En
un mundo cuyas necesidades de alimento, agua, aire puro y habitación
aumentan año tras año, es imposible no darse cabal cuenta de que los recursos
del planeta tienen un límite. Cabe recordar que dichas necesidades inconmensurables
son planteadas en su mayor parte por una sola especie: el hombre. El interés
por estas cuestiones ha trascendido en la actualidad a casi todas las esferas
sociales e intelectuales, pero tal proceso ha tomado un largo tiempo. Se sabe
que los grupos de homínidos que se ocupaban de la recolección, la caza y la
pesca, ya necesitaban de ciertos conocimientos biológicos. Es posible imaginar
a estos primates recolectores aprendiendo que ciertos alimentos sólo se podían
conseguir en algunas épocas del año, o a los cazadores persiguiendo a sus
presas disfrazados con una piel del mismo animal para disimular su forma y su
olor humanos. De esta manera pudieron establecerse los rudimentos conceptuales
de las delicadas interacciones entre los componentes de la naturaleza, que son
la base de lo que mas adelante constituirá la ciencia de la ecología.
Más
tarde, cuando la agricultura permitió que el hombre se volviera sedentario,
se descubrieron nuevos vegetales y animales, así como algunas de sus
funciones en la naturaleza y sus posibles aplicaciones: medicinales, textiles
y alimenticias, entre otras. Esto significó un avance real en el conocimiento
más detallado del ambiente. Los
babilonios y los egipcios adquirieron por experiencia propia la noción del
desequilibrio ecológico al enfrentar las terribles plagas de langostas y
ratones de campo (erróneamente atribuidos a la voluntad de Dios y no a
fenómenos naturales). En la antigua Grecia se observa también esta preocupación
por la armonía del ambiente natural, aunque ya documentada con escritos
formales. Así, Herodoto de Halicarnaso (484-425 a.C.), Platón
de Egina (427-347 a.C.), Aristóteles de
Estagira (384-322 a.C.), Teofrasto de Ereso (372-288 a.C.) y Gayo
Plinio Cecilio Segundo (23-79) se preocuparon por la relación entre los
seres vivos y el medio ambiente y describieron su visión del mundo biológico. Los
postulados esenciales de esa perspectiva incluían la noción de que el número de
individuos de cada especie permanece constante en términos generales,
excepción hecha de las ocasionales plagas (que después de un tiempo solían
desaparecer como tales). Cada especie tenía, para estos filósofos, un lugar
especial en la naturaleza, por lo cual la extinción de alguna o varias era
considerada como algo negativo para la armonía biológica.
Platón,
por ejemplo, en uno de sus últimos diálogos -“Kritiás” (Critias), también
conocido como “Atlantikós” (La Atlántida)- escribió: “Nuestra tierra ha venido
a ser, en comparación con la que fuera entonces, como el esqueleto de un cuerpo
descarnado por la enfermedad. Las partes grasas y blandas de la tierra se han
ido en todo el derredor, y no queda más que el espinazo desnudo de la región.
Pero, en aquellos tiempos, cuando estaba aún intacta, tenía como montañas,
elevadas ondulaciones de tierra; las llanuras que hoy día se llaman campos de
Feleo, estaban cubiertas de glebas grasísimas; sobre las montañas había
extensos bosques, de los que aún quedan actualmente huellas visibles. Pues,
entre estas montañas que no pueden alimentar ya más que las abejas, las hay
sobre las que se cortaban, no hace
aún mucho tiempo, grandes árboles, aptos para levantar las mayores
construcciones, cuyos revestimientos aún existen. Había también multitud de
altos árboles cultivados, y la tierra brindaba a los rebaños unos pastos
inagotables. El agua fecundante de Zeus que caía cada año sobre ella, no corría
en vano, como actualmente para irse a perder en el mar desde la tierra estéril:
la tierra tenía agua en sus entrañas y recibía del cielo una cantidad que ella había
hecho impermeables; y ella conducía también y desviaba por sus anfractuosidades
el agua que caía de los lugares elevados. De esta manera, por todas partes se
veían rielar las generosas corrientes de las fuentes y los ríos. Respecto de
todos estos hechos, los santuarios que en nuestros días aún subsisten en honor
de las antiguas fuentes, son un testimonio fehaciente de que esto que acabamos
de contar es verídico”.
