Nacido
en un pueblo del interior de la provincia
de Santa Fe, cerca de Rosario, Saer vivió allí hasta que, a sus doce años, se mudó con su familia a la capital provincial. En esta ciudad, que en su obra se
llamará siempre "Ciudad", realizó sus estudios secundarios, trabajó durante un tiempo
en el diario regional, fue profesor de Crítica y Estética del Cine en la
universidad y
comenzó a escribir y publicar sus primeros textos. Esos años vividos
en Santa Fe, que corresponden a los de la juventud y también
a los del nacimiento del oficio de escritor, constituyen el referente nuclear
de su
narrativa. La mayor parte de sus cuentos y novelas, y también de su poesía, vuelven una y otra vez a la experiencia de esos años, inspirándose tanto en los lugares como en los amigos con los que compartió esa etapa de su vida (la relación de la ficción con la memoria es un
tópico recurrente de la escritura de Saer: la
ciudad de Santa Fe, el enjambre de islas y arroyos, los pueblos costeros en la
orilla del Paraná, la llanura con su horizonte circular vacío y monótono conforman el núcleo espacial de su literatura en el que
deambulan sus personajes recurrentes). "Estamos constituidos en gran parte por el lugar donde nacemos -escribió Saer-. Los
primeros años del animalito humano son decisivos para su desarrollo ulterior.
La lengua
materna lo ayuda a constituir su realidad. Lengua y realidad son a partir de
ese momento
inseparables. Lengua, sensación, afecto, emociones, pulsiones, sexualidad: de eso
está hecha la patria de los hombres, a la que quieren volver continuamente y a la que
llevan consigo donde quiera que vayan. La lengua le da a esa patria su sabor particular". Por aquellos años, Saer integró el "Grupo de Santa Fe" junto al poeta Hugo Gola (1927), algunos periodistas del diario "El Litoral", músicos y gente de cine que luego se agrupó en el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral. En su relación con la literatura, los miembros del grupo eran asiduos lectores de poetas y narradores como Ezra Pound (1885-1972), Jorge L. Borges (1899-1986), Cesare Pavese (1908-1950) o Antonio Di Benedetto (1922-1986), y de ensayistas como Walter Benjamin (1892-1940) y Theodor Adorno (1903-1969), escritores de los que, especialmente Saer, tomaron ciertos valores como el trabajo cuidadoso sobre el lenguaje y la forma, la crítica del naturalismo y del populismo, el rechazo de la cultura masiva y el de las modas literarias y estéticas. El padre literario para ellos fue el gran poeta entrerriano Juan L. Ortiz (1896-1978). "Hasta
los dieciséis o diecisiete años -recordó Saer-, la poesía constituyó el 99% de mis lecturas. La poesía en lengua española sobre todo. A la cronología
en la historia de la poesía en lengua española, clasicismo, romanticismo, modernismo,
sencillismo, vanguardia, corresponde la cronología, puramente casual, de mis
lecturas. Después,
hacia 1955, es la irrupción, fulgurante, de la literatura europea y norteamericana, la vanguardia poética y narrativa y su problemática correspondiente, y la
narrativa rusa, francesa y anglosajona del siglo XIX. Gracias a Juan L. Ortiz,
a Hugo Gola, a
Aldo Oliva, la poesía china, los grandes poetas franceses del siglo XIX, que producen
la revolución literaria de los tiempos modernos: Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé,
Lautréamont". La obra
de Saer, sin dudas, se enrola en esa gran
tradición de la literatura moderna. Pensaba el autor de "El limonero real" que "Proust, Joyce, Kafka, Musil son los que realmente transformaron
la noción misma de narración. La novela clásica del siglo XIX desaparece
por completo con ellos. Enraizados como estaban en esa tradición, se inscribieron
en ella de la mejor manera posible: modificándola". Y reconocía ser, como todo autodidacto, "un lector desordenado" y que de ese desorden le "surgieron ciertas constantes, ciertos centros de interés que han persistido, decantándose,
y que son para mí como claros en la selva del saber: hay lecturas que son pura y simplemente fuente de vida, de experiencia, de
estímulo y de
certidumbre". A renglón seguido, la segunda parte del compilado de entrevistas concedidas por Saer entre 1996 y 2005.
