20 de febrero de 2009

Noé Jitrik: "Escribir es un salirse de alguna parte más o me­nos garantizada que encubre también mucha angustia"

El apreciado crítico li­terario argentino Noé Jitrik (1928) nació en la provincia de La Pampa pero vivió desde su infancia en la capital argentina, ciudad en la que ha pasado la mayor parte de su vida, salvo entre 1974 y 1987, cuando vivió exiliado en Francia y México. Fue profesor e investigador en diversas universidades de esos tres países y actualmente dirige el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es autor de numero­sos ensayos sobre literatura, historia y teoría literaria, además de narraciones, cuen­tos y novelas. De su obra ensayística se destacan, entre otros, "Escritores argentinos, dependencia o libertad", "Ensayos y estudios de literatura argentina", "Producción literaria y producción social", "Las contradicciones del modernismo", "Las armas y las razones", "La selva luminosa. Ensayos críticos (1987-1991)", "Historia e imaginación literaria", "Suspender toda certeza. Antología crítica (1959-1976)" y "El ejemplo de la familia. Ensayos y trabajos sobre literatura argentina". Como narrador ha publicado, entre otros títulos, "Limbo", "Mares del sur", "Citas de un día", "Comer y comer", "Del otro lado de la puerta: rapsodia", "Evaluador" y "Long Beach". Justamente la aparición de esta última, una narración que oscila entre la novela y la autobiografía y describe la relación entre un académico que viaja a los Esta­dos Unidos y la mujer que lo aloja, fue el motivo por el que el periodista Fermín Rodríguez lo entrevistó para el nº 69 de la revista "Ñ" del 22 de enero de 2005.


¿Por qué narrar un viaje desde la perspectiva de un encierro?

Convengo que los viajes a los Estados Unidos han dado lugar a muchas novelas y a la gente le pasan cosas. Pero eso a mí no me interesó, quizá porque a mí no me ha pasado nada trascendente en los Estados Unidos sal­vo esta situación de encierro, que es una situación trascendente, ¿no? Yo no quería centrar la cosa en el acontecimiento, sino en el detalle, que me permitía desarro­llar un tipo de escritura particu­lar. No da lugar a una multitud de anécdotas, pero sí me permi­tió, tomando estos detalles de ex­periencia, trabajar sobre todo en el ritmo, en el desarrollo de esos detalles aparentemente triviales. Y eso fue progresando hasta crear una relación.

Una relación muy difusa y dilui­da, que excluye la relación se­xual. ¿De qué tipo de relación se trata?

Es una relación que no empieza de manera fascinante ni tampoco termina en nada, simplemente en una lógica de separación. De­testo en la literatura la idea de so­luciones. Si un hombre se encuentra con una mujer bajo el mismo techo, obviamente van a terminar en la cama. Eso lo hace cualquiera, está previsto. ¿Qué ocurriría si ponemos a Nicolas Cage y a Sharon Stone, bajo el mismo techo, solos? Pero se pue­den establecer relaciones que no tengan ese carácter previsible, convencional, necesario, sino que rocen en una zona nebulosa esa posibilidad de encuentro-desencuentro.

El hecho de que los personajes no hablen la misma lengua com­plica aún más una relación que progresa por malentendidos.

En ningún momento del relato hay una interacción lingüística exitosa. Alguien habla y perora más que otro que escucha y re­gistra sin entender del todo. En un momento, creí que la mujer preguntaba si la amaba (Do you love me?) y yo por cortesía dije -puse ahí- que sí, con una vergüenza total, ¡porque en realidad lo que me preguntaba era si me gustaba la carne (Do you love meat?), no la carne humana! En realidad era muy simple, decía si me gustaba la carne y yo en lugar de entender "meat" entendí "me". Entonces me daba la impresión de que había una seduc­ción.

¿El punto de partida de anéc­dotas como ésta es su propio viaje?

Casi todo pasó, pero el tema no es ese. Yo viajé mucho, estuve en muchos lugares, bastante tiempo, me pasaron cosas, en fin, pe­ro no creí necesario relatarlo. Sentí que esto lo podría contar porque daba lugar a un relato, a una palabra muy tenue, donde todo se juega en el ritmo, no en la situación, porque en la situa­ción no pasa nada. Una puerta que se cierra, una puerta que se abre... nada, detalles. Hay algo que se cuenta, porque da la im­presión de que no se puede no contar algo: esto lo acerca a la no­vela, pero se aleja de ella porque está en esa zona entre lo autobio­gráfico, lo no ficcional o ficcional en parte... Relatar significa traer hacia delante; traer esto de acá y llevarlo a otra parte. El "de acá" vendría a ser un determinado caudal de experiencias, memo­rias, lo que sea; y el "de allá", el más adelante, es la escritura.

¿Escribió "Long Beach" duran­te su viaje?

