29 de abril de 2008

Epicuro. El placer, la amistad y la muerte

Entre los años 307 y 261 a.C. se sucedieron en Grecia guerras y violencia. Cuatro veces fue Atenas objeto de asedio y sus instituciones políticas fueron modificadas por príncipes extranjeros. Tres veces, las insurrecciones fueron sangrientamente aplastadas. El país se había empobre­cido, disminuyendo progresivamente el número de personas que podían pagar la franquicia que daba derecho a intervenir activamente en la vida política. De una democracia, Atenas se había convertido en una timocracia (timé, honor; krátia, gobierno), un sistema de gobierno cuyo poder era ejercido por los ciudadanos que tenían cierta renta. Para muchos de los habitantes, la emigra­ción se convirtió en la única salida.
Epicuro fue testigo de esta situación. Nació en la isla de Samos en el 341 a.C., de una familia de atenien­ses emigrados. A los 14 años, en la cercana isla de Teos, entró en contacto con la matemática y la física de la Escuela Jónica de Tales (624-548 a.C.), Anaximandro (611-546 a.C.) y Anaxímenes (588-534 a.C.), todos ellos nacidos en Mileto. También se interesó -de manera especial- por el atomismo de Demócrito de Abdera (460-370 a.C.), cuya teoría establecía que un cuerpo podía dividirse gran número de veces hasta llegar a una porción de materia pequeñísima, indivisible y sin estructura: el átomo.
Tuvo acceso a la filosofía ateniense cuatro años después, cuando sus obligaciones militares lo llevaron a Atenas. Pero, la persecución política obligó a su familia a emi­grar nuevamente, esta vez a la ciudad de Colofón. Mientras tanto, en Mitilene (capital de la isla de Lesbos) y en Lámpsaco (Misia), Epicuro co­menzó a elaborar su pensamiento filosófico e inició su labor educativa. Debido al prestigio ganado en esta actividad, sus discípulos le insistieron para que se radicara en Ate­nas. Así, en el año 306 a.C., algunos de sus discípulos más acomodados compraron para él una casa con su huerto -el luego famoso Jardín-, en la que abrió la primera escuela filosófica del período helenista. Allí desarrolló una intensísima tarea educativa, formándose a su alrededor un grupo de discípulos de muy distintos orígenes y nivel social: filósofos, como Metrodoro Lampsaceno (330-263 a.C.), esclavos y mujeres entre las cuales había algunas de las más famosas cortesanas de Atenas.
Durante este tiempo, llevó a cabo una amplia producción filosófica. Entre sus libros figuraban "De la naturaleza", "De los átomos y el vacío" y "De los dioses". Muy poco de todo esto se ha conservado. Sólo quedó su testamento, las "Doctrinas principales", así como tres cartas de su rica correspondencia con Heródoto de Halicarnaso (484-425 a.C.), Pitocles y Meneceo.
Murió en Atica en el año 270 a.C. rodeado de sus discípulos y amigos, entre los cuales gozó de la mayor consideración. Todo auténtico epicúreo se atu­vo siempre al principio "Obra siempre como si te estuviera mirando Epicuro".
El epicureismo no fue nunca más que una secta filosófica, en confrontación con el estoi­cismo, la escuela fundada por el chipriota Zenón de Citio (333-264 a.C.) y continuada a su muerte por Cleantes de Asos (300-232 a.C.) y Crisipo de Soli (281-208 a.C.). Fue introducida en el ámbito romano por el poeta Tito Lucrecio Caro (99-55 a.C.) en su famoso poema "Sobre la naturaleza de las cosas". Con la llegada del cristianismo, el epicureismo entró en un largo período letárgico y no revivió hasta el siglo XVII de nuestra era, cuando el filósofo francés Pierre Gassendi (1592-1655) lo divulgó ampliamente durante sus intentos por reconciliar el atomismo con el cristianismo.
Es característico de Epicuro y del epicureis­mo ver en la filosofía un modo de cura y de liberación: así como el médico se ocupa de las enferme­dades y sufrimientos del cuerpo, al filósofo le competen las enfermedades y los sufrimientos del alma. La filosofía se convirtió con Epicuro en una terapéutica de las causas de la infelicidad huma­na. En un mundo como éste, presidido por la pobreza material y la insolidaridad, por las guerras y las persecuciones políticas, Epicuro defendió una imagen del mundo y del hombre en la que los dioses y la muerte perdieron sus perfiles amenazadores. Al igual que para los estoicos, aunque con sus propios matices, el conocimiento es la medicina justa.
Todo en la filosofía de Epicuro -su visión física del mundo, sus doctrinas del cono­cimiento y del alma, su idea del origen de la sociedad y de la religión- se entiende como un mensaje de liberación. Él mismo resumió su doctrina en cuatro máximas (a las que denominó cuatro medicinas): "No hay que temer a Dios", "muerte significa ausencia de sensaciones", "es fácil procurarse el bien" y "es fácil soportar el mal".
De igual modo que los estoicos vieron en la filosofía natural de Heráclito de Efeso (544-484 a.C.) el punto de apoyo para sus doctrinas éticas y sociales, el atomismo de Demócrito fue para Epicuro la herramienta intelectual con cuya ayuda pudo llevar a cabo su programa filosófico.
Para Epicuro, el universo constaba únicamente de átomos y de vacío. Aquéllos se mueven en éste, ocasionalmente de forma espontánea, y en sus movimientos chocan los unos contra los otros, formando, al agregarse y disgregarse, no sólo los objetos materiales y eventos naturales, sino mundos en cantidad y variedad infinita. También el alma es un conjunto de átomos de diferentes clases, algunos de los cuales son de una sutileza extrema.
Este atomismo no dejaba muchas opciones en cuanto a lo que puede ser el conocimiento humano. A este respecto, la tesis más importan­te es la de la supremacía de la percepción. "Nuestros sentidos -reconocía Epicuro- pueden engañarnos, pero no hay nada mejor a lo que recurrir. Conocer equivale a formar­nos conceptos de las cosas, y no hay conceptos en absoluto a menos que éstas envíen hacia nosotros copias o imágenes suyas, proporcionadas y semejantes a ellas". En ese proceso de formación de conceptos, nuestros recuerdos, nuestra memoria, pasan a desempeñar un papel decisivo. Cuanto más fieles a su modelo sean esas copias, tanto más precisos serán los correspondientes conceptos.
"Las ideas que solemos tener de los dioses, al menos las que baraja la religión tradicionalmente -dice Epicuro- no concuerdan con lo que nuestros sentidos y nuestro buen juicio nos autorizan a aceptar". Para Epicuro los dioses existían, pero la universalidad de la creencia en seres así, al tener su origen en imágenes tenidas por todos, debía responder a su realidad. Los que no existían para el epicureísmo, eran los dioses tradicionales, los que estaban en el origen de nuestros temores. "Por nuestros sentidos podemos inferir que los dioses están compuestos de una sustancia etérea, que no puede verse alterada por su mezcla con la grosera y corrompible materia de nuestro mundo. Por esto mismo, los dioses han de ser dichosos e inmortales. Y carentes de emociones, pues un ser feliz carece de emocio­nes de todo género. Para nada intervienen en el curso del mundo. No nos castigan. No hay razón para temerles".
Dentro del espíritu liberador de su filosofía, la norma ética más importante para Epicuro era la consecución del placer: "No hay ser vivo que no ande tras él ni alguien que no trate de evitar el dolor".
Ahora bien, cuando Epicuro insta en sus enseñanzas al logro del placer en las ac­ciones humanas, no se refiere al placer que da el goce de cualquier sensación agradable. Por un lado, sostuvo, no puede haber placer en todo aquello de lo cual pueda seguirse algún dolor. Por otro, tampoco puede considerarse placer la satisfac­ción de nuestras pasiones, pues éstas nos hacen menos libres al hacernos esclavos suyos. Epicu­ro recomendó el disfrute de las cosas buenas de la vida, aunque al mismo tiempo consideró que no había placer donde no hubiera virtud. Sola­mente el hombre virtuoso podía evitar el dolor y cultivar la paz o imperturbabilidad (ataraxia) del alma, limitándose a satisfacer sus necesidades y a au­mentar su autonomía del mundo. El auténtico
placer consistía en lograr esa tranquilidad de espíritu y la autosuficiencia. En esa empresa, la amistad es, quizá, la más importante fuente de satisfacción y de compen­saciones. Es cierto que aumenta nuestra depen­dencia de nuestros amigos; pero, ante la soledad y la inseguridad de nuestras vidas, resulta un remedio más eficaz que los vínculos de las instituciones políticas.

