Eso lo atormentó toda su vida, lo fue destruyendo poco a poco y lo llevó, por fin, a esa muerte terrible que eligió. Rainer no soportaba su origen. Quería pagar no sólo por los crímenes de su padre, sino por todos los crímenes que cometió el nazismo contra el pueblo judío. Ante el horror del mundo, él se refugiaba en la música, en la literatura, en los poetas románticos alemanes. Amaba a Heinrich von Kleist, recitaba a Hölderlin. ¿Quién recita a Hölderlin en estos tiempos donde sólo importan los negocios?
Pero Rainer no pudo "permanecer con la cabeza descubierta ante la tempestad de los dioses", como reclamaba Hölderlin. Terminó arrasado por esa tempestad.
Eso es lo que me da tanta pena del pueblo alemán, ¿no? Habiendo producido tantos tipos de una grandeza impresionante: Schumann, Schubert, Goethe, von Kleist, ¿Cómo pudo ocurrir lo que ocurrió?
Quizás eso tenga que ver no sólo con Alemania, sino con la violencia constitutiva de los Estados modernos, con el despliegue de la ciencia y de la técnica separadas de la ética, con la razón instrumental que, como analizaron Adorno y Horkheimer, "sirve a cualquier fin" y, fundamentalmente, con el desarrollo del capitalismo, una de cuyas estrategias de poder es, precisamente, el genocidio. Habría que pensar el Holocausto en ese contexto.
De todos modos, pienso que el pueblo alemán nunca va a poder superar lo que pasó durante el nazismo.
El tema de la culpa es algo central en tu novela. Aparece como desplazamiento en el caso de Rainer, que carga sobre sí los crímenes cometidos por su padre y termina suicidándose. Aparece en los judíos que aceptan indemnizaciones y reparaciones económicas. Y aparece, también, en la sociedad alemana, que pide perdón y paga. ¿Qué pasa hoy con el alemán medio en relación a la culpa? ¿Siente aún el peso o es un problema que afecta sólo a las generaciones mayores?
El tema de la culpa se siente muchísimo en la parte académica y en la enseñanza. De eso se habla en la escuela primaria, en la escuela secundaria y en la universidad. Cada fecha, por ejemplo la liberación de Büchenwald, es recordada con una clase especial, igual que la liberación de todos los campos de concentración. Las clases se dan en el lugar donde ocurrieron los hechos, es decir, en los mismos campos. El caso de Auschwitz ocupa un lugar preferente en la enseñanza. Una vez por año, cada grado de cada escuela se traslada hasta Auschwitz, que queda en Polonia, desde cualquier punto de Alemania, aun desde Baviera, que es la región más católica y más reacia a recordar ese pasado.
Eso parece formar parte de un proceso de construcción de la memoria. Más que con la culpa, parece relacionarse con una necesidad de cultivar la memoria.
Sí, pero es una memoria donde evidentemente está la culpa, porque si no, no se recordaría nada. Todos los días hay algo sobre el Holocausto, todos los días hay algo sobre el nazismo y el aniquilamiento de los judíos. Los intelectuales han colaborado mucho en esta reconstrucción de la memoria. El único que ha dicho: "Bueno, acabemos con este tema", fue Martin Walser, el escritor.
Y no se trata de un negacionista.
No, no; todo lo contrario. Pero quiso ponerle término a algo que, a su juicio, resultaba bastante pesado. El argumentó que no se podía estar todos los días con el tema de Auschwitz y la muerte de los judíos. Entonces se generó una discusión abierta, en la que participaron todos los órganos de difusión y todos los intelectuales y los políticos. Fue una polémica muy brava.
¿Cuándo ocurrió esto?
El año pasado. ¿Qué le estaba diciendo Walser al pueblo alemán? Le decía algo así: "Bueno, señores, ya pagamos, no vamos a seguir todos los días golpeándonos el pecho". En ese debate, Walser fue derrotado. No encontró la defensa de nadie. Lo que pasa es que hay como una efervescencia en la sociedad alemana respecto de los años del nazismo. Lo ves en la televisión, lo ves en los libros que se publican. El tema que lee el alemán medio es el que se refiere a esos doce años de nazismo, la mayoría de los "best-sellers" giran en torno a la época de Hitler. Hay una enorme curiosidad por saber. Cuando la televisión pasa un documental sobre Hitler, la gente se pregunta: "¿Pero cómo nuestros abuelos pudieron aceptar el mando de este tipo?". Son cosas incomprensibles. Vistos desde hoy, parecen marionetas ridículas, figuras de opereta. Como el gordo Göering, que se ponía uniformes de distintos colores, según la ocasión. Un tipo de circo. Ahora, los nietos no pueden entender. Y dicen: "Los de esa generación estaban totalmente locos".
Es un fenómeno realmente curioso, porque después de la guerra, y durante mucho tiempo, los alemanes no querían hablar del pasado. Había un gran silencio en relación al tema.