Epicuro
de Samos (342-270 a.C.),
por su parte, en su “Peri physeos” (Sobre la naturaleza) fue el primero en
tener una visión materialista de la misma al desmitificar aquella interpretación teológica
de que los cataclismos naturales eran la manifestación de una voluntad divina.
Para Epicuro, el universo incluía en sí mismo una cierta contingencia, aunque
la naturaleza siempre fue y sería la misma. Muchos años después, James
Anderson de Hermiston (1739-1808), agrónomo y economista escocés, en “An enquiry into
the nature of the corn laws” (Investigación sobre
la naturaleza de las leyes de granos) introdujo las primeras nociones de la vinculación entre
naturaleza y rentabilidad; y el químico alemán Justus von Liebig (1803-1873)
construyó una comprensión del desarrollo sostenible en su “Die organische
chemie in ihrer anwendung auf agrikultur und physiologie” (Química orgánica y
su aplicación a la agricultura y a la fisiología). Charles Darwin (1809-1882) y
Ernst Haeckel (1834-1919) adoptaron un enfoque evolucionista de las relaciones
entre los humanos y la naturaleza, dándole un nuevo auge a las ideas propuestas
por los antiguos griegos y explicando con gran detalle la interdependencia de los
organismos y su evolución por selección natural. Todos estos eruditos
influyeron en los filósofos alemanes Karl Marx (1818-1883) y Friedrich
Engels (1820-1895) quienes analizaron en diversos pasajes de sus obras los
vínculos entre el mundo social y el mundo natural, llegando a la conclusión de que
el tratamiento "consciente y racional de la tierra como propiedad comunal
permanente es la inalienable condición para la existencia y reproducción de la
cadena de las generaciones humanas".
Los
historiadores suelen señalar el nacimiento de la ecología como disciplina
científica a partir de la publicación de "The natural history and
antiquities of Selborne" (La historia natural y
antigüedades de Selborne) escrita por el naturalista inglés Gilbert
White (1720-1793) en 1789, época en la que ciencias como
la biología, la botánica, la física, la geología, la
química y la zoología hicieron importantes aportes para su configuración como
tal. Suele citarse entre sus precursores a Jean Baptiste de
Lamarck (1744-1829), Karl Friedrich Burdach (1776-1847), Charles
Lyell (1797-1875), Justus von Liebig (1803-1873), Alfred
Russel Wallace (1823-1913) y, por supuesto, al ya citado Haeckel,
quien acuñó el término ecología (del griego “oikos”: casa, morada; “logos”:
conocimiento) en 1869. Estos científicos incorporaron en el transcurso de
los siglos XVIII y XIX nuevos conceptos y modos de contemplar las relaciones
entre los seres vivos y el medio ambiente. Desde entonces, un sinfín de
investigadores ha abordado el estudio de las causas que determinan la
distribución y abundancia de los organismos; es decir, el estudio de la
ecología.
