18 de octubre de 2012

Hebe Uhart: "¿Con quién te irías a una isla desierta? ¿Con uno que es rico y tiene todos los bienes, o con uno que es culto y te va a dar una bue­na conversación?" (1)

Hebe Uhart (1936) escribe y enseña a escribir en sus talleres literarios. Durante años gozó del ambiguo privilegio de ser considerara una escritora secreta y de culto. Sin embargo, nada hay más alejado de ese mito que cierta parte de la crítica ha pretendido construir sobre ella. "Yo siempre estoy a contrapelo de las épocas: o soy de antes o soy de después", dijo en una oportunidad. La proclamada admiración de algunos escritores prestigiosos tardó décadas en encontrar repercusiones más allá de un círculo restringido de felices iniciados, como Ricardo Piglia (1941) por ejemplo, quien la ubica en la mejor tradición de la literatura argentina; o Elvio Gandolfo (1947), para quien "el mundo de Hebe Uhart es abundante, colectivo o absolutamente personal, nunca psicológico en el sentido tradicional, novelístico. Desde la primera persona o desplegando múltiples vidas ajenas, siempre está mirando hacia fuera. Le ha dado a la literatura argentina decenas de personajes emocionantes, inolvidables, que establecen al hablar, al actuar, al tener sentimientos por otros, una manera de existir, de resistir, de no entregarse". Graciela Speranza (1957), por su parte, considera que sus relatos son joyas de "trasparente extrañeza", utilizando una voz narrativa que "vuelve a mirar todo como si nadie nunca antes lo hubiese mirado". Los libros de la escritora argentina se construyen sobre temas cotidianos, con un lenguaje sencillo y directo; "leerla es entrar en una atmósfera liviana, matizada, con pinceladas finas. Nos saca una sonrisa. Pero no diría que es amable, por el contrario, es intransigente, eso por un lado; por el otro, su mirada no sale de sí, tiene la autonomía de ciertas locuras. Parece inconmovible. Admito que me he quedado en una descripción psicológica con escasos argumentos estéticos. Pero no se me ocurre más que decir que Hebe escribe bien, sabe componer cuentos y ofrendarlos ya destilados, y, con sus personajes, tiene el mismo buen trato que su maestro Felisberto Hernández", señaló Tomás Abraham. Ha publicado los libros de cuentos "Dios, San Pedro y las almas", "Epi, Epi, Pamma sabhactani", "La gente de la casa rosa", "El budín esponjoso", "La luz de un nuevo día", "Del cielo a casa", "Guiando la hiedra" y "Turistas"; las novelas "Camilo asciende" y "Mudanzas"; las novelas cortas "Señorita", "La elevación de Maruja", "Leonor" y "Memorias de un pigmeo"; y las crónicas de viaje "Viajera crónica". Lo que sigue es una edición de tres entrevistas que la escritora concedió a Enzo Maqueira, Silvina Friera y Patricia Somoza para la revista "Lea" nº 33 de abril de 2005, el diario "Página/12" del 8 de septiembre de 2008 y el diario "La Nación" del 23 de septiembre de 2011, respectivamente.



Hace un tiempo Fogwill dijo que usted era la mejor cuentista argentina, porque nunca había leído a Borges.

No lo he leído bien, es cierto, pero he leído a Borges. Prácticamente no hay ningún escritor argentino que no lo haya leído. Yo lo hice en mi juventud, aunque no en profundidad.

Fogwill acierta en que sus cuentos pa­recen escapar a la influencia borgeana. ¿Cómo se hace para dejar de lado esa figura paternalista?

Esa pregunta es difícil. Borges es un gran adjetivador, y yo no adjetivo nun­ca. Si hay una cosa que tiene Borges pegada, es el adjetivo. Es muy difícil que yo adjetive definiendo de esa manera tan drástica, como hace él. Yo soy una escritora artesanal, preocupada por cosas domésticas, por temas de ambientes, de instituciones, muy rea­lista. El iba para otro lado, tiene otra vertiente. Pero yo no me compararía jamás con él.

