4 de octubre de 2012

Juan José Saer: "La buena literatura, en todo tiempo y lugar, es capaz de superar sus crisis a través de sus textos" (1)

"Escribir es sondear y reunir briznas o astillas de experiencia y de memoria para armar una imagen determinada, del mismo modo que con pedacitos de hilos de diferentes colores, combinados con paciencia, se puede bordar un dibujo sobre una tela blanca". Quien así se expresaba es Juan José Saer (1937-2005), escritor argentino dueño de una singular mirada sobre el mundo en la que confluyeron la lírica como forma de estar, el realismo incierto como forma de ser y el lenguaje como política. Nacido en Serodino, provincia de Santa Fe, hijo de inmigrantes sirios, en 1949 se trasladó con su familia a la ciudad de Santa Fe, lugar donde viviría hasta 1962. Durante los siguientes seis años residió en un campo en Colastiné Norte. Estudió literatura en la Universidad Nacional del Litoral en la cual, en su Instituto de Cine, dio clases de Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica hasta que, gracias a una beca de la Alianza Francesa, en 1968 se radicó en París. Allí obtuvo una cátedra de Estética en la Facultad de Letras de la Universidad de Rennes, lugar en donde ejerció hasta 2002. Saer, reconocido como uno de los más destacados escritores de su generación, construyó un sólido universo narrativo al margen de las modas editoriales con una voz propia y poderosa. Su vasta obra narrativa abarca "En la zona", "Palo y hueso", "Unidad de lugar", "La mayor" y "Lugar" (cuentos); "Responso", "La vuelta completa", "Cicatrices", "El limonero real", "Nadie nada nunca", "El entenado", "Glosa", "La ocasión", "Lo imborrable", "La pesquisa", "Las nubes" y "La grande" (novelas); "El río sin orillas: tratado imaginario", "El concepto de ficción", "La narración-objeto" y "Trabajos" (ensayos); y "El arte de narrar" (poemas). Traducido al francés, griego, holandés, inglés, italiano, portugués y sueco, su literatura fue creciendo con el paso del tiempo hasta convertirlo en uno de los más relevantes narradores del siglo XX. Así lo ratifica hace unos años el escritor argentino Ricardo Piglia (1941): "Decir que Juan José Saer es el mejor escritor argentino actual es una manera de desmerecer su obra. Sería preciso decir, para ser más exactos, que Saer es uno de los mejores escritores actuales en cualquier lengua y que su obra -como la de Thomas Bernhard o la de Samuel Beckett- está situada del otro lado de las fronteras, en esa tierra de nadie que es el lugar mismo de la literatura". Saer, que despreciaba el mercado y recibió el reconocimiento tardío como una especie de regalo inesperado, se irritaba cuando se lo juzgaba sólo en relación con quienes escribían en el Río de la Plata o en América Latina. Nunca ocupó las primeras filas, ni para el público ni para la crítica, entre los escritores latinoamericanos, ni fue muy estudiado en Estados Unidos, esa suerte de consagración académica, precisamente porque nadie lo consideraba adecuada y correctamente latinoamericano. Sus años de éxito en la Argentina fueron precedidos por dos décadas de casi completa oscuridad. Saer escribió buena parte de su obra para un grupo de amigos y sólo a mediados de los años '80, cuando ya había publicado más de diez libros, el periodismo especializado se desperezó y le dedicó una atención que antes sólo había recibido en textos de circulación restringida al campo intelectual y crítico. "La literatura latinoamericana para mí es sólo una categoría histórica, o ni siquiera histórica, una categoría geográfica, pero no es una categoría estética. Para mí no hay nacionalidades de novelistas, para mí hay escritores y punto", decía Saer, que, apoyándose en las palabras del escritor francés Alain Robbe Grillet (1922-2008), opinaba que "son las formas que el novelista crea las que pueden aportar significados al mundo. Creer que el novelista tiene algo que decir y que busca luego cómo decirlo es el más grave contrasentido. Pues precisamente ese cómo, esa manera de decir, es lo que constituye su proyecto de escritor". Lo que sigue a continuación es una recopilación editada de distintas entrevistas que Saer concedió a diversos medios para recordar su historia personal y expresar su puntos de vista sobre la literatura. Ellas son las realizadas por Ana Inés Larre Borges para el semanario "Brecha" (1996), por Norma Domínguez para el diario "Clarín" (1997), por Horacio González para la revista "Lote" (1998), por Daniel Link para el diario "Página/12" (1999), por Susana Reinoso para el diario "La Nación" (2002), por Enzo Maqueira para la revista "Lea" (2003) y por Eliseo Alvarez para la revista "Quid" (2005).