Usted arribó a París en
1968, el año del mítico "mayo francés".
Llegué
tarde. Me enteré acá por televisión. Ya me perdí varias revoluciones.
En "El arte de
narrar", dice usted que no importa cómo se llame la ciudad donde se esté,
porque siempre se está en la tierra natal. ¿Así lo siente?
Eso
tiene dos explicaciones. Por un lado, uno lleva los signos de su origen adonde
va y está modelado por los primeros años de su existencia, por la lengua
materna, por las primeras impresiones. Pero hay otra explicación contraria. Yo
creo en la unidad total de la especie humana. Nuestros límites perceptivos,
intelectivos, todo lo que podemos juzgar y ver es siempre a partir de nuestra
percepción, de la que no podemos escapar. El universo es como la casa natal. El
lugar de todo hombre es el universo. El hombre vive, al mismo tiempo, en su
barrio y en el universo. Por otra parte, la patria es la infancia. La
pertenencia a valores abstractos puede cambiar. La infancia, la lengua y las
primeras impresiones totalmente intransferibles sirven de medida del mundo. Me
siento más que nada argentino y no tengo otra pertenencia.
En tren de hablar de la
lengua literaria, ¿escribe usted en español o en francés?
Escribo
siempre en castellano y a mano. Ese español tiene que tener la huella de la
lengua hablada del litoral argentino, porque es mi lengua natal y no es el
español genérico. Sólo he escrito en francés dos o tres pequeños textos
literarios para entretenerme. Cuando hablo en francés, en una conferencia,
improviso, es decir, no tomo notas. Me ha pasado con varios de mis ensayos que
fueron conferencias improvisadas en francés y luego traducidos al español.
¿Es usted escritor
vocacional o por destino?
Prefiero
el término vocación, porque la palabra destino requeriría una explicación
filosófica. El destino es puro objeto de azar la mayor parte del tiempo. Quizá
podríamos combinar ambos términos en forma crítica. Uno intenta al mismo tiempo
ser artista por vocación y por destino. Por voluntad consciente y racional de
ejercer ese oficio, y por un conjunto de razones desconocidas que nos empujan a
escribir sin saber por qué. Yo no sé por qué escribo. Barthes comenzaba un
magnífico texto con esta frase: "Se escribe para ser amado". Con el
tiempo me di cuenta de que esa frase no es cierta, porque todo lo que hacemos
es para ser amados. Cuando escribimos, lo hacemos para ser amados de un modo
específico. Lo misterioso es que sea a través de la escritura. Ser amados por
lo que escribimos es una singularidad misteriosa.
¿Cree que siempre se
escribe a partir de una tradición?
Uno
no puede escribir novelas y cuentos en América Latina como si Arlt, Onetti,
Rulfo, Guimaraes Rosa, Felisberto Hernández y Borges no hubiesen existido. Y
también podemos transponer eso a otros escritores que no son latinoamericanos,
como Cervantes, Joyce, Beckett o Faulkner. Uno crea su propia tradición. Yo no
pretendo que sea la única, pero si uno construye una tradición, esa tradición
crea obligaciones y esas obligaciones deben respetarse. A Godard le dijeron en
una entrevista que Spielberg siempre se refería a él como a un gran maestro, y
Godard se reía. Cuando se lo repitieron dos o tres veces, terminó por decir:
"Bueno, que me mande un cheque". Hay también escritores que exaltan a
otros escritores como sus maestros pero que no reflejan en sus obras esa
admiración. Admirar supone ciertas obligaciones. Para poder admirar a un
escritor hay que merecerlo. No decir que se admira a Shakespeare y escribir
como Paulo Coelho. Justamente Coelho dijo en Buenos Aires que para él los dos
escritores más importantes de América Latina eran Jorge Amado y Jorge Luis
Borges. Yo opino que alguno de los dos tendría que protestar.