Su literatura no sólo es doméstica, si­no que también se la suele explicar co­mo infantil.

Siempre me han dicho "naif". Eso es por­que se copian unos a otros. Ultimamen­te dijeron que yo era una escritora ocul­ta, y eso no es cierto. A mí me prestaron atención desde los primeros libros y fui reconocida. Es un circuito natural, nun­ca hay nada tan extraordinario. La gen­te escribe durante cuarenta años y esto es como una carrera administrativa. Uno va ascendiendo con cierta perseve­rancia. Esto es una actividad como cualquier otra. La prensa y las personas que rodean a la literatura tienen una tendencia a creer en el milagro, en al­guien que estaba oculto y de repente aparece. Pero no hay milagros. Yo siem­pre escribí, siempre tuve una respuesta de la crítica, siempre presenté los libros para publicar (por lo tanto, tenía alguna vocación de publicidad). Nunca estuve oculta. Seguí todos los caminos que siguen los escritores jóvenes, solo que ahora ya soy grande y me va más o menos bien. Es una carrera burocrático administrativa.

Cuando uno elige ser escritor, sin em­bargo, lo hace para alejarse de cual­quier burocracia.

Cuando yo empecé no sabía nada. No sabía ni que los libros se presentaran. No sabía que relación podía haber con la crítica, ni con nada. No conocía prác­ticamente a nadie. La figura del escritor se mitifica mucho, se convierte en mito. Un escritor es como un artesano. El que persiste en cualquier actividad, tiene buena salud, un poco de suerte, y está dispuesto a ir en esa dirección, siempre algo saca. Esto pasa en el periodismo, en la literatura o en hacer plata. Lo mis­mo ocurre si yo hubiese hecho la carre­ra de hacer dinero. No es un milagro ni un don. Por supuesto, hay que estar más dotado para una cosa que para otra, pero uno hace siempre lo que le resulta más fácil. Si sos bueno en lengua cuan­do sos chico, después vas a escribir. Si sos muy malo en manualidades y hacés todas cosas pegoteadas que te rechazan siempre, no te vas a dedicar a las artes plásticas o a ser escultor. Uno comienza sobre una base primitiva que luego se afianza. No hay ningún secreto.

¿Cómo decidió ser escritora?

No sé si lo decidí. Yo escribí más o me­nos consistentemente a los diecinueve años, tenía un amigo mayor que estu­diaba literatura y filosofía y que leía mis textos. El fue mi interlocutor más válido, durante varios años. Yo confia­ba plenamente en su juicio. Los juicios de la gente los considero muy relati­vos, pero con el juicio de él coincidía plenamente. Lo único que me decía era: "esto está vivo", "esto está muer­to". Hasta que después me independi­cé y, aunque mostré mis textos, ya de­jé de confiar en el juicio de la gente, porque les gusta de manera diferente. Confío más en las caras que ponen, si se ríen, las expresiones que hacen. Los comienzos fueron así. De chica escri­bía también, pero cuando estaba sola y no había chicos para jugar. Si había al­guien para jugar, volaba. Yo no creo que uno tenga una sola vo­cación. Uno siguió una dirección como en todos los ordenes de la vida, pero podría haber sido otras cosas. Cuando tenía dieciséis años me hubiera gustado ser deportista. No tenia vocación, pero hacía salto en largo, jugaba al ping pong, al volley... Después fui a la facul­tad de Filosofía, me atornillé a la silla y me dediqué al deporte de conversar y hablar. No me acuerdo nada de lo que hablábamos. A veces me pregunto qué hablábamos tanto tiempo, con esa in­tensidad que la vida actual no conoce, porque ahora no hay tiempo.

¿Cómo cambiaron esos tiempos con respecto al acto de escribir?

En mi caso particular, escribo más len­tamente. De joven, en dos tardes me hacía un cuento. Ahora un cuento me puede llevar más tiempo, por el mismo ritmo vital lento que uno tiene. Pero, de joven hacés más macanas, metés la pata y después tenés que reescribirlo. Son cuestiones de la edad; los jóvenes meten la pata y es natural, de grande ya no querés.

