Las guerras de las últimas
décadas que, tras el eufemismo de “guerra humanitaria”, involucran a las
grandes potencias, están invariablemente relacionadas con la apropiación de
importantes reservas de petróleo y otras fuentes energéticas. Estados Unidos,
por ejemplo, el primer actor económico del mundo que posee el 4% de la
población mundial pero utiliza el 25% de la energía fósil del planeta y es el
mayor emisor de gases contaminantes, desde hace casi treinta años (en los
sombríos Documentos Santa Fe IV elaborados por la CIA) viene sosteniendo la
necesidad de controlar los recursos naturales de América Latina, no sólo como prioridad
sino como una cuestión de seguridad nacional. La organización Project New
American Century, fundada en Washington en 1997 por miembros del Partido
Republicano con el objetivo
de promover "el liderazgo mundial de Estados Unidos”, postula que
dicho país debe aprovechar sus ventajas acumuladas para continuar siendo la
potencia hegemónica del siglo XXI, para lo cual debe seguir un plan de
incremento de su poderío militar con el fin de “no comprometer el nivel de vida
de su población”. Para ello reivindica el uso sistemático de la fuerza incluso
en ataques “preventivos”, con o sin el apoyo de la comunidad internacional.
También el actual gobierno, en manos del Partido Demócrata, hace apenas unos
meses declaró materias atinentes a la “seguridad nacional” lo relativo a la
energía, los recursos hídricos, los alimentos, la producción agrícola, el
trabajo y todo tipo de tecnologías y suministros, incluidos materiales de
construcción; y se atribuye competencias y facultades para mantener la
provisión adecuada de ellos para los requerimientos de la Defensa Nacional.
Resulta así más que evidente
que la mayor potencia militar del mundo pretende asegurarse la ilimitada
disposición de la naturaleza. Esto no es nuevo para los países del hemisferio
sur, claro está. Lo vienen padeciendo desde hace cinco siglos. La historia del
“progreso” y el “desarrollo” en esta parte del mundo a partir del siglo XVI
está directamente emparentada con la de sus territorios y sus habitantes que,
como explica el historiador panameño Guillermo Castro Herrera (1950) en
“Naturaleza y sociedad en la historia de América Latina”, fueron incorporados rápidamente
“a las necesidades del desarrollo del capitalismo noratlántico, lo que provocó
severas modificaciones del paisaje natural como producto de las demandas
económicas del sistema mundo, e introdujo nuevos sentidos culturales que
orientaron las relaciones naturaleza-sociedad precisamente en función de
aquellas demandas”. En el mismo sentido se expresa el biólogo estadounidense Daniel Hunt Janzen (1939)
en una reciente entrevista concedida al diario “La Nación” de Costa Rica: “el
actual modelo de desarrollo impacta no sólo en el medio ambiente al usufructuar
de los recursos naturales; también lo hace en su cultura. Los valores que lo
sustentan y se reproducen desde el sistema educativo, los medios de
comunicación y el mundo del trabajo, por citar tres espacios decisivos del
campo cultural, transforman la mentalidad colectiva, las aspiraciones
individuales y modifican la dinámica de las relaciones entre naturaleza y
sociedad, al punto de provocar la descomposición de la voluntad de
una nación”.
En su “Kritik des Gothaer
programms” (Crítica del programa de Gotha), Marx definía a la naturaleza como
“parte fundamental de la producción de valores de uso” y como “primera fuente
de todos los medios y los objetos de trabajo”. Esto lo hizo con el fin de
explicar el surgimiento de la fuerza de trabajo como una mercancía en el modo
de producción capitalista ya que, quien no dispusiese de la propiedad sobre la
naturaleza, debería entregar su fuerza de trabajo a quienes sí la ostentasen.
Es la idea que desarrolló en profundidad en el tomo primero de “Das Kapital”
(El Capital). Pero también se había referido a la naturaleza en sus comienzos
(etapa conocida como la del “joven Marx”) cuando escribió
“Ökonomisch-philosophischen manuskripte aus dem jahre 1844” (Manuscritos
económico-filosóficos de 1844), en los que esbozó una definición del concepto
de naturaleza como "el cuerpo inorgánico del hombre, es decir, la naturaleza
en cuanto no es ella misma el cuerpo humano. El hombre vive de la naturaleza;
esto quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el que debe permanecer en
un proceso continuo, a fin de no perecer. El hecho de que la vida del hombre
depende de la naturaleza no significa otra cosa sino que la naturaleza se
relaciona consigo misma, ya que el hombre es una parte de la naturaleza. El
hombre no está en la naturaleza, sino que es la naturaleza”.
