La crítica situación ecológica global puesta en
evidencia en los procesos de cambio climático, el agotamiento de bienes
naturales y la degradación ambiental - transformaciones éstas que generan
múltiples conflictos socio-ambientales-, lleva inevitablemente a indagar sobre
la relación que guarda con los fundamentos del modo de producción capitalista. Desde
el mismo momento en que la naturaleza es afectada por las relaciones sociales
de producción, la evolución y la transformación de los ecosistemas
naturales -objeto de estudio de la ecología- están determinadas por las
necesidades de explotación de sus materias primas que genera el proceso de
acumulación de capital. O, dicho de otro modo, por los efectos de las
prácticas productivas de esa formación económica en los modos y técnicas
de aprovechamiento de los recursos naturales del ecosistema.
El economista catalán Joan Martínez
Alier (1939), profesor de Economía e Historia Económica de
la Universidad Autónoma de Barcelona, dice al respecto en su
obra "L'ecologisme i l'economia" (El ecologismo y la
economía) que "la sociedad y la naturaleza evolucionan,
inseparablemente unidas, a lo largo de la historia". Para una
adecuada comprensión de las interrelaciones entre ambas se debe
partir de tres supuestos básicos: la dinámica evolutiva de los
ecosistemas (el análisis del consumo de recursos naturales sólo tiene
sentido si se toma en cuenta el tiempo que la naturaleza ha invertido en
su creación), las distintas modalidades de organización productiva de
las sociedades humanas (no todas las formas históricas de
organización productiva han sido y son ecológicamente sostenibles: algunas
permanecieron durante muchos siglos y otras fracasaron en su proceso de
adaptación a los límites impuestos por los ecosistemas), y las ideas y
percepciones que orientaron las relaciones de los seres humanos con
la naturaleza en cada momento de su evolución (no todas las visiones
culturales sobre el papel de la naturaleza, generadas por las distintas
sociedades o por los distintos grupos de cada una de ellas, han favorecido
el mismo tipo de relación de los seres humanos con el ambiente
natural).
Todos los análisis sobre la historia de la
humanidad han estado condicionados por el contexto geográfico, ecológico y
cultural en que se produce y reproduce una determinada sociedad. Las prácticas
productivas, dependientes del medio ambiente y de la estructura social de las
diferentes culturas, han generado tanto formas de percepción como técnicas
específicas para la apropiación social de la naturaleza y la transformación
social del medio, aunando así el conocimiento teórico con el saber práctico. “Estas
relaciones entre conocimiento teórico y saberes prácticos –dice el
ambientalista mexicano Enrique Leff (1946) en “Ecología y capital”- se
aceleraron con el advenimiento del capitalismo, el surgimiento de la ciencia
moderna y la institucionalización de la racionalidad económica”. Y agrega: “En
el sistema capitalista se produce una articulación efectiva entre el
conocimiento científico y la producción de mercancías por medio de la
tecnología. La necesidad de elevar el valor relativo de los procesos de trabajo
se tradujo en una necesidad de incrementar su eficiencia productiva, lo que indujo
a la sustitución progresiva de los procesos de mecanización por un acercamiento
de la ciencia a los procesos productivos, mediante la producción y la aplicación
integrada de diferentes ramas del conocimiento técnico y científico”.
Si bien la lectura básica que cada cultura hace
de la naturaleza constituye a ésta en la fuente de recursos para satisfacer sus
necesidades materiales, también la percibe según su específica concepción del
mundo, según su escala de valores; pero las diferentes visiones o valoraciones
del espacio no sólo se corresponden con diferentes culturas. Escribe el
historiador alemán Eduardo Bitlloch (1948) en un artículo publicado en el nº 37 de la
revista “Ciencia Hoy”: “En sociedades complejas, también es percibido en
forma diferente por distintos sectores. En este sentido la relación sociedad-espacio
es en el sistema capitalista, desde luego, una relación valor-espacio, porque
está sustantivada por el trabajo humano. Por eso, la apropiación de los recursos
propios del espacio, la construcción de formas humanizadas sobre el mismo, la
permanencia de esas construcciones, las modificaciones, ya sea del sustrato
natural o de las obras humanas, todo eso representa creación de valor”.
