A esta hora suelo estar bajo el edredón, con tres almohadas bajo la cabeza, un gorro de dormir, en mi modesto dormitorio que también me sirve de estudio. La lámpara de cabecera, muy fuerte, el faro de mis insomnios, todavía arde pero será apagada dentro de un momento. Tengo en la boca una pastilla de grosella, y en las manos una revista de New York o de Londres. La dejo, apago la luz. La enciendo, renegando en voz baja. Me meto un pañuelo en el bolsillo del camisón, y da comienzo el debate interior: ¿tomar o no tomar un somnífero? Qué deliciosa es la decisión positiva.
Pero, ¿qué horario hace usted en un día normal?
Tomemos un día de mediados de invierno. En verano hay más variedad. Me levanto entre las seis y las siete, y escribo con un lápiz bien afilado, de pie, ante el atril, hasta las nueve. Después de un frugal desayuno, mi mujer y yo leemos el correo, que siempre es muy voluminoso. Después me baño, me afeito, me visto, paseamos una hora por los floridos muelles de Montreux. Y después del almuerzo y de una breve siesta, el segundo periodo de trabajo hasta la cena. Este es el programa típico.
Cuando era más joven ¿ya hacía ese horario, o tenía arranques de pasión, impulsos que perturbaban sus días y sus noches?
¡Ya lo creo! A los veintiseis, a los treinta años, la energía, el capricho, la inspiración me llevaban a escribir hasta las cuatro de la madrugada. Raras veces me levantaba antes de las doce y escribía todo el día tumbado en un diván. La pluma y la posición horizontal han dado paso al lápiz y la vertical austera. Se acabaron los arranques. Pero, ¡cómo me gustaba el despertar de los pájaros, el canto sonoro de los mirlos que parecían aplaudir las últimas frases del capítulo que acababa de componer!
Ya sabíamos que escribir es la pasión de su vida, pero, ¿concibe una segunda vida en la que no escribiera?
Concibo muy bien otra vida en la que yo no sería novelista, inquilino feliz de una marfileña torre de Babel, sino alguien igual de feliz de otra manera, que ya he tanteado: un oscuro entomólogo que caza mariposas en verano, en países fabulosos, y en invierno clasifica sus descubrimientos en el laboratorio de un museo.
¿Se siente usted más ruso, más norteamericano, o más bien suizo, ahora que vive allá?
Le daré algunos detalles relativos al aspecto bastante cosmopolita de mi vida. Soy de una antigua familia rusa de San Petersburgo. Mi abuela paterna era de origen alemán, pero nunca aprendí esa lengua, no puedo leerla sin diccionario. Pasé los primeros veranos en el campo, en nuestra finca cerca de Petersburgo. En otoño íbamos al sur: Niza, Pau, Biarritz... Los inviernos en Petersburgo, ahora Leningrado. Nuestra magnífica casa de granito rosa sigue allí, en buen estado, al menos exteriormente, porque a las tiranías les gusta la arquitectura del pasado. La finca está situada en una llanura boscosa. Por la flora se parece al noroeste de Norteamérica: bosques de álamos, oscuros abetos, muchos abedules y unas espléndidas turberas, multitud de flores y mariposas más o menos árticas. Esta fase totalmente feliz duró hasta el golpe de Estado bolchevique. Unos campesinos, en un exceso de celo quemaron el castillo y requisaron la casa. En abril de 1919, tres familias Nabokov, la de mi padre y la de sus dos hermanos tuvieron que abandonar Rusia vía Sebastopol, vieja fortaleza del infortunio. El ejército rojo procedente del norte invadía Crimea, donde mi padre era ministro de justicia en el gobierno provincial, durante el breve periodo liberal antes del terror leninista. Aquel mismo año, en octubre de 1919, yo empezaba los estudios de Cambridge.
¿Cuál es su lengua preferida: el ruso, el inglés o el francés?
En la lengua de mis antepasados me siento perfectamente cómodo, pero no lamentaré jamás mi metamorfosis norteamericana. El francés, o mejor dicho, mi francés, que es una cosa muy especial, no se doblega tan bien al suplicio de mi imaginación. Su sintaxis me impide ciertas libertades que me tomo con las otras dos lenguas. Ni que decir tiene que adoro el ruso, pero el inglés lo supera como instrumento de trabajo. Lo supera en riqueza, en riqueza de matices, en prosa delirante y en precisión política. Una procesión de niñeras e institutrices inglesas viene a mi encuentro cuando vuelvo a mi pasado.
¿Eso es una cita?