La persona que ha accedido a un estado de imperturbabilidad y que es dueña de sus actos tampoco tiene miedo a morir. La filosofía natural dice que la muerte es, pura y simple­mente, ausencia de sensaciones. Los átomos que una vez compusieron un cuerpo humano se han disgregado. Ya nada se siente. Esto, unido a la indiferencia de los dioses ante los asuntos humanos, explica por qué el hombre sabio y virtuoso no le teme ni se angustia por la muerte. En su "Carta a Meneceo" explicó: "Quien ha com­prendido que nada hay de temible en el hecho de estar muerto a nada le temerá en la vida". En "De la naturaleza de las cosas", Lucrecio dice refiriéndose a Epicuro: "Cuando la vida humana yacía torpemente postrada en tierra ante todos, abrumada bajo el peso de la religión, cuya cabeza asomaba en las regiones celestes, amenazando con una horrible mueca abatirse sobre los mortales, un griego fue el primero en levantar hacia ella su mirada mortal y en rebelarse. No lo detuvieron ni lo que se decía de los dioses ni los rayos ni el trueno con su amenazador bramido, sino que acentua­ron más el fuego de su espíritu y su deseo de ser el primero en forzar los firmes cerrojos que guarnecen las puertas de la naturaleza. Su vigoroso espíritu triunfó y llegó lejos, más allá del llameante recinto del mundo y recorrió el todo infinito con su mente y su espíritu. De allí nos trae, como botín de su victoria, el conoci­miento de lo que puede nacer y de lo que no puede nacer, las leyes, en fin, que delimitan el poder de cada cosa, y sus mojones profunda­mente afianzados. Con lo que la religión yace a nuestros pies, vencida; a nosotros el triunfo nos eleva hasta el cielo". A su muerte dejó más de 300 manuscritos, incluyendo tratados sobre física y numerosas obras sobre otros temas, según refiere el historiador griego Diógenes Laercio en el siglo III. A pesar de ello, de sus escritos sólo se han conservado tres cartas y algunos fragmentos breves. Las principales fuentes sobre las doctrinas de Epicuro son las obras de los escritores romanos Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.), Plutarco de Queronea (50-120) y el ya citado Lucrecio. Las influencias del pensamiento de Epicuro se pueden observar en los filósofos ingleses Thomas Hobbes (1588-1679) y John Stuart Mill (1806-1873), y en los alemanes Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Nietzsche (1844-1900) entre otros.