9 de febrero de 2009

Don DeLillo: "Hay que escribir contra el poder de las grandes empre­sas, del consumismo rampante y de toda la basura que quieren ha­cernos tragar"

Don DeLillo (1936) es un novelista estadounidense nacido en el barrio del Bronx en Nueva York, hijo de una familia de inmigrantes italianos. A partir de la publicación de "Americana", su primer novela, se afirmó como uno de los novelistas contemporáneos más amenos de Estados Unidos, labrándose una reputación de primer orden como escritor obsesionado tanto por la elaboración del lenguaje como por retratar a la sociedad norteamericana. Con respecto a lo primero, suele trabajar el lenguaje de sus personajes hasta un límite tal, que muchas veces relega a un segundo plano la estructura de sus novelas. Esto hace que su traducción a otras lenguas sea problemática y resulte de compleja lectura. En cuanto a lo segundo, ha logrado hacer un profundo retrato de la clase media de su país, con sus fetiches, sus miedos, sus pasiones fáciles, su dependencia de lo mediático y sus rasgos miméticos. Entre sus novelas más logradas figuran "End zone" (Zona final), "Players" (Jugadores), "The names" (Los nombres), "Libra", "Mao II", "Underworld" (Submundo), "White noise" (Ruido de fondo) y "Falling man" (El hombre del salto). También ha escrito cuatro obras teatrales, un guión cinematográfico y los ensayos "In the ruins of the future" (En las ruinas del futuro) y "Counterpoint" (Contrapunto). El periodista catalán Xavi Ayén (1969) del diario "La Vanguardia" lo entrevistó cuando lle­gó al castellano "Cosmopolis" (Cosmópolis), una novela cuyo eje es el viaje que realiza a bordo de su limusina un joven multimillonario, Eric Packer, quien desoyendo los consejos de sus asesores de seguridad se ha em­peñado temerariamente en atra­vesar la ciudad para cortarse el pelo en la destartalada barbería de su infancia. Ese viaje, que dura un día y transcurre siempre en la calle 47, es la excusa que utiliza DeLillo para reflejar el colapso y la violencia de un mundo que se desmorona, el norteamericano. La entrevista fue reproducida por la revista "Ñ" nº 3 del 18 de octubre de 2003.
El protagonista de "Cosmópo­lis" es enormemente rico y poderoso. Sin embargo, en el día en que transcurre toda la novela, apuesta temerariamente su for­tuna y protagoniza una serie de actos autodestructivos. ¿Qué le sucede?

Eric Packer es joven, brillante y despiadado. Manda más que los presidentes de las naciones. Pero no es el típico tiburón de Wall Street: lee poesía de calidad, habla varios idiomas, posee numerosas obras de arte, aunque también un bombardero nuclear y viaja en una limusina con el suelo de mármol. Pero justamen­te ese día experimenta una cierta sensación de mortalidad. La idea se me ocurrió durante la crisis bursátil de abril de 2000, cuando cayeron los valores "puntocom". Pensé en escribir una novela que transcurriera en el último día de una era, de la edad dorada del cibercapital, de los negocios de In­ternet. Un día en que pasáramos súbitamente de la Guerra Fría a la era del terror global.

Packer mira el mundo a través de los vidrios de su limu­sina, o a través de los televiso­res de plasma del mismo vehícu­lo. Siempre con filtros, y eso pa­rece servirle a usted para crear una atmósfera vaporosa de distanciamiento.

¿Acaso no es así cómo vivi­mos? La gente experimenta el mundo a través de una media­ción. Packer cree que los datos de las pantallas tienen una vida orgánica real, no distingue entre esos gráficos en movimiento, esas barras que suben y bajan, y el mundo natural. Es como esos especialistas financieros que es­tudian muy seriamente los ele­mentos de la naturaleza -insec­tos, árboles- para intentar com­prender el funcionamiento de los mercados y tomar decisiones.

¿Cómo transformará al inhu­mano Packer ese viaje absurdo hacia un corte de pelo?