¿Hay errores de juventud en sus libros?

Yo no releo nunca lo que escribo. So­lamente lo hago cuando una persona que me cae muy bien me hace algún comentario sobre mis libros. Entonces miro qué es lo que me están comen­tando. De otra forma, no leo nada. Ya está hecho.

¿Cuál fue el rol de su familia en esos comienzos literarios?

Ni me estimularon ni me lo prohibie­ron. Si yo quería escribir, entonces me dejaron que escribiese. Cuando terminé el secundario me dijeron que trabajara para pagarme mis gastos, pero siempre tenía casa y comida. Si quería estudiar, me dijeron que estu­diara. Pero la facultad de Filosofía era muy particular en esa época. Recién en la generación siguiente ya jugaban al fútbol y todo eso. Nosotros estába­mos todos sentados, hablando duran­te horas. Cuando entré a la facultad después de venir de un pueblo como Moreno me quise morir. Yo venía de un pueblo de conocidos, tías, primos, parientes... En la facultad había perdido todo eso. También había una chica que era más grande y a mí me parecía muy inteligen­te, que no quería pasar por un bar por­que decía que había fantasmas. Yo no entendía nada. "¿Qué verá", me pregun­taba, "¿qué le pasa?". Honestamente, en los primeros seis meses de la facultad no entendía los códigos. Los códigos de la élite sofisticada de Buenos Aires y los códigos de Moreno son muy distintos. Recuerdo que había una chica que se llamaba Alma Cristina, que era "hippie" y andaba con su nena de siete años. La había tenido a los quince porque se le dio la gana y la presentaba: "Es un poco menos estrábica que Sartre". ¡En mi pueblo no se usaba decir esas cosas!

¿Esos personajes están en su literatura?

No los puedo llevar a mi literatura por­que no recuerdo bien las conversacio­nes que teníamos. Tendría que recordar el contenido de lo que se hablaba.

¿La memoria y las palabras son los dos materiales fundamentales del es­critor?

Por supuesto. Yo he hecho muchos cuentos de viajes, de docentes, de lite­ratos, de pintores...

¿Entonces la memoria es más impor­tante que la imaginación?

Son lo mismo. Recordar es imaginar.

Tanto la novela "Camilo asciende" como otros cuentos que la acompañan en la reciente edición de Interzona, están centradas en la memoria de la inmigración.

Mis abuelos eran inmigrantes italianos, genoveses y toscanos. Yo tuve mucha referencia de ellos por mi madre. De parte de mi padre soy de origen vasco, pero son más callados que los italianos, más cuidadosos en sus manifestaciones y sus expresiones. Tuve mucha trans­misión de la historia de mis abuelos ita­lianos y entonces hice novelas y cuen­tos con eso. Son historias que, por otra parte, son muy frecuentes acá, que tie­ne que ver con eso de "m'hijo el dotor".
En la novela se producen desencuen­tros en esas familias inmigrantes. Una parte de la familia se resiste a la idea de evolución y mira con una mezcla de recelo y admiración a quienes se ambientan a la nueva vida. La inmigración fue de gente que no pertenecía a las ciudades. A la genera­ción de ese tío que inspira el libro, que era un hermano mayor de mi mamá, le tocó urbanizarse, adaptarse a las nor­mas urbanas. Si vos venís del campo y te adaptas a normas urbanas, no resulta fácil. Mucho menos para los viejos; mucho menos para mi abuelo. No veía la necesidad de un montón de cosas. Ahí se producía un desfasaje muy gran­de, un desgarramiento generacional en­tre abuelos y nietos. Hay una diferencia de comprensión y clase social que es dramático. Te convertís en otro. Tiene que primar mucho la comprensión y el cariño para que no genere conflictos en las familias. La vocación de un país es ascender. No ahora, pero antes el mandato de acá fue subir. Pero, al subir, mucha gente que­dó en el camino. Había muchas dife­rencias, dentro de una misma familia, entre quien había estudiado y quien no. El que había estudiado se convertía en el árbitro de la elegancia, el buen gusto, el buen decir y el buen hablar. Era el dueño de la verdad y del poder en la fa­milia. Eso yo lo he visto.

