Cuenta Gabriela Massuh que siente nostalgia por los años '60, comienzos de los '70. "Aquella época fue muy estimulante, de muchísima efervescencia, aunque
la haya vivido como una tarada. Me hubiera gustado
vivir los '70 como Sara (uno de los personajes de "La omisión"), que sabía y tenía mucho más solidaridad. Pero también
el final de esa década fue terrible. La palabra desaparecidos nos hizo
tristemente célebres. Esa palabra, el no querer poner nombre, habla mucho de
nuestra hipocresía, de no decir, de omitir... Me fui a Alemania al principio de
1975 con la idea de no volver. Volví en el '80. Lo que leía desde afuera era
aterrador, pero cuando llegué acá parecía que el país estaba fantástico. Y eso
me hizo dar cuenta de lo bien que funcionaba discursivamente la dictadura. Era
un país detenido, pacato, ridículo". Llamativamente, o no, ese discurso de la dictadura era respaldado en un libro que llegó a convertirse en "best-seller" por entonces: "La Argentina como sentimiento", de Víctor Massuh, padre de la escritora, por entonces embajador argentino ante la UNESCO. Allí se justificaba el golpe de
Estado de 1976 en razón de que había que combatir la amenaza socialista y el populismo peronista, dos males que, según el filósofo, afectaban
gravemente a este país. Massuh, prestigioso especialista en historia de las religiones, usó precisamente la religión para cambiar el
sentido de los crímenes de la dictadura. Ante semejante legado, seguramente lo mejor para la escritora fue, al respecto, guardar silencio. Pero para la escritura, "el silencio no aniquila la palabra -escribió Gabriela Massuh-: engendra la posibilidad
de la polisemia. La apertura al silencio determina el acontecimiento estético.
El silencio habla de la inminencia de una revelación no producida. La palabra escrita es una prisión laberíntica porque pertenece al
mundo fenoménico y se encuentra ligada a un significado único. El arte tiene la misión de trascenderla, ubicándola en un
espacio de significaciones plurales". Autora de varios ensayos -"Benjamin en América Latina", "Borges, una estética del silencio", "Pasos para huir del trabajo al hacer", "La normalidad", entre otros- Gabriela Massuh habla sobre temas vinculados a la literatura y la política en la segunda y última parte de la recopilación de entrevistas realizadas por Mora Cordeu, Agnieszka Ptak,
Jorgelina Nuñez y Silvina Friera.
La protagonista de "La omisión" menciona que en la
literatura escrita en los '90 encontraba que no había más narración o más
novela. Hoy en día, ¿podría afirmar lo mismo? ¿Releyó algunos de los
autores que comenzaron a escribir en los '90 o es algo que no le interesa?
Me parece que la tendencia sigue. A pesar del 2001 ahora estamos en una especie
de reestructuración de los años '90, de los emblemas que fueron los años '90.
Esos emblemas ahora son mucho más sólidos y más poderosos, por eso creo que las
crisis no tienden a atentar contra un sistema sino a consolidarlo. Porque la
crisis de 2001 consolidó el sistema de los '90 y el actual gobierno está
sentado sobre la simbología de los años '90 y no puede ser creíble que haya
otro proyecto de país. Es decir, puede haber otro proyecto de país con otra
retórica, pero el capital sigue siendo el mismo y la posesión del capital va a
seguir siendo la misma. El discurso dominante en general tiende a
clausurar cualquier forma de experiencia y no solamente el discurso dominante,
sino las elecciones. Y cuando se trata de acallar movimientos enseguida se
llama a elecciones. De hecho, acá el 2001 termina con la convocatoria a
elecciones. Hay una cooptación de la política por todo aquello que tienda a
hacerle competencia. Por ejemplo, en el florecimiento de los movimientos
sociales que de alguna manera formulaban una nueva economía, el desafío no era
para la economía, era para los políticos, y quienes los ocuparon enseguida
fueron los políticos. Si yo fuera un inversor me preocuparía que existieran
fábricas autogestionadas, pero como el capital ya tiene una dinámica muy
propia, ni siquiera lo toca. Todas esas experiencias fueron cooptadas por la
política porque hay una especie de relación perversa entre los políticos, la
política y la población, donde uno no puede vivir sin el otro. Entonces,
enseguida se trata de reestablecer ese orden que, dentro de lo que fue el 2001,
durante seis meses parecía que era posible vivir sin Estado. Acá seguiremos
con el tema de las minas, contaminando los ríos, liquidando a los indios, a los
que quedan y molestan, a los que se oponen al progreso, y seguiremos
construyendo torres. Los europeos limpiaron todos los ríos mientras que
acá están todos contaminados, pusieron todas las fábricas de papel en el Cono
Sur, todas las industrias contaminantes están en países en desarrollo, y ahora
aprovechan el ascenso de la China y la India. Vamos a ver qué les depara más
allá.