A propósito de la expansión del capital sobre la naturaleza, Marx
se explayó en sus “Grundrisse” (Elementos fundamentales para la crítica de la
economía política), escritos entre agosto de 1857 y mayo de 1858. En esos
bosquejos, ya con un enfoque más economicista, explicaba que “la creación de
plusvalía (la diferencia entre el
salario del trabajador y el valor de los bienes producidos) exige la
ampliación constante de la esfera de circulación de mercancías”. De manera que
“la tendencia a crear el mercado mundial está dada directamente en la idea
misma del capital… El comercio ya no aparece entonces como función que
posibilita a los productores autónomos el intercambio de su excedente, sino
como supuesto y momento esencialmente universales de la producción misma”. Para
lograr una mayor plusvalía, es necesario que se amplíe el consumo dentro de la
esfera de circulación, tanto en forma cuantitativa como cualitativa, o
generando necesidades con el descubrimiento y creación de nuevos valores de
uso. Con ese fin, el capital se lanza -dice Marx- a “la exploración de la
Tierra en todas las direcciones” en búsqueda de nuevas propiedades y nuevos
objetos naturales. La naturaleza pierde así su carácter originario y se
convierte en un objeto de provecho para la satisfacción de esas nuevas
necesidades. “El capital crea así la sociedad burguesa y la apropiación
universal tanto de la naturaleza como de la relación social misma por los
miembros de la sociedad”, de lo que se desprende que la ampliación incesante
del sistema de necesidades humano y la expansión sobre la naturaleza son
inherentes al proceso de producción y reproducción capitalista. Como bien dice
el sociólogo y economista estadounidense James O’Connor (1930) en “Natural
causes” (Causas naturales): “La naturaleza es un punto de partida para el
capital, pero no suele ser un punto de regreso. La naturaleza es un grifo
económico y también un sumidero, pero un grifo que puede secarse y un sumidero
que puede taparse. La naturaleza, como grifo, ha sido más o menos capitalizada;
la naturaleza como sumidero está más o menos no capitalizada. El grifo es casi
siempre propiedad privada; el sumidero suele ser propiedad común”.
En el actual modelo, una de las
tres fuerzas productivas, el capital, se alimenta de la explotación y el
desgaste de las otras dos: la naturaleza y el trabajo, y desplaza
hacia éstas todas las consecuencias nefastas del proceso productivo. En lo que
respecta a la naturaleza, uno de los factores que determinan la extensión y el ritmo
de apropiación del ambiente como base del sistema productivo, lo constituye la
velocidad de rotación como factor de valorización del capital. Dice el
ingeniero químico mexicano Enrique Leff (1946) en “La capitalización de la
naturaleza y las estrategias fatales del crecimiento insostenible”: “Dada una
determinada condición de producción y precios, cuanto más rápido rote un
capital, cuantas más veces por período de tiempo pueda el proceso productivo
revertir en mercancías comercializables, mayor será la masa de ganancia obtenida
y la tasa de ganancia. Pero pocas veces el reloj de la producción capitalista,
coincide con el tiempo de los ciclos ecológicos y la sobreexplotación de los
recursos renovables es una de las consecuencias esperables”.
Por su parte, el economista argentino
Pablo Gutman (1949) explica en “Desarrollo rural y medio ambiente en America
Latina”: “La apropiación del ambiente como sustrato material del proceso
productivo, cuando éste responde a las necesidades de la valorización del
capital, supone una interacción que, dentro de un abanico de tecnologías dadas,
se resuelve muchas veces en contra del equilibrio ecológico”. El ecosistema -como
fuente de insumos materiales del proceso productivo- incorpora a la producción
de mercancías un componente natural cuya producción artificial es total o
parcialmente imposible. “Estas características -dice Gutman- permitieron y
promovieron la apropiación de los elementos naturales que participan en la
producción para obtener una renta diferencial, una sobreganancia”. “La extensión
e importancia de este fenómeno dependerá -amplía el biólogo mexicano Víctor
Toledo (1945) en “Ecología y recursos naturales”-, en una economía de
mercado, de la disponibilidad de recursos naturales, de la estructura de costos
de la rama productiva y de la formación de precios en el mercado consumidor.