Por qué no nos describe Serodino, Santa Fe de los años ’40, su infancia. Cuéntenos un poco…

Bueno, le voy a decir una cosa, sin dar el nombre de Serodino, hay una referencia de la cual me siento muy orgu­lloso que es la de Darwin. Darwin dice "a 40 kilómetros al noroeste de Rosario se encuentra el lugar más chato, la llanu­ra más chata que debe existir sobre la tierra", y a 40 kilómetros al noroeste de Rosario está Serodino, que fue fundada unos años más tarde. Darwin dijo eso aproximadamente cien años antes de mi nacimiento, y esa descripción del paisaje de la llanura, cuando yo leía el libro de Darwin, revivía toda una serie de expe­riencias personales mías. Todo lo que Darwin decía yo lo había vivido cien años más tarde empíricamente. Todos los pueblos de esa zona están cortados por las vías del ferrocarril. El centro, el núcleo del pueblo, son cuatro cuadras de cada lado. Generalmente, los que viven en una parte llaman a la otra parte "del otro lado". Para ir "al otro la­do" se atraviesa el camino de la estación, se pasa un molinillo, se va por un caminito desgrosado y se cruzan las vías. En aquella época las calles no estaban asfal­tadas, había un gran movimiento de sulkies, de caballos y un poco menos de autos. Para los años '40 todavía eso no existía. Yo iba a la escuela al lado de mi casa, a la escuela Sarmiento Nº 258; des­pués fui a otra que era la Nº 1, en Santa Fe, y me imagino todas las escuelas Sar­miento que debe de haber en el país, ¿no es verdad? Bien merecido, por otro lado, el nombre. Mi padre era comerciante, te­nía un negocio de ramos generales, tam­bién mi abuela hacía lo mismo, había dos o tres árabes más que tenían negocios, pero también había españoles que tenían negocios, judíos que tenían tiendas y des­pués con sus farmacias, sus hoteles, su iglesia, su plaza. El patrono del pueblo era San José, el 19 de marzo se hacía la procesión de San José. Mi familia era árabe, pero católica apostólica romana, cosa que es una minoría. Mi padre siem­pre decía con orgullo "somos católicos apostólicos romanos". Yo, poco a poco, me fui separando de esa línea de pensa­miento pero naturalmente me han que­dado todas las impresiones infantiles de un mundo en una familia de católicos emigrados árabes. Una gran familia dis­persa no solamente en el pueblo, porque ahí estaba mi abuela, sino en los pueblos de alrededor. Las fiestas de fin de año, los casamientos, los bautismos, las muertes, congregaban a toda esa familia numero­sa y a los amigos. Yo llevaba una vida de chico de pue­blo, andaba a caballo a veces -porque nosotros no teníamos caballos-, pero siempre alguien nos llevaba a caballo, íbamos a las chacras a tomar leche al pie de la vaca, íbamos a pescar en las cana­letas, íbamos a cazar pájaros... Fue una vida que me marcó mucho, muchísimo. Muchas veces me he encontrado en el si­lencio de la llanura, en un maizal, por ejemplo. Yo tenía un tío que iba a cazar y a pescar. No sólo hacía eso: cuando nosotros íbamos a los entierros, él iba a pescar; o a los casamientos, él se iba a cazar. Era realmente su obsesión. El tío "Pibe", el hermano menor de mi madre, y nos lle­vaba a los chicos con él cuando iba a cazar. Nos dejaba un poco solos para que él pudiera cazar sin temor a que se produ­jera algún accidente desgraciado y tam­bién nos había comprado un rifle de aire comprimido para tirar. Entonces íbamos a la noche a cazar pájaros a los árboles y uno se encontraba solo ahí, en la llanura, mi tío se había alejado, y ahí se producía un silencio muy particular, en ese campo de maíz seco o en un lugar a la orilla de un camino... y esas impresiones eran muy fuertes porque había como una es­pecie de pánico en ese silencio, muy fuer­te, muy terrible.