Se han publicado en los últimos tiempos varias novelas donde aparecen personajes que
sufren a raíz de una separación.
Sí, ahora hay una tendencia a decir que están
apareciendo más novelas con un yo autobiográfico, pero no sé si es así. Pienso
que fueron como restos de lo que era la ficción, la construcción de mundos que
no tuvieran nada que ver con lo real. El sufrimiento no tenía prestigio en una
determinada clase social, tal vez por pudor o por miedo. Pero también me pasó
lo mismo con las novelas francesas y alemanas; con Amélie Nothomb, que tiene un
enorme afán de ridiculizarse así misma, pero no tiene ese afán novelístico de
poner algo más. Y tal vez no se pueda.
¿Por qué
no se puede?
No hay demasiado tiempo como había antes para
se dé ese afán novelístico, que podría sonar pretencioso, y creo que hay mucha
defensa contra la desesperación y la pérdida. Este es un mundo sumamente
convulsionado donde más que nunca se pone de manifiesto una normalidad muy
extraña: "todo está bien", "todo está perfecto", seguimos mandando los chicos
al colegio, seguimos comprando en los countries, seguimos aislándonos, pero
estamos haciendo agua. Uno tiene que negar un poco esas cosas para seguir
viviendo. Y eso me parece legítimo.
En ningún
momento aparece el acento puesto en la cuestión del lesbianismo o en un
discurso de género. ¿Por qué? ¿Fue deliberado no subrayar esta condición?
Es que carezco absolutamente de discurso de
género. No quería encontrar una identidad a partir de la pertenencia a un grupo
minoritario. Es la ambigüedad que tiene la homosexualidad, sobre todo la no
confesada, pero si es proclamada también incomoda. Le tengo mucha alergia a
eso; estoy en una fase anterior del feminismo, precisamente aquella que une lo
político con lo privado. No creo en esas identificaciones de campus americanos
universitarios porque son bastardizaciones de la política. Es más: son
pretextos de políticas porque no son de verdad. Además impiden tener la
solidaridad de un conjunto social más amplio. En ese sentido evité toda
teorización, toda ideología alrededor de eso.
Esta
postura no es la mayoritaria dentro de las minorías sexuales.
Sí, esas minorías son una manera de defensa y
yo no quería armar ninguna defensa. Tal vez haya quedado excesivamente expuesta,
pero jamás pude identificarme con esos grupos minoritarios. Una vez fui jurado
de la fundación Rockefeller y me tocó leer un montón de proyectos redactados en
Estados Unidos. Y todos empezaban: "Yo en tanto que árabe, inmigrante, siendo
zurda...", era como la hipertrofia del discurso identitario. Y ahí me di cuenta
de lo ridículo que era.
A través de la biblioteca que Matilde, la protagonista de "La omisión", tiene en
el campo y la lectura en francés de Proust, ¿quiso reflejar el paradigma
cultural del grupo Sur?
Sí. El otro día me acordé que una vez mi padre me llevó a
lo de Victoria Ocampo, a un té que hacía los domingos a las cinco de la tarde
en Villa Ocampo. Debe haber sido en el año '70. Me acuerdo que estaban Cozarinsky, Pezzoni, Alicia Jurado, Fryda Schultz de
Mantovani, Delia Garcés y en un rincón Niní Marshall. Después, cuando
Victoria Ocampo publicó sus memorias, me llevé una decepción atroz porque me
parecieron muy pacatas. Que esa persona tan fuerte, tan esplendorosa, fuera tan
ocultadora... En fin: no me enseñaban nada nuevo esas memorias. Nunca tuve nada
que ver con el grupo Sur; pero en un momento representaba la "cultura".
¿Sur tuvo alguna incidencia en su formación?
No. Para mí todo lo que significaba Sur ya
había pasado, como Mallea o Martínez Estrada. Yo quería
ver qué es lo que iba a venir, por eso prefería el Di Tella. Nunca me interesó
Sur, tampoco ahora. Lo que sí respeto mucho es esa maquinaria que fue la traducción
de autores en Sur.
¿Cómo es su proceso de escritura? Una piensa que usted tiene
un método súper riguroso de escribir tantas horas por día, todos los días...