Entre
los más destacados se puede citar a Sergei Podolinsky (1850-1891), físico
socialista ucraniano que, en varios de sus trabajos, manifestó su preocupación
por el despilfarro de la energía y las reservas naturales; William Morris (1834-1896),
socialista utópico inglés considerado el primer ecosocialista, a quien le
interesaba especialmente la posibilidad de crear una forma de vida más decente,
más bella, más satisfactoria, más sana, menos infernal, en la que todos
participaran “compartiendo nuestra madre común: la tierra”, dejando de lado la
producción de una “cantidad ilimitada de tonterías inútiles, lo más barato
posible, para ser vendidas y no para ser utilizadas”; el estadounidense Eugene
Odum (1913-2002),uno de los más importantes promotores de la ecología y
considerado como el padre del ecosistema ecológico; el biólogo alemán Heinz
Ellenberg (1913-1997), partidario de desarrollar la agricultura, la
ganadería y la silvicultura de cada país de acuerdo a las condiciones
ecológicas y socioeconómicas existentes; Ramón Margalef (1919-2004),
oceanógrafo y ecólogo español, pionero
en la introducción de los estudios de Ecología Marina en España, y los
investigadores soviéticos Vladimir Vernadsky (1863-1945), Nikolai
Bujarin (1888-1938) y Georgii Gause (1910-1986) entre otros, quienes se
interesaron por los estudios de la ecología pero fueron perseguidos y
malogrados por la burocracia soviética tras la irrupción del estalinismo.
Cabe
señalar que el desarrollo de la ecología como ciencia no estuvo aislado de
otras actividades humanas, pues fue en relación con la agricultura, la medicina
y la pesca, entre varias otras, como se obtuvieron avances significativos en
esta disciplina biológica. Lo sorprendente es que, con todo su antropocentrismo
para utilizar la naturaleza a su favor, el hombre todavía sea incapaz de
encontrar la manera de no agotar irremediablemente la fuente de su propia
existencia. La explotación de los recursos (renovables y no renovables) ha
marchado incontrolada en numerosas regiones del mundo, con efectos muy
destructivos y con una tasa de desperdicio impresionante. Para mayor
desasosiego, la cuestión no termina con el abuso de los recursos, sino que en
la medida que el hombre transforma materias primas en productos superfluos o
suntuarios, crea desechos o subproductos nocivos y los acumula justamente en la
biosfera. Con frecuencia esta liberación de desechos se practica sin una planificación
adecuada de sus efectos. Es bien sabido que los desechos de mercurio y plomo,
resultantes de ciertas actividades industriales van a dar a ríos, lagos y
mares, lo mismo que muchos contaminantes de origen doméstico como aguas negras
y detergentes, al tiempo que gases de automóviles y fábricas y los residuos
radiactivos amenazan seriamente la salud. También la utilización de numerosos
pesticidas en los campos de cultivo ha envenenado la vida silvestre ya que su empleo
deteriora el metabolismo reproductivo de muchas especies y reduce sus
poblaciones originales a niveles peligrosos o, en muchos casos, las lleva hasta
su exterminio.
Hasta
mediados del siglo pasado, muchos científicos se preguntaban si el pronunciado
cambio climático que comenzó a notarse era el resultado de fenómenos naturales
o de la acción del hombre, que con la contaminación había trastornado la
atmósfera. Los registros muestran que de 1830 a 1930 la temperatura media de
la Tierra fue aumentando paulatinamente, pero que esa tendencia al calentamiento
se invirtió a fines de la década del ‘30 para ser sustituida por un descenso de
la temperatura. Esto los llevó a sospechar que debíamos esperar un enfriamiento
sostenido, aunque muchas veces interrumpido por intervalos cálidos más o menos
breves. Para encontrar la respuesta a ese interrogante, los meteorólogos volvieron
los ojos hacia el pasado, tratando de reconstruir con el mayor detalle la historia
climática de nuestro planeta para saber cómo ha variado la temperatura a lo
largo de milenios y así encontrar posibles patrones cíclicos que permitiesen
predecir las tendencias futuras del clima. Trataron también de correlacionar
las pasadas alteraciones climáticas con fenómenos naturales que pudieran
haberlas causado, como por ejemplo periodos de intensa actividad volcánica.