Las razones por las cuales ahora el mandato no es ascender las sabemos. Pero, ¿cuáles serán las consecuencias?

No me atrevo a escribir sobre los jóve­nes, pero creo que han encontrado ciertas formas de arreglarse y de vivir. Saben usar todos los servicios que la ciudad ofrece, que son muchos. No puedo hablar de los jóvenes porque hay mucha variedad, pero creo que dentro de todo se las arreglan bastante bien. Ya no es más deshonroso trabajar en un supermercado. Muchos estudian y trabajan en un supermercado. Y eso es normal. No conozco en profundidad el mundo de los jóvenes, aunque fui profesora en el Ciclo Bási­co Común en la Universidad de Bue­nos Aires. Hace un tiempo una alumna me invitó a un centro cultural que se llama Be­lleza y Felicidad. Tenían todos un "look" muy especial. "Pobrecitos -pensaba yo- qué humildes que son, qué casti­gados". Y todo era raro. Estaban vesti­dos asi nomás, con el pelo despeinado; la que presentaba comía torta que le había llevado la madre, la chica le da­ba de mamar al nene... todo como si no se jerarquizara nada. Me dieron una mesa porque les pedí, pero si no, ni siquiera tenían mesa. Los vi como castigados. Después pregunté y me di­jeron que era un "look". Mezclan objetos lindos con feos, se ponen un pullover viejo de la tía... como que en el mundo estaba todo mezclado.

¿Cómo se compara este mundo con aquel que usted vivió en su juventud de Filosofía y Letras?

Algunas cosas son para bien. Los chi­cos de ahora son menos aparatosos. Cuando yo era joven, había algunos que iban por la calle con un libro bajo el brazo, caminando con un aire de importancia como si se creyeran superio­res al resto de la humanidad. Había un cierto orgullo y pedantería. Ahora na­die se cree un iluminado porque lee. Es al contrario, a algunos hasta les da ver­güenza decir que leyeron algo. De todos modos, antes el nivel era más alto. En los '60 considerábamos burro en filosofía a alguien que tenía una mente estrecha. Ahora, burro es un chi­co que a los diecinueve años no sabe escribir. Yo tengo cosas guardadas de alumnos del CBC que a los diecinueve años te escriben cosas como: "La mayor tarea a la que se abocó Platón era des­cubrir dónde se encontraba Aristóteles". Tengo miles de cosas de esas. Por ejemplo, uno en lugar de Fedro, el personaje de Platón, escribió Freddo, como la heladería. Las deficiencias de vocabulario son increíbles. Una vez es­tábamos hablando de San Agustín y apareció la palabra "concupiscencia". Nadie la conocía. Les dije que era "las­civia". Tampoco entendieron. No me acuerdo a qué palabra lo bajé y enton­ces dijeron: "Ah, ¡baboso!" Hay mucha simplificación. Todo es etiquetado rápidamente. Al principio del CBC, en los primeros años que yo daba clases, los chicos estaban muy en la pa­tria financiera; hacían unos cálculos de los promedios que "daba calambre". Des­pués un poco se perdió eso. Pero tam­bién tuve alumnos muy buenos. Y en la Universidad de Lomas de Zamora tuve alumnos muy buenos que vienen de extramuros, que vienen de Villa Celina, de Villa Caraza. Alumnos morochos, que antes no había. Hay clases a las que ahora acceden y a las que antes no llegaban. Eso es otro cambio importante. Aparecen sectores más bajos que, afor­tunadamente, pueden acceder a la universidad. Además, hay una relación más franca con el profesor. Cuando yo estudiaba, el profesor estaba ahí sentado y, si no sabías una cosa, era mejor que le preguntaras a un compañero para no "deschavar" que eras un ignorante. Ahora te preguntan y son más espontáneos.