Haciendo referencia a su infancia voy a tratar de ser textual. Uno de sus personajes asegura que "la infancia atribuye a su propia ignorancia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece que lejos de la orilla opuesta del océano la fruta es más sabrosa y más real, el sol más amarillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos''. ¿Así era la sensación que usted tenía?

Claro, el problema es que cuan­do llega a la otra orilla se da cuenta de que era un mito, un fantasma. Todo el mundo dice: "ah, las frutas eran mucho mejores hace treinta o cuarenta años". Bueno, yo he probado algunas de estas famosas frutas que crecen como los lirios del campo y, bueno, no son tan buenas tampoco, casi yo diría que son mejores las industriales. En los jóvenes hay una impaciencia por vivir experiencias que les parecen inaccesibles. Está el caso del sexo, ¿no? Los niños que no tie­nen acceso a la verdadera relación sexual ven el sexo como una experiencia abso­lutamente extraordinaria. Y, efectiva­mente, las primeras experiencias sexuales son extraordinarias, son temblorosas, to­do lo que usted quiera, pero después uno se va habituando y entonces no siempre el sexo tiene esa aura mística. De tanto en tanto la especie nos obliga a volver a esa aura mística porque quiere reprodu­cirse; entonces somos motivados por al­go que creemos que forma parte de nosotros mismos pero que, en realidad, nos es exterior y, otra vez, vuelve ese tem­blor. Pero es una especie de temblor es­porádico y, al mismo tiempo, somos conscientes de los límites, de las servidumbres, de las imposibilidades del sexo también cuando ya somos adultos y lo hemos experimentado. Al mismo tiempo hay una serie de imposibilidades, si no el ser humano estaría fornicando todo el tiempo. Todo se transforma en una expe­riencia relativa, la fruta en el texto, o la experiencia intensa, la fruta puede ser es­to de lo que acabo de hablar o puede ser también la gloria, puede ser la amistad, puede ser la aventura...

La inclemencia de los padres…

Bueno, eso naturalmente, sí... la libertad que desea, fuera de la autoridad de los padres... uno cree que va a ser completamente libre. Pero después, cuando uno adquiere por fin ese fruto tan codiciado, se da cuenta de que está otra vez en lo relativo como cuando creía estar fuera. Es como cuando entramos en una fiesta; yo lo he escrito en algún tex­to hace algunos años, muchos años. Cuando llegamos tarde a una fiesta y ve­mos a todo el mundo ahí que está charlando animadamente, bebiendo, nos parece que están todos pasando un mo­mento extraordinariamente placentero y que nosotros estamos fuera de eso. Pero, en realidad, es porque estamos fuera también de la interioridad de los que están adentro. Los que están adentro están conversando, pero están pensando "pu­cha, qué 'pesado' que me tocó aquí en la conversación" y le sigue sonriendo. A otro le duele la muela, a otro le cayó mal lo que comió, otro está un poco borra­cho, otro está pensando que no tiene con qué pagar el alquiler. En fin, ellos están en lo relativo pero, visto desde afuera, no­sotros lo vemos en lo absoluto.

¿Por qué "la patria es la infancia"?

La patria es la infancia porque la patria, eso que queremos, no son las ideas abstractas, no son el gaucho, el himno nacional, la bandera... Lo que queremos son nuestras experiencias, las primeras experiencias que son constituti­vas de nuestro ser; el lenguaje, el idioma que hablamos y ese pequeño mundo no son la patria abstracta. Ciertas personas poco escrupulosas intentan confundir esa experiencia auténtica, verdadera, pro­funda, del lugar del nacimiento y del co­mienzo del lenguaje, de las primeras experiencias, ese primer círculo empírico que constituye nuestra marca, nuestra in­dividualidad en un contexto social. Ellos pretenden constituirlo en una especie de pasión abstracta, obligatoria, a la cual supone la adhesión a toda una serie de valores que no necesariamente estamos obligados a compartir.

¿Cuál fue la relación que tuvo con el río, con el agua?