En
dicha reconstrucción del pasado se utilizaron diversos medios. Unos investigadores
hurgaron en los testimonios históricos en busca de constancias de épocas de
intenso frío, abundantes lluvias o prolongadas sequías. Otros revisaron
empolvados libros de bitácora de los buques ingleses, españoles y portugueses
para saber a qué condiciones meteorológicas se enfrentaron los antiguos
navegantes en los mares del mundo. Otros más examinaron minuciosamente los anillos
de crecimiento de árboles milenarios para determinar -en base a la mayor o menor
rapidez de crecimiento de la planta en diferentes épocas- qué condiciones de humedad
y temperatura hubo en cada periodo de su vida. Los geólogos extrajeron del lecho marino largas columnas de sedimentos
-depositados lentamente a lo largo de miles o millones de años- para
identificar los esqueletos microscópicos de animales que poblaban las aguas del
océano, ya que su abundancia, escasez, tamaño o características en cada época
dan indicios de la temperatura del mar. Se buscó también, en los sedimentos o
en los hielos polares, cenizas de erupciones volcánicas que pudieran haber
oscurecido el cielo y afectado el clima. Se escudriñaron restos de asentamientos
humanos en muchas regiones, tratando de averiguar -por el estudio de las
formas de vida y de alimentos- cuáles eran las condiciones hace siglos o
milenios. Los paleo-botánicos identificaron laboriosamente los granos de polen
depositados en viejas formaciones geológicas, para así establecer qué tipo de
plantas hubo en cada lugar a lo largo del tiempo.
Así,
paso a paso, los científicos lograron trazar el panorama del clima terrestre
durante millones de años. Como lo sospechaban, no ha sido nada estable sino
que ha experimentado profundas variaciones con rápidos y acentuados cambios de
clima. La mayor parte del tiempo la temperatura media de la Tierra ha sido más
baja que en la actualidad. La última gran época cálida fue la de los
dinosauros, hace más de 60 millones de
años, cuando los colosales reptiles eran las formas de vida dominantes y gran
parte de los continentes estaba cubierta de pantanos y tupida vegetación de
tipo tropical. Luego se inició un proceso de enfriamiento en el que enormes masas
de hielo y nieve se extendieron sobre vastas regiones del planeta, se
extinguieron las plantas y animales dominantes y surgieron nuevas especies,
adaptadas al clima riguroso. Esa situación de intenso frío se mantuvo hasta
tiempos muy recientes, interrumpida sólo de cuando en cuando por periodos de
ascenso de temperatura que duraban sólo unos millares de años y tras los
cuales los hielos volvían a ganar el terreno perdido. La última glaciación
terminó hace unos 15 o 18 mil años y los hielos iniciaron su retroceso, que
habría de durar varios milenios. Enormes regiones que antes eran inhabitables fueron
pobladas por millones de seres humanos, permitiendo el desarrollo de la
civilización. Ese cambio de la temperatura facilitó la aparición de la
agricultura en el valle del Nilo, en la Mesopotamia, en América y en otras cunas
de la civilización. Incluso el norte de Africa y el Medio Oriente -ahora
desiertos- gozaron de un clima excepcionalmente benigno, con lluvias
abundantes que permitían los cultivos. Los mares libres de hielo, a salvo de
las tormentas provocadas por las invasiones de aire frío, facilitaron la navegación
y los vikingos pudieron llegar hasta las lejanas tierras de Islandia,
Groenlandia y América del Norte. Hubo durante esos miles de años episodios
esporádicos de frío y sequía, el más reciente de los cuales fue el de la
llamada "Pequeña Edad de Hielo", que duró desde el siglo XV a
principios del XIX y que se caracterizó por rigurosos inviernos en Europa y
Norteamérica, aunque, en general, el clima fue benigno.