¿Qué pasa con las nuevas generacio­nes de escritores?

Hay escritores jóvenes que conozco y me parecen muy buenos, como Patricia Suárez. Lo que pasa es que cuando los jóvenes son buenos son muy indivi­dualistas. Cada uno hace su juego. Son muy diferentes entre sí. Por lo general, se da la característica de que todos tienen mucha urgencia por publicar. Y publicar se les hace más fá­cil que a nosotros. Hay editoriales que publican a todo el mundo. A nosotros nos defendía el hecho de que había que peregrinar con mendicidad por las edi­toriales. Hoy, muchos quieren publicar nada más que para cumplir con eso de tener un hijo, plantar un árbol y escri­bir un libro. Mucha gente se propone objetivos extraños, como escribir un li­bro antes de determinada edad, o pu­blicar lo que sea, no importa si es bue­no o es malo. Entre mis alumnos hay muchos de estos casos, y hay gente que se preocupa por la cocina del escritor, por saber a qué hora escribe, cuántas horas, cómo se inspira... Hay una autobiogafía de Chejov en donde él dice: "Cuando yo era chico y un poco inmaduro, quería ver el resultado de las cosas". Cuando uno es chico quiere el resultado inmediata­mente, mezcla papeles y líquidos pa­ra ver lo que sale. Cuando sos más grande y más maduro, te interesás y tenés placer en el proceso. Querer el resultado, ponerle el título a la novela antes de tener las herramientas, es por esa razón. Todo se arruina por apresuramiento. Uno dice: "¿Qué hago con este personaje? ¡Lo mato!". Hay que pensar para dónde va a ir el persona­je, pero ése es el oficio de tener inte­rés en el proceso. El resultado es una consecuencia. Eso pasa en todos los órdenes de la vida: lográs algo po­niéndote en marcha para lograrlo. Yo tenía una amiga que se pasaba lamen­tándose de que no tenía novio, pero jamás salía a buscar a ese novio. Escri­bir es lo mismo, te tiene que interesar algo fuerte para después vos trabajar­lo. La gente cree que escribir es inven­tar, pero escribir es seguir un hilo de algo que se te da a través de un inte­rés, de una mirada. Lo primero que tiene que ejercitar un escritor es la mirada y el oído. El oído para escu­char las voces y los tonos; la mirada, para ver bien. El escritor tiene que mirar un poco más de lo que la gente también mira. Si vos te sentás y te quedás dos horas, vas a ver más cosas que las que permite una hojeada rápi­da. El escritor debe lograr una aten­ción y poder sostenerla, debe poder fijar la atención en algo que le llamó la atención. Es sólo eso.

Si sólo es oír y mirar, ¿cuándo se aprende a escribir?

Si oye bien y mira bien pero no pue­de escribir, entonces será actor, o ci­neasta, o cualquier otra cosa vincula­da con ese tipo de arte. En general, lo que no debe hacer un escritor es decir "habla mal" cuando escucha a una persona de otro nivel social. Si yo di­go que habla mal, ya no lo escucho, es una barrera. Por lo general, los escri­tores argentinos no prestamos mucha atención al decir de tantas personas que no pertenecen al ámbito urbano. No observamos, no captamos ni mira­mos suficientemente el hervidero que es el país de cosas, conflictos, sensaciones y cuestiones.

¿Hay un divorcio entre los escritores argentinos y su tiempo?