Mi pueblo, Serodino, está a unos diez o doce kilómetros del río Paraná. Tengo una experiencia en el río desde... ni sé que edad tendría... tendría tres o cua­tro años. Después, cuando nos mudamos a Santa Fe, yo ya tenía diez años, y Santa Fe está a la orilla del río y ya empecé a vi­vir al río como un paisaje del cual me fui apropiando a tal punto que la llanura quedó un poco atrás y recién a partir de cierto momento empezó a volver a princi­pios de los años '80. Y, bueno, el río en sus múltiples manifestaciones; no solamente como paisaje, sino como experiencia, las playas que había, también un poco de na­vegación, las islas, el cruce a Paraná, subir en lancha hasta La Paz, por ejemplo, re­montar el río. Fl río visto desde puntos de vista múltiples forma parte de mi expe­riencia. El río es un objeto cargado de sentido con el que hay que tener mucho cuidado porque está saturado de simbo­lismos. Hay que volverlo a su realidad material para que no represente cosas de­masiado fijas. Se asocia muy rápidamen­te al río con el tiempo, por ejemplo. Toda la literatura alrededor de los ríos siempre me gustó mucho. Escritores como Conrad, Faulkner... Yo reencontraba mi pro­pia experiencia, sobre todo en un texto, que no es el que más me gusta, hay otras novelas de Faulkner que me gustan más, pero esa novela "Las palmeras salvajes" con la historia de la inundación fue una cosa muy fuerte para mí, me marcó mucho porque reencontraba experiencias coti­dianas de otras inundaciones que habían tenido lugar en el Paraná.

Uno de sus personales dice que "ser adulto significa justamente haber llegado a entender que no es en la tierra natal donde se ha nacido sino en un lugar más grande, más neutro, ni amigo ni ene­migo, desconocido, al que nadie podría llamar suyo y que no estimule el afecto sino la extrañeza, no es en realidad su pa­tria sino su prisión".

Claro, el universo. Porque acep­tamos una serie de convenciones y aceptamos como normales una serie de cosas que son extremadamente misteriosas, enigmáticas y que no tienen resolución posible. Por ejemplo todos los objetos, todo lo que está aquí en esta habitación, no solamente las personas, sino también los objetos. Si empezamos a indagar su naturaleza, resultan misteriosos y hunden sus raíces en una oscuridad impenetrable. Es la oscuridad de este universo enigmá­tico en el cual vivimos y que seguirá sién­dolo todo el tiempo, digan lo que digan los científicos.

Pero puede haber tantos enigmas y misterios como sujetos, porque los misterios de las cosas deben ser distintos pa­ra los diferentes sujetos. Debe haber misterios distintos, no hay misterios uni­versales.

No, seguramente, no hay miste­rios universales, pero hay como límites universales del conocimiento. Después cada cual cree lo que quiere; cree que la vida orgánica la trajeron aquí los extraterrestres o que el mundo fue creado en el año 4004 antes de Jesucristo o muchas otras cosas. Algunas más respetables que otras, naturalmente, según el uso que se haga de la superstición.

Nació en Serodino, un pueblo de la pampa gringa a unos cua­renta kilómetros al noroeste de Rosario. Vivió once años en ese pueblo, hasta que su familia se mudó a la ciudad de Santa Fe. ¿En qué medida influyeron los pueblos de su infancia en su experiencia literaria?

Puedo decir que hay dos tipos de expe­riencia importantes en esos dos pueblos. Uno, es la experiencia clásica del campo argentino, el de la llanura, que es un paisaje con el cual estoy íntimamente compe­netrado. A mí, los otros paisajes que no son de la llanura me parecen siempre fo­tografías de almanaque. Las montañas nevadas me parecen bien, pero se parecen a las postales. En los pueblos de la llanura viví toda una serie de experiencias direc­tas, crudas, como andar a caballo o tomar leche al pie de la vaca; estar en contacto con los animales, con los insectos, conocer a los vecinos, vivir en casas que tienen patios inmensos. Pero también viví la experiencia de mis primeras lecturas, que podían ser libros pero también podían ser revistas. Yo empecé a leer en forma bastante precoz, antes de ir a la escuela. Mi padre le había dicho a la maestra de la escuela que estaba al lado de casa, si no me podía poner mas allá del preescolar, por ­que yo ya sabía leer. Todavía escribía con palotes, pero ya leía. Esas lecturas podían ser de autores no necesariamente nacionales, era una lectura un poquito popu­lar, donde abundaban las novelas de aventuras: Salgari, por ejemplo; novelas policiales, clásicos de la novela policial que venían en historietas, como "El miste­rio del cuarto amarillo", las historias de Sherlock Holmes... Todo eso quedó liga­do en mi experiencia personal, en mi memoria, a esas experiencias infantiles en el pueblo. Eso ha creado una especie de complejo imaginario emocional del cual se nutre mucho mi literatura.