No creo que pueda ser así en Buenos Aires y mucho menos
siendo mujer, porque tenés que tener una esposa que te cuide. Si vos tenés una
esposa que te hace todo entonces sí, te quedás tranquila escribiendo, pero es
imposible. Thomas Mann se sentaba horas, Proust se aislaba, pero una escribe
como puede y cuando puede. Es muy difícil de lograr el placer de la
continuidad, tenés que pelearte mucho con vos misma para lograr esa reclusión
que a su vez es bastante dura.
¿Y llega el placer alguna vez? Se sufre mucho escribiendo...
Las mujeres sufrimos mucho porque creemos que tenemos más
obligaciones con la realidad de las que realmente tenemos, y tampoco creemos
demasiado en el papel de la gran novelista. Los hombres se meten más en ese
papel y piensan "los muchachos van a decir esto o aquello sobre mí", en cambio
las mujeres tenemos más temor. A pesar de la evolución de los géneros yo creo
que sigue siendo así.
¿Cómo nació la idea de crear Mardulce?
Cuando heredé a mis padres pensé: "¿qué es lo mejor que
puede pasarme para ser feliz?". Sentí que no era tanto trabajar en lo que me
gusta sino con gente que me gusta. Crear algo propio, como una familia, pero en
el trabajo. Estuve jugando mucho con la
idea de fundar una editorial porque es muy caro, es uno de los pocos rubros en
los que en vez de ganar un pequeño porcentaje se recupera el 20% de
la inversión y el resto es una apuesta hacia el futuro. Pero como yo no tengo
descendencia, entonces dije: "voy a poner el dinero en esto". Tengo una equis
cantidad de años para seguir manteniéndola y un gran amigo que es mi socio,
Juan Zorraquín, que es cirujano, y se entusiasmó más que yo con esta aventura.
El es un gran lector y le gusta meterse en cosas que no conoce y suele irle muy
bien. El asumió el 50%. Estamos todos contentos porque somos como la
niña mimada del medio literario, nos va muy bien en el recibimiento con los
pares, eso para mí era muy importante. Yo había trabajado para la Feria de
Frankfurt y había conocido a los editores independientes locales y eso influyó
muchísimo para tomar la decisión de meterme en algo que desconocía a pesar de
que los colegas del rubro eran gente afín. Mardulce no era necesaria, las independientes
están trabajando muy bien, pero sí es un buen momento porque se han
profesionalizado mucho. Adriana Hidalgo es un orgullo nacional, es importantísimo
lo que ha hecho en diez, once años, en un medio que en la Argentina ha sido
devorado por las extranjeras. Era un momento bueno y fresco de fortalecimiento.
¿Cuál es el estado de las cosas en la literatura argentina?
No es un gran momento, pero sí hay una gran atención entre
pares, que es lo mejor que puede pasar dentro de la general invisibilidad que
tiene el panorama cultural en Buenos Aires en este momento. En una empresita
como Mardulce eso es fundamental, porque se vuelve a una dimensión humana del
trabajo que es antiempresaria, antianonimato, antieficientista y se vuelve a
una especie de artesanía. Es un trabajo muy artesanal el de revisar textos,
corregir traducciones, etc.
Cuando estaba en el Goethe, ¿éste era su norte, poner una
editorial?
Yo le debo mucho al Goethe de aprendizaje y de
reconocimiento en el medio local, pero son etapas cumplidas. Yo era como esos
empleados que no los podés sacar nunca porque les tenés que dar una
indemnización millonaria. No sabía qué iba a hacer si me iba; en el 2000 me
dediqué mucho al tema de las organizaciones sociales y a formas alternativas de
política. Para mí fue muy enriquecedora esa etapa y quería hacer algo en
relación con eso, pensar cómo se puede volver a vivir bien, bien todos, no unos
pocos. Para eso es necesario pensar nuevas formas de política o de comunicación
social. Fue muy rico el 2001 en Argentina, pero todavía hay mucho por hacer en
distintas brechas: agricultura, minería, recursos naturales. Estuve muy
entretenida con eso y después con la Feria de Frankfurt, entonces no pensaba.
El catálogo tiene muchas mujeres y una novela feminista. ¿Es
algo buscado o fue saliendo así?
Cuando hay hombres y mujeres, yo siempre me inclino
automáticamente por las mujeres porque es lo que más conozco. También hay un
poco de azar, había tres o cuatro escritores dando vueltas, queríamos reeditar
algo y yo me acordé de "La ingratitud", de Matilde Sánchez, que se escribió
durante un viaje a Berlín, en el marco de una beca del Instituto Goethe, y me
pareció genial como primer libro. El de Silvina Bullrich, "Teléfono ocupado", fue
una decisión muy criticada, pero para mí muy acertada. Ella publicaba
paralelamente a Cortázar, a Vargas Llosa y vendía miles de ejemplares, pero era
la escritora frívola. De las mujeres con éxito argentinas que eran Marta Lynch
y Beatriz Guido, ella era la más mala: fumaba e insultaba, era muy dura con la
gente, problemática. Todos los veranos aparecía un libro de ella que circulaba
en la playa porque todas la leían. Y era una gran escritora sobre todo porque
hoy tiene una modernidad absoluta, y mucho de ella no envejeció para nada.
