19 de febrero de 2009

Entremeses literarios (XLI)

LA SUICIDA DEL VIADUCTO
Aníbal M. Machado
Brasil (1898-1964)

La muchacha subió al viaducto y entregó el alma al Señor. El cuerpo en la cuerda quedó en mala posición, pues justamente por abajo pasaba el canal de la calle lleno de gente. La luz roja impedía el tránsito hasta que los bomberos retiraran el cuerpo del cielo.
- ¿Tiene calzones?
- Tiene.
- No tiene.
- ¡Tiene, sí!
Los choferes miran. Miran los soldados. El público mira. Nadie puede pasar. La duda persiste. Un viento golpea a propósito en las ropas de la muchacha. Hay un zumzum en la multitud.
- ¡No tiene calzones!
El comisario entonces manda apartar a los transeúntes. Estaba prohibido mirar. Los bomberos trabajaban. El viaducto se envuelve en noche. El viento desvistió a la suicida. Hay un dislocamiento de astros y una estrella nueva comienza a relucir en el cuerpo de la muchachita colgada de lo alto. Las señoras están afligidas y animan el esfuerzo de los bomberos para que se retire de prisa del cielo aquella estrella, pues no conviene que ella quede brillando mucho tiempo sobre la ciudad. Y los bom­beros trabajan, mientras que los hombres te quedan mirando desde allá abajo, suicida del viaducto, todos deslumbrados, pero en silencio, incluso tu panadero por quien te mataste y que sólo comenzó a amarte después que vio tu desnudez expuesta como una lámpara en el cielo de la noche, sobre el clamor de las calles apiñadas.


POLVO
Manuel Castilla
Argentina (1918-1980)

Era casi de barro el pueblo. Polvo sobre polvo. La tierra pegajosa se alzaba de los callejones como un polen y se asentaba en los chañares y en los algarrobos. A veces se posaba en el alma; también, y en el tiempo. Y el tiempo estaba quieto allí hacía muchos años, cavado y carcomido. Una sola masa marrón era todo, manchada de islotes verdes alzados en apeñuscamiento de talas y yuyarales con flores doradas. El polvo, casi impalpable, invadía por senderos y matorrales lo que estaba en pie, lo que había perdurado del olvido y de la intemperie silenciosa. Había una persistencia obsesiva en ese polvo. Rodeaba las cosas como un aire corpóreo y las envejecía. Les iba quitando el color hasta que las apagaba. Era como si las cosas perdieran su voz, como si su sangre se les fuera enterrando más y más y se muriese. De las cosas pasaba a las gentes. Sin que se dieran cuenta les trepaba por las botas arrugadas y las tornaba grises. Después subía hasta las ropas y luego a los rostros. Entonces los rostros quietos, inexpresivos, se parecían al pueblo, tenían ya un silencio y una indiferencia que los fundía en el paisaje. Todo por el polvo.


CANTOR CALLEJERO
Bertolt Brecht
Alemania (1898-1956)

En Le Lavandou, una pequeña localidad no muy distante de la frontera italiana, trabajan muchos pescadores napolitanos. Allí, en un café, oímos una noche a un cantor callejero italiano. Era un hombre viejo y desastrado. Se había quitado el sombrero y cantaba sin acompañamiento alguno, a no ser que se tomaran como tal los movimientos de sus manos. Era una canción política. El poeta, si es que un poeta era el responsable de aquel texto, reprochaba a un estadista italiano -a quien no se nombraba por demasiado conocido- el haber traicionado a su patria por sólo 80.000 francos. Esa cifra, que se repetía al final de todas las estrofas, constituía el clímax de la acusación, y el cantor reflejaba en su voz y en su gesto el más hondo de los desprecios cada vez que la mencionaba. Era una suma demasiado insignificante. El cantor cosechó aplausos, pero no mucho dinero; su público estaba constituido por gente pobre. Agradeció amablemente y se alejó, sin que nadie le prestara ya atención. Pero nosotros vimos que unos pasos más allá, se hacía servir un café en un restaurante en el que no cantaba. Más tarde, cuando regresábamos en auto, lo volvimos a ver en la carretera; marchaba llevando al hombro un atado del tamaño de una bota. Iba rumbo al próximo pueblo, que estaba unos diez kilómetros de distancia. Eran las diez de la noche. Seguramente no tenía dinero suficiente como para pernoctar en Le Lavandou. Y allí se podía pernoctar por muy poco dinero...


