En "Lo imborrable" y en
muchas de sus novelas, usted trabaja con la persistencia del pasado. De alguna
forma se convierte en un guardián de la memoria, en un país que no la tiene.
Yo
no estoy de acuerdo con que nuestro pueblo no tenga memoria. En la Argentina
hay grandes historiadores, hay una tradición histórica a propósito de nuestro
país, con la cual se puede estar de acuerdo o no. Yo creo que la memoria
histórica es una cosa que se va sedimentando lentamente. Cuando uno vive en la
actualidad, uno se sumerge y cree que la historia ha desaparecido. Pero, en
realidad, si uno se fija en la vida intelectual argentina seria, se está
pensando todo el tiempo el pasado. ¿Cuántos libros hay sobre la dictadura?
¿Cuántos hay sobre la guerrilla? ¿Cuántos sobre Cámpora y Perón? Francamente,
aquí en la Argentina, muchas cosas son como en Europa. Hay memoria y hay otras
cosas. En París cada día hay más miseria en la calle. Igual que acá.
En "El entenado", el
entenado piensa algo así como: esta gente está en el lugar donde debe estar,
pertenece a este medio, es de esta naturaleza. Claro, son hombres, ¿pero no hay
una ambición en usted de querer situarlos nuevamente, quizás para
reconciliarlos?
Me alegra que diga eso. Tengo un amigo historiador y él me dijo que le parece
que yo hubiese elaborado, a pesar de querer evitarlo a toda costa, una especie
de teoría del buen salvaje, quizás usted esté diciendo lo mismo. Lo digo porque
me parece que ninguna cultura es superior a otra. ¿Con qué derecho vinieron los
europeos a destruir las culturas indias? Tampoco hay que creer que los indios
eran unos santos, que eran víctimas puras; se defendían con las armas con que
podían defenderse de una especie de invasión que los estaba diezmando. Pero es
evidente que cada una de estas culturas llamadas primitivas constituía una
especie de todo, de universo cerrado y coexistían, guerreando o pacíficamente,
de manera autónoma en los lugares en que estaban desde hacía milenios e incluso
en algunos casos mucho más. La irrupción de la cultura europea con sus ansias
imperialistas, dominadoras que también muchas tribus indias tenían (por eso
digo que los indios no eran ningunos santos), todo eso, visto desde cierta
distancia, puede hacerle a uno desear que esos indios se queden en su lugar y
también que el hombre europeo o blanco se mantenga dentro de los límites del
suyo. Ahora quieren restituirle tierras a los indios pero no hay más indios. En
Santa Fe había indios tobas que estaban en las afueras de la ciudad, que
empezaron a tomar conciencia del problema. Había un muchacho de unos treinta años, al que escuché por TV, que decía que cuando él iba a la escuela
le enseñaban que no había más indios, él estaba convencido que no había más indios, y él era indio porque su padre y su madre eran indios. Un día se dio cuenta que
él era indio y ahí comenzó a tomar conciencia de su problema. En Francia
ocurrió lo mismo, a los chicos de las colonias africanas, de las Antillas, les
enseñaban la misma lección, ese tipo de situaciones que pervierte un poco
nuestra visión de los distintos grupos humanos. Yo creo en la colaboración de
los distintos grupos humanos, una verdadera colaboración, la democracia tendría
que existir a nivel planetario, no solamente en el plano de los ricos, pero
bueno, nos estamos yendo por las ramas.
Usted dice que si a la perfección de un
caballo se le saca el nombre, su valor cultural, etc. Ahí usted está colocando
nuevamente los objetos culturales que dan el nombre a la naturaleza o al mundo
animal, los está remitiendo nuevamente a la naturaleza y diría que los está
volviendo a un tiempo sin comas, ahí, con respecto a la idea del tiempo, usted
tiene una especie de patrocinio.
La verdad que yo nunca fui muy afrancesado.
No estoy hablando de un
afrancesado.
Ya lo sé, pero por ejemplo Juan L. Ortiz era muy afrancesado y no es un insulto
ser afrancesado. Para Juan L. la cultura francesa era muy importante, la
revolución francesa, la comuna, el PC francés, Aragón, Proust, todo eso para
Juan L. era una mitología muy fuerte. Para mí nunca lo fue, aunque algunos
escritores franceses son fundamentales para mí, como por ejemplo Flaubert,
Proust, Baudelaire y otros. Creo que los escritores son esencialmente
autodidactas y tratan de expresarse a través de su formación cultural; aunque
tengan títulos universitarios la parte que usan es esencialmente una parte
autodidacta. Entonces ellos, por medios que les son propios, medios un poco
improvisados, tratan de expresar esa especie de visión personal que tienen del
mundo y no saben si es o no original, pero es lo que están sintiendo o pensando
o percibiendo o rememorando cuando escriben. Con el tiempo se va formando una especie
de visión global del mundo, pero tiene que ver más con las necesidades
constructivas del texto que con una verdadera convicción o un discurso
afirmativo o autoafirmativo. La verdad es que yo no estoy seguro de nada y cada
vez estoy seguro de menos cosas. De las únicas cosas de las que estoy seguro me
gustaría no estarlo tanto.
