Analizar la situación de la Argentina fuera del contexto de los países subdesarrollados en general y latinoamericanos en particular es, por lo menos, temerario; así como pretender que los problemas que tenemos son de nuestra exclusiva responsabilidad es, además, hipócrita. Si bien debemos reconocer nuestra inveterada abulia para enfrentar los contratiempos generados por una estructura social que, a escala mundial, es cada vez más compleja, también debemos aceptar que nuestra condición de país neocolonial, con la consabida pérdida de soberanía económica y todo lo que ello implica, es un lastre muy difícil de sobrellevar.
Todo depende de la óptica con que se mire la cuestión. Si nos dejamos llevar por los comentarios de los analistas especializados en economía que saturan los medios de comunicación, quienes invariablemente atribuyen las causas de las sucesivas crisis a la apatía de los argentinos que, por alguna razón u otra, no hacen los deberes, llegaremos a la conclusión de que la única solución es la llegada de inversiones extranjeras, ya que nosotros no tenemos la capacidad suficiente para administrar empresas ni los medios como para hacerlo. Lo que no nos dicen estos analistas, cuyos pronósticos hacen temblar a la economía, es que muchos de ellos trabajan en calidad de ejecutivos o asesores para esas mismas empresas transnacionales que vienen a invertir, esto es, a hacer negocios principalmente especulativos en nuestro país, sin medir las consecuencias sociales que tales operaciones traen aparejadas.
Es evidente que los intereses de esos economistas y los de las empresas que ellos representan, no están emparentados con los intereses de la mayoría de los argentinos. Lo que no hemos visto por estos pagos, son las inversiones que generen puestos de trabajo, que impulsen el crecimiento, que mejoren sustancialmente la calidad de vida de los argentinos. Tampoco inversiones de riesgo, salvo el que puedan correr los operadores bursátiles cuando tientan a la suerte en el garito en que han convertido a la Bolsa de Valores, la que, hace rato, dejó de ser el reflejo de la solvencia o no de las distintas empresas que allí cotizan sus acciones. Hace mucho tiempo que las riquezas ya no se crean a partir de la producción de bienes materiales sino a partir de especulaciones abstractas, con escaso o ningún vínculo con las inversiones productivas.
Por otro lado, no debemos soslayar el concepto de que el proceso de integración de la economía mundial signado por el avance científico y tecnológico y el gran poder expansivo de los países más desarrollados es vertiginoso e irrefrenable y que sería pernicioso permanecer al margen del desarrollo contemporáneo; pero veamos las dos caras de la moneda: el costo de la radicación de capitales extranjeros es altísimo y, si se quiere, perjudicial, si no se define previamente de que manera participa la Argentina en el proceso de globalización económica actualmente en vigencia. Las grandes empresas extranjeras que vinieron a introducirnos en la modernidad del nuevo milenio, han invertido menos de lo que han prometido, han exterminado a las empresas nacionales carentes de recursos y tecnología adecuados para competir en igualdad de condiciones y remiten periódicamente sus ganancias al exterior sin ningún tipo de trabas.
Los centros de decisión de estas empresas se encuentran normalmente en sus casas matrices y las decisiones por ellas tomadas poco y nada tienen que ver con nuestras necesidades de expansión interna y de búsqueda de nuevos mercados en el exterior para colocar nuestros productos.
Mientras tanto, según estadísticas oficiales, el semianalfabetismo se generaliza: casi el 60% de la población argentina no comprende lo que lee y sólo el 29 % de los alumnos que empiezan la escuela la terminan. El futuro no parece muy promisorio ya que, el 45 % de los chicos del país están por debajo de la línea de pobreza, por lo que, si es que van a la escuela, sólo lo harán durante cuatro o cinco años y después -en el mejor de los casos- irán a mendigar a las calles. Como contrapartida, las familias pudientes les aseguran a sus hijos trece años de escolaridad como mínimo, lo que sumado a la brutal desigualdad que existe en los ingresos entre privilegiados y miserables, con el correr del tiempo la brecha en el nivel educativo de uno y otro sector se irá acentuando cada vez más. Que no nos sorprenda entonces el creciente consumo de drogas y alcohol y las altas tasas de delincuencia que se da entre los jóvenes.
Una vez más, como ha ocurrido a lo largo de nuestra historia y de la de toda Latinoamérica desde la llegada de los españoles para acá, estamos sujetos a los vaivenes políticos y a las apetencias económicas de las potencias hegemónicas de turno y de sus secuaces vernáculos. Sin embargo, cual timorata manada de borregos, seguimos caminando dócilmente hacia el matadero, preocupándonos por los romances de la farándula, entreteniéndonos con programas de televisión nauseabundos y participando de cuanto concurso con premios millonarios se promueva por ahí a ver si nos podemos "salvar". Es el individualismo exacerbado hasta límites insospechados; la solidaridad ha quedado arrumbada en el rincón más oscuro de nuestra memoria.
Esta realidad nos impone el indispensable ejercicio de pensar. Pensar en qué queremos ser y cómo vamos a lograrlo, tanto nacional como regionalmente. No hay otra forma.