Podría citarse una larga lista
de atentados contra la naturaleza realizados por el hombre a lo largo de la
historia, pero quizás sea preferible detenerse por un momento en las modernas
técnicas agrícolas. Con ellas, se consigue una gran producción, pero a costa de
un consumo de energía tan elevado que la eficiencia de estos ecosistemas
domesticados es, en realidad, muy inferior a la de los ecosistemas naturales. Puede decirse que la
agricultura moderna es un modo de convertir la energía fósil en energía
química, en forma de alimentos para los humanos, y en esto mucho tiene que ver
la ingeniería genética. El entomólogo chileno Miguel Altieri (1954), profesor
de Agroecología en la Universidad de California, defensor de la agricultura sostenible
y muy crítico con las grandes corporaciones agrícolas, la define como “una aplicación
de la biotecnología que involucra la manipulación del ADN y el traslado de
genes entre especies para incentivar la manifestación de rasgos genéticos
deseados”. Aunque hay muchas aplicaciones de la ingeniería genética en la
agricultura, el enfoque actual de la biotecnología está en el desarrollo de
cultivos tolerantes a herbicidas, así como en cultivos resistentes a plagas y
enfermedades. Corporaciones transnacionales como Monsanto, DuPont, Novartis,
etc. -que son las principales promotoras de la biotecnología- ven los
cultivos transgénicos como una manera de reducir la dependencia de insumos,
tales como pesticidas y fertilizantes. “Lo irónico -agrega Altieri- es que la
revolución biológica está siendo adelantada por los mismos intereses que
promovieron la primera ola de agricultura basada en agroquímicos, pero ahora,
equipando cada cultivo con nuevos genes insecticidas, prometen al mundo pesticidas
más seguros, reduciendo la agricultura químicamente intensiva y a la vez
haciéndola más sustentable. Siempre que los cultivos transgénicos sigan
estrechamente el paradigma de los pesticidas, los productos biotecnológicos
reforzarán el espiral de los pesticidas en los ecosistemas agrícolas,
legitimando así las preocupaciones que tantos científicos han expresado con
respecto a los posibles riesgos medioambientales de organismos genéticamente
modificados”.
La inmensa mayoría de las
innovaciones en biotecnología agrícola están orientadas hacia la búsqueda de
ganancias en lugar de la búsqueda de una respuesta a las necesidades humanas;
por consiguiente, el objetivo de la industria de la ingeniería genética
realmente no es resolver los problemas agrícolas, sino lograr el incremento de
la rentabilidad. Esto nos retrotrae al siglo XVI, cuando el astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543)
decía que "la tierra concebida por el sol alumbra cada año las cosechas
que crecen". Por entonces no se pensaba que la especie humana necesitase producir algo
que no fuera natural, porque era la tierra, naturalmente, la única que producía
con sus ciclos. Dos siglos después, con el nacimiento de la economía como ciencia
social, como ya hemos visto, todo cambió. A partir de este momento, la naturaleza
pasó a ser un bien apropiable con valor de cambio. El propio Marx, quien tenía una
verdadera visión crítica de fondo, en sus ideas sobre la reproducción y la
acumulación expresó la noción usual del sistema económico con las abstracciones
y el formalismo de la economía política al opinar que “la naturaleza es la
fuente de toda las riquezas naturales que constituyen las condiciones -como
medios y objetos- de toda posible producción”. Esto no invalida otras afirmaciones
suyas referidas a los efectos destructores del capitalismo sobre la naturaleza,
ideas que desarrollarían más adelante otros materialistas históricos como Rosa Luxemburg (1871-1919) en “Die akkumulation des kapitals” (La
acumulación del capital) o Antonio Gramsci (1891-1937) en “Introduzione
allo studio della filosofía”
(Introduccion a la filosofia de la praxis).
En su “Philosophie rurale” (Filosofía rural), escrita en 1763, el economista fisiocrático francés Honoré
Riqueti de Mirabeau
(1715-1789) decía que la agricultura es como “una manufactura instituida por la
divinidad porque el hombre tiene como socio al creador de todas las cosas, es
decir a Dios”. Y era justamente en la actividad agrícola en donde el hombre
creaba: sembraba un grano y cosechaba una espiga con muchos granos; la ecuación
era muy sencilla. Fue con la desacralización de este concepto que nació la ciencia
económica con su objetivo declarado de "aumentar la riqueza renaciente sin
depreciación de los bienes raíces", según palabras del ya citado Quesnay,
porque hasta entonces no se pensaba ni en términos de producción ni en términos
de crecimiento. Muy lejos estaban de imaginar, tanto Mirabeau como Quesnay, que
un día la alfalfa, el algodón, el maíz, la avena, la papa, el arroz, el sorgo, la
soja, la remolacha, la caña de azúcar, el girasol, el tabaco, el tomate y el trigo
serían modificados genéticamente con el fin de aumentar la producción, el
crecimiento y, por supuesto, la riqueza.