Eso
lo demuestra en lo que escribe, eso ya lo sabíamos.
Bueno, pero no hay más que eso. Hay un poco de ilusionismo también cuando uno
escribe, tiene que ver con la magia, no con el realismo mágico (Dios nos libre)
sino directamente con la prestidigitación. Hay algo de ilusionismo, uno crea
efectos, no efectos en el sentido agudo del término sino que tiene que apoyar
ciertas cosas, subrayarlas, sacarlas, no decirlas (es lo que me ocurre a mí por
lo menos), el discurso literario no es totalmente contemporáneo del
pensamiento, hay como una diferencia. Tal vez podríamos compararlo a un
contrapunto (en el sentido musical del término) en el cual empieza una vez y la
otra empieza un poquito después, una nota más tarde y otra más tarde; así entre
el pensamiento, la percepción, las emociones y lo que se va escribiendo, se
produce ese entrelazamiento que es el texto literario. Hay otra cosa importante
y es que pasar de lo pensado o de lo hablado a lo escrito es como pasar de un
medio a otro, como cuando se pasa del agua al aire para un pez o del aire al
agua para un mamífero, eso exige una serie de acomodamientos. Podríamos hablar
de una especie de puesta en escala, como sería entre un mapa y un país, hay una
escala y esa escala obliga a distorsiones para poder dar el equivalente de
aquello que se quiere dar. Así es como veo las cosas en este momento.
Viviendo en París y viniendo cada tanto
aquí, casi de visita, ¿hay algo que usted añore de aquel joven que escribía,
leía en grupo o iba a ver a Juan L. como a un maestro para admirar?
Por supuesto, ¿quien no añora el pasado y la juventud donde el cansancio no
existía, donde la irresponsabilidad era grande y sobre todo donde el cuerpo
permitía hacer un montón de cosas que no se pueden hacer ahora? Al mismo
tiempo uno sentía que tenía un futuro casi infinito porque no alcanzaba a ver
el final. Ahora, por ejemplo, sé que mi padre murió casi a mi edad, a lo mejor
me quedan meses de vida; también me podría haber pasado eso a los veinte años, pero
bueno, tal vez me quedan meses o a lo mejor vivo treinta años todavía, pero se
vuelve mucho más incierto y entonces los proyectos ya no son tan... Pero no
soy alguien nostalgioso del pasado, me gusta el presente en el cual estoy
aunque esté peor que en el pasado. Aunque todas las condiciones sean mucho más
desagradables prefiero el presente, no tengo nostalgias del pasado. De pronto
alguna vez y al pasar me puede ocurrir, pero no estoy añorando el pasado; es
absurdo porque de todos modos es imposible volver y cada cosa tiene su momento. En ese sentido no tengo añoranzas, al contrario, podría decir que el hecho de
recordar esas cosas, cuando me vuelven (porque no siempre uno las puede
recuperar) me producen una profunda alegría, pero no quisiera volver a eso, no
quisiera tener veinte años otra vez, para nada, ni treinta; de todos modos la vida sería
exactamente igual, ni mejor ni peor. Además me ha tocado una vida ni difícil ni
fácil, en realidad es bastante mediocre y no me puedo quejar, me va mejor ahora
que cuando tenía treinta años. No sé si escribo mejor ahora que cuando tenía treinta años, en todo caso necesitaba mucho más que me fuera bien cuando tenía treinta años
que ahora.
Hay una cita ya
demasiado famosa de Adorno: "No se puede escribir después...".
Después
de Auschwitz, sí. El no sólo dijo eso. Adorno tiene varios ensayos, entre ellos "La educación después de Auschwitz". Pero él mismo refuta esa cita en "Mínima
moralia". Lo que Adorno quiere decir es que no se puede tomar lo que pasó en
Auschwitz como un hecho banal, no se puede analizarlo como un fenómeno más de la
violencia en la historia. Yo creo interpretar eso en su pensamiento profundo.
Tal vez responda a la relación entre literatura y política: hay cosas de la
política que realmente tienen poco interés -como quién va a ganar una
elección-, pero hay momentos en que la política es el hombre en sociedad, y ese
es un componente esencial. Hobbes no llamaba Leviatán al Estado sino a la
sociedad. Lo político y lo metafísico están muy ligados, no se pueden separar.