CHAMPAGNE ROSADO
Gabriela Esquivada
Argentina (1967)

La Nochevieja de 1995 fue la primera que pasé sin cocaína en nueve años. Había dejado de tomar un mes y medio antes, cuando a Charlie, mi amor, le diagnosticaron el regreso de una antigua leucemia. Mi vida había cambiado tanto en ese tiempo que hasta había cortado un hábito que perpetuaba otras violencias contra mí, salpimentadas en mi versión con dichas químicas. Desde la mañana del 31 de diciembre me pregunté mil veces cómo sería mi primer año nuevo sin merca: era mejor pensar en eso que en cómo iba a ser el primer brindis por el futuro, con champagne rosado como siempre pero con Charlie en recaída. Ibamos a festejarlo solos. Hasta pocos días antes no sabíamos si podríamos hacerlo en casa o si pasaríamos la Nochevieja en el hospital. Me había imaginado el cuadro siniestro: la botella mal enfriada y oculta en la mesita de luz o en el baño; el chico estuporoso del otro lado del pasillo llamando a gritos a su madre, tal vez porque no la reconocía en esa mujer que le rugía "¡Cállate!"; los ruidos de festejos verdaderos y lejanos. Pero no: la quimioterapia había empezado a funcionar y nos habían dejado en libertad condicional. Ni el champagne, ni las flores, ni el color: todo lo rosa me resultaba feo. Creía que sólo existían el extra brut y el brut nature y que lo demás era amaneramiento o mersada. Pero el 31 de diciembre a la tarde compré botellas de rosé por devoción a los gustos de Charlie. Sólo me faltaba encontrar el regalo que quería darle: un juego de dardos. Corrí como corren los que no hacen su shopping findeañero con la debida anticipación; conseguí lo que quería y me pelée con un señor por el taxi que me permitiera volver a casa y ocultar el regalo antes de que Charlie llegara. Entré antes que él, pero apenas antes: me pescó subiendo por la escalerita que llevaba a la terraza de la casa chorizo en la que vivíamos, con un paquete enorme pegado a un moño demencial.
- Amor, ¿qué es eso?
Rara vez me decía "Gaby". Siempre "amor" o "linda".
- ¿Esto? -pregunté, mientras pensaba en una mentira verosímil. No se me ocurría ninguna. Charlie se empezó a reír.
- ¿Son dardos?
- No.
- Son dardos.
- Es tu regalo de año nuevo, y no digo más.
- ¡Son dardos!
Terminó de delatarme un gesto mínimo: me mordí el labio inferior. Charlie agarró el paquete que había ocultado detrás de mí y me propuso que subiéramos a la terraza a jugar un rato.
- Y llevamos un champancito, ¿dale?
Dale: una palabra que usaba mucho. Sobre una de las plantas secas de la terraza, en la pared, había un clavo que no habíamos visto hasta ese día: allí Charlie colgó el tablero.
- Alejate un par de metros -me dijo.
- ¿Y ahora qué hago? -le pregunté, con un dardo en la mano.
- Le sacás el tubito protector a la punta, apuntás a la diana y tirás.
- ¿Adónde?
- Al centro.
- Pero la puntuación más alta está arriba, donde dice 20, o al costado: 18, 15, 19.
- Pero al costado también dice 1, 4, 2, ¿ves? El puntaje es mayor cuanto más cerca está del centro. Tratá de darle al centro.
Traté. El dardo golpeó contra la pared y cayó al piso. La práctica mejoraba mi performance mientras Charlie me hablaba de la fermentación natural de uvas oscuras (¿Malbec? ¿Pinot Noir?), de las burbujas persistentes y chiquititas, de la espuma escandalosa al quitar el corcho de la botella. Me preguntó:
- ¿Olés?
No era un olor lo que esperaba que percibiese, sino una de esas cosas de las que habla Miguel Brascó, como la densidad del champagne rosado. Pero a la segunda copa soy incapaz de tanta concentración: tenía una risa permanente, leve y despreocupada, acorde con la alegría de estar en casa con Charlie, haciendo agujeritos en el revoque.
- No huelo nada, pero qué bien pega.
Y entonces dijo eso que me permitió acceder al club de fans del champagne rosado: habló de una película en la que Audrey Hepburn lo tomaba. Se acordaba del título (¿Love in the Afternoon? ¿Funny Face?), del coprotagonista, del director; evocó las líneas de los actores sobre el rosé con esa fuerza de verdad que tiene la recreación, según cantaba Bola de Nieve: "Como es mejor el verso aquel que no podemos recordar". Olvidé las palabras pero me basta el recuerdo visual de esa escena en la película de nuestra vida, indiferentes a todo lo que no tuviera burbujas, tirando dardos y hablando de Audrey Hepburn. Desde esa noche el champagne rosado es mi bebida preferida: no olí su densidad ni distinguí uva alguna, pero sentí que era chic, ambiguo, vibrante, sexy y delicado como esa actriz que adoro. Bajamos a comer; no recuerdo qué cocinó Charlie pero sí que era un gran cocinero. Escuchamos The Future hasta que Leonard Cohen se calló y descubrimos que nosotros también estábamos callados, sentados en el sillón, apoyados uno contra el otro. Yo no pensaba en la cocaína (esa noche fue como cualquiera de las anteriores y posteriores sin cocaína: simplemente pasó) sino en otro año nuevo, el de 1992, cuando festejamos que se cumplían diez años de la remisión de la antigua leucemia de Charlie: si no había vuelto hasta entonces, no iba a volver. No sé en qué pensaba él, pero se empezó a reír. Y como suele pasar cuando alguien se ríe, el de al lado se contagia. Sobre todo si el rosé le afloja las piernas y el ánimo. A las doce Charlie dijo:
- Vamos a ver quién gana.
Yo odiaba esa frase. No podía escucharla: ¿cómo pensar siquiera en la posibilidad de perder?Mejor mirar hacia otro lado, uno que no duela: odiar la frase. Me quedé callada, con la copa alzada.
- Que sea un buen año -agregó.
- Que sea un buen año -repetí.
Y 1996 fue un buen año.