Estoy segura de que si se publicaran las grandes novelas de Bullrich hoy se
venderían bien. Nuestras editoriales tienen un alcance muy limitado, un poco
por la distribución, un poco por la cantidad de ejemplares que se imprimen
etc., pero lo que todos ansiamos es un grado más de público, y en ese sentido
Silvina Bullrich las sabía todas. Era admirable. No te digo llegar a cien mil,
pero veinte mil sería genial, y es muy difícil porque está muy estigmatizado el
mundo literario. Está muy cercenado a determinados públicos.
¿Cuál es la especificidad del trabajo de editar?
Es una utopía porque es muy artesanal, no tiene un valor de
mercado y tampoco queremos entrar en la angustia de la venta. Obvio que hay que
vender, pero en ese sentido no hay presión. Lo importante es encontrar más
bocas de expendio, en el mercado latinoamericano, por ejemplo, donde todavía no
hay vías fáciles de acceso. Si bien hay mucho interés e intercambio, los
problemas de impuestos y todas las reglas que hay que cumplir hasta llegar al
libro son fastuosas al lado de lo que después mueve el libro. Cualquier
editorial independiente de México tiene subsidios del Estado y son fáciles de
conseguir, no como acá, donde es complicado, realmente. Es un drama insoluble
porque es una cuestión política, acá en la Argentina no hubo jamás una política
a favor del libro, y eso que la industria editorial siempre fue grande. El
Estado se desdice totalmente de algo que se hace en casi todos los países de
Latinoamérica: Chile, Brasil, Colombia, México...
¿Cuál es el criterio editorial de Mardulce?
La contemporaneidad. Buscar alternativas tanto de escritura
como de pensamiento. Buscar nichos que no se hayan explotado. Puede parecer
estrambótico publicar una novela de 1911 de Lima Barreto ("El triste fin de
Policarpo Cuaresma"), pero no es una novela para nada conocida y forma parte del
canon brasileño de autointerpretación. Extrañamente es una de las novelas más
feministas que he leído. Son ventanas que se abren: editar a Elena Garro
("Andamos huyendo Lola") también lo es. Buscar escritores nuevos también es
importante para nosotros, y en ese proceso es que encontramos a Selva Almada
("El viento que arrasa"). Cuando empezamos teníamos varias novelas dando vueltas,
pero cuando la leí a Selva me pareció que hacía algo nuevo: la construcción de
una realidad a través de la lengua. Su segunda novela está escrita en ese mismo
lenguaje pero más radicalizado. Cuando la leí pensaba ¿de dónde salió?, ella
tomó algo que está dando vueltas y no es nada ambiciosa. Y es muy de tierra
adentro, tiene una visión muy específica de la clase media de la provincia. Mi
madre era de un pueblo de Santiago del Estero y hablaban igual, una mezcla
española e indígena. Yo tengo mucha aprensión por lo porteño porque es muy
jactancioso...
Finalmente, ¿qué es la ficción para usted?
No tengo una idea teórica de lo que es. Pero sí sé que, dentro de lo
específicamente literario, a mí me gustaría que la ficción tuviera como
objetivo volver a contar. Aunque mi formación se dio por entero dentro de las
letras, progresivamente, empecé a leer más ensayos que novelas porque
necesitaba que me explicaran la realidad. Yo preciso entender y me parece que
la ficción ha dejado de contar. El hecho de narrar está relacionado con una
determinada intimidad y una manera de ver el mundo. Todo cuento, aun los de
hadas, genera una determinada visión del mundo. La ficción ha dejado de dar
respuestas, está empecinada en no contar y en generar un discurso del relato
imposible que entró en un cuello de botella del cual no sale. Es una especie de
culto que proviene, a mi juicio, del auge de la novela a mediados del siglo XX,
cuando se suponía que la novela tenía que hablar sobre ella misma, después tuvo
que hablar sobre la imposibilidad de la novela y ahora ya casi no hay novela.
Es una situación que genera como una respiración artificial. No adhiero a esa
postura, es más, siento ese ahogo como lectora. Entonces necesito que lo que
escribo se abra al mundo y se ventile. Creo que frente a la tierra arrasada de la ficción, hay que volver
a contar.