3 de octubre de 2012

Gabriela Massuh: "Las novelas son universos muy cerrados en sí mismos que no están contaminados, y a mí me gusta un poco más de contaminación en el arte" (2)

Cuenta Gabriela Massuh que siente nostalgia por los años '60, comienzos de los '70. "Aquella época fue muy estimulante, de muchísima efervescencia, aunque la haya vivido como una tarada. Me hubiera gustado vivir los '70 como Sara (uno de los personajes de "La omisión"), que sabía y tenía mucho más solidaridad. Pero también el final de esa década fue terrible. La palabra desaparecidos nos hizo tristemente célebres. Esa palabra, el no querer poner nombre, habla mucho de nuestra hipocresía, de no decir, de omitir... Me fui a Alemania al principio de 1975 con la idea de no volver. Volví en el '80. Lo que leía desde afuera era aterrador, pero cuando llegué acá parecía que el país estaba fantástico. Y eso me hizo dar cuenta de lo bien que funcionaba discursivamente la dictadura. Era un país detenido, pacato, ridículo". Llamativamente, o no, ese discurso de la dictadura era respaldado en un libro que llegó a convertirse en "best-seller" por entonces: "La Argentina como sentimiento", de Víctor Massuh, padre de la escritora, por entonces embajador argentino ante la UNESCO. Allí se justificaba el golpe de Estado de 1976 en razón de que había que combatir la amenaza socialista y el populismo peronista, dos males que, según el filósofo, afectaban gravemente a este país. Massuh, prestigioso especialista en historia de las religiones, usó precisamente la religión para cambiar el sentido de los crímenes de la dictadura. Ante semejante legado, seguramente lo mejor para la escritora fue, al respecto, guardar silencio. Pero para la escritura, "el silencio no aniquila la palabra -escribió Gabriela Massuh-: engendra la posibilidad de la polisemia. La apertura al silencio determina el acontecimiento estético. El silencio habla de la inminencia de una revelación no producida. La palabra escrita es una prisión laberíntica porque pertenece al mundo fenoménico y se encuentra ligada a un significado único. El arte tiene la misión de trascenderla, ubicándola en un espacio de significaciones plurales". Autora de varios ensayos -"Benjamin en América Latina", "Borges, una estética del silencio", "Pasos para huir del trabajo al hacer", "La normalidad", entre otros- Gabriela Massuh habla sobre temas vinculados a la literatura y la política en la segunda y última parte de la recopilación de entrevistas realizadas por Mora Cordeu, Agnieszka Ptak, Jorgelina Nuñez y Silvina Friera.



La protagonista de "La omisión" menciona que en la literatura escrita en los '90 encontraba que no había más narración o más novela. Hoy en día, ¿podría afirmar lo mismo? ¿Releyó algunos de los autores que comenzaron a escribir en los '90 o es algo que no le interesa?

Me parece que la tendencia sigue. A pesar del 2001 ahora estamos en una especie de reestructuración de los años '90, de los emblemas que fueron los años '90. Esos emblemas ahora son mucho más sólidos y más poderosos, por eso creo que las crisis no tienden a atentar contra un sistema sino a consolidarlo. Porque la crisis de 2001 consolidó el sistema de los '90 y el actual gobierno está sentado sobre la simbología de los años '90 y no puede ser creíble que haya otro proyecto de país. Es decir, puede haber otro proyecto de país con otra retórica, pero el capital sigue siendo el mismo y la posesión del capital va a seguir siendo la misma. El discurso dominante en general tiende a clausurar cualquier forma de experiencia y no solamente el discurso dominante, sino las elecciones. Y cuando se trata de acallar movimientos enseguida se llama a elecciones. De hecho, acá el 2001 termina con la convocatoria a elecciones. Hay una cooptación de la política por todo aquello que tienda a hacerle competencia. Por ejemplo, en el florecimiento de los movimientos sociales que de alguna manera formulaban una nueva economía, el desafío no era para la economía, era para los políticos, y quienes los ocuparon enseguida fueron los políticos. Si yo fuera un inversor me preocuparía que existieran fábricas autogestionadas, pero como el capital ya tiene una dinámica muy propia, ni siquiera lo toca. Todas esas experiencias fueron cooptadas por la política porque hay una especie de relación perversa entre los políticos, la política y la población, donde uno no puede vivir sin el otro. Entonces, enseguida se trata de reestablecer ese orden que, dentro de lo que fue el 2001, durante seis meses parecía que era posible vivir sin Estado. Acá seguiremos con el tema de las minas, contaminando los ríos, liquidando a los indios, a los que quedan y molestan, a los que se oponen al progreso, y seguiremos construyendo torres. Los europeos limpiaron todos los ríos mientras que acá están todos contaminados, pusieron todas las fábricas de papel en el Cono Sur, todas las industrias contaminantes están en países en desarrollo, y ahora aprovechan el ascenso de la China y la India. Vamos a ver qué les depara más allá.

