LA HORMIGA
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)
Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba... luz... jardín... hojas... verde... flores...". Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.
UNA VIUDA INCONSOLABLE
Ambrose Bierce
Estados Unidos (1842-1914)
Una mujer con gasas de luto lloraba sobre una tumba.
- Consuélese, señora -dijo un simpático forastero-. La misericordia del cielo es infinita. Habrá otro hombre, en alguna parte, además de su marido, que todavía puede hacerla feliz.
- Había -sollozó la mujer-, había, pero ésta es su tumba.
LA FOTO
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)
Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y... ¡Clic! Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche. Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.
STRIPTEASE MAGICO
Antonio Vanegas
México (1852-1917)
Para hacer bailar a una joven desnuda tómese mejorana silvestre, mirto con tres hojas de nogal y tres hojuelas de hinojo; todo ello cogido en la noche de San Juan, antes de salir el sol. Hágase secar todo a la sombra, redúzcase a polvo, pásese por un tamiz de seda, y cuando se quiera usar, échese al aire hacia el lugar donde se halla la joven, y al momento se manifestará el resultado.
LA ESCOPETA
Juan Carlos Onetti
Uruguay (1909-1994)
No era noche cerrada cuando estiré el brazo para encender la lámpara sobre la mesa. Era necesario que terminara de escribir mi artículo antes del alba y correr para echarlo en el buzón y esperar acurrucado que volviera el cartero entre la bruma que el amanecer iba castigando con látigo del color exacto de la sangre fresca. Volvía muy gordo y tranquilo trayéndome el cheque mensual y era necesario apurarse y no fue más que encender la luz y oír el ruido de alguien tratando de forzar la cerradura y alrededor de mí la soledad de la aldea desierta, inmovilizada por la luna vertical justo en el centro geométrico del mundo tan inmenso con tantos millones de camas donde balbuceaban sus sueños personas diversas y dormidas, cada una con un hilo de baba rozando la mejilla y estirándose con dibujos raros en la blancura de las almohadas. Hasta que salté y me puse a un costado de la puerta preguntando muchas veces con un ritmo variable quién es, qué quiere y qué buscas. Y un silencio y el forcejeo rodeó la casita y continuó trabajando en una de las ventanas, no recuerdo cuál, impulsándome en dos movimientos sucesivos, casi sin pausas, a matar con la palma de la mano la luz de la mesa y abrir el armario para sacar la escopeta y luego caminando de una ventana a la otra y de una ventana a la puerta, según variaban los ruidos del ladrón siempre preguntando hasta la ronquera qué busca, haciendo girar la escopeta, oliendo crecer desde el pecho y las axilas el olor tenebroso del miedo y la fatalidad. Después de una pausa y un pequeño ruido de papeles, el hombre de la bata blanca habló detrás de mi nuca. Su voz átona:- Este sí que es fácil. Un sueño elemental. Hasta un niño podría interpretarlo. Yo soy el ladrón que busca saber, entrar en su ego. ¿Por qué tanto miedo?
LA HISTERICA
Francisco Tario
México (1911-1977)
A pleno día. El psiquiatra:
- Desnúdese.
La histérica:
- ¡Imposible!
El psiquiatra:
- Me desnudaré yo, entonces.
La histérica:
- Como usted guste.
El psiquiatra se desnuda:
- ¿Ve usted qué sencillo?
La histérica:
- ¿Asombroso! Probaré yo a hacerlo.
Se desnuda. Suena el teléfono. El psiquiatra:
- Sí, señor, inmediatamente.
A la paciente:
- Le habla su marido.
La histérica toma el audífono:
- ¿Eres tú, queridito?
La voz lejana:
- Soy yo, ¿no te da vergüenza?
La histérica le mira.
- ¿Ni siquiera pensaste en los niños?... Y por si fuera poco, ¿no sientes frío?
La histérica:
- Perdóname! no siento frío. ¿Me perdonas?
La voz lejana, tras un silencio:
- Está bien, te perdono. ¡Que no vuelva a repetirse!
