beneficiaba a las minorías dirigentes y cuando se produce una crisis en alguna entidad financiera, ayudan a sacarla a flote socializando los costos de la operación, que recaen invariablemente en toda la población.
La responsabilidad de los países endeudados es también muy grande, aunque hay que recordar que los gobiernos de tales países son simples clientes del mundo desarrollado. Llevan a cabo la triple función de abrir sus países a la rapiña extranjera, reprimir a la población mediante la violencia adecuada y enriquecerse personalmente mediante los beneficios que tácticamente les conceden los prestamistas que cierran los ojos ante la corrupción generalizada.
No basta, por tanto, con que el FMI y el BM, dando supuestas muestras de sensibilidad social, reconozcan ahora alguno de los errores del pasado y condonen las deudas de Benin, Bolivia, Burkina Faso, Etiopía, Ghana, Guyana, Honduras, Madagascar, Malí, Mauritania, Mozambique, Nicaragua, Níger, Rwanda, Senegal, Tanzania, Uganda y Zambia. Es preciso, además, que en las sociedades democráticas los pueblos que con sus votos pueden quitar y poner gobiernos obliguen a sus gobernantes a enfocar de un modo distinto estas cuestiones de las que depende a veces la supervivencia de muchos millones de seres humanos.Ahora, que sus recetas han probado ser un fracaso y que los pronósticos macroeconómicos de sus economistas no se cumplen, los directores de estas instituciones se reúnen para definir qué hacer con ellas, al tiempo que enfrentan graves problemas financieros luego de la cancelación de sus deudas de países como, por ejemplo, Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Indonesia, México, Rusia, Serbia, Tailandia, Uruguay y Venezuela. La actual crisis del FMI pone en evidencia, como nunca antes, que los planes de estabilización y los consiguientes créditos de asistencia estaban en función de la supervivencia de una burocracia nacional que favoreciera los negocios de los bancos y las compañías multinacionales. Al clausurarse la relación de supervisión a partir de préstamos condicionados, el Fondo se quedó sin los cuantiosos ingresos por intereses, lo que le provoca desequilibrios presupuestarios.
El desprestigio se viene desarrollando desde el mismísimo momento de la caída del Muro de Berlín y la aparición del capitalismo salvaje revanchista, a través de la puesta en marcha de la globalización neoliberal, que hace del mercado el único criterio en el cual basar las relaciones internacionales, y los ajustes internos en cada país. La base conceptual de esta globalización fue el llamado Consenso de Washington, en el cual el Ministerio de Hacienda de los Estados Unidos y los dos organismos de Bretton Woods pusieron en marcha una minuciosa revisión de las políticas monetarias y económicas internacionales, impulsando ajustes estructurales dirigidos a minimizar el papel del Estado, a reducir el déficit privatizando todo lo posible y reduciendo costos sociales no productivos como la enseñanza y la salud, y eliminando las tarifas aduaneras con la finalidad de abrir las puertas a las inversiones extranjeras y a la globalización de los mercados. Esta política -que se llevó adelante con un fervor ideológico y una uniformidad mecánica- hoy se reconoce como la causa principal de las periódicas crisis monetarias que sucedieron en distintos lugares del mundo. Mientras antes eran sólo las organizaciones no gubernamentales y algunas fuerzas de izquierda las que denunciaban los estragos causados por el Consenso de Washington, hoy las propias autoridades -tanto del Banco Mundial como del Fondo Monetario Internacional- reconocen sus errores. Tardíamente, el BM volvió a reconocer la importancia del Estado para el desarrollo nacional y a introducir mecanismos de apoyo social, en un cuadro de desequilibrios e injusticias sociales crecientes, que marcaron el giro político, por ejemplo, de América Latina. Pero la credibilidad de Bretton Woods ya está irremediablemente deteriorada. Ejemplo de ello es que, en medio de la feroz crisis que golpea al sistema financiero internacional, el "Wall Street Journal" lleva adelante una campaña aduciendo que con la globalización y la asunción del mercado como único parámetro de las relaciones internacionales, ya no hay necesidad de las instituciones nacidas en Breton Woods.
Por otro lado, la sociedad civil globalizada es también una realidad, aunque no logre una estructuración real que logre una relación directa con las instituciones políticas. El Foro Social Mundial es sólo el comienzo. Se calcula que en el mundo hay alrededor de 2 millones de ONGs, en las que participan más de un centenar de millones de ciudadanos. Es un mundo de idealismo y de compromisos solidarios, en el cual Bretton Woods es visto mas como una causa de los problemas que una solución. En esta parte activa, y siempre mas decisiva en las relaciones internacionales, no existe impunidad para Bretton Woods, sino una constante y cada día mas fuerte crítica radical a instituciones acusadas de falta de transparencia, de políticas equivocadas, y donde el sistema de toma de decisiones está inexorablemente en las manos de Ministerio de Hacienda de Estados Unidos, que detenta un peso desmesurado en los mecanismos de votación y nombramientos. Lo concreto es que el Banco Mundial está en una crisis financiera. Tendría que reunir por lo menos unos 16 mil millones de dólares para restablecer su capital operacional. Más grave es el caso del FMI: sus ingresos bajan en picada año tras año y tiene que aplicar en carne propia las políticas de ajuste estructural que impuso a los países del Tercer Mundo. De todas maneras, la crisis de Bretton Woods es el último acto de la crisis de la arquitectura internacional. Al fin de la Primera Guerra Mundial, el mundo -bajo el liderazgo de Estados Unidos- creó la Sociedad de las Naciones. Al final de la Segunda Guerra Mundial -siempre bajo el liderazgo de Estados Unidos- creó las Naciones Unidas y Bretton Woods. Después, al final de la Guerra Fría, Estados Unidos creyó que la globalización era el camino más conveniente y se resistió a toda reforma del sistema internacional. Pero hoy, la crisis llegó a su casa y a sus instrumentos privilegiados.