Se han publicado en los últimos tiempos varias novelas donde aparecen personajes que sufren a raíz de una separación.

Sí, ahora hay una tendencia a decir que están apareciendo más novelas con un yo autobiográfico, pero no sé si es así. Pienso que fueron como restos de lo que era la ficción, la construcción de mundos que no tuvieran nada que ver con lo real. El sufrimiento no tenía prestigio en una determinada clase social, tal vez por pudor o por miedo. Pero también me pasó lo mismo con las novelas francesas y alemanas; con Amélie Nothomb, que tiene un enorme afán de ridiculizarse así misma, pero no tiene ese afán novelístico de poner algo más. Y tal vez no se pueda.

¿Por qué no se puede?

No hay demasiado tiempo como había antes para se dé ese afán novelístico, que podría sonar pretencioso, y creo que hay mucha defensa contra la desesperación y la pérdida. Este es un mundo sumamente convulsionado donde más que nunca se pone de manifiesto una normalidad muy extraña: "todo está bien", "todo está perfecto", seguimos mandando los chicos al colegio, seguimos comprando en los countries, seguimos aislándonos, pero estamos haciendo agua. Uno tiene que negar un poco esas cosas para seguir viviendo. Y eso me parece legítimo.

En ningún momento aparece el acento puesto en la cuestión del lesbianismo o en un discurso de género. ¿Por qué? ¿Fue deliberado no subrayar esta condición?

Es que carezco absolutamente de discurso de género. No quería encontrar una identidad a partir de la pertenencia a un grupo minoritario. Es la ambigüedad que tiene la homosexualidad, sobre todo la no confesada, pero si es proclamada también incomoda. Le tengo mucha alergia a eso; estoy en una fase anterior del feminismo, precisamente aquella que une lo político con lo privado. No creo en esas identificaciones de campus americanos universitarios porque son bastardizaciones de la política. Es más: son pretextos de políticas porque no son de verdad. Además impiden tener la solidaridad de un conjunto social más amplio. En ese sentido evité toda teorización, toda ideología alrededor de eso.

Esta postura no es la mayoritaria dentro de las minorías sexuales.

Sí, esas minorías son una manera de defensa y yo no quería armar ninguna defensa. Tal vez haya quedado excesivamente expuesta, pero jamás pude identificarme con esos grupos minoritarios. Una vez fui jurado de la fundación Rockefeller y me tocó leer un montón de proyectos redactados en Estados Unidos. Y todos empezaban: "Yo en tanto que árabe, inmigrante, siendo zurda...", era como la hipertrofia del discurso identitario. Y ahí me di cuenta de lo ridículo que era.

A través de la biblioteca que Matilde, la protagonista de "La omisión", tiene en el campo y la lectura en francés de Proust, ¿quiso reflejar el paradigma cultural del grupo Sur?

Sí. El otro día me acordé que una vez mi padre me llevó a lo de Victoria Ocampo, a un té que hacía los domingos a las cinco de la tarde en Villa Ocampo. Debe haber sido en el año '70. Me acuerdo que estaban Cozarinsky, Pezzoni, Alicia Jurado, Fryda Schultz de Mantovani, Delia Garcés y en un rincón Niní Marshall. Después, cuando Victoria Ocampo publicó sus memorias, me llevé una decepción atroz porque me parecieron muy pacatas. Que esa persona tan fuerte, tan esplendorosa, fuera tan ocultadora... En fin: no me enseñaban nada nuevo esas memorias. Nunca tuve nada que ver con el grupo Sur; pero en un momento representaba la "cultura".

¿Sur tuvo alguna incidencia en su formación?

No. Para mí todo lo que significaba Sur ya había pasado, como Mallea o Martínez Estrada. Yo quería ver qué es lo que iba a venir, por eso prefería el Di Tella. Nunca me interesó Sur, tampoco ahora. Lo que sí respeto mucho es esa maquinaria que fue la traducción de autores en Sur.

¿Cómo es su proceso de escritura? Una piensa que usted tiene un método súper riguroso de escribir tantas horas por día, todos los días...

