18 de abril de 2008

Cuando Viena era el ombligo del mundo

Viena, que inicialmente fue un asentamiento paleolítico y luego celta, nació en realidad como un campamento romano con el nombre de Vindobona. Con el correr de los siglos se convirtió en la residencia imperial y sede de la dinastía de los Habsburgo, una de las casas reales europeas mas importantes que gobernó durante más de 700 años hasta 1918 sobre el vasto imperio Austro-Húngaro. La relación entre los Habsburgo y el imperio Otomano (y mas adelante entre Austria y Turquía), fue siempre muy intensa y turbulenta, y numerosos conflictos estallaron entre ambas potencias lo que hizo que ambos imperios se influyeran mutuamente.Hay obras científicas dedicadas a la faceta turca de Viena y no son pocas las casas de la ciudad que muestran, en algún rincón de su fachada, balas de cañón disparadas por los otomanos durante el primer sitio en 1529 al mando de Suleiman Kanuni (1494-1566) y el segundo en 1683 al mando de Kara Mustafá (1634-1683). La victoria definitiva sobre los turcos coincidió con la aparición en Viena del primer café público de Europa, un emprendimiento del polaco Georg Kolschitzky (1640-1694) que encontró varios sacos de café abandonados por los turcos, se los apropió y en 1683 abrió junto a la catedral un local donde servía excelentes cafés. Los vieneses empezaron a mezclar la bebida con leche y así nació el capuchino, llamado así por su color, parecido al de los hábitos de los monjes capuchinos (aunque hoy la bebida en Viena se llama Melange). En esa época nació también el croissant, preparado intencionadamente en forma de media luna para fastidiar a los turcos y que se comía como desafió al enemigo.
Desde mediados del siglo XVIII hasta bien entrado el si­glo XX, se podía afirmar que vivir en Viena representa­ba bastante más que una mera localización geográfica. Para los vieneses, naturales o adoptivos, la ciudad ubicada en el valle Prater a orillas del Danubio otorgaba carisma. Viena era la capital del vasto y poderoso imperio de los Habsburgo y para un artista significaba unas posibilidades de di­fusión vedadas a cualquier otra urbe de Europa Central. Así, la peregrinación a Viena y, de ser posi­ble, la residencia en esa ciudad era obligatoria: Antonio Vivaldi (1678-1741) de Venecia, Joseph Haydn (1732-1809) de Rohrau, Wolfgang Mozart (1756-1791) de Salzburgo, Joseph Koch (1768-1839) de Obergiblen, Ludwig van Beethoven (1770-1827) de Bonn, Franz Schubert (1797-1828) de Lichtenthal, Christian Doppler (1803-1853) de Salzburgo, Frederic Chopin (1810-1849) de Zelazowa Wola, Anton Bruckner (1824-1896) de Ansfelden, Johannes Brahms (1833-1897) de Hamburgo, Hugo Wolf (1860-1903) de Windischgraz, Gustav Mahler (1860-1911) de Kalischt o Karl Kraus (1874-1936) de Gitschin son casos bien conoci­dos de personalidades adoptadas por la ciudad del Danubio.
En 1792 heredaba el trono Francisco José de Habsburgo (1768-1835), quien bajo el nombre de Francis­co II, sucedió a su tío el emperador José II de Habsburgo Lorena (1741-1790). Este último, que ha­bía fallecido el 20 de febrero de 1790, había redactado un paradójico epitafio para su tumba: "Aquí yace José II, que fue desventurado en todas sus empresas". Sus in­fortunios continuaron, efectivamente, incluso después de su muerte: en vida, había temido y lamentado el posible acceso al tro­no por causa sucesoria de su sobrino Francisco, el cual, una vez en él, demostró con creces cuan fundados eran los temores de su tío.

