Hace un tiempo Fogwill dijo que usted era la mejor cuentista argentina, porque nunca había leído a Borges.
No
lo he leído bien, es cierto, pero he leído a Borges. Prácticamente no hay ningún
escritor argentino que no lo haya leído. Yo lo hice en mi juventud, aunque no
en profundidad.
Fogwill
acierta en que sus cuentos parecen escapar a la influencia borgeana. ¿Cómo se
hace para dejar de lado esa figura paternalista?
Esa
pregunta es difícil. Borges es un gran adjetivador, y yo no adjetivo nunca. Si
hay una cosa que tiene Borges pegada, es el adjetivo. Es muy difícil que yo
adjetive definiendo de esa manera tan drástica, como hace él. Yo soy una
escritora artesanal, preocupada por cosas domésticas, por temas de ambientes,
de instituciones, muy realista. El iba para otro lado, tiene otra vertiente.
Pero yo no me compararía jamás con él.
Su
literatura no sólo es doméstica, sino que también se la suele explicar como
infantil.
Siempre
me han dicho "naif". Eso es porque se copian unos a otros. Ultimamente dijeron
que yo era una escritora oculta, y eso no es cierto. A mí me prestaron atención
desde los primeros libros y fui reconocida. Es un circuito natural, nunca hay
nada tan extraordinario. La gente escribe durante cuarenta años y esto es como una carrera
administrativa. Uno
va ascendiendo con cierta perseverancia. Esto es una actividad como cualquier otra. La prensa y las
personas que rodean a la
literatura tienen una tendencia a creer en el milagro, en alguien que estaba oculto y de repente aparece. Pero no hay milagros.
Yo siempre escribí,
siempre tuve una respuesta de la crítica, siempre presenté los libros para
publicar (por lo tanto, tenía alguna vocación de publicidad). Nunca estuve oculta. Seguí
todos los caminos que siguen los escritores
jóvenes, solo que ahora ya soy grande y me va más o menos bien. Es una carrera burocrático administrativa.
Cuando uno elige ser escritor, sin embargo,
lo hace para alejarse de cualquier burocracia.
Cuando
yo empecé no sabía nada. No sabía ni que los libros se presentaran. No sabía
que relación podía haber con la crítica, ni con nada. No conocía prácticamente
a nadie. La figura del escritor se mitifica mucho, se convierte en mito. Un
escritor es como un artesano. El que persiste en cualquier actividad,
tiene buena salud, un poco de suerte, y está dispuesto a ir en esa
dirección, siempre algo saca. Esto pasa en el periodismo, en la
literatura o en hacer plata. Lo mismo ocurre si yo hubiese hecho la carrera
de hacer dinero. No es un milagro ni un don. Por supuesto, hay que estar más
dotado para una cosa que para otra, pero uno hace siempre lo que le
resulta más fácil. Si sos bueno en lengua cuando sos chico, después vas a
escribir. Si sos muy malo en manualidades y hacés todas cosas
pegoteadas que te rechazan siempre, no te vas a dedicar a las artes plásticas
o a ser escultor. Uno comienza sobre una base primitiva que luego se afianza.
No hay ningún secreto.
¿Cómo
decidió ser escritora?
No
sé si lo decidí. Yo escribí más o menos consistentemente a los diecinueve años,
tenía un amigo mayor que estudiaba literatura y filosofía y que leía mis textos. El fue mi interlocutor más válido, durante varios años. Yo confiaba plenamente
en su juicio. Los juicios de la gente los considero muy relativos, pero
con el juicio de él coincidía plenamente. Lo único que me decía era:
"esto está vivo", "esto está muerto". Hasta que después me
independicé y, aunque mostré mis textos, ya dejé de confiar en el juicio de
la gente, porque les gusta de manera diferente. Confío más en las
caras que ponen, si se ríen, las expresiones que hacen. Los comienzos
fueron así. De chica escribía también, pero cuando estaba sola y no
había chicos para jugar. Si había alguien para jugar, volaba. Yo no creo
que uno tenga una sola vocación. Uno siguió una dirección como en todos los
ordenes de la vida, pero podría haber sido otras cosas. Cuando tenía
dieciséis años me hubiera gustado ser deportista. No tenia vocación, pero hacía
salto en largo, jugaba al ping pong, al volley... Después fui a la facultad
de Filosofía, me atornillé a la silla y me dediqué al deporte de conversar
y hablar. No me acuerdo nada de lo que hablábamos.