No creo que pueda ser así en Buenos Aires y mucho menos siendo mujer, porque tenés que tener una esposa que te cuide. Si vos tenés una esposa que te hace todo entonces sí, te quedás tranquila escribiendo, pero es imposible. Thomas Mann se sentaba horas, Proust se aislaba, pero una escribe como puede y cuando puede. Es muy difícil de lograr el placer de la continuidad, tenés que pelearte mucho con vos misma para lograr esa reclusión que a su vez es bastante dura.

¿Y llega el placer alguna vez? Se sufre mucho escribiendo...

Las mujeres sufrimos mucho porque creemos que tenemos más obligaciones con la realidad de las que realmente tenemos, y tampoco creemos demasiado en el papel de la gran novelista. Los hombres se meten más en ese papel y piensan "los muchachos van a decir esto o aquello sobre mí", en cambio las mujeres tenemos más temor. A pesar de la evolución de los géneros yo creo que sigue siendo así.

¿Cómo nació la idea de crear Mardulce?

Cuando heredé a mis padres pensé: "¿qué es lo mejor que puede pasarme para ser feliz?". Sentí que no era tanto trabajar en lo que me gusta sino con gente que me gusta. Crear algo propio, como una familia, pero en el trabajo. Estuve jugando mucho con la idea de fundar una editorial porque es muy caro, es uno de los pocos rubros en los que en vez de ganar un pequeño porcentaje se recupera el 20% de la inversión y el resto es una apuesta hacia el futuro. Pero como yo no tengo descendencia, entonces dije: "voy a poner el dinero en esto". Tengo una equis cantidad de años para seguir manteniéndola y un gran amigo que es mi socio, Juan Zorraquín, que es cirujano, y se entusiasmó más que yo con esta aventura. El es un gran lector y le gusta meterse en cosas que no conoce y suele irle muy bien. El asumió el 50%. Estamos todos contentos porque somos como la niña mimada del medio literario, nos va muy bien en el recibimiento con los pares, eso para mí era muy importante. Yo había trabajado para la Feria de Frankfurt y había conocido a los editores independientes locales y eso influyó muchísimo para tomar la decisión de meterme en algo que desconocía a pesar de que los colegas del rubro eran gente afín. Mardulce no era necesaria, las independientes están trabajando muy bien, pero sí es un buen momento porque se han profesionalizado mucho. Adriana Hidalgo es un orgullo nacional, es importantísimo lo que ha hecho en diez, once años, en un medio que en la Argentina ha sido devorado por las extranjeras. Era un momento bueno y fresco de fortalecimiento.

¿Cuál es el estado de las cosas en la literatura argentina?

No es un gran momento, pero sí hay una gran atención entre pares, que es lo mejor que puede pasar dentro de la general invisibilidad que tiene el panorama cultural en Buenos Aires en este momento. En una empresita como Mardulce eso es fundamental, porque se vuelve a una dimensión humana del trabajo que es antiempresaria, antianonimato, antieficientista y se vuelve a una especie de artesanía. Es un trabajo muy artesanal el de revisar textos, corregir traducciones, etc.

Cuando estaba en el Goethe, ¿éste era su norte, poner una editorial?

Yo le debo mucho al Goethe de aprendizaje y de reconocimiento en el medio local, pero son etapas cumplidas. Yo era como esos empleados que no los podés sacar nunca porque les tenés que dar una indemnización millonaria. No sabía qué iba a hacer si me iba; en el 2000 me dediqué mucho al tema de las organizaciones sociales y a formas alternativas de política. Para mí fue muy enriquecedora esa etapa y quería hacer algo en relación con eso, pensar cómo se puede volver a vivir bien, bien todos, no unos pocos. Para eso es necesario pensar nuevas formas de política o de comunicación social. Fue muy rico el 2001 en Argentina, pero todavía hay mucho por hacer en distintas brechas: agricultura, minería, recursos naturales. Estuve muy entretenida con eso y después con la Feria de Frankfurt, entonces no pensaba.

El catálogo tiene muchas mujeres y una novela feminista. ¿Es algo buscado o fue saliendo así?