Recién se empezó a hablar a partir de la revuelta estudiantil del '68. Fueron los jóvenes los que comenzaron a cuestionar todo, a preguntar, a investigar. Querían saber cómo el nazismo había sido posible. Y eso fue creciendo. Hoy no pasa un día sin que algún canal exhiba un film sobre esa época. Ahora todo resulta incomprensible, absurdo: esa Alemania de 1933, el triunfo de Hitler, sus discursos, sus gestos de autómata, las legiones marchando a paso de ganso, toda esa cosa de circo romano. Parece algo de locos.
¿Qué pasa con los alumnos cuando los llevan a ver los campos de concentración? ¿Cómo los atraviesa la experiencia?
Ellos tienen una actitud de absoluto respeto por las víctimas, por su sufrimiento. Pero esa juventud de colegios secundarios no se siente responsable, lo toma como cosa del pasado. La que se siente más involucrada es la generación de los cincuenta años para arriba. Existe una cosa de absoluta depresión cuando se menciona el tema entre los mayores.
Exactamente. Pero la culpa de eso la tiene nuestra denominada democracia. Cuando los militares se caen, después de la derrota en Malvinas, son los partidos políticos -radicales y peronistas- los que les piden que sigan en el mando. El argumento era que ellos tenían que organizarse y que para eso necesitaban tiempo. Entonces, entre la pérdida de Malvinas y las elecciones pasó un año y seis meses. En ese lapso, los militares pudieron recuperarse, se quemaron los archivos y todo lo demás.
La transición sirvió para eso.
La transición, claro. Y después vino ese juego gatopardista de Alfonsín, ¿no? La teoría de los dos demonios, junto con la teoría de las víctimas inocentes. Todo escrito y firmado por el señor Ernesto Sábato. Bueno, todo eso contribuyó a que la sociedad argentina se sintiera ajena a lo que había ocurrido, es decir, no hiciera las reflexiones necesarias ni pudiera pensarse a sí misma en relación al pasado.
Tampoco se debatió el tema de las responsabilidades colectivas en el campo intelectual. Eso marca otra diferencia con lo que pasó en Alemania, donde el problema fue tomado, de entrada, por los hombres de la cultura. El primero que lo planteó, apenas finalizada la guerra, fue Karl Jaspers. Su ensayo sobre la culpabilidad alemana produjo una enorme conmoción.
Y después vino la famosa querella de los historiadores, una discusión en la que intervinieron, además, filósofos y escritores. Allí se abordaron, desde distintas perspectivas, las causas que habían llevado a Alemania al nazismo y al genocidio. Eso realmente llegó muy a fondo, fue debatido no sólo entre los intelectuales, sino en la televisión, en los colegios, en las universidades.
En tu novela, el problema de la culpa colectiva se articula con el tema de la reparación económica. Uno de los personajes dice: "Los padres destruyeron, los hijos piden perdón y pagan". Más adelante se hace referencia a "esa Alemania genuflexa, que quería pagar los muertos en las cámaras de gas con dinero y prebendas". La culpa que se paga con dinero: ésa es la reflexión que surge.
Sobre el tema de las reparaciones, jamás hubo una voz en contra. No vas a encontrar ningún alemán que diga: "Eso está mal". O sea, es algo aceptado unánimemente. Los partidos votados por el pueblo son los dos partidos que más han hecho para que se cumpla con la reparación monetaria. Por supuesto que hay un fondo político en esto. Quieren quedar bien con los Estados Unidos, que también trata de lavar su culpa y está impulsando últimamente las indemnizaciones a los trabajadores esclavizados durante el nazismo, la mayoría de los cuales son judíos.
El caso de la Ford y de la Mercedez-Benz, por nombrar sólo a dos de las empresas que usaron a los judíos como mano de obra esclava, mostró en un grado extremo la obscenidad capitalista.
Hubo una gran discusión alrededor del juicio que les hicieron a esas y otras empresas. Lo que causó escándalo fue lo que cobraron los abogados que llevaron adelante la causa: dos millones de dólares cada uno. Hasta los mismos judíos se indignaron: "¡No puede ser, esto es un negocio! Tendrían que haberlo hecho por amor a la justicia y no para lucrar", dijeron. Hay que tener en cuenta que esos abogados ya cobraban un sueldo de la colectividad judía o de las asociaciones de trabajadores esclavos. Esto contribuyó a que la repulsa fuera generalizada.
En "Rainer y Minou" vos abordás la cuestión de la reparación económica desde diversos ángulos. Uno de los más complejos remite al debate que provocó el tema en la Argentina: el conflicto que vive quien acepta cobrar. Varios fragmentos de la novela aluden a eso. Por ejemplo, uno de los personajes, el guionista judío, dice: "Yo soy el gran corrupto, acepté todas las indemnizaciones alemanas". Y después reflexiona: "Nosotros, el único derecho que tenemos es gritarles en la cara 'asesinos', pero no cobrar 3.400 marcos por el asesinato de mi hermano". Es muy fuerte eso, porque nos atraviesa a nosotros también, ¿no?