En esa inteligencia, no
debería pues resultar llamativo que muchas corporaciones hayan comenzado
investigaciones sobre plantas tolerantes a los herbicidas, incluyendo a las
ocho más grandes compañías de pesticidas del mundo, Bayer, Ciba-Geigy, Imperial Chemical Industries,
Rhone-Poulenc, Dow Chemical, Monsanto, Hoescht y DuPont, y virtualmente, todas
las compañías de semillas, muchas de las cuales han sido adquiridas por compañías
químicas. En los países industrializados, en lo que va del siglo, la gran
mayoría de los ensayos de campo para probar cultivos transgénicos involucraron
tolerancia a los herbicidas y más de la mitad de los solicitantes para
pruebas de campo fueron compañías químicas. Esto ocurre porque, al crear cosechas
resistentes a sus herbicidas, una compañía puede extender los mercados de sus
productos químicos patentados. Aunque algunas pruebas son conducidas por
universidades y otras organizaciones, la agenda de investigación de tales
instituciones es cada vez más influenciada por el sector privado. El objetivo de
estas organizaciones públicas no sólo debería ser el de asegurar que los
aspectos ecológicamente apropiados de la biotecnología se investiguen, sino
también el de supervisar y controlar cuidadosamente la provisión de
conocimiento para garantizar que éste continúe en el dominio público para el
beneficio de toda la sociedad.
El economista español José
Manuel Naredo (1942) indica en “Raíces
económicas del deterioro ecológico y social” que la civilización
industrial “se ha separado, por primera vez en la historia de la humanidad, de
la fotosíntesis y de todas las producciones renovables asociadas, tal y como
hace la biosfera que está unida a la fotosíntesis y a todos los ciclos
naturales conexos. Justamente cuando la civilización industrial comienza a
utilizar masivamente las extracciones de la corteza terrestre y, sobre todo, a
acelerar todos los ciclos de las materias utilizando los combustibles fósiles,
es cuando se extiende la metáfora de la producción. Esta se apoya, de hecho,
“en la simple extracción y deterioro de recursos que, forzosamente, se
convierten luego en desechos, porque el problema es que los ciclos de materia y
de energía ya no cierran, a diferencia de lo que hace la biosfera, donde todo
es objeto de utilización posterior. Así como el agua se evapora y luego vuelve
con lluvias y entra nuevamente en el sistema, los desechos devienen en recursos,
desde el ciclo hidrológico hasta el ciclo del carbono. Hay una circularidad”.
Son muchos los científicos que
aseguran que los riesgos ecológicos más serios que presenta el uso comercial
de cultivos transgénicos son su propia expansión, la amenaza a la diversidad
genética por la simplificación de los sistemas de cultivos, la promoción de la
erosión genética y la potencial transferencia de genes de cultivos resistentes
a herbicidas a variedades silvestres que pueden crear supermalezas. El antes
mencionado Miguel Altieri, confirma que los impactos potenciales de la
biotecnología agrícola se evalúan aquí dentro del contexto de metas
agroecológicas que apuntan hacia una agricultura socialmente más justa,
económicamente viable y ecológicamente apropiada. “Tal evaluación es oportuna
dado que, en la mayoría de los países, no existen regulaciones estrictas de bioseguridad
para tratar con los problemas medioambientales que pueden desarrollarse cuando
plantas diseñadas por la ingeniería genética son liberadas en el ambiente. La
preocupación principal es que las presiones internacionales para ganar mercados
y aumentar las ganancias están empujando a las compañías a que liberen
cultivos transgénicos demasiado rápido, sin una consideración apropiada de los
impactos a largo plazo en las personas o en el ecosistema”.
Aunque la biotecnología tiene
la capacidad de crear una variedad mayor de plantas comerciales, las
tendencias actuales son abrir amplios mercados internacionales para un sólo
producto, creando así las condiciones para la uniformidad genética en el
paisaje rural. Además, la protección de patentes y los derechos de propiedad
intelectual apoyados por el GATT (Acuerdo
General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio), inhiben a los agricultores a compartir y almacenar sus semillas,
aumentando así la posibilidad de que pocas variedades lleguen a dominar el
mercado de semillas. Aunque algún grado de uniformidad de los cultivos puede
tener ciertas ventajas económicas, tiene dos inconvenientes ecológicos.