Hubo, después, un nuevo cambio cuan­do se fue a vivir a Colastine Norte, un lugar todavía más rústico que Serodino...

En Colastine Norte empecé a tener la experiencia del río y de la costa. Esto ocurrió primero desde el pueblo de Serodino, porque los domingos, en verano, la fami­lia iba en camión a bañarse en los ríos. Esa experiencia de la vida fluvial, del alcance de los ríos, de la inmensidad y la importancia de ese río Paraná, to­do eso fue como un nuevo choque pa­ra mi imaginación y mi visión de la li­teratura, de aquello que me parecía digno de ser representado o que me podía suministrar las metáforas de lo que yo quería representar.

Luego llegó el viaje a Europa y una vi­sión diametralmente opuesta.

La tercera experiencia fuerte fue mi llegada a Europa, donde se produjo una especie de renacimiento. Es como un rito de iniciación irse a vivir al extranjero. Primero, hay que pasar por una zona de oscuridad en la cual uno desaparece completamente si es una persona como yo, sin recursos. Es muy diferente para alguien que tiene un pariente que le dejó un palacete en los Champs Elysées, pero, para alguien como yo, era una aventura totalmente nueva que me puso en condiciones que me obligaron a reconsiderar muchas cosas. Fue un tercer aporte empírico imaginario para la construcción de mi obra. Yo ya era grande años, tenía treinta y un años y muchos de mis libros ya habían sido empezados o escritos. "La mayor" fue un libro de transición que empecé a escri­bir allá, pero "El limonero real" lo había em­pezado a escribir en Argentina y lo termi­né en Francia. Ahí empezó una prolonga­ción, una derivación muy particular de mi trabajo literario, sin que haya una verdade­ra ruptura. Al mismo tiempo, se produjo un movimiento hacia delante en mi tra­bajo a la par de una mirada retrospecti­va. La visión hacia el pasado estaba en­riquecida por todas esas experiencias nuevas que me daban una cierta distan­cia y, a causa de ella, una suerte de valo­ración afectiva nueva.

¿Cambió en algo el sentimiento de per­tenencia hacia Argentina a partir de la experiencia en París?

Se acentuó. Yo hubiese podido tener la nacionalidad francesa. Muchos consideran que es un honor, y evidentemente no sé si es un honor, pero sí es una ventaja para muchas cosas. Pero yo prefiero seguir siendo argentino. Tal vez sea mi masoquismo. Debo decir que la visión retrospectiva a propósito de la Argentina que se carga de una afectividad nueva, tiene mucho que ver con esta insistencia por seguir siendo argentino, por identificarme. A mí me pa­rece que mi trabajo literario perdería mu­cho, no si tengo la nacionalidad francesa, pero sí si yo no tuviese ese apetito por tra­bajar en un contexto de la lengua colo­quial de mi infancia y de la región en la que yo viví. Es la misma razón por la cual nunca escribí en francés. Ni lo intenté, ni me interesaba. Además, prefiero compe­tir con Manuel Gálvez que con Proust.

¿Por qué el argentino siente que carga con una cruz?

Cualquier forma de identidad exagerada, cualquier identificación excesiva a cualquier cosa, es siempre causa de decep­ción, de visión adulterada del mundo. Cuando vemos que hay conflictos y empezamos a buscar en cada uno los elementos que son desencadenadores, además de los intereses financieros, inmedia­tamente encontraremos pretextos de identidad. Por ejemplo, lo encontramos en las guerras de Medio Oriente, pero también en la campaña que llevan adelante los gobernantes norteamericanos, en la cual han elaborado esa cosa muy cuidadosamente preparada de identificarse ellos mismos con el Bien y todo aquel que no piensa como ellos, con el Mal. Ese es un recurso de identidad pa­ra demostrar que tienen razón. A mí ese tipo de cosas no me interesan; yo creo que el hombre, el sujeto clásico, está to­talmente desmembrado, y pretender una identidad, ya sea racial, religiosa o cultural, es un discurso autoritario.