Existe una especie de continuidad de violencia en la historia que la literatura
no puede dejar fuera. En el "Ulises" de Joyce, por ejemplo, están previstos hasta
los montoneros, porque hay un personaje llamado "El ciudadano" que le echa un
perro a Leopold Bloom y es un nacionalista irlandés, un energúmeno, un
antisemita, una especie de montonero. En "La búsqueda del tiempo perdido" también encontramos una
larga discusión política sobre el affaire Dreyfus. La gran literatura siempre
toca la política. Los cuentos de Borges están marcados por la guerra europea,
que estaba transcurriendo cuando los escribía.
Es verdad que lo
político aparece hasta en obras insospechadas. ¿Cómo cree que debe entrar para
que toque la dimensión social a que aludía?
Como
todo lo que entra en la literatura, tiene que hacerlo de una manera un poco
mágica. No quiere decir que con una dictadura militar hagamos una comedia
musical, sino que tiene que entrar con pertinencia y exactitud. Si es sólo una
cosa declarativa, eso no.
En "Lo imborrable" usted
escribió el horror de la represión argentina.
Por
eso transcurre en invierno, por eso es casi siempre de noche; el personaje está
totalmente encerrado en sí mismo, porque ese es el clima que uno vive en ese
tipo de sociedades en momentos duros y represivos. Yo no tengo un sólo recuerdo
de la dictadura en verano, siempre me acuerdo en invierno. La noche o el anochecer
con el toque de queda, las noticias en la radio o en la televisión, ese es el
clima emocional que se vive en las dictaduras.
En "Glosa" el
horror y la política entran de una manera diferente. Hay una exasperación en la
descripción objetivista y morosa de la caminata y el diálogo sobre esa
conversación que intentan reconstruir, y de pronto entra el tema de los
desaparecidos y da vuelta todo.
"Glosa" está
construida como una cosa fenomenológica, como un corte que debe hacer entrar el
pasado y también el futuro. La novela se proyecta dos veces diecisiete años más tarde y
esas proyecciones son políticas. La segunda proyección trae el tema de los
desaparecidos. Pero la política está presente todo el tiempo en la novela. Lo
que pasa es que se estaba en uno de esos períodos calmos, por decirlo de algún
modo. En la reunión nunca se dice que quienes participan son de izquierda, pero
más de uno se delata como sindicalista. Es un medio que yo he conocido muy bien
y uno tiene que escribir sobre su propio medio. Esas cosas pasaban en una
ciudad pequeña, la gente se conocía, uno no ha estado siempre sólo con poetas
exquisitos recitando a Banchs o a Lugones, que me gustan mucho también. Pero si
pensamos bien, Lugones estaba en la política hasta acá. Y Darío. Y Arlt ni
hablar, y Borges, y Onetti. Aunque el mundo de Onetti es más cerrado a la
política, salvo tal vez en "Tierra de nadie". En Felisberto no aparece, pero él
denunciaba a los comunistas por la radio.
No es fácil dar la
dimensión del horror en literatura. ¿Qué otras novelas cree que han sabido dar
cuenta del horror?
En
Roberto Arlt hay un sentido muy fuerte del horror y hay una violencia
constante. El fue quien introdujo eso en nuestra literatura, en nuestro siglo
al menos, y como un tema continuo. Releí hace poco "El jorobadito" y
allí está el horror de los marginales, de las torturas de los "macrós" a las
prostitutas, todo eso es muy fuerte en la obra de Arlt. Y el horror moral,
Rigoleto que dice que le va a prender fuego a una chancha. Eso es un eco moral
o grotesco de una percepción particular del mundo que era la de Arlt. No creo que
tengamos la misma, desgraciadamente para mí, pero hay un poco de eso. En
América Latina hay algunos momentos en los cuentos de Rulfo, cuando se matan
porque sí entre hermanos, el padre que carga con su hijo moribundo. Son cosas
muy fuertes, pero buenas, porque el tremendismo también ha hecho estragos en
América Latina. Ahora, en Argentina la experiencia última fue terrible. Nadie
pensó que se podría llegar a eso. Hubo en la historia muchas cosas horribles,
pero a esa escala nunca. Es un trauma y es el momento más terrible de la
historia argentina.
Usted polemizó sobre ese
tema con Vargas Llosa.
Cuando
Vargas Llosa dice que hay que perdonar a los militares en nombre de la
democracia, yo me indigno. El perdón sólo las víctimas lo pueden otorgar. Y
sólo puede haber perdón cuando los verdugos reconozcan sus crímenes. La
justicia tiene que cumplir con su papel. Después, si las víctimas o las
familias de las víctimas quieren perdonar es una cosa de ellos. Hacer borrón y
cuenta nueva sobre esos tipos es inadmisible. Yo voy a saltar este techo cada
vez que escuche un argumento de ésos.