Primero, la historia ha mostrado que una gran área cultivada con un solo
cultivo es muy vulnerable a una nueva plaga. Y segundo, el uso extendido de un
solo cultivo lleva a la pérdida de la diversidad genética. Evidencias de la
llamada “revolución verde”, un proceso de desarrollo y expansión de semillas y
técnicas agrarias de alta productividad llevado adelante en diferentes países
del Tercer Mundo durante los años ‘60 y comienzos de los’70 bajo el impulso de
un plan de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la
Alimentación (FAO), no dejan ninguna duda de que la difusión de variedades modernas
ha sido una importante causa de la erosión genética, cuando las campañas
gubernamentales masivas animaron a los agricultores a adoptar variedades
modernas, empujándoles a abandonar muchas variedades locales.
Al sopesar la agricultura sólo
en términos de rentabilidad, se recurre entonces a la uniformidad, es decir, al
cultivo de un número más pequeño de variedades, aunque estas sean más
vulnerables a enfermedades y al ataque de plagas cuando se desarrollan pobremente
en ambientes marginales. “La historia de la agricultura -dice Altieri- nos
enseña que las enfermedades de las plantas, las plagas de insectos y las
malezas se volvieron más severas con el desarrollo del monocultivo y que los
cultivos manejados intensivamente y manipulados genéticamente pronto pierden
su diversidad genética. Dados estos hechos, no hay razón para creer que la
resistencia a los cultivos transgénicos no evolucionará entre los insectos,
malezas y patógenos como ha sucedido con los pesticidas. No importa qué
estrategias de manejo de resistencia se usen; las plagas se adaptarán y
superarán las barreras agronómicas. Las enfermedades y las plagas siempre han
sido amplificadas por los cambios hacia la agricultura homogénea; así, los
cultivos transgénicos pueden producir toxinas medioambientales que se mueven a
través de la cadena alimenticia y que también pueden terminar en el suelo y el
agua afectando a invertebrados y, probablemente, haciendo impacto en procesos
ecológicos tales como el ciclo de nutrientes”.
Muchas organizaciones
ambientalistas han argumentado a favor de la creación de una regulación
apropiada para medir la evaluación y la liberación de cultivos transgénicos con
la finalidad de contrarrestar riesgos medioambientales. También demandan una
mayor evaluación y entendimiento de los temas ecológicos asociados con la
ingeniería genética. “Esto es crucial -añade Altieri- en la medida que los resultados
que emergen acerca del comportamiento medioambiental de los cultivos
transgénicos liberados sugieren que, en el desarrollo de los cultivos resistentes,
no sólo deben evaluarse los efectos directos en el insecto o la maleza, sino
también los efectos indirectos en la planta, en el suelo y en otros organismos
presentes en el ecosistema. Los efectos dramáticos de las rotaciones en la
salud de los cultivos y su productividad, así como en el uso de los agentes
del control biológico en la regulación de plagas han sido repetidamente
confirmados por la investigación científica. El problema es que la
investigación en las instituciones públicas refleja cada vez más los intereses
de los donantes privados a expensas de la investigación en beneficio público”.
Altieri proponía en el
artículo “Riesgos ambientales de los cultivos transgénicos” publicado en la
revista argentina “La Placita” nº 7, aparecida en octubre de 2oo1, que la sociedad
civil “debe exigir una respuesta acerca de a quienes deben servir la
universidad y otras instituciones públicas y demandar mayor investigación en
alternativas a la biotecnología. Hay también una necesidad urgente de desafiar
el sistema de patentes y de derecho de propiedad intelectual intrínseco en el
GATT, el cual proporciona a las grandes compañías el derecho de apropiarse y
patentar los recursos genéticos. Entre las varias recomendaciones para la
acción que las organizaciones no gubernamentales (ONG), organizaciones
campesinas y grupos de ciudadanos deben adelantar en los debates a niveles local,
nacional e internacional se incluyen: a) terminar el financiamiento público a
la investigación en cultivos transgénicos que promuevan el uso de agroquímicos
y que presenten riesgos medioambientales; b) los cultivos transgénicos se
deben regular como pesticidas; c) todos los cultivos alimenticios transgénicos
deben etiquetarse como tales; d) aumentar el financiamiento para tecnologías
agrícolas alternativas; e) las tecnologías alternativas de bajos insumos, las
necesidades de los pequeños agricultores y la salud y nutrición humanas deben
ser buscadas con mayor rigor que la biotecnología; f) las tendencias
desatadas por la biotecnología deben ser equilibradas por políticas públicas
y g) las medidas deben promover el uso múltiple de la biodiversidad a la comunidad,
con énfasis en tecnologías que promuevan la autosuficiencia y el control local
de los recursos económicos como medios para promover una distribución mas
justa de los beneficios”.