Según manifiesta el geógrafo francés Olivier
Dollfus (1931-2005) en “L'espace géographique” (El espacio geográfico), el escaso interés y atención que ha merecido este aspecto en las
ciencias sociales desde fines del siglo XIX “seguramente no es ajeno a un sesgo
ideológico que tiende a desviar la atención de uno de los determinantes
decisivos de la desigualdad social y de la estructura de poder. En el
desarrollo del sistema capitalista y su difusión en los países periféricos, se
generalizó -en estos últimos- la apropiación privada de la tierra, el agua y
los recursos naturales, con el propósito de usarlos como factores generadores
de renta e ingresos monetarios. La apropiación de la mejor tierra en manos de
unos pocos, significa la existencia de población sin acceso a la tierra y, por
consiguiente, su supervivencia en tierras de inferior calidad o en casos de agotamiento
de la frontera agrícola, la existencia de campesinos sin tierra. En el primer
caso se produce el fenómeno de la renta diferencial que favorece a los
propietarios de las mejores tierras, por una parte, mientras la presión
demográfica obliga a la población restante a sobreexplotar las tierras de menor
calidad y a incorporar y utilizar tierras cada vez más marginales o de frontera
agropecuaria. Tal situación suele entrañar la destrucción de los bosques, la degradación
de los suelos y de los ecosistemas correspondientes”.
Para el ya citado Bitlloch, la racionalidad
económica imperante “se caracteriza por el desajuste entre las formas y ritmos
de extracción, explotación y transformación de los recursos naturales y las
condiciones ecológicas para su conservación, regeneración y aprovechamiento sustentable.
La aceleración en los ritmos de rotación del capital y en la capitalización de
la renta del suelo para maximizar las ganancias o los excedentes económicos en
el corto plazo ha generado una creciente presión sobre el medio ambiente. Esta racionalidad
económica ha estado asociada con patrones tecnológicos que tienden a uniformar
los cultivos y a reducir la biodiversidad. De esta manera, la transformación de
ecosistemas complejos en pastizales o campos de monocultivo ha conducido a una
sobrexplotación del suelo, que declina rápidamente”. Los procesos de erosión de
los suelos y reforestación han traído aparejado el agotamiento progresivo de la
fauna y la flora del planeta, la destrucción de la corteza terrestre
biológicamente activa y la desestabilización del clima y la temperatura que
soportan la producción y regeneración sostenible de los recursos naturales. “En
este contexto –añade Bitlloch- la tecnología ha desempeñado una importante
función instrumental dentro de la racionalidad económica, estableciendo la
relación de eficacia entre conocimiento y producción. Así, la tecnología -entendida
como la organización del conocimiento para la producción- se ha insertado en
los factores de la producción, determinando la productividad del capital y de
la fuerza de trabajo”.
Esa fuerza de trabajo es la condición básica y
fundamental de toda la vida humana. Así por lo menos lo consideraba Friedrich Engels
(1820-1895) en el artículo “Anteil der arbeit an der menschwerdung des affen” (El
papel del trabajo en el proceso de hominización del simio) escrito en junio de
1876 y publicado en la revista alemana “Die Neue Zeit” nº 44. “El trabajo es la
fuente de toda riqueza, afirman los especialistas en economía política. Y en
efecto, lo es junto con la naturaleza que provee los materiales que el trabajo
convierte en riqueza. Pero el trabajo es muchísimo más, y lo es en tal grado
que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio
hombre”. Y agregaba: “Los capitalistas que dominan la producción y el intercambio
sólo se ocupan de la utilidad más inmediata de sus actos. Más aún; incluso esta
misma utilidad -por cuanto se trata de la utilidad de la mercancía producida o intercambiada-
pasa por completo a segundo plano, apareciendo como único incentivo la ganancia
obtenida en la venta”. Es decir, el capitalista produce sin tomar en
consideración el posible agotamiento o degradación del recurso.
Cien años antes, el economista francés François
Quesnay (1694-1774) decía en sus “Maximes générales de gouvernement economique
d'un royaume agricole” (Máximas generales del gobierno económico de un
reino agrícola) que la ciencia económica debía orientarse a "conseguir la mayor producción posible mediante el conocimiento
de los resultados físicos que aseguren la recuperación de los recursos
invertidos". Quesnay le atribuía al hombre la capacidad de acrecentar y
controlar a voluntad la producción mediante el trabajo con la ayuda de la
ciencia, y consideraba que el valor de uso de las mercancías era más importante
que el valor monetario, aunque aceptaba que éste era el que le otorgaba
carácter de riqueza a las mercancías. Para Quesnay, la única forma de asegurar
un crecimiento sostenido de esos valores monetarios era colaborar con las leyes
de la tierra, para acrecentar el producto neto. Quesnay, junto a Anne Robert
Jacques Turgot (1727-1781) y Pierre Samuel Du Pont de Nemours (1739-1817),
también economistas franceses, fueron los fundadores de escuela de pensamiento económico conocida como
fisiocracia, la que prevaleció durante el siglo XVIII y en la que la naturaleza,
considerada como productora de riqueza, era el centro del análisis y las reflexiones
económicas.