Su modelo de conducta era Luis XIV de Borbón (1638-1715), el Rey Sol francés, es decir, el ejemplo más claro del absolutismo. Curiosamente, los primeros me­ses de su reinado iban a coincidir en el tiempo con la su­blevación del pueblo de París, la toma de la Bastilla y el encarcelamiento de la familia real francesa. El nuevo emperador no vaciló en declarar la guerra a Francia, pero sus batallas se libraron también en el interior: Francis­co II tomó como signos de identidad propios la represión y la privación de la libertad. Se distinguió por su seve­ridad -por llamarlo de alguna manera- y su objetivo fue arrasar cualquier semilla de pensa­miento democrático, terminar con la Ilustración y el En­ciclopedismo, aniquilar "esa absurda teoría de los dere­chos del hombre" y eliminar cualquier intento de igual­dad en la condición humana. En su afán por acallar cualquier impulso liberal, Francisco II llegó a prohibir las representaciones de "Die zauberflöte" (La flauta mágica) de Mozart, sospechando que tras sus simbolismos masónicos se escondían gérmenes revolu­cionarios. No le faltaron al arbitrario monarca eficaces colaboradores, como el Ministro de Policía Franz Joseph Saurau (1760-1832) y el Jefe de la Policía Secreta Johan Anton Pergen (1725-1814); a ellos se debe, en buena parte, la redada de jacobinos lle­vada a cabo en Viena en el verano de 1794, en la que magistrados, escritores, príncipes de la Iglesia e incluso algún antiguo preceptor del soberano, fueron juz­gados y ejecutados sin que mediaran explica­ciones públicas. La misma familia del emperador estaba asusta­da y hasta un miembro de ella llegó a decir: "Aus­tria no tiene peores enemigos que sus gobernantes". Los vieneses, sin embargo, eran capaces de adaptarse a todo: desaparecieron las tertulias políticas y volvió el gusto por la danza, el teatro y la música. Viena se trans­formó en el paraíso de la frivolidad y las murmuracio­nes. Las guerras contra Francia disimulaban los males interiores y al son del himno escrito por Joseph Haydn, "Gott erhalte Franz den Kaiser", los vieneses celebraban patriótica y públicamente a su monarca.
Por aquella época, los ha­bitantes de la capital dividían sus horas de placer entre los teatros y los cafés. En el Theater auf der Wieden el empresario y libretista Emanuel Schikaneder (1751-1812) ha­bía estrenado "La flauta mágica" de Mozart. A poca distancia del anterior, el propio Schikaneder inauguró el que sería considerado el más bello teatro de la época, el Theater an der Wien. El nuevo teatro, el más espacioso del imperio, constaba de setecientos asientos y podía reunir otros tantos espec­tadores de pie.Pero no todo era teatro en la Viena de 1803. El 20 de octubre, los franceses habían tomado Ulm. Poco después, el general Jean Baptiste Bernadotte (1764-1844) en­traba en Salzburgo y el 13 de noviembre las tropas de Joachim Murat (1767-1815) llegaban a Viena. Detrás, Napoleón capturaba a 23.000 prisioneros y, a continuación, marchaba con sus tropas a lo largo del Danubio y conquistaba Viena. La ocupación de la capital pro­vocó una terrible crisis económica. El público que asistía a los teatros estaba compuesto, en su inmensa mayoría, por soldados franceses. Los ejércitos rusos, liderados por el general Mijail Kutúzov (1745-1813) en nombre del emperador de Rusia, respaldaron a los austríacos, pero Bonaparte venció a las fuerzas austro-rusas en la batalla de Austerlitz (también denominada de los Tres Emperadores) el 2 de diciembre de 1805. Austria se rindió y firmó el Tratado de Presburgo veinticuatro días más tarde. Una de las cláusulas del acuerdo estipulaba que Austria debía entregar a Francia la zona del norte de Italia y a Baviera parte del propio territorio austríaco; asimismo, Austria reconoció a los ducados de Württemberg y Baden como reinos y tuvo que pagarles una indemnización de 40 millones de francos. La guerra contra Francia llevó a la desaparición del Sacro Imperio, dejándole a Francisco II sólo el título de emperador de Austria. Si bien en 1810 concedió a Napoleón la mano de su hija María Luisa (1791-1847), siguió el consejo del diplomático Klemens von Metternich (1773-1859) de unirse a la coalición que finalmente vencería al emperador francés. Rechazó en 1814 la restauración del Sacro