Este libro me lo debía. Tiene más de ocho años, y la parte del asesinato de la abuelita viene de un cuento que escribí a los diecisiete y que una amiga guardó desde entonces. Creo que ese cuento estaba muy bien: era parte de una serie que había visto el gordo Osvaldo Soriano. El apostaba por esos cuentos, decía que tenían algo que no había en nuestra literatura.
¿A qué se refería?
Eran los primeros años '70 y Soriano acababa de publicar "Triste, solitario y final", donde trabajaba con el policial negro norteamericano, que todavía no estaba tan de moda acá. Yo tenía una marca de literatura norteamericana, de esa tradición de cuentos que viene del siglo XIX. Eran cuentos fuertes. Allí ponía el foco en esa zona donde se cruzan la pobreza y la enfermedad. Pero mi cuento de la abuelita es sólo la prehistoria de "El buen dolor".
¿Y cuál es la historia?
Yo podía haber seguido escribiendo cuentos, porque ya tengo el oficio incorporado. Antonio Dal Massetto dice que uno empieza a ser escritor cuando deja de ser escritor. Por otro lado, podía haber seguido esta novela eternamente, agregar detalles, canibalizar otras historias ligadas a mi padre y a la época. Pero para mí lo fundamental era dar con el hueso. Me había corrido del esquemita Hemingway. Hubiera querido lograr en narrativa el efecto de un haiku, ese brevísimo poema japonés. No cumplía el formato de doscientas cincuenta páginas que piden las editoriales. Tampoco el tono era el mejor a los fines de vender: se trataba del dolor y la enfermedad, de la clase media baja, tan poco representada en la literatura argentina de mi generación.
¿Y por qué aparece el escritor como héroe?
Bueno, yo en este libro siento como si dijera: "Acá pongo el cuerpo". En el '76 mi viejo trabajaba en la Municipalidad y lo sancionaron. Considero que él también fue una víctima de la dictadura. Empezó su enfermedad, un accidente cerebral tras otro y el peregrinaje por los hospitales. Una casa así se va a la mierda: esa enfermedad sumada a la falta de recursos contamina la solidaridad de los lazos familiares, la ternura de una mujer, la alegría de un adolescente. Poco antes de acompañarlo en el posoperatorio me fui un par de días a la costa a tomar aire y empecé a recordar el cuento de la abuela, ese deseo horripilante de que muera finalmente...
La novela cruza esa historia con otras. El dolor del que habla no es sólo ése...
En aquel viaje conocí a una mujer que me contó su historia: iba a la Villa porque habían entrado a robar en la casa y estaba aterrada. Su temor era qué habían hecho con las cenizas de su bebé, que estaban guardadas allí. Esa historia me sacó del foco en mi drama personal y ahí nomás escribí doscientas cincuenta páginas. Al ver el patetismo en el relato de su dolor, yo veía mi propio patetismo, mi autoconmiseración. Entendí que yo estaba haciendo lo mismo, pero igual su dolor me distrajo del mío. Uno no puede resolver en la literatura problemas que no puede resolver en la vida.
¿Escribir ayuda a resolver problemas?
El poeta Giuseppe Ungaretti dice: "Me gustaría que se dijera que si hice algún progreso como artista, lo hice como hombre". Yo ahora estoy recluido en la costa y a mí la distancia me salvó, me ayudó a desintoxicarme. Hay algo de la naturaleza, de las amistades que se mueven en un orden más práctico y simple. Estás solo, tenés el mar y no podés hacer otra cosa que escribir. Los últimos cinco libros los escribí allá.
¿No está construyendo un mito personal de escritor salvaje?
Puede ser, pero a mí me sirve. Allá me ocupo de cuestiones más elementales, no tengo las distracciones que tengo acá. Allá vas a caminar a la playa y pensás en el libro, no en quién llamó. Además me invitan a bailantas, a asados, y yo la paso bomba. No es populismo: si no viviera en la costa me hubiera ido a la Patagonia.
¿Cuál es, en este libro, el límite entre ficción y autobiografía?
Me interesaba algo que está en Marguerite Duras, en Raymond Carver. Ella tiene un libro, "La douleur" (El dolor), en el que habla del padre. Y dice en un momento: "Esto no es literatura". Pero cuando uno lo escribe ya está convirtiéndolo en literatura; ya no importa lo que le pasa al narrador. Por supuesto que para mí este libro es autobiográfico, pero me interesa que se lea como novela, no como autobiografía.
¿Por qué cree que aparece tanto el padre en la narrativa estadounidense?
Es cierto: en Tobías Wolf, en Carver, en Ethan Canin aparece la necesidad de búsqueda del padre, de aclarar el origen. Debe ser la migración interna. Uno ve en las rutas del sur de los Estados Unidos esos camiones que transportan casas enteras, esos adolescentes que terminan viviendo con el tercer esposo de la madre en la otra punta del país. En un punto, este rasgo se toca con la literatura rusa. Son países de enormes extensiones en los que se busca la definición del ser nacional, como si eso fuera posible. Los patagones se sienten patagones, no argentinos; sienten que nos dan una energía que no les devolvemos. Los norteamericanos tratan todo el tiempo de escribir la gran novela americana. Algo de eso pasa con Tolstoi, y de otra manera con Dostoievski. Y también aquí los narradores sienten la necesidad de definir el ser nacional.
¿Usted no buscaba hablar del país?
Hay una historia familiar y también una historia del país. No me molesta que el libro se lea en esa línea, como denuncia: inevitablemente me iba a salir. Pero no me lo propuse. Con las buenas intenciones se hace mala literatura.