FELIPE
Silvia Schujer
Argentina (1956)

Cuando Felipe se iba a dormir, le pedía a su papá que le contara un cuento. El papá le contaba el cuento de que, cuando Felipe se iba dormir, le pedía a su papá que le contara un cuento, el papá se lo contaba y entonces Felipe se dormía. Y entonces Felipe se dormía.


UNA DESNUDEZ SALVADORA
Virgilio Piñera
Cuba (1912-1979)

Estoy durmiendo en una especie de celda. Cuatro paredes bien desnudas. La luna cuela sus rayos por el ventanillo. Como no dispongo ni de un mísero jergón, me veo obligado a acostarme en el suelo. Debo confesar que siento bastante frío. No es invierno todavía, pero yo estoy desnudo y a esta altura del año la temperatura baja mucho por la madrugada. De pronto alguien me saca de mi sueño. Medio dormido toda­vía veo parado frente a mí a un hombre que, como yo, también está desnudo. Me mira con ojos feroces. Veo en su mirada que me tiene por enemigo mortal. Pero esto no es lo que me causa mayor sorpresa, sino la búsqueda febril que el hombre acaba de empren­der en espacio tan reducido. ¿Es que se dejó algo olvidado?
- ¿Ha perdido algo? -le pregunto.
No contesta a mi pregunta, pero me dice:
- Busco un arma con que matarte.
- ¿Matarme? -la voz se me hiela en la garganta.
- Sí, me gustaría matarte. He entrado aquí por casualidad. Pero ya ves, no tengo un arma.
- Con las manos -le digo a pesar de mí, y miro con terror sus manos de hierro.
- No puedo matarte sino con un arma.
- Ya ves que no hay ninguna en esta celda.
- Salvas la vida -me dice con una risita protectora.
- Y también el sueño -le contesto. Y empiezo a roncar plácidamente.


CARTOMANCIA
Juan Sabia
Argentina (1962)

Pálido y temblando, enfundado en un sobretodo exageradamente grande y con un sombrero ridículo encasquetado hasta los ojos, el hombre volvió a pregun­tar sobre su futuro. La adivina siguió estudiando la distribución de las cartas sobre la mesa sin levantar la vista; parecía esforzar­se en encontrar alguna buena noticia entre tanta desolación.
- Por favor -insistió él débilmente- dígame lo que vea aunque parezca terrible.
- Está todo muy confuso -ella dio un profundo suspiro-. Lo único que veo claro es un suicidio.
- Eso no importa. ¿Qué más? ¿Qué va a pasar ahora?
- ¿Cómo qué más? -dijo ella ofendida y recogió las cartas con vehemencia-. Es su suicidio el que aparece, por si no se dio cuenta. Y no hay nada más que ver. ¿Le sigue pareciendo poco?
- Sí -dijo él, casi sonriendo pero evidentemente desilusionado; dejó unas monedas sobre la mesa y se puso de pie con esfuerzo. Antes de salir, se sacó el sombrero con gentileza a modo de sa­ludo y ella pudo verle en la sien, durante apenas un instante, un orificio oscuro, profundo, rodeado de sangre seca.


EL PATRIOTA INGENIOSO
Ambrose Bierce
Estados Unidos (1842-1914)