Claro. Yo no trato de justificar nada. Yo retrato nomás. Esa cosa de la reparación económica es un drama para los judíos, es una discusión a diario, entre los viejos y los hijos. Hay viejos que realmente no han aceptado ni cinco centavos, ni siquiera las pensiones a que tienen derecho, en Alemania, por haber trabajado o lo que fuera. No quieren ni un centavo. Y están también los otros, principalmente los judíos que viven en Alemania y cobran pensiones y reparaciones. Es decir, hay posiciones distintas en relación al tema. A mí eso me hace acordar mucho a lo que pasó en la Argentina, la discusión que hubo entre las Madres cuando se planteó la cuestión de la reparación económica.
Acá hay una cuestión diferente respecto de Alemania. El judío fue asesinado por judío. Murió no por lo que hacía y por lo que pensaba, sino por lo que era. El desaparecido, en la Argentina, fue asesinado por lo que hacía y por lo que pensaba. Había una elección allí. A ese hombre o a esa mujer los mataron porque luchaban por un mundo más justo. Cobrar por la muerte de quien murió peleando por lo que creía genera probablemente más conflicto que la reparación económica cobrada por el padre, la madre o el hermano que fueron enviados a la cámara de gas por el sólo hecho de ser judíos.
La diferencia que ustedes marcan es real. Sin embargo, para muchos judíos ese rasgo distintivo del Holocausto no constituye una justificación que les permita cobrar sin cargos de conciencia. Para ellos, es inaceptable recibir dinero del pueblo racista. Yo creo que el tema de la reparación económica es de una enorme complejidad. Se juegan muchas cosas ahí.
Lo más visible es la culpa, que no sólo se relaciona con el crimen sino con la falta de justicia. Eso está claro en la Argentina, donde primero se absuelve a los criminales y después se ofrece dinero a las víctimas. En tu novela, es Rainer quien desnuda esta banalidad de lo perverso. "Les pagamos a las víctimas para que ellos acepten y así humillarlos de nuevo", dice. Resulta sorprendente que el hijo de un genocida pueda hacer esta reflexión.
En Alemania, hay otros hijos de genocidas que también han tomado conciencia de los crímenes del nazismo y hoy reniegan de sus padres. El hijo de Martin Bormann, por ejemplo. Se hizo misionero en Africa y escribió, después, un libro maravilloso, donde habla de la solidaridad y del amor entre la gente y abomina del padre, que era una bestia. El caso más patético es el del hijo de Hans Frank que, cuando le hablan de su padre, dice: "Era el más miserable de los hombres de esta tierra". Frank fue el gran jefe de los campos de exterminio en Polonia y murió en la horca, después del juicio en Nuremberg. Y ahora el hijo, que es uno de los mejores periodistas de Alemania, escupe sobre el cadáver de su padre.
El de Rainer es un caso extremo. El no sólo reniega de su padre sino que termina convertido en el chivo expiatorio de las culpas ajenas. Para la comunidad judía, el hijo de un genocida lleva el pecado en la sangre. El acepta el veredicto y termina suicidándose. Esto se relaciona con otro gran tema de tu novela: la imposibilidad de reconciliación entre víctimas y verdugos. La relación de Rainer y Minou pone en foco esa imposibilidad.
En el fondo, la sociedad alemana de hoy tampoco le perdonó a Rainer ser el hijo de un genocida. Cuando la prensa amarilla lo atacó por los crímenes que había cometido el padre, la gente se calló la boca. No hicieron nada para salvarlo, para rehabilitarlo. Nadie fue capaz de defenderlo. Lo dejaron que se arreglara con su propio destino.
Tu libro pone en acto la barbarie mayor del siglo XX: el Holocausto. La densidad de la tragedia cruza todo el relato y atraviesa a los personajes, especialmente a ese ser agónico que es Rainer. Da la sensación, al leerlo, que hay algo ahí que vos querés rescatar. ¿Por qué escribiste esta novela, Osvaldo?
Yo la escribí por él, por Rainer, por todo lo que sufrió y no merecía, porque era un hombre de lo mejor. Escribí esta novela contra la injusticia, contra la brutalidad de la vida, contra la ferocidad del mundo, contra el prejuicio. Todos mis libros son sobre la violencia y éste también lo es. Yo quería ser como siempre: un pedagogo sin éxito. Pero también quería demostrar algo: ser verdugo es fácil, pero los que pagan las culpas son los hijos. Esa es un poco mi enseñanza.
Hay una suerte de reparación moral ahí.
Sí, yo sentí esa necesidad cuando Rainer murió: reparar moralmente la injusticia cometida contra un hombre. La novela fue escrita desde ese lugar.