A veces me pregunto qué hablábamos tanto tiempo, con esa intensidad que
la vida actual no conoce, porque ahora no hay tiempo.
¿Cómo
cambiaron esos tiempos con respecto al acto de escribir?
En
mi caso particular, escribo más lentamente. De joven, en dos tardes me hacía
un cuento. Ahora un cuento me puede llevar más tiempo, por el mismo ritmo
vital lento que uno tiene. Pero, de joven hacés más macanas, metés la pata
y después tenés que reescribirlo. Son cuestiones de la edad; los jóvenes meten
la pata y es natural, de grande ya no querés.
¿Hay
errores de juventud en sus libros?
Yo
no releo nunca lo que escribo. Solamente lo hago cuando una persona que
me cae muy bien me hace algún comentario sobre mis libros. Entonces miro
qué es lo que me están comentando. De otra forma, no leo nada. Ya está
hecho.
¿Cuál
fue el rol de su familia en esos comienzos literarios?
Ni
me estimularon ni me lo prohibieron. Si yo quería escribir, entonces me
dejaron que escribiese. Cuando terminé el secundario me dijeron que trabajara
para pagarme mis gastos, pero siempre tenía casa y comida. Si quería
estudiar, me dijeron que estudiara. Pero la facultad de Filosofía era muy
particular en esa época. Recién en la generación siguiente ya jugaban al
fútbol y todo eso. Nosotros estábamos todos sentados, hablando durante horas.
Cuando entré a la facultad después de venir de un pueblo como Moreno me
quise morir. Yo venía de un pueblo de conocidos, tías, primos, parientes...
En la facultad había perdido todo eso. También
había una chica que era más grande y a mí me parecía muy inteligente, que no
quería pasar por un bar porque decía que había fantasmas. Yo no entendía nada. "¿Qué verá", me preguntaba, "¿qué le pasa?". Honestamente, en los
primeros seis meses de la facultad no entendía los códigos. Los códigos de la
élite sofisticada de Buenos Aires y los códigos de Moreno son muy distintos. Recuerdo
que había una chica que se llamaba Alma Cristina, que era "hippie" y andaba con
su nena de siete años. La había tenido a los quince porque se le dio la gana y
la presentaba: "Es un poco menos estrábica que Sartre". ¡En mi pueblo no se
usaba decir esas cosas!
¿Esos
personajes están en su literatura?
No
los puedo llevar a mi literatura porque no recuerdo bien las conversaciones
que teníamos. Tendría que recordar el contenido de lo que se hablaba.
¿La
memoria y las palabras son los dos materiales fundamentales del escritor?
Por
supuesto. Yo he hecho muchos cuentos de viajes, de docentes, de literatos, de
pintores...
¿Entonces
la memoria es más importante que la imaginación?
Son
lo mismo. Recordar es imaginar.
Tanto
la novela "Camilo asciende" como otros cuentos que la acompañan en la reciente
edición de Interzona, están centradas en la memoria de la inmigración.
Mis
abuelos eran inmigrantes italianos, genoveses y toscanos. Yo tuve mucha referencia
de ellos por mi madre. De parte de mi padre soy de origen vasco, pero son más
callados que los italianos, más cuidadosos en sus manifestaciones y sus
expresiones. Tuve mucha transmisión de la historia de mis abuelos italianos y
entonces hice novelas y cuentos con eso. Son historias que, por otra parte,
son muy frecuentes acá, que tiene que ver con eso de "m'hijo el dotor".