Cuando empieza a
escribir, aunque lleve a cuestas la tradición rescatada, ¿no se establece una
especie de lucha con esa tradición?
Por
supuesto. Se escribe en contra. Hay una paradoja. Porque los escritores que uno
más admira son los que tiende a imitar, y hay que evitar los automatismos. Es
en los grandes escritores que uno ha aprendido a leer y a gozar de la
literatura. Eso en un determinado período influye mucho, y uno escribe e imita.
Después uno quiere tener su propia personalidad. Es como en los "westerns": al
maestro que le enseñó a tirar a los más jóvenes hay que matarlo para poder ser
el primero. Yo creo, sin embargo, que lo más saludable es no creer nunca que
uno va a superar a sus maestros, porque ése es un buen estímulo.
¿No se escribe con la
ambición de matar a Shakespeare o a Faulkner? ¿De competir con ellos?
No.
Se escribe para ser admitido en su círculo. En realidad las personas que uno
más quisiera que lo leyeran ya están muertas, y los que te leen son
desconocidos. Pero creo que todo esto corresponde a ciertas etapas de la
biología: ocurre como con los padres, uno goza de la protección o del afecto de
los padres y recibe cosas en un primer período, después de eso tiene que
empezar a dar.
Alguna vez escribió que
la experiencia estética es una forma radical de libertad. ¿No sintió esa
sacralización del escritor o esa mitificación de la literatura como un
problema?
Sí,
no sólo como un problema sino también como un obstáculo para el juicio. Para mí
no son los escritores los que cuentan, son los textos. Yo nunca conocí a
Faulkner, a Cervantes o a Kafka, son los textos los que valen, y no todos por
igual. Los poemas de Cervantes son ilegibles. El último libro de Cervantes no
fue "El Quijote", fue el "Persiles", un libro retórico, pero que parece indicar que
él no estaba contento con "El Quijote". Además, el espíritu sopla donde quiere.
Un texto funciona por lo que es y no por lo que se propone. Hay poetas
extremadamente cultos que son insoportables, y otros mucho más simples que son
magníficos. Se puede ser profundo, culto, inteligente, tener la mejor intención
del mundo y escribir unas cosas infectas y con ligereza, como es el caso de
tantos eruditos del Siglo de Oro frente a Cervantes. Esos humanistas que hoy
son totalmente indigestos eran los hombres cultos de la época. Los otros eran
unos pobres diablos, como lo fue Shakespeare por un buen tiempo, como lo fue
Cervantes. La cosa prende de manera inesperada y en los lugares más
inesperados. Vallejo es uno de los grandes poetas del siglo XX en cualquier
idioma. Nada lo predestinaba. Crea sus poemas por los caminos más
insospechados, que no se explican por la situación y circunstancia de su época.
Ni siquiera por la vanguardia, porque en Vallejo hay un elemento autóctono, un
elemento campesino, que no está en los cánones de la vanguardia. Podríamos
decir que hay una mezquindad de vida, de pobreza, que le da grandeza a su
poesía.
¿Considera que hay una ética
que debe ir acompañando a la estética de un escritor?
No,
porque por ejemplo hay muchas cosas de Borges que yo no comparto o me río de
ellas, pero Borges es un gran escritor y eso es lo que me importa. Lo principal
es que sea un gran escritor.
¿No teme pecar de
esteticista, hoy que tantos insisten en señalar las funciones de la literatura
que exceden el arte?
Yo
sólo leo por placer.
Veo en su literatura
como una fricción entre una propuesta hiperintelectual y elementos populares.
Como un cruce.
Bueno,
no quiero compararme, pero para dar ejemplos ilustres está "La divina comedia".