Es una cita. Lo he sacado de una traducción muy buena... A los tres años hablaba mejor el inglés que el ruso, pero hay un periodo entre los diez y los veinte años en que aunque leía a muchos autores ingleses, Welles, Kipling, Shakespeare, la revista "The Boys on Paper", por citar sólo obras cumbres, hablaba muy poco en inglés. Aprendía el francés a los seis años. La institutriz, Mademoiselle Cecil Miotton, estuvo con nosotros hasta 1915. Empezamos con "Cantar de mio Cid" y "Les misérables" (Los miserables). Pero los tesoros estaban en la biblioteca de mi padre. A los doce años ya conocía a todos los poetas benditos de Francia. "Recuerdo, recuerdo, ¿qué quieres de mí? / El otoño hacía volar al tordo a través de aire átono / el bosque amarillento donde la brisa desentona" . Y, es curioso, en tierna edad, yo ya comprendía que Verlaine no habría debido usar una rima tan incestuosa átona-desentona, tienen la misma raíz. Este es el calendario de mis tres lenguas.
El exilio, porque usted es exiliado, por doloroso que sea, ¿no es para los creadores como usted algo estimulante, una posibilidad de enriquecimiento para el espíritu, la sensibilidad creadora?
Le explicaré cómo ocurrió. Después de pasar los exámenes de Cambridge, muy fáciles, de literatura rusa y francesa (había elegido bien), tenía el título de diplomado en letras que no me sirvió de nada en mis intentos de ganarme la vida sin escribir libros, de modo que me puse a escribir relatos, novelas, en ruso, para los diarios y revistas de emigrados en Berlín y en París, los dos centros de expatriación.
¿En qué años más o menos?
Viví en Berlín y en París entre el '22 y el '39.
De acuerdo.
1922 y 1939.
Ya.
Soy pedante con las fechas. Sigo... Cuando pienso en aquellos años de exilio me veo a mí y a miles de rusos blancos llevando una vida extraña pero nada desagradable en la indigencia material y el lujo intelectual, entre aborígenes más o menos ilusorios, franceses o alemanes con quienes mis compatriotas no tenían el menor contacto. Pero de vez en cuando aquel mundo espectral donde exhibíamos nuestras heridas y placeres era presa de temibles convulsiones que nos mostraban quién era el cautivo desencarnado y quién era el amo. Eso ocurría cuando teníamos que prorrogar unos diabólicos carnés de identidad, u obtener, cosa que tardaba semanas, un visado para ir de Paris a Praga, o de Berlín a Berna. Los emigrados ya no eran ciudadanos rusos, y la Sociedad de Naciones les daba un pasaporte llamado Nansen, un papelote que se rasgaba cada vez que uno lo desplegaba. Las autoridades, los cónsules británicos o belgas, parecían creer que poco importaba lo miserable que fuera un Estado, pongamos la Rusia soviética: cualquier fugitivo de ese Estado era más despreciable por el hecho de existir fuera de una administración nacional. ¡Pero no todos nos resignábamos a ser bastardos o fantasmas! Pasábamos de Menton a San Remo, por ejemplo, tan tranquilos, por senderos de montaña, conocidos por cazadores de mariposas y poetas despistados. La historia de mi vida, pues, se parece menos a una biografía que a una bibliografía: diez novelas en ruso entre los veinticinco y los cuarenta años, y ocho novelas en inglés entre los cuarenta y ahora. En 1940 salí de Europa para ir a Norteamérica y hacer de profesor de literatura rusa. De pronto me descubro una incapacidad total de hablar en público. Por tanto, decido escribir por adelantado más de cien conferencias anuales.
Quisiera hacerle una pregunta que quizá juzgue algo íntima: ¿por qué vive en Suiza, en un hotel, en Montreux? ¿Por qué no en los Estados Unidos? Rechaza los Estados Unidos, la vida norteamericana? ¿Rechaza la propiedad privada, o bien, eterno emigrado, se niega a quedarse en un lugar?