En
la novela se producen desencuentros en esas familias inmigrantes. Una parte de
la familia se resiste a la idea de evolución y mira con una mezcla de recelo y
admiración a quienes se ambientan a la nueva vida. La inmigración fue de gente
que no pertenecía a las ciudades. A la generación de ese tío que inspira el
libro, que era un hermano mayor de mi mamá, le tocó urbanizarse, adaptarse a
las normas urbanas. Si vos venís del campo y te adaptas a normas urbanas, no
resulta fácil. Mucho menos para los viejos; mucho menos para mi abuelo. No
veía la necesidad de un montón de cosas. Ahí se producía un desfasaje muy grande,
un desgarramiento generacional entre abuelos y nietos. Hay una diferencia de
comprensión y clase social que es dramático. Te convertís en otro. Tiene que
primar mucho la comprensión y el cariño para que no genere conflictos en las
familias. La
vocación de un país es ascender. No ahora, pero antes el mandato de acá fue subir.
Pero, al subir, mucha gente quedó en el camino. Había muchas diferencias,
dentro de una misma familia, entre quien había estudiado y quien no. El que
había estudiado se convertía en el árbitro de la elegancia, el buen gusto, el
buen decir y el buen hablar. Era el dueño de la verdad y del poder en la familia.
Eso yo lo he visto.
Las
razones por las cuales ahora el mandato no es ascender las sabemos. Pero, ¿cuáles
serán las consecuencias?
No
me atrevo a escribir sobre los jóvenes, pero creo que han encontrado ciertas
formas de arreglarse y de vivir. Saben usar todos los servicios que la ciudad
ofrece, que son muchos. No puedo hablar de los jóvenes porque hay mucha
variedad, pero creo que dentro de todo se las arreglan bastante bien. Ya no es
más deshonroso trabajar en un supermercado. Muchos estudian y trabajan en un
supermercado. Y eso es normal. No conozco en profundidad el mundo de los
jóvenes, aunque fui profesora en el Ciclo Básico Común en la Universidad de Buenos Aires. Hace
un tiempo una alumna me invitó a un centro cultural que se llama Belleza y
Felicidad. Tenían todos un "look" muy especial. "Pobrecitos -pensaba yo- qué
humildes que son, qué castigados". Y todo era raro. Estaban vestidos asi
nomás, con el pelo despeinado; la que presentaba comía torta que le había
llevado la madre, la chica le daba de mamar al nene... todo como si no
se jerarquizara nada. Me dieron una mesa porque les pedí, pero si no, ni
siquiera tenían mesa. Los vi como castigados. Después pregunté y me dijeron
que era un "look". Mezclan objetos lindos con feos, se ponen un pullover viejo de
la tía... como que en el mundo estaba todo mezclado.
¿Cómo
se compara este mundo con aquel que usted vivió en su juventud de Filosofía y Letras?
Algunas
cosas son para bien. Los chicos de ahora son menos aparatosos. Cuando yo era
joven, había algunos que iban por la calle con un libro bajo el brazo,
caminando con un aire de importancia como si se creyeran superiores al resto
de la humanidad. Había un cierto orgullo y pedantería. Ahora nadie se cree un
iluminado porque lee. Es al contrario, a algunos hasta les da vergüenza decir
que leyeron algo. De todos modos, antes el nivel era más alto. En los '60 considerábamos burro en filosofía a alguien que tenía una mente estrecha.
Ahora, burro es un chico que a los diecinueve años no sabe escribir. Yo tengo
cosas guardadas de alumnos del CBC que a los diecinueve años te escriben cosas
como: "La mayor tarea a la que se abocó Platón era descubrir dónde se
encontraba Aristóteles". Tengo miles de cosas de esas. Por ejemplo, uno en
lugar de Fedro, el personaje de Platón, escribió Freddo, como la heladería. Las deficiencias de vocabulario son
increíbles. Una vez estábamos hablando de San Agustín y apareció la palabra
"concupiscencia". Nadie la conocía. Les dije que era "lascivia".
Tampoco entendieron. No me acuerdo a qué palabra lo bajé y entonces dijeron:
"Ah, ¡baboso!" Hay mucha simplificación. Todo es etiquetado
rápidamente. Al principio del CBC, en los primeros años que yo daba clases, los
chicos estaban muy en la patria financiera; hacían unos cálculos de los
promedios que "daba calambre". Después un poco se perdió eso. Pero también tuve
alumnos muy buenos. Y en la Universidad de Lomas de Zamora tuve alumnos muy
buenos que vienen de extramuros, que vienen de Villa Celina, de Villa Caraza.
Alumnos morochos, que antes no había. Hay clases a las que ahora acceden y a
las que antes no llegaban.