Dante empezó a escribirla en latín y después se dio cuenta, o su agente le
dijo, que estaba cometiendo un error, que no se iba a vender, y empezó a
escribirla en italiano. Entonces él trata todos los temas universales, toda la
tradición clásica, toda la actualidad del medioevo, y eso es lo que me gusta.
No me importan sus proyectos sobre el papado, la monarquía, el imperio, pero sí
esa cosa tan viviente de los personajes del barrio y al mismo tiempo de la
literatura clásica y de la mitología. Esa mezcla extraordinaria. Caminé por las
calles de Florencia y de pronto me encontraba en una esquina donde vivió el
tipo que Dante mandó al purgatorio y, como lo conocía como un tipo del barrio
que comía mucho, lo puso con los glotones. Anécdotas, historias, leyendas,
mitos, y todo en un lenguaje muy elaborado pero popular. Antes de él el
italiano no tenía valor literario. Esa es la marca que Dante ha dejado en mí.
Ahora la tradición hace
que esas cosas ocupen lugares distintos.
En
la tradición argentina, Arlt, el "Martín Fierro" y Borges reúnen las dos vetas.
No el populismo, que no me gusta. El pueblo crea la lengua, ya lo sabemos, y
ese uso coloquial de la lengua es lo que yo quiero utilizar. Me interesa
escribir en una lengua muy directa y al mismo tiempo muy trabajada, pero de
sabor coloquial, y escribir cosas universales, si lo podemos decir así. Una
lengua que al mismo tiempo sea muy nuestra, que no tenga nada que ver con el
español, ni el chileno, ni el peruano, sino de ahí, del Río de la Plata. Si yo
pudiera, escribiría un tratado de filosofía en una lengua popular del Río de la
Plata. Eso sí que me gustaría.
Usted dice que admirar
supone cierta obligación. Que para admirar a un escritor hay que merecerlo;
tiene esa relación de admiración y merecimiento. ¿Cuáles son los escritores que
se merecía cuando empezó y cuáles son los que se merece ahora?
No,
los escritores que yo me merezco lo tiene que decidir otro. No puedo pretender
hacer la lista de los escritores que me merezco o de los que me merecen como
hace Nabokov por ejemplo. A él no lo merece ninguno. Según él porque es el hombre
más vanidoso que he podido leer y cuyos libros me gustan más o menos, no tanto
tampoco. Y él es el que pretende que la actividad más rica, elaborada y
profunda que un hombre pueda hacer es la caza de mariposas, que es lo que hace
él. Yo me permito dudar; yo creo que escribir o criticar la razón pura es más
interesante o la crítica de la razón dialéctica como Sartre, que él odiaba. En
fin, yo puedo hablar de los escritores que admiro, pero ya lo he dicho tantas
veces que todo el mundo lo sabe y las malas lenguas van a decir que ya estoy
chocheando y que siempre digo lo mismo, así que prefiero no decirlo.
Estábamos hablando de
merecimientos y de la anécdota del escritor Pablo Coelho.
Sí,
Pablo Coelho dijo un día que los escritores que más admiraba eran Borges y Jorge
Amado. Jorge Amado para mi es un personaje muy simpático, lo respeto porque es
un hombre, pero evidentemente sus novelas no me gustan, salvo
las primeras. Pero si a alguien le gusta Jorge Amado, lo cual puede ser muy
respetable, no le puede gustar Borges, porque son dos mundos totalmente
opuestos, contradictorios. Entonces él dijo eso para quedar bien con el Brasil
y con la Argentina, ¿no es cierto? Pero, por favor, yo no estoy criticando a
Paulo Coelho. Esto muestra las servidumbres del mercado literario porque él
cree que está obligado a hacer una declaración que cualquier persona sensata
considera que es un dislate, porque quiere quedar bien con el lector brasileño,
popular, que es de Jorge Amado, y quiere quedar bien con la Argentina, porque
Borges evidentemente es el fetiche, "es como una Virgencita" como
dijo David Viñas una vez durante la dictadura militar: "Lo entran y lo
sacan para que haga llover".