Con la irrupción de Adam Smith (1723-1790) se produce la ruptura con la
ética de ese pensamiento y se sientan las bases del sistema económico imperante
en la actualidad, el que sustituye toda actividad económica dirigida
conscientemente hacia la satisfacción de las necesidades vitales por la acción
autónoma del libre mercado. La sociedad moderna se ha transformado en una
verdadera sociedad mercantil, donde los individuos necesariamente deben
intercambiar sus productos a través de los mercados para poder sobrevivir. Para
Smith, el mayor exponente de la corriente de pensamiento económico conocido
como escuela clásica, los recursos naturales entran en juego sólo
subsidiariamente a la preocupación fundamental que es el crecimiento económico.
Algunos años más tarde, el economista inglés David Ricardo (1772-1823), exitoso corredor y especulador bursátil, profundizaría
esa ruptura al considerar que las fuerzas naturales, lejos de incrementar el
valor de las mercancías, lo mermaban, asignándole entonces a la fuerza de
trabajo la única fuente de valor. Para Ricardo, el valor estaba determinado por
el tiempo trabajado, teoría que él no desarrolló completamente y sí lo haría
Karl Marx (1818-1883) al considerar que
el sistema capitalista era intrínsecamente explotador del trabajador, ya que el
capitalista se quedaba siempre con una parte del valor creado por los
trabajadores.
Pero la ruptura definitiva con la naturaleza, se
produjo en 1898 con la aparición de “Théorie de la
production de la richesse sociale” (Teoría de la producción de la
riqueza social) del economista
francés Léon Walras (1834-1910), para quien el valor
ya no se fundaba en el recurso natural del trabajo sino en la utilidad y la
escasez. Si para Quesnay la única base de crecimiento estable de la riqueza era
el crecimiento del producto material neto, cuidando siempre la naturaleza y
haciendo la distinción entre recursos renovables y no renovables para
garantizar la reproducción de esa riqueza, para Walras, la riqueza estaba
formada por el "conjunto de cosas materiales (producción de bienes) e
inmateriales (producción de servicios) que, por una parte, son útiles y que,
por otra, no están a nuestra disposición más que en cantidad limitada". De
esta manera se introducen nuevos elementos para la lógica capitalista de
producción: las cosas escasas son valiosas, intercambiables y apropiables, y la
riqueza puede ser una cosa inmaterial, lo cual permite su expansión sin fin al
no estar limitada por la base material. Así sentó las bases del concepto de “crecimiento
ilimitado”: ya no existen recursos renovables y no renovables, sólo existen materias
primas inagotables como valores de cambio. La vieja concepción de Thomas
Malthus (1766-1834) en cuanto a que la cantidad limitada de tierra
agrícola constituía un obstáculo para el crecimiento ilimitado feneció
definitivamente con la aparición de la llamada “escuela neoclásica” encabezada
por el economista británico Alfred Marshall (1842-1924) con sus teorías
sobre la oferta y la demanda, y su interés por la naturaleza sólo en cuanto a
su operatividad. Para los economistas neoclásicos, el
instrumento idóneo para el desarrollo de la economía es el “mercado”, ente
abstracto que se encarga de evitar que se produzca la escasez de recursos
mediante una eficiente asignación de precios. Si un recurso se agota, su precio
se elevará y esto llevará a buscar sustitutos por medio de la ciencia.
El tema es que los ecosistemas han evolucionado
durante millones de años y no pueden ser sustituidos ni recuperados por
procedimientos tecnológicos. Para el historiador colombiano Renán Vega Cantor
(1958), la desaparición de cualquiera de ellos supone eliminar posibilidades de
subsistencia para los seres humanos por la sencilla razón de que "los ecosistemas
hacen que la Tierra sea habitable purificando el aire y el agua, manteniendo la
biodiversidad, descomponiendo y dando lugar al ciclo de nutrientes y
proporcionándonos todo un abanico de funciones críticas". El autor de “El
imperialismo ecológico” apunta que los ecosistemas reportan beneficios directos
e indirectos a los seres humanos. “Entre los directos se destacan la obtención
de plantas y animales como alimentos y materias primas o como recursos
genéticos, y los indirectos toman la forma de servicios como control de la
erosión, almacenamiento de agua por parte de plantas y microorganismos o la
polinización por dispersión de semillas por insectos, aves y mamíferos”. De
modo que es imposible la existencia de las sociedades humanas sin ecosistemas,
ya que éstos son los motores productivos del planeta. Si se la privara de sus ecosistemas,
la Tierra se parecería a las imágenes desoladas y sin vida que proyectaron
desde Marte las cámaras de la NASA.