Eso es otro cambio importante. Aparecen sectores más bajos que, afortunadamente,
pueden acceder a la universidad. Además,
hay una relación más franca con el profesor. Cuando yo estudiaba, el profesor
estaba ahí sentado y, si no sabías una cosa, era mejor que le preguntaras a un
compañero para no "deschavar" que eras un ignorante. Ahora te preguntan y son
más espontáneos.
¿Qué
pasa con las nuevas generaciones de escritores?
Hay
escritores jóvenes que conozco y me parecen muy buenos, como Patricia Suárez.
Lo que pasa es que cuando los jóvenes son buenos son muy individualistas. Cada
uno hace su juego. Son muy diferentes entre sí. Por lo general, se da la
característica de que todos tienen mucha urgencia por publicar. Y publicar se
les hace más fácil que a nosotros. Hay editoriales que publican a todo el
mundo. A nosotros nos defendía el hecho de que había que peregrinar con
mendicidad por las editoriales. Hoy, muchos quieren publicar nada más que para
cumplir con eso de tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Mucha
gente se propone objetivos extraños, como escribir un libro antes de
determinada edad, o publicar lo que sea, no importa si es bueno o es malo.
Entre mis alumnos hay muchos de estos casos, y hay gente que se preocupa por la
cocina del escritor, por saber a qué hora escribe, cuántas horas, cómo se
inspira... Hay una autobiogafía de Chejov en donde él dice: "Cuando yo era
chico y un poco inmaduro, quería ver el resultado de las cosas". Cuando
uno es chico quiere el resultado inmediatamente, mezcla papeles y líquidos para
ver lo que sale. Cuando sos más grande y más maduro, te interesás y tenés
placer en el proceso. Querer el resultado, ponerle el título a la novela antes
de tener las herramientas, es por esa
razón. Todo se arruina por apresuramiento. Uno dice: "¿Qué hago con este
personaje? ¡Lo mato!". Hay que pensar para dónde va a ir el personaje,
pero ése es el oficio de tener interés en el proceso. El resultado es una
consecuencia. Eso pasa en todos los órdenes de la vida: lográs algo poniéndote
en marcha para lograrlo. Yo tenía una amiga que se pasaba lamentándose de que
no tenía novio, pero jamás salía a buscar a ese novio. Escribir es lo mismo,
te tiene que interesar algo fuerte para después vos trabajarlo. La gente cree
que escribir es inventar, pero escribir es seguir un hilo de algo que se te da
a través de un interés, de una mirada. Lo primero que tiene que ejercitar un
escritor es la mirada y el oído. El oído para escuchar las voces y los tonos;
la mirada, para ver bien. El escritor tiene que mirar un poco más de lo que la
gente también mira. Si vos te sentás y te quedás dos horas, vas a ver más cosas
que las que permite una hojeada rápida. El escritor debe lograr una atención
y poder sostenerla, debe poder fijar la atención en algo que le llamó la
atención. Es sólo eso.
Si
sólo es oír y mirar, ¿cuándo se aprende a escribir?
Si
oye bien y mira bien pero no puede escribir, entonces será actor, o cineasta,
o cualquier otra cosa vinculada con ese tipo de arte. En general, lo que no
debe hacer un escritor es decir "habla mal" cuando escucha a una persona
de otro nivel social. Si yo digo que habla mal, ya no lo escucho, es una
barrera. Por lo general, los escritores argentinos no prestamos mucha atención
al decir de tantas personas que no pertenecen al ámbito urbano. No observamos,
no captamos ni miramos suficientemente el hervidero que es el país de cosas,
conflictos, sensaciones y cuestiones.
¿Hay
un divorcio entre los escritores argentinos y su tiempo?
A veces no se puede
ser testigo del tiempo que uno vive. Estás viviendo y en Buenos Aires el
tiempo cambia constantemente.