Imperio, convirtiéndose en presidente de la Confederación Germánica, antesala de la actual Alemania. Los vientos, una vez más, cambiaron de signo, y en abril de 1814, tras la abdicación de Napoleón se inició el Congreso de Viena, una asamblea internacional en la que la vieja Europa depositó muchas esperanzas. Más de cien mil personas llegaron por este motivo a la capital del impe­rio austro-húngaro. Los vieneses no salían de su asom­bro ante el fulgor de las personalidades congregadas: el zar Alejandro I (1777-1825) de Rusia, Federico Guillermo III (1770-1840) de Prusia, Federi­co Augusto I (1750-1827) de Sajonia, el imprescindible Charles de Talleyrand (1754-1838), el elegante Lord Castlereagh (1769-1822) y, sobre todo, el príncipe Klemens Metternich (1773-1859), el nuevo arbitro de la polí­tica europea. Napoleón lo había definido un día como "un embustero y un intrigante"; aquel año de 1814, sin embargo, la estrella del príncipe de Metternich brillaba en todo su esplendor y el emperador austríaco delegaba en él la mayoría de sus poderes. Quizá como un símbo­lo, fue el "Fidelio" de Beethoven la obra encargada de dar apertura musical al Congreso."El pueblo ha hecho tanto por nosotros, que nosotros también debemos hacer algo por el pueblo". Así hablaba Charles Joseph Lamoral (1735-1814), príncipe de Ligne, satírico y brillante observador del Congreso. La reacción gubernamental no se hizo espe­rar: fuegos artificiales, fiestas al aire libre, bailes populares, actividades de feria y el vals. Ya que el minué había quedado anticuado, los vieneses se lanzaron, con un ímpetu enloquecido de evasión, por las vueltas y re­vueltas del "licencioso" vals. Con este ritmo, Viena dio a su Congreso la más festiva de las fachadas. Sin embargo, negras nubes iban a cubrir brevemente el cielo: el 1 de marzo de 1815, Napoleón, escapado de la isla de Elba, desembarcaba en Francia. Fue el inicio del llama­do "Imperio de los Cien días". El 18 de junio se produjo la batalla de Waterloo y la aniquilación definitiva del corso. Esta victoria de los aliados situó a Francisco II en la cúspide de su poder. Austria, la patria del Congreso de las potencias europeas, era respetada y escuchada como pocas veces a lo largo de su historia. El todopode­roso Metternich era el brazo implacable de los Habsburgo, y su jefe de policía, el siniestro conde Leopold Sedlnitzky (1787-1871), convirtió la nación en un hervidero de espías bajo el axioma de la seguridad. Ter­minado el Congreso, Viena volvió a su ritmo habitual, el vals siguió su carrera ascendente, los cafés continuaron siendo el refugio de los ciudadanos y la prostitución cre­ció de manera galopante. "Mientras un austríaco pueda consumir cerveza y salchichas, no habrá revolución" decía, al cerrarse la segunda década del si­glo XIX, un Ludwig van Beethoven cada vez más desen­cantado.En 1822, durante una visita común a Viena, Karl Maria von Weber (1786-1826) y Gioacchino Rossini (1792-1868) acudieron a visitar a Beethoven. Weber lo describió como "hosco y repelente sujeto"; Rossini relató cómo, en un correctísimo italiano, Beethoven le indicó que mientras existiera la ópera ita­liana, su obra "Il barbiere di Siviglia" (El barbero de Sevilla) se representaría siempre, a lo que el orondo músico replicó expresando su gratitud por haber podido conocer personalmente al autor de la "Heroica"; la contestación de Beethoven fue definitiva: "¡Oh, un infelice!", dijo por toda respuesta. Todavía este hombre infeliz, en 1824, se atrevió a dar a conocer a los vieneses una obra coral en la que se exaltaba la fraternidad de los hombres, la libertad y la alegría; trágica ironía que un sordo incurable, corroído por diversas afecciones gástricas, cantara estos temas tras la invasión napoleónica, la represión imperial, el Congreso de Viena y la actividad de Metternich. Cuan­do murió, tres años más tarde, los vieneses lloraron de corazón su pérdida. A su funeral asistieron más de 20.000 personas. En parte era su conciencia pública, y ellos lo sabían. Después siguieron bailando el vals al ritmo del violín de Joseph Lanner (1801-1843) y de su joven discípulo Johann Strauss (1804-1849), padre del músico que años más tarde compondría el segundo himno nacional: "An der schönen blauen Donau" (El bello Danu­bio azul).