Pero
muchas cosas sucedieron en los últimos doscientos años. Muy lejos quedaron los
tiempos del período Neolítico, diez mil años atrás, cuando los hombres talaban
bosques para obtener madera y abrir claros donde sembrar los granos de los que
se alimentaban, alterando los ecosistemas en los que esas comunidades vivían. Este
fenómeno no afectó sólo a la Antigüedad: a lo largo de la historia
diversas áreas terrestres se vieron modificadas por la acción del
hombre. Por ejemplo, la Revolución Industrial impulsada por
Inglaterra entre finales del siglo XVIII y principios del siglo
XIX, generó enormes cambios tecnológicos, económicos, demográficos y culturales en la historia de la humanidad. Uno de
los más significativos se produjo a partir de la década del '50 del pasado
siglo cuando la agricultura experimentó un crecimiento favorecido por los
adelantos en ingeniería genética de semillas y el desarrollo de agroquímicos, generando una
intensificación del uso de las tierras que ocasionó la degradación de las
mismas. A esto debe agregarse la deforestación impulsada por el
avance de la frontera agrícola, la quema de combustibles fósiles para la
generación de energía, transporte, industria y mantenimiento del hogar,
el vertido de residuos y el uso de gases industriales fluorados.
El aumento descontrolado de la ignición del combustible fósil y los
cambios en la utilización del territorio provocan la emisión de cantidades
crecientes de gases de efecto invernadero a la atmósfera terrestre -entre ellos
el dióxido de carbono, el metano y el dióxido de nitrógeno- lo que provoca
el aumento de la cantidad de calor del sol retenido por la atmósfera de la
Tierra, que en una situación de normalidad sería irradiado nuevamente hacia el
espacio. Cabe señalar también que la mayor disponibilidad de acceso a los
recursos produjo un crecimiento exponencial de la población, la que a su vez
ejerció una presión aún mayor sobre los ecosistemas.
A
partir de estos fenómenos, el clima del mundo parece haberse desquiciado, y
cuando se habla de clima -del griego “klíma” (inclinación, en referencia al
hecho de que las condiciones climáticas difieren de un lugar a otro de la
Tierra según la inclinación con que llegan los rayos solares)- no debe
confundirse con el término “tiempo”, aunque ambos se refieren a fenómenos
meteorológicos. Por tiempo se entiende el conjunto de condiciones
meteorológicas que imperan durante períodos relativamente breves en una región.
Por ejemplo, durante unas horas o días. El clima, en cambio, es el conjunto de
condiciones meteorológicas que predominan a lo largo del año o de los años:
humedad, temperatura, precipitación (de lluvia, nieve o granizo), insolación,
nubosidad, evaporación, presión atmosférica, vientos, etc. Así, en un momento
dado, en determinado lugar, el tiempo puede ser frío y lluvioso por
condiciones meteorológicas peculiares, a pesar de que el clima de ese mismo
lugar sea cálido y árido, porque a lo largo del año prevalecen condiciones de
alta temperatura y poca precipitación. El cambio climático que se ha producido
en estos últimos siglos, con su imparable aumento de las temperaturas medias,
no es equiparable a los ciclos de enfriamiento y calentamiento de los registros
geológicos previos, sino que se atribuye exclusivamente a la acción del ser
humano.
Cualquier
aficionado a la jardinería sabe que los vidrios de su invernadero permiten la
entrada de radiación de onda corta pero impiden la salida de la radiación
infrarroja. Como resultado de este fenómeno, el interior de invernadero se
calienta. En nuestro planeta, las moléculas de ciertos gases atmosféricos (como
el dióxido de carbono procedente de la combustión de combustibles fósiles) funcionan
como los vidrios de un invernadero: absorben la radiación infrarroja que intenta
escapar desde la superficie de la Tierra y, por ello, una parte de la misma no
regresa al espacio sino que es remitida de nuevo hacia la superficie terrestre.
Si la presencia de estos gases se incrementa, como hoy sucede por la acción del
ser humano, mayor es la radiación devuelta hacia la superficie del planeta.
Como resultado de esto, el calentamiento es mayor, con los correspondientes
perjuicios para todos los seres vivos. La misma capacidad intelectual del
hombre puede convertirse en el instrumento para enriquecer el planeta al mismo
tiempo que sus necesidades son satisfechas adecuadamente. Aquí reside su
responsabilidad ineludible.