¿Por qué el hotel suizo? Suiza es un país encantador, y la vida de hotel facilita mucho las cosas. Echo de menos Norteamérica, y espero regresar para pasar allí al menos otros veinte años. La vida tranquila de una ciudad universitaria en Norteamérica no presentaría grandes diferencias con Montreux, donde las calles son más ruidosas que en la provincia norteamericana. Además, como no soy lo bastante rico -como nadie es lo bastante rico- para revivir totalmente mi infancia, no vale la pena instalarse para siempre. Porque es imposible recuperar el sabor del chocolate con leche suizo de 1910. Ya no existe. Mi mujer y yo pensamos en una villa en Francia o Italia, pero el espectro de la huelgas de correo muestra todo su horror. La gente de profesión sedentaria, las ostras tranquilas, aferradas al nácar natal, no se dan cuenta de cómo un correo regular y seguro como el suizo alivia la vida de un autor, aunque la ofrenda de una mañana normal consista sólo en algunas cartas comerciales y dos o tres peticiones de autógrafos. Y la vista del lago desde el balcón, el lago Leman, ese lago que vale toda la plata líquida a la que se parece; es una mala metáfora.
Además del exilio y el extrañamiento, ¿cuáles son los temas principales de su obra?
Además del extrañamiento, yo me siento forastero siempre y en todo lugar, es mi estado, es mi trabajo, mi vida. Me siento en casa entre recuerdos muy personales que no tienen relación alguna con una Rusia geográfica, nacional, física, política. Los críticos emigrados en París, y mis maestros en Petersburgo tenían razón, por una vez, al quejarse de que no fuera lo bastante ruso. Es así. Y en cuanto al tema de mis libros, ¡hay de todo!
¡Usted me esquiva!
Sí
¿Para usted, una novela no es ante todo una buena historia?
Eso es, una excelente historia. Pero mis mejores novelas no tienen una, sino más historias que se entrelazan en cierta manera. "Pálido fuego" posee ese contrapunto, y "Ada o el ardor" también. Me gusta ver el tema principal irradiando a través de la novela y desarrollándose en pequeños temas secundarios. A veces es una digresión que se convierte en drama en un rincón del relato. O bien las metáforas de un discurso elevado se unen para formar una nueva historia.
Las historias que se inventan los novelistas -y pienso en un novelista llamado Vladimir Nabokov-, las historias inventadas, ¿son más interesantes que las de la vida?
Entendámonos: la historia verdadera de una vida también ha tenido que ser contada por alguien, y si es una autobiografía escrita con pluma pudibunda por un personaje sin talento puede parecer muy sosa al lado de una invención maravillosa como el "Ulysses" (Ulises) de Joyce. +
¿Es su libro favorito?
Sí, mi gran modelo.
Nabokov es "Lolita", es la ecuación de siempre. ¿No acaba molestándole el éxito de "Lolita", tan considerable que se puede pensar que usted es el padre de una única niña algo perversa?
Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert, a quien una vez pregunta: "¿Siempre viviremos así haciendo toda clase de porquerías en camas de hotel?". Pero respondiendo a su pregunta: su éxito no me molesta. Yo no soy Conan Doyle quién, por esnobismo o pura estupidez, prefería ser conocido como autor de una historia de Africa que imaginaba muy superior a su Sherlok Holmes. Y es muy interesante plantearse como hacen ustedes los periodistas, el problema de la tonta degradación que el personaje de la nínfula que yo inventé en 1955 ha sufrido entre el gran público. No sólo la perversidad de la pobre criatura fue grotescamente exagerada, sino el aspecto físico, la edad, todo fue modificado por ilustraciones en publicaciones extranjeras. Muchachas de veinte años o más, pavas, gatas callejeras, modelos baratas o simples delincuentes de largas piernas, son llamadas nínfulas o "Lolitas" en revistas italianas, francesas, alemanas, etcétera. Y las cubiertas de las traducciones turcas o árabes. El colmo de la estupidez. Representan a una joven de contornos opulentos, como se decía antes, con melena rubia, imaginada por idiotas que jamás leyeron el libro. En realidad, Lolita es una niña de doce años mientras que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la de la niña produce el vacío entre ellos; entre ese vacío, ese vértigo, la seducción, atracción de un peligro mortal. En segundo lugar, la imaginación del triste sátiro, convierte en criatura mágica a aquella colegiala norteamericana tan trivial y normal en su género como el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera de la mirada maníaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Este es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa.
Si bien se mira, hay bastante erotismo en su obra.
Hay bastante erotismo en la obra de cualquier novelista de quien se pueda hablar sin reírse. Lo que llaman "erotismo" es uno de los arabescos del arte de la novela.
Lo que sorprende, sobre todo en "Ada...", es el gusto por el detalle: cada objeto en su sitio, la referencia exacta; todo es muy minucioso en sus libros, usted es un perfeccionista, y un aficionado a las mariposas; en "Ada..." hallamos muchas veces su gusto por ellas.