Cuando hay hombres y mujeres, yo siempre me inclino automáticamente por las mujeres porque es lo que más conozco. También hay un poco de azar, había tres o cuatro escritores dando vueltas, queríamos reeditar algo y yo me acordé de "La ingratitud", de Matilde Sánchez, que se escribió durante un viaje a Berlín, en el marco de una beca del Instituto Goethe, y me pareció genial como primer libro. El de Silvina Bullrich, "Teléfono ocupado", fue una decisión muy criticada, pero para mí muy acertada. Ella publicaba paralelamente a Cortázar, a Vargas Llosa y vendía miles de ejemplares, pero era la escritora frívola. De las mujeres con éxito argentinas que eran Marta Lynch y Beatriz Guido, ella era la más mala: fumaba e insultaba, era muy dura con la gente, problemática. Todos los veranos aparecía un libro de ella que circulaba en la playa porque todas la leían. Y era una gran escritora sobre todo porque hoy tiene una modernidad absoluta, y mucho de ella no envejeció para nada. Estoy segura de que si se publicaran las grandes novelas de Bullrich hoy se venderían bien. Nuestras editoriales tienen un alcance muy limitado, un poco por la distribución, un poco por la cantidad de ejemplares que se imprimen etc., pero lo que todos ansiamos es un grado más de público, y en ese sentido Silvina Bullrich las sabía todas. Era admirable. No te digo llegar a cien mil, pero veinte mil sería genial, y es muy difícil porque está muy estigmatizado el mundo literario. Está muy cercenado a determinados públicos.

¿Cuál es la especificidad del trabajo de editar?

Es una utopía porque es muy artesanal, no tiene un valor de mercado y tampoco queremos entrar en la angustia de la venta. Obvio que hay que vender, pero en ese sentido no hay presión. Lo importante es encontrar más bocas de expendio, en el mercado latinoamericano, por ejemplo, donde todavía no hay vías fáciles de acceso. Si bien hay mucho interés e intercambio, los problemas de impuestos y todas las reglas que hay que cumplir hasta llegar al libro son fastuosas al lado de lo que después mueve el libro. Cualquier editorial independiente de México tiene subsidios del Estado y son fáciles de conseguir, no como acá, donde es complicado, realmente. Es un drama insoluble porque es una cuestión política, acá en la Argentina no hubo jamás una política a favor del libro, y eso que la industria editorial siempre fue grande. El Estado se desdice totalmente de algo que se hace en casi todos los países de Latinoamérica: Chile, Brasil, Colombia, México...

¿Cuál es el criterio editorial de Mardulce?

La contemporaneidad. Buscar alternativas tanto de escritura como de pensamiento. Buscar nichos que no se hayan explotado. Puede parecer estrambótico publicar una novela de 1911 de Lima Barreto ("El triste fin de Policarpo Cuaresma"), pero no es una novela para nada conocida y forma parte del canon brasileño de autointerpretación. Extrañamente es una de las novelas más feministas que he leído. Son ventanas que se abren: editar a Elena Garro ("Andamos huyendo Lola") también lo es. Buscar escritores nuevos también es importante para nosotros, y en ese proceso es que encontramos a Selva Almada ("El viento que arrasa"). Cuando empezamos teníamos varias novelas dando vueltas, pero cuando la leí a Selva me pareció que hacía algo nuevo: la construcción de una realidad a través de la lengua. Su segunda novela está escrita en ese mismo lenguaje pero más radicalizado. Cuando la leí pensaba ¿de dónde salió?, ella tomó algo que está dando vueltas y no es nada ambiciosa. Y es muy de tierra adentro, tiene una visión muy específica de la clase media de la provincia. Mi madre era de un pueblo de Santiago del Estero y hablaban igual, una mezcla española e indígena. Yo tengo mucha aprensión por lo porteño porque es muy jactancioso...

Finalmente, ¿qué es la ficción para usted?

No tengo una idea teórica de lo que es. Pero sí sé que, dentro de lo específicamente literario, a mí me gustaría que la ficción tuviera como objetivo volver a contar. Aunque mi formación se dio por entero dentro de las letras, progresivamente, empecé a leer más ensayos que novelas porque necesitaba que me explicaran la realidad. Yo preciso entender y me parece que la ficción ha dejado de contar. El hecho de narrar está relacionado con una determinada intimidad y una manera de ver el mundo. Todo cuento, aun los de hadas, genera una determinada visión del mundo. La ficción ha dejado de dar respuestas, está empecinada en no contar y en generar un discurso del relato imposible que entró en un cuello de botella del cual no sale. Es una especie de culto que proviene, a mi juicio, del auge de la novela a mediados del siglo XX, cuando se suponía que la novela tenía que hablar sobre ella misma, después tuvo que hablar sobre la imposibilidad de la novela y ahora ya casi no hay novela. Es una situación que genera como una respiración artificial. No adhiero a esa postura, es más, siento ese ahogo como lectora. Entonces necesito que lo que escribo se abra al mundo y se ventile. Creo que frente a la tierra arrasada de la ficción, hay que volver a contar.