Lo escribí bastante después. El viaje real, la experiencia real, fue en 1999, pero olvidemos eso, no me quedó ni siquiera dando vuel­tas en la cabeza. Pero se despertó unos años después en una con­versación con un amigo, durante un viaje a Canadá. Estábamos en el medio de la nieve, solos, char­lando en su casa, y me mostró un libro de Blanchot. Yo no sé por qué razón le conté esta historia y él me dijo que era una historia "a lo Blanchot", muy enrarecida, muy particular. Eso me incitó mucho, porque para mí Blanchot es un modelo fuerte, pero inimi­table. Pero pensaba que esta si­tuación daba para acercarse. No es estrictamente Blanchot, pero es lo más "blanchotiano" que se podría pensar, ese deslizamiento entre el hecho y la palabra, que no alcanza para el hecho y el he­cho que no es realmente un he­cho sino que es una percepción de los hechos... Después de esa conversación "blanchotiana", vi que había tela, material, y lo es­cribí a mediados de 2002 y 2003.

La concentración pareciera que organiza la novela: un relato claustrofóbico, de reclusión, con menciones a un libro sobre el Holocausto y los campos de concentración. ¿Hay allí una mi­rada sobre los Estados Unidos?

En general, pensamos que Esta­dos Unidos es un enigma que atrae y produce rechazo a la vez, pero poca gente se resistiría a la experiencia de ese conjunto. En­tonces, ¿cómo manifestarlo de una manera que no fuera mera­mente discursiva? El choque de lenguas es una de las maneras; el horizonte cultural es otro. El tipo de vida que hace la mujer es ab­solutamente norteamericano, aunque no todos se encuentran con un visitante inesperado co­mo sucede acá. Hay entonces co­mo un retrato, como una aproxi­mación a los Estados Unidos por una vía completamente desviada, sesgada, sin hacer ninguna decla­ración, que es lo que más detes­to, esas puras declaraciones que curan buenas conciencias.

¿La atmósfera de angustia y malestar del relato es para us­ted algo que constituye el acto mismo de escribir?

Sí, tiene que ver con la escritu­ra. Escribir es un arranque, es un salirse de alguna parte más o me­nos garantizada que encubre también mucha angustia: qué hago yo con mi tiempo, con mi vida. Pero cuando quiero salir de eso por medio de la escritura, la escritura también se carga de ese malestar. La escritura supone cierta actitud sacrificial; hay algo que queda en el camino y algo que empieza a ordenarse. Puede otorgar felicidad, desde luego, pe­ro es una zona de malestar. Y hay una literatura de malestar, que tematiza ese malestar, lo ponen en la zona de la locura, del arre­bato, de la violencia. Yo he queri­do que eso esté, pero sin ponerlo en ninguna de esas zonas. Por un lado, está el malestar de la es­critura y por el otro, la voluntad de producir un ritmo que me sea particular, que es lo que me per­mite neutralizar ese malestar sin tematizarlo. Es difícil definirlo como ritmo, es decir, hacer una analogía musical. Uno podría pensar que el ritmo de esto po­dría ser semejante a un largo o a un adagio, pero son analogías un poco forzadas.

En una economía narrativa tan restringida, hablar, comer y, en un momento, limpiar la cocina, cobran un relieve inusitado. ¿Cómo es esta cocina del tex­to?

Así como se dice que la palabra "texto" tiene que ver con el tejido, también se la puede comparar a la cocina. Se les pregunta a veces a los escritores cuál es la cocina de ese texto, porque los elemen­tos hierven, se cuecen, y esa ana­logía es tolerable. Pero una vez, participando de unas jornadas en México que se llamaban "La coci­na de la escritura y el tejido", yo propuse que si la escritura es co­mo la cocina, la suciedad de la cocina es como la crítica. Se su­pone que hay una mirada que limpia, cuando se aplica a los tex­tos.

El crítico limpia lo que el escri­tor ensucia... ¿Cómo conviven su trabajo crítico y literario?

Hay períodos en los que no ten­go la menor gana de escribir. Y de pronto algo surge, por ejem­plo un poema, y junto con el poe­ma surge la necesidad de hacer otra cosa. Entonces me asaltan, si se quiere, cuestiones de orden teórico, cuestiones de crítica y si­multáneamente la necesidad de narrar. Como todo lo que hago en teoría y crítica es narrativo, no siento tener ninguna esquizofre­nia. No lucho contra la teoría y la crítica para no dejarlas entrar en el relato. Ahí está el mito de que el que hace crítica o teoría no re­lata como corresponde, no es no­velista. Y lo contrario, de que sólo es novelista aquel que no sabe nada de teoría y no hace ninguna crítica. Yo escribo varias cosas a la vez, voy saliendo de una y me meto en otra, después regreso a la primera. En la cocina -eh... di­go, en la escritura- hay siempre cuatro o cinco cosas...