Por norma general, al depender la captación de la renta de una situación del
mercado, esto influye para acelerar la tasa de explotación del ambiente. Más
aún, cuando la evolución del mercado o la posibilidad de obsolescencia
tecnológica pongan en peligro la continuidad de la renta diferencial, la
racionalidad de la valoración del capital transformará esta tasa acelerada en
una sistemática sobreexplotación del ambiente para asegurar su más rápida transformación
en mercancía. Pero, más allá de ciertos límites o umbrales que son inherentes a
los propios sistemas ecológicos, la producción se colapsa y el sistema
productivo se destruye irreversiblemente”. Porque, cuando los sistemas
naturales son manipulados para ser convertidos en una suerte de “agro-eco-sistemas”,
invariablemente se altera el equilibrio y la elasticidad original de aquellos a
través de una combinación de factores ecológicos y socioeconómicos.
Es sabido que uno de los recursos que se está agotando
rápidamente es la tierra fértil. Su sustentabilidad está seriamente en duda
ante los procesos de calentamiento global, con sus consecuentes inundaciones,
sequías, huracanes, etc. A medida
que las tierras se empobrecen, la producción de alimentos disminuye al igual
que el suministro de otros bienes y servicios de los ecosistemas. En ese
sentido, no debe olvidarse
que, así como el capital se concentra en un número cada vez menor de manos,
también lo hacen los alimentos. Al respecto, es esclarecedor el texto “El
imperialismo, aunque se vista de seda…” del escritor venezolano Luis
Britto García (1940): “Una docena de transnacionales y treinta y seis
filiales interconectadas dominan su producción y mercadeo mundial. Integran el
cartel Anglo-Holandés-Suizo: doce de ellas están asociadas al cartel de
Windsor, la casa reinante inglesa; las demás en su mayoría están vinculadas a
otras cinco casas reales. Apenas dos, Continental y Cargill, controlan más de
la mitad de la producción de granos global. Este colosal oligopolio domina el
95% de la producción alimenticia de Estados Unidos, Europa, los países del
Commonwealth y Latinoamérica, especialmente Argentina y Brasil, y de sus
cosechas dependen cinco mil millones de personas. En el resto del mundo ha
deprimido la producción de alimentos incoando la eliminación de políticas
proteccionistas y subsidios, la suspensión de financiamientos y grandes
proyectos agrícolas, el ‘dumping’ y el dominio sobre semillas y fertilizantes”.
“Este sistema -continúa Britto García-presupone el monocultivo, que a su vez
impone el latifundio, la expulsión masiva de campesinos y la producción de
alimentos para la exportación y la especulación, y no para satisfacer las
necesidades de la población del país donde se produce. También trae consigo el
cultivo de especies genéticamente alteradas y estériles, y a veces desvía los
vegetales del consumo humano para destinarlos a la producción de
biocombustibles y de alimentos para el ganado. Este modelo elimina la
diversidad biológica, destruye la base social y en fin agota la tierra”.
El ya citado O’Connor dice en
“Is sustainable capitalism possible?” (¿Es posible el capitalismo sostenible?):
“Estamos en presencia de una lucha a escala mundial por determinar cómo serán
definidos y utilizados el ‘desarrollo sostenible’ o el ‘capitalismo sostenible’
en el discurso sobre la riqueza de las naciones. Esto quiere decir que la ‘sostenibilidad’
es una cuestión ideológica y política, antes que un problema ecológico y
económico. El capitalismo tiende a la autodestrucción y a la crisis; la
economía mundial crea una mayor cantidad de hambrientos, de pobres y de
miserables; no se puede esperar que las masas de campesinos y trabajadores
soporten la crisis indefinidamente y, como quiera que se defina la ‘sostenibilidad’,
la naturaleza está siendo atacada en todas partes”. En cuanto a las políticas ambientales
y el discurso de la sostenibilidad esgrimidos tanto por los gobiernos como por
el capital global (FMI, Banco Mundial, etc.), “la evidencia favorece la idea de
que el capitalismo no es sostenible desde el punto de vista ecológico, a pesar
de la reciente avalancha de charlas sobre ‘productos verdes’, ‘consumo verde’,
‘forestación selectiva’, ‘agricultura baja en insumos’ y demás. Y si bien se
plantea desde algunos movimientos ambientalistas (frecuentemente financiados
por aquéllos) que las perspectivas para alguna clase de ‘socialismo ecológico’
no son buenas, las de un ‘capitalismo sostenible’ pueden ser aun más remotas. Una
respuesta a la pregunta sobre la posibilidad de un capitalismo sostenible es: no,
a menos y hasta que el capital cambie su rostro de manera que pudieran tornarlo
irreconocible para los banqueros, los gerentes de finanzas, los inversionistas
de riesgo y los gerentes generales que se miran al espejo hoy”.