El diario español “El País”
publicó hace pocos días un artículo en que se señala que los tumores del tamaño de una pelota de ping-pong detectados
por un equipo de investigadores en ratas alimentadas con maíz transgénico
podrían convertirse en la primera prueba científica de los riesgos asociados a
los alimentos modificados genéticamente. La nota se basa en un estudio
realizado por la Universidad de Caen, Francia, dirigido por el
biólogo molecular francés Gilles Eric Séralini (1961) que fuera publicado por
la revista “Food and Chemical Toxicology”. En ella, Séralini afirma: “Por primera vez en el mundo se ha evaluado un transgénico
y un pesticida por su impacto en la salud de una forma más amplia que la
realizada hasta ahora por los Gobiernos y la industria. Los resultados son
alarmantes”. Los científicos franceses investigaron durante dos años a doscientas
ratas de laboratorio a las que dividieron en tres grupos: las que alimentaron
con el maíz transgénico NK603 en distintas proporciones (11%, 22% y 33% de su
dieta), aquellas a las que además le suministraron Roundup, el herbicida al que
la modificación genética las hace resistentes; y los roedores que crecieron tan
sólo con maíz no transgénico. Los resultados son que, pasados
diecisiete meses desde el comienzo del estudio, habían muerto cinco veces más
animales masculinos alimentados con el maíz modificado genéticamente.
La misma revista ha
publicado otros estudios elaborados por la empresa estadounidense Monsanto
-fabricante tanto del transgénico como del herbicida analizados- en los que se
niega la toxicidad de los alimentos transgénicos, pero siempre sobre con un
periodo de análisis de noventa días, mientras que en esta investigación el
plazo se ha ampliado a dos años. “Los resultados revelan mortalidades más
rápidas y más fuertes en las ratas que han consumido los dos productos”,
asegura Séralini. Como era de esperar, desde las instituciones vinculadas a las
multinacionales que los fabrican, surgieron voces de rechazo a tales
afirmaciones. Los argumentos utilizados van desde que el animal elegido para
las experimentaciones parece hecho a propósito para que presentara anomalías
dado que es muy sensible a las mutaciones, hasta el dato de que en Estados
Unidos, en veinte años, no ha habido ni un solo caso de ingreso hospitalario
por consumo de transgénicos. No obstante se reconoce que ciertos cultivos ecológicos
como el de los brotes de soja, causaron muertes en Alemania. También Monsanto
salió al ruedo para decir que “desde su aprobación, un gran número de artículos
científicos sobre cultivos biotecnológicos han confirmado, de forma reiterada,
la seguridad de nuestros productos, lo que ha servido para que la compañía haya
obtenido la aprobación de las distintas autoridades regulatorias alrededor de
todo el mundo”.
La muletilla utilizada por las
grandes corporaciones reza que los transgénicos son parte de la solución contra
el hambre en el mundo (“Retardar la aceptación de la ingeniería genética es un
lujo que nuestro mundo hambriento no puede permitirse”, dice Monsanto en una
campaña publicitaria). Lo que no se dice es que la producción y
comercialización de estas semillas están muy lejos de ser vehiculizadas por un
sentimiento altruista. Dichas corporaciones obtienen beneficios extras por la
comercialización de su "obra", como por ejemplo el empleo de algunas
técnicas como la denominada “terminator” que consiste en eliminar la
capacidad de la semilla para germinar una vez que se realiza la cosecha. Con
este procedimiento, las corporaciones se aseguran la compra año tras año de
estas semillas por parte de los agricultores, con lo que se cae en la forzosa dependencia
del agricultor con respecto a su proveedor.
La Organización de las Naciones
Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) ha presentado algunas
cifras: hay en el mundo 1.020 millones de personas hambrientas (el 98% viven en
países en desarrollo) y 25.000
personas mueren todos los días en el mundo como consecuencia del hambre y la
pobreza (el 67% son niños menores de 5 años). Es altamente improbable
que la ingeniería genética sea capaz de beneficiar a las poblaciones
hambrientas porque no va a la raíz de la situación que causa el hambre. De
hecho, la sugerencia de que este complejo problema pueda resolverse con la
panacea biotecnológica permite a los
gobiernos y a las corporaciones distanciarse de su complicidad en el asunto.
Será necesario entonces dotar de un marco legal regulado y coherente a la
función asignada de alimentar la población que sufre de inanición y no dejarla
en manos del mercado libre y especulativo. Y recordar aquella frase del célebre
médico griego Hipócrates de Cos (460-370 a.C.): “Que tu alimento sea tu
medicina y tu medicina tu alimento”, dado que, como decía el escritor irlandés
Oscar Wilde (1854-1900) en “The picture of Dorian Gray” (El retrato de
Dorian Gray), la única novela que escribió: “Hoy en día la gente sabe el precio
de todas las cosas, pero no conoce el valor de nada”. Y la vida, desde luego,
tiene valor.