A veces no se puede ser testigo del tiem­po que uno vive. Estás viviendo y en Buenos Aires el tiempo cambia constantemente. Una semana es un tema que pa­rece el universo; después se pasa y vie­ne otro tema. Pero sí podríamos ser más eso. La literatura porteña es muy introspectiva, donde uno se mira, se ob­serva, se examina... Mira muy poco hacia afuera. En algún tiempo los escritores eran la fuente del pensamiento. Hoy, el perio­dismo parece haber tomado ese lugar. El periodismo tiene una vibración tan inmediata que impide reflexionar. Uno no puede detenerse a pensar en las implicancias que ese hecho va a tener en el futuro. Es como los comentaristas deportivos que se pasan diciendo que un jugador no está en un buen día, pe­ro que cuando ese jugador mete un gol cambian todo el discurso. Lo que pasa es que a los argentinos nos gusta el detalle. Una diputada no nos gustaba porque era gorda y usaba una cruz enorme. Ahora, no nos gusta porque está demasiado linda y parece una señora de Barrio Norte. De una senadora dicen que es demasiado producida. ¡Son todos detalles! La gente mira los detalles. Con lo de León Ferrari se armó un despelote con la exposición porque decían que esta­ba al lado de una iglesia. Somos raros. Somos amantes de los reglamentos y nos encanta burlarlos. Somos amantes de las decisiones súbitas y de que el mundo se construye a partir de lo que dice alguien. Creemos que sube alguien y cambia todo.

¿Hay un lazo necesario entre literatu­ra y política?

Un escritor es una persona como cual­quier otra. Ya pasó el tiempo en que el intelectual tenía la voz cantante y era como una figura señera. El escritor de­be ser político si le interesa o si va a de­cir algo sumamente interesante. Pero, puede ser subrepticiamente político con lo que escribe, o con el tipo de persona­jes que consagra, o con los que se iden­tifica. Eso es una especie de política ta­pada. En estos momentos estoy escri­biendo un cuento que me está dando mucho trabajo, sobre la experiencia de los '70 cuando yo me politicé un poco. Hacíamos teatro en Moreno, en Peronismo y Liberación, en promoción de comunidades de base. Eso fue una época en que todo el mundo leía a Abe­lardo Ramos, Jauretche, un montón de escritores de la línea de la identidad na­cional. Yo sospecho que parte de la ebriedad que te producen esas lecturas, que vinieron después de leer a Dostoievsky que te vuelven "del tomate" pe­ro que te quedás en tu casa, son intere­santes porque te llevan a la acción. Uno ve un canal. Pero igual, meditando bien, fue como un "como sí". Fue un "como si todos fuéramos iguales". Y no éramos todos iguales. Porque de todas esas visi­tas a las villas sacó más el militante que la propia gente: aprendió mucho más que la gente. Pienso que eso es un compromiso y un trabajo de por vida. Una cosa es hacerlo como lo hice yo, que fui durante dos o tres años. Otra cosa es te­ner el compromiso. Debe ser algo con lo cual uno se compromete y es la voca­ción más alta que existe. Uno tiene que ir y quedarse veinte años con esa gente, porque si no los estás abandonando.

¿Cómo era aquella experiencia de teatro?

Llena de prejuicios. Decíamos que el teatro popular debía reflejar la reali­dad, pero los chicos de esos barrios hu­mildes no pedían caña, pedían whisky "on the rocks". Las clases no son tan compactas como se cree. No hay una clase que toma caña y otra que toma champagne. Hay un montón de cosas a las que accede toda la gente. Todos tie­nen ilusiones. Por eso creo que, para la gente, el dinero es mucho más libera­dor que la cultura. La cultura es un mandarinato. Es mucho más restringi­do el círculo de la cultura que el del di­nero. Con dinero cualquiera se compra un auto, si aprende a mirar un mapa puede viajar, gozar del paisaje. Es para todos. La cultura es muy excluyente. No es raro que la gente agarre los sig­nos exteriores de la cultura, como las zapatillas o el reloj. Porque el significa­do más profundo de una cultura está oculto, y lo oculto necesita de muchos años para ser entendido. Entonces, la gente se agarra de lo que ve, de los bie­nes. Lo otro es más discriminado y dis­criminante. Es mucha la diferencia que hay entre las personas cultas y quienes no lo son. La vida de un intelectual no se parece en nada a la de uno que pica piedras bajo el sol. Cultura significa ocio. Lo mejor de la cultura tiene que ver con el ocio. La cultura es un lujo grande, grandísimo. ¿Con quién te irías a una isla desierta? ¿Con uno que es rico y tiene todos los bienes, o con uno que es culto y te va a dar una bue­na conversación?