Su visión se irá haciendo cada vez más amplia. Ese día todo se acelera y, de algún modo, vive toda su vida en una jornada hasta que, hacia el final, incluso tiene un chispazo de humanidad. Sin embargo, dramáticamente, se di­rige a su destrucción.

Son impagables las escapa­das que hace el millonario, las pocas veces que sale del coche: por ejemplo, cuando participa como extra desnudo en una película que recuerda las fotos de Spencer Tunick...

Sí, incluso se va encontrando casualmente varias veces a su es­posa y se enamorará de ella al final. No quería confinarlo del to­do. Está en Nueva York y hay muchas cosas alrededor de la limusina: una manifestación anti-globalización, una visita del pre­sidente de Estados Unidos, el en­tierro de un rapero...

Pero todo eso, incluso lo más chocante -manifestantes que infestan de ratas vivas los lugares más "fashion" de la ciu­dad-, forma parte de lo mismo, del "american way of life".

El sistema americano funcio­na así: fagocita lo peligroso, lo neutraliza. Sin embargo, no siempre tiene éxito. La cultura hegemónica tiende a asimilar los opuestos, a integrar. Los escrito­res somos lo contrario. Un escri­tor lo es si escribe en contra de este proceso de suavizarlo todo. Hay que escribir contra el poder del Estado, de las grandes empre­sas, del consumismo rampante y de toda la basura que quieren ha­cernos tragar. Los escritores, en mi país, reciben muchas ofertas para integrarse en el sistema, pe­ro eso es una tentación que, más que nunca, deberíamos resistir.

Algunos leyeron su novela como la crónica de un mundo que se desmorona, el que em­pezó a caer con las Torres Ge­melas.

Justo cuando puse el punto fi­nal, se produjeron los ataques del 11-S. Tras una larga pausa, decidí no tocar ni una coma. No era ne­cesario. Vivimos en el colapso. La diferencia entre la realidad y mi novela es que en ésta todo sucede más rápido.

Creo que tiene una teoría so­bre la rivalidad entre los terro­ristas y los novelistas...

A partir de los años '80, los te­rroristas y los dictadores, con sus atrocidades, configuraron la narrativa del mundo. Antes eran los escritores quienes creaban los miedos y los imaginarios colecti­vos del horror.

En "Cosmópolis" la paranoia está no tan presente como en otras de sus obras.

Norteamérica sufrió un inmenso miedo en los sesenta y setenta, con la Guerra Fría y la carrera de armamentos. Mi ficción procede de ahí, era algo presente en la cultura y lo recogí.

Packer, con sus circuitos ce­rrados de televisión, llega a la locura de espiarse a sí mismo.

La tecnología permite alcanzar los límites sin cuestionarlos, y eso me preocupa. Cualquier ar­ma o cualquier desarrollo técnico que sea posible realizar, se va a acabar haciendo y utilizando. ¿Sabe usted lo que nos salvó de la bomba atómica?

No.

Tanto Estados Unidos como la Unión Soviética tenían enormes espacios vacíos, mares y desiertos donde probar sus armas atómicas. Sin esos si­tios de ensayo, no se habría satis­fecho la necesidad psicológica de ver cómo funcionaban.

A pesar de haber entrado en la historia de la literatura, usted sigue experimentando.

Un poco. Pero no tanto como dicen. Me sorprende leer que me alejo del realismo y creo un mundo irreal, fantasioso... ¡Pero si yo describo el mundo tal como es!

Quizá su mundo es muy real, pero no siempre verosímil.

Mmm... Comparto esa distin­ción. Pero, aun así, hay lectores que me han dicho: "Hombre, es que con lo del bombardero nu­clear que posee el protagonista se ha pasado usted, ¡eso le resta verosimilitud!". Pues mire, eso pre­cisamente está sacado de la reali­dad: he conocido a un tipo en Ca­lifornia que se ha comprado, en el mercado negro ex soviético, un avión bombardero totalmente in­visible a los radares. Lo más sor­prendente suele ser lo cierto.