Pretender que la vida humana es posible sin los
ecosistemas, o negar que el crecimiento económico ilimitado es naturalmente
imposible, tal como afirman los economistas y tecnócratas neoliberales, no es
más que un intento de justificar el modelo de acumulación capitalista. Al
respecto, resulta jocosamente absurdo y arrogantemente estúpido el aserto del
escritor y miembro de la nobleza británica Adrian Berry (1937) en su “The next
ten thousand years” (Los próximos diez mil años): “Contrariamente a lo que
muchos creen, no hay límites al crecimiento. No hay ninguna razón por la que
nuestra riqueza global, o por lo menos la riqueza de las naciones industriales,
no siga creciendo indefinidamente a su promedio anual actual de un 3% o un 5%.
Aunque se demuestre finalmente que los recursos de la tierra son finitos, los
del Sistema Solar y los de la Gran Galaxia que lo rodea son, para todos los
fines prácticos, infinitos”. El sociólogo y poeta español Jorge Riechmann (1962)
en “Gente que no quiere viajar a Marte. Ensayos sobre ecología, ética y
autolimitación” pone de manifiesto el dislate
que supone esta idea: "Quien crea que el crecimiento exponencial
puede durar eternamente en un mundo finito, o es un loco o es un
economista". En este caso se trató de un vizconde educado en el Eton
College.
Para el economista norteamericano Paul
Sweezy (1910- 2004), tal como escribió en “Capitalism and the environment”
(El capitalismo y el medioambiente), desde su mismo nacimiento, el capitalismo ha
sido “un gigante movido por la energía concentrada de individuos y pequeños
grupos que perseguían resueltamente sus propios intereses, detenidos tan solo
por la competencia mutua y controlados a corto plazo por las fuerzas
impersonales del mercado y, a largo plazo, cuando el mercado falla, por
devastadoras crisis”. Según Sweezy, la naturaleza y el trabajo humano se
explotan en grado máximo para alimentar a ese gigante, mientras que la
destrucción que se inflige a ambos se externaliza para que no recaiga sobre el
propio sistema. “Implícitos en la noción misma del sistema se encuentran unos
impulsos entrelazados y enormemente poderosos de creación y destrucción. Por el
lado positivo, el impulso creador guarda relación con lo que la humanidad puede
obtener de la naturaleza para uso propio; por el lado negativo, el impulso
destructor incide con gran dureza sobre la capacidad de la naturaleza para responder
a las demandas que se le hacen. Antes o después, claro está, ambos impulsos se
mostrarán contradictorios e incompatibles”.
El estadounidense James Gustave Speth (1942),
profesor de Derecho en la Vermont
Law School y tenaz ambientalista, no tiene dudas en cuanto a que el capitalismo
es inherentemente destructivo como sistema desde el punto de vista ecológico. En
su obra más reciente -“Bridge at the edge of the world: capitalism, the
environment and crossing from crisis to sustainability” (Un puente en el borde
del mundo: capitalismo, medioambiente y el paso de la crisis a la
sustentabilidad)- afirma categórico: “El capitalismo, tal como lo conocemos hoy,
es incapaz de preservar el medioambiente, es destructivo, y no de un modo poco
significativo, sino de forma que amenaza profundamente el planeta. Es la
economía despiadada por antonomasia, dedicada a la búsqueda sin tregua de
ganancias. De hecho, existen dentro de él diversos sesgos que favorecen el
presente por encima del futuro y lo privado por encima de lo público”. En
definitiva, es un modelo económico fallido que pretende someter todos los
ciclos vitales de la naturaleza a las reglas del mercado y al dominio de la
tecnología, la privatización y mercantilización de la naturaleza y sus
funciones. O, como señalara el sociólogo alemán Herbert Marcuse (1898-1979) en “Industrialisierung
und kapitalismus” (Industrialización y capitalismo): “en el desarrollo de la
racionalidad capitalista, la irracionalidad se convierte en razón; razón como
desarrollo desenfrenado de la productividad, conquista de la naturaleza,
ampliación de la masa de bienes; pero irracional, porque el incremento de la
productividad, del dominio de la naturaleza y de la riqueza social se convierten
en fuerzas destructivas”.