Una semana es un tema que parece el universo; después se pasa y viene otro
tema. Pero sí podríamos ser más eso. La
literatura porteña es muy introspectiva, donde uno se mira, se observa, se
examina... Mira muy poco hacia afuera. En
algún tiempo los escritores eran la fuente del pensamiento. Hoy, el periodismo
parece haber tomado ese lugar. El
periodismo tiene una vibración tan inmediata que impide reflexionar. Uno no
puede detenerse a pensar en las implicancias que ese hecho va a tener en el
futuro. Es como los comentaristas deportivos que se pasan diciendo que un
jugador no está en un buen día, pero que cuando ese jugador mete un gol cambian
todo el discurso. Lo que pasa es que a los argentinos nos gusta el detalle.
Una diputada no nos gustaba porque era gorda y usaba una cruz enorme. Ahora, no
nos gusta porque está demasiado linda y parece una señora de Barrio Norte. De
una senadora dicen que es demasiado producida. ¡Son todos detalles! La gente
mira los detalles. Con lo de León Ferrari se armó un despelote con la
exposición porque decían que estaba al lado de una iglesia. Somos raros. Somos
amantes de los reglamentos y nos encanta burlarlos. Somos amantes de las
decisiones súbitas y de que el mundo se construye a partir de lo que dice
alguien. Creemos que sube alguien y cambia todo.
¿Hay
un lazo necesario entre literatura y política?
Un
escritor es una persona como cualquier otra. Ya pasó el tiempo en que el intelectual
tenía la voz cantante y era como una figura señera. El escritor debe ser
político si le interesa o si va a decir algo sumamente interesante. Pero, puede
ser subrepticiamente político con lo que escribe, o con el tipo de personajes
que consagra, o con los que se identifica. Eso es una especie de política tapada.
En estos momentos estoy escribiendo un cuento que me está dando mucho trabajo,
sobre la experiencia de los '70 cuando yo me politicé un poco. Hacíamos
teatro en Moreno, en Peronismo y Liberación, en promoción de comunidades de
base. Eso fue una época en que todo el mundo leía a Abelardo Ramos, Jauretche,
un montón de escritores de la línea de la identidad nacional. Yo sospecho que
parte de la ebriedad que te producen esas lecturas, que vinieron después de
leer a Dostoievsky que te vuelven "del tomate" pero que te quedás en tu casa,
son interesantes porque te llevan a la acción. Uno ve un canal. Pero igual,
meditando bien, fue como un "como sí". Fue un "como si todos
fuéramos iguales". Y no éramos todos iguales. Porque de todas esas visitas
a las villas sacó más el militante que la propia gente: aprendió mucho más que
la gente. Pienso que eso es un compromiso
y un trabajo de por vida. Una cosa es hacerlo como lo hice yo, que fui durante
dos o tres años. Otra cosa es tener el compromiso. Debe ser algo con lo cual
uno se compromete y es la vocación más alta que existe. Uno tiene que ir y
quedarse veinte años con esa gente, porque si no los estás abandonando.
¿Cómo
era aquella experiencia de teatro?
Llena de prejuicios. Decíamos que el teatro popular
debía reflejar la realidad, pero los chicos de esos barrios humildes no
pedían caña, pedían whisky "on the rocks". Las clases no son tan compactas como
se cree. No hay una clase que toma caña y otra que toma champagne. Hay un
montón de cosas a las que accede toda la gente. Todos tienen ilusiones. Por
eso creo que, para la gente, el dinero es mucho más liberador que la cultura.
La cultura es un mandarinato. Es mucho más restringido el círculo de la
cultura que el del dinero. Con dinero cualquiera se compra un auto, si aprende
a mirar un mapa puede viajar, gozar del paisaje. Es para todos. La cultura es
muy excluyente. No es raro que la gente agarre los signos exteriores de la
cultura, como las zapatillas o el reloj. Porque el significado más profundo de
una cultura está oculto, y lo oculto necesita de muchos años para ser
entendido. Entonces, la gente se agarra de lo que ve, de los bienes. Lo otro
es más discriminado y discriminante. Es mucha la diferencia que hay entre las
personas cultas y quienes no lo son. La vida de un intelectual no se parece en
nada a la de uno que pica piedras bajo el sol. Cultura significa ocio. Lo mejor
de la cultura tiene que ver con el ocio. La cultura es un lujo grande,
grandísimo. ¿Con quién te irías a una isla desierta? ¿Con uno que es rico y
tiene todos los bienes, o con uno que es culto y te va a dar una buena
conversación?