El teólogo y ecologista
brasileño Leonardo Boff (1938) establece en "Contradição capitalismo/ecología”
(La contradicción capitalismo/ecología) tres nudos problemáticos creados por el
orden del capital que deben ser desatados: el nudo del agotamiento de los
recursos, el de la sostenibilidad de la Tierra y el de la injusticia social
mundial. Dice con respecto al primero: “Cada día desaparecen para siempre diez
especies de seres vivos. Desde la época de la desaparición de los dinosaurios nunca
se ha visto un exterminio tan rápido. Con esos seres vivos desaparece para
siempre una biblioteca de conocimientos que la naturaleza sabiamente había
acumulado. A partir de 1972 la desertificación ha causado la pérdida de cerca
de 480 millones de toneladas de suelo fértil. El 65% de las tierras que un día
fueron cultivables, hoy ya no lo son. La mitad de las selvas existentes en el
mundo en 1950 han sido tumbadas. Sólo en los últimos treinta años han sido
derribados 600.000 km2 de selva amazónica brasileña. Las inmensas reservas
naturales de agua, formadas a lo largo de millones y millones de años, están
próximas a agotarse. El agua potable ya es uno de los recursos naturales más
escasos, pues solamente el 0,7% de toda el agua dulce es accesible al uso
humano”.
Se pregunta en cuanto al
segundo nudo: “¿Cuánta agresión aguanta la Tierra sin desestructurarse? La
quema de petróleo, de carbón y de las selvas, libera el dióxido de carbono que
calienta la atmósfera. En el último siglo la temperatura de la tierra ha aumentado
entre 0.3º y 0.6º. Para los próximos cien años se calcula un aumento de entre
1.5º a 5.5º. Tales cambios provocarán desastres descomunales, como sequías o el
deshielo de los cascotes polares, que causaría la inundación de las costas
marítimas donde vive el 60% de la población mundial”. Y en cuanto a la
injusticia social mundial, remarca Boff: “Es injusto y sin piedad que, en el
actual orden del capital mundializado, el 20% de la humanidad detente el 83% de
los medios de vida (en 1970 era el 70%) y el 20% más pobre tiene que contentarse
con sólo 1.4% (en 1960 era 2.3%) de los recursos. Este cataclismo social no es
inocente ni natural. Es resultado directo de un tipo de desarrollo que no mide
las consecuencias sobre la naturaleza y sobre las relaciones sociales. Por eso
constituye una trampa del sistema capitalista el llamado ‘desarrollo sostenible’,
que evidencia una contradicción en su mismo nombre”.
El politólogo italiano Fulvio
Attinà (1947), autor de "Il sistema politico globale” (El sistema política
global) dijo que las dificultades para la solución de los problemas del medio ambiente
están relacionadas, por un lado, con que la ciencia no tiene un conocimiento
muy claro sobre los problemas de la contaminación, y, por otro, la
contaminación y su resolución son problemas económicos. “Sólo las medidas
anticontaminantes que sean baratas son buenas; las medidas anti contaminantes
costosas no lo son. La investigación científica debe trabajar para encontrar
medidas de anticontaminación económicas y así se podrá controlar la
contaminación”. Llegados a este punto, la situación de los seres humanos puede
ilustrarse con la imagen que el economista alemán Franz Hinkelammert (1931)
utilizó en “Leben ist mehr als capital. Alternativen zur
globalen diktatur” (La vida o el capital, alternativas a la
dictadura global) para referirse a la dramática situación de la especie humana:
“Dos competidores están sentados cada uno sobre la rama de un árbol,
cortándola. El más eficiente será aquel que logre cortar con más rapidez la
rama sobre la cual se halla sentado".