Excepto algunas mariposas suizas en "Ada...", me inventé las especies, pero no los géneros. Es un detalle simpático, ¿verdad? Sostengo que es la primera vez que alguien se inventa mariposas científicamente posibles en una novela. Se me podría responder: usted satisface al sabio y abusa de la ignorancia del lector sobre las mariposas, pues si se hubiese inventado un nuevo tipo de perro o de gato para los señores del castillo, la superchería hubiera irritado al lector, que habría tenido que imaginarse un cuadrúpedo bastante mitológico cada vez que Ada recoge al animal en brazos. Lástima que no haya intentado inventarme cuadrúpedos. Lo siento. Pero me inventé un árbol nuevo para el jardín del castillo. Algo es algo.
Usted ha escrito este libro maravilloso, "The defense" (La defensa), ¿es un buen jugador de ajedrez? Y hablando de ajedrez, ¿qué piensa de Fischer?
Yo era un jugador de ajedrez bastante bueno. No un "Gross Meister" (literalmente Grueso Maestro) como dicen los alemanes. Pero era un buen jugador de círculo, capaz de tender una trampa a un campeón aturdido. Lo que siempre me ha gustado en el ajedrez son las trampas, los trucos ocultos. Por eso abandoné las partidas y me dediqué a la composición de problemas. No dudo que hay un vínculo íntimo entre algunos espejismos de mi prosa y el tejido brillante y oscuro a un tiempo de los problemas de ajedrez, enigmas mágicos, cada uno de los cuales es fruto de mil y una noches de insomnio. Me gusta componer los problemas llamados "suicidas" en los que las blancas obligan a las negras a ganar. Sí, Fischer es un ser extraño pero no tiene nada de anormal que un jugador de ajedrez no sea normal, que sea así. Hubo el caso del gran Rubinstein, a principios de siglo. Del manicomio donde solía vivir, una ambulancia lo llevaba cada día a la sala del café donde se celebraba el torneo y después lo devolvía a su casilla negra, después del juego. No le gustaba ver a su adversario, pero una silla vacía más allá de su tablero todavía le irritaba más. Entonces ponían un espejo y el veía su reflejo o quizá al auténtico Rubinstein.
Fischer es un caso de psicoanálisis.
No, no, es un gran jugador de ajedrez que tiene pequeñas manías.
Me ha parecido entender que no aprecia a Freud.
No es exacto. Aprecio mucho a Freud como autor cómico. Las explicaciones que da sobre las emociones de sus pacientes y sus sueños son de un burlesco increíble, pero hay que leerlo en la lengua original. No entiendo cómo se le puede tomar en serio. No hablemos más de eso.
Los escritores políticos tampoco son sus autores de cabecera.
Muchas veces me preguntan quién me gusta y quién no, entre los novelistas, comprometidos o no, de mi siglo maravilloso. Primero, no aprecio al escritor que no ve las maravillas de este siglo, las pequeñas cosas, la ropa masculina informal, el cuarto de baño que substituye al lavabo inmundo. Las grandes cosas como la sublime libertad de pensamiento en nuestro doble occidente. ¡Y la luna! Recuerdo con qué escalofrío delicioso, envidia y angustia, miraba yo en la televisión los primeros pasos flotantes del hombre sobre el talco de nuestro satélite y cómo despreciaba a quienes decían que no valía la pena gastar tantos dólares para pisar el polvo de un mundo muerto. Detesto pues a los divulgadores comprometidos, a los escritores sin misterio, a los infelices que se alimentan con los elixires del charlatán vienés. Aquellos que aprecio saben que sólo el verbo es el valor real de la obra maestra. Principio tan viejo como verdadero, y eso no ocurre a menudo. No es preciso dar nombres, nos reconocemos por un lenguaje de signos, a través de los signos del lenguaje, o bien, al contrario, todo nos irrita en el estilo de un contemporáneo detestable, incluso sus puntos suspensivos.
Me han dicho que no le gusta Faulkner. Cuesta creerlo.
¡No! No soporto la literatura regional, el folklore artificial.
Una última pregunta, señor Nabokov, ¿puedo decir que usted, para resumir un poco, tiene la cultura del sabio y además la ironía del pintor?
Hay un rinconcito en la taxonomía entomológica que yo conocía muy bien, era el maestro, en los años '40, en el museo de Harvard. La ironía del pintor, eso no. La ironía es el método de discusión que usaba Sócrates para confundir a los sofistas; la inventó él y a mí Sócrates, entre otros, me cae muy mal. Por extensión, la ironía es una risa amarga. Mi risa es un chisporroteo bonachón que viene del vientre tanto del cerebro.