Habiendo obtenido audiencia del Rey, un Patriota Ingenioso se sacó un papel del bolsillo.
- Con permiso de Vuestra Majestad, tengo aquí una fórmula para construir una plancha de blindaje que ningún cañón puede perforar. Si la Marina Real adopta estas planchas, nuestros buques de guerra serán invulnerables, y por lo tanto invencibles. Aquí están, también, los informes de los Ministros de Vuestra Majestad, que atestiguan el valor de mi invento. Cederé mis derechos por un millón de tumtums.
Después de examinar los papeles, el Rey los apartó y prometió ordenar al lord Tesorero Principal del Departamento de Extorsión que le entregase el millón de tumtums.
- Y aquí -dijo el Patriota Ingenioso- están los planos de un cañón que he inventado, capaz de perforar ese blindaje. El Real Hermano de Vuestra Majestad, el Emperador de Bang, está deseoso de comprarlo, pero mi lealtad al trono y a la persona de Vuestra Majestad me obliga a ofrecerlo primero a Vuestra Majestad. El precio es de un millón de tumtums.
Tras recibir la promesa de otro cheque, volvió a meter la mano en otro bolsillo, comentando:
- El precio de ese irresistible cañón debía haber sido mucho mayor, Majestad, pero el hecho de que sus proyectiles puedan ser tan efectivamente evitados por mi método especial de tratar las planchas de blindaje con un nuevo...
El Rey hizo una seña al Gran Factótum Principal para que se acercase.
- Registra a este hombre -dijo-, y dime cuántos bolsillos tiene.
- Cuarenta y tres, Majestad -dijo el Gran Factótum Principal, al terminar el escrutinio.
- Con permiso de Vuestra Majestad -exclamó el Patriota Ingenioso aterrado-; uno de ellos contiene tabaco.
- Tómalo por los tobillos y sacúdelo -dijo el Rey-; luego dale un cheque por valor de cuarenta y dos millones de tumtums y que lo ejecuten. Promulga un decreto declarando la ingeniosidad delito capital.


EL VERDUGO
Diego Muñoz Valenzuela
Chile (1956)

El verdugo, ansioso, afila su hacha brillan­te con ahínco, sonríe y espera. Pero algo debe vislumbrar en los ojos de quienes lo rodean, que petrifica su sonrisa y se llena de espanto. El Heraldo se acerca al galope y lee el nombre del condenado, que es el verdugo.


NOVIA
Alejandro Dolina
Argentina (1945)

Hace mucho tiempo, yo tenía una novia buena y hermosa. Me amaba con una devoción tal, que no pude resistir la tentación de ser malvado. Me solazaba en la traición, en el capricho, en la impuntualidad, en la mentira gratuita. Ella lloraba en secreto, cuando yo no la veía, pues sabía que su llanto me irritaba. Pero un día, un incidente que ni siquiera recuerdo me despertó el temor de perderla. El amor crece con el miedo. Mi conducta cambió. Me fui haciendo bueno. Quise pagar el daño que había hecho y empecé a vivir para ella. Le hacía el amor en todos los zaguanes. Le cantaba valses de Héctor Pedro Blomberg. La llevaba a pasear por los lugares más hermosos del mundo. Le imponía aventuras inesperadas. Me hice sabio y generoso sólo para merecer su amor. Pero un día me dejó.
- No te quiero más -me dijo, y se fue.

Supliqué un poco, sólo un poco, porque era bueno. Después me puse a esperar la muerte sentado en el umbral. Al cabo de un tiempo, aparecieron los celos. Pensé que seguramente me había dejado por otro. Decidí averiguarlo. Indagué a los amigos comunes, pero todos afectaban un aire de trabajosa indiferencia. Resolví seguirla. Pasaba las noches acechando su puerta. Durante el día, me apostaba en la esquina de su trabajo. El resultado de mis pesquisas fue nulo. Mi novia se desplazaba por circuitos inocentes. Perdí mi empleo, mi salud y hasta mis amistades. Mi vida era una perpetua vigilancia. Pasaron largos meses sin que nada ocurriera. Hasta que una noche la vi salir de su casa con aire decidido. Tuve el presentimiento de que iba a encontrarse con un hombre, tal vez porque estaba demasiado linda. La seguí entre las sombras y vi que se detenía en una esquina que yo conocía bien. Me escondí en un portal. Ella se detuvo y esperó, esperó mucho. Cerca de una hora después, apareció un hombre alto, oscuro, soberbio. Algo familiar había en su paso. Ella intentó una caricia, pero él la rechazó. Inmediatamente comprendí que el hombre se complacía en verla sufrir y amar al mismo tiempo. Se trataba de un sujeto diabólico. Cada tanto, me llegaban ráfagas de una risa vulgar. No podía concebirse un individuo más vil y detestable. Caminaron. Tomaron un rumbo que no me sorprendió. Al llegar a la luz de una avenida, pude ver que aquél hombre era yo. Yo mismo, pero antes. Con el desdén cósmico que tanto me había costado borrar del alma, con la maldad de mis peores épocas. Con la impunidad de los necios. No pude soportarlo. Pensé en cruzar la calle y pegarme una trompada, pero me tuve miedo. Quise gritar, ordenarme a mí mismo dejar tranquila a aquella muchacha. Pero el imperativo no tiene primera persona y no supe qué decirme. Se detuvieron un instante y pasé delante de ellos. Ella no me vio. Yo sí me vi. Me miré con un gesto de advertencia. Después los perdí de vista y me quedé llorando.