La histérica deja el audífono y se vuelve. Da un grito, cubriéndose. Está desnuda en una zapatería.
EL TREN A BURDEOS
Marguerite Duras
Francia (1914-1996)
Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente de mí que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. El estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. El dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío". Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. El los tomó. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado. Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer. El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida. Volvió. Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.
EL COLECCIONISTA
Alexandro Jodorowsky
Chile (1929)
Un señor utiliza sus energías en coleccionar objetos. Otro decide eliminar los que tiene. Cuando no le quedan objetos materiales, comienza a eliminar movimientos, ideas, recuerdos, sentimientos, que considera innecesarios. Llega a una inamovilidad completa. El coleccionista los recoge para colocarlos en un gran armario entre sus otros objetos.
ULTIMO PISO
Pablo De Santis
Argentina (1963)
El hombre cansado sube al ascensor. Es una vieja jaula de hierro. El ascensorista viste un uniforme rojo. Aunque lo ha cuidado tanto como ha podido, se nota los remiendos, la tela gastada, el brillo perdido de los botones.
- Ultimo piso -indica el pasajero.
El ascensorista se había adelantado y ya había hecho arrancar el ascensor.
- ¿Cómo andan las cosas allá afuera? ¿Llueve? -pregunta el ascensorista.
El pasajero mira su impermeable, como si ya no le perteneciera del todo.
- Si, llovió en algún momento del día.
- Extraño la lluvia.
- ¿Hace mucho tiempo que trabaja aquí?
- Desde siempre.
- ¿No es un trabajo aburrido?
- No tanto. Hablo con los pasajeros. Me cuentan sus vidas. Es como si viviera un poco yo también.
- El viaje es corto. No hay tiempo para hablar mucho.
- Con una frase, o una palabra, a veces basta. Otros se quedan callados, y también eso es suficiente para mí.
Los dos hombres guardan silencio por algunos segundos. Apenas se oye el zumbido.
- Déjeme un recuerdo, si no es una impertinencia.
El hombre busca en los bolsillos. Encuentra un reloj al que se le ha roto la correa de cuero.
- Gracias. Lo conservaré, aunque no miro nunca la hora.
El pasajero siente alivio por haberse sacado el reloj de encima.
- Estamos por llegar -dice el ascensorista-. Ah, le aviso, el timbre no funciona, verá una puerta grande, de bronce. Golpee hasta que le abran.
El pasajero se aleja de la puerta de reja del ascensor. Ahora no parece tan convencido de querer bajar. El ascensorista reconoce, por el ruido de la máquina, que se acercan al último piso. Se despide:
- No se desanime si tiene que esperar. Siempre terminan por abrir.
CRONICA DE LA CIUDAD DE MONTEVIDEO
Eduardo Galeano
Uruguay (1940)
Julio César Puppo, llamado el Hachero, y Alfredo Gravina, se encontraron al anochecer, en un café del barrio de Villa Dolores. Así, por casualidad, descubrieron que eran vecinos:
- Tan cerquita y sin saberlo.
Se ofrecieron una copa, y otra.
- Se te ve muy bien.
- No te vayas a creer.
Y pasaron unas pocas horas y unas muchas copas hablando del tiempo loco y de lo cara que está la vida, de los amigos perdidos y los lugares que ya no están, memorias de los años mozos:
- ¿Te acordás?
- Si me acordaré.
Cuando por fin el café cerró sus puertas, Gravina acompañó al Hachero hasta la puerta de su casa. Pero después el Hachero quiso retribuir:
- Te acompaño.
- No te molestes.
- Faltaba más.
Y en ese vaivén se pasaron toda la noche. A veces se detenían, a causa de algún súbito recuerdo o porque la estabilidad dejaba bastante que desear, pero en seguida volvían al ir y venir de esquina a esquina, de la casa de uno a la casa del otro, de una a otra puerta, como traídos y llevados por un péndulo invisible, queriéndose sin decirlo y abrazándose sin tocarse.