15 de agosto de 2007

El origen de los nombres

Tracy es un diminutivo en lengua inglesa, del nombre de origen griego Theresa o Therese (agricultora o granjera). Otros diminutivos del mismo nombre que se desarrollaron a través de los siglos son Tess, Tessa y Terry. Tracy también puede ser un nombre tanto masculino como femenino, de origen netamente anglosajón que, etimológicamente, significa "bravo" o "valiente". Existe otra versión del francés antiguo Tracey cuyo significado es "camino" o "sendero".
Hay una ciudad en California y otra en Minnesota que también se llaman Tracy. Benjamín Franklin Tracy (1830-1915) fue el padre de la armada de los Estados Unidos; un famoso actor se llamaba Spencer Tracy (1900-1967) y Antoine Destutt de Tracy (1754-1836) fue un filósofo francés. Finalmente, Tracy fue también un problema para el Registro Nacional de las Personas que, en su momento, se negó a inscribir a una niña con ese nombre, y para la Corte Suprema de Justicia ante la cual apelaron sus padres.
Tampoco es cuestión de caer en una inusitada dependencia cultural, como cierta tribu africana del ex protectorado británico de Nyasalandia (hoy Repú­blica de Malawi) que, en su afán de occidentalizarse, se acostumbró a tomar prestados los nombres de un catálogo editorial que había caído en sus manos. El jefe tenía el sonoro nombre de lo que se leía en la tapa, esto es: Oxford University Press, mientras que sus súbditos se llamaban, por ejemplo, Crítica de la razón pura o Paideia, los ideales de la cultura griega. Una agradecida madre del viejo Congo Belga (luego Zaire hoy República Democrática del Congo), impresionada por el trabajo educacional de una orga­nización internacional, llamó Unesco a su hijo.
Es indudable que uno de los grandes placeres del embarazo es el de elegir, descartar y decidir el nom­bre del vástago. Los gobiernos de algunos países se sienten obligados a intervenir para evitar atentados a la moral o a la nacionalidad, subversión política o supuestas excentricidades. En Francia, por ejemplo, es ilegal poner un nombre que no figure en el santoral o no sea de un conocido personaje histórico: se prohi­bió específicamente que una pareja llame Cerise ("Cereza") a su hija. En el otro extremo encontramos que el ejército de los Estados Unidos recibió formula­rios de media docena de hermanos que querían alis­tarse con nombres tales como Measles Jones (Sarampión Jones), Pneumonía Jones y cualesquiera otras enfermedades que habían afligido a la familia.
En la Argentina hay una ley sobre el nombre de las personas naturales por la cual se ponen ciertos límites a la elección de los nombres de pila o prenombres. Estos límites están dados por las si­guientes prohibiciones: no pueden ser extravagantes o ridículos como, por ejemplo, Júpiter, Pelópidas, Zoroastro, Epaminondas. En mayo de 1984 se prohibió Democracia, pues designar así a una persona "es extravagante y ridículo... susceptible de causar hilaridad... Final­mente, es también contrario a las costumbres argen­tinas ya que en nuestro país no es frecuente poner a las personas nombres así". Irónicamente, podría agregarse que durante el siglo pasado, tampoco fue frecuente la democracia política. Por otra parte, uno se pregunta -ingenuamente- cómo puede ser fre­cuente algo específicamente prohibido; o la razón por la cual otra persona va a decidir por cada uno y todos nosotros lo que es ridículo o no. No pueden ser contrarios a nuestras costum­bres o, lo que es lo mismo, "no acostumbrados en nuestra sociedad". Varinia, por ejemplo, es un típico nombre que entra dentro de esta catego­ría y no fue aceptado, pero Enoe, Gayane, Sadoc, Sonsoles, Zoé y mu­chos más fueron autorizados. No pueden expresar tendencias políticas o ide­ológicas como ser los nombres Anárquico y Ateo. Los no castellanizados por el uso: por un lado se han aceptado y autorizado nombres tales como Jacqueline, Otto, Evelyn, Malte, Yael, Walter, Eric, Axel, Owen, Ian, Kevin, Alan; pero, por el otro, se ha negado la inscripción a Alien, Newton, Shirley, Ivette, Malcolm, Leslie, Nathalie.
Los nombres aborígenes estaban prohibidos hasta hace algún tiempo, prohibición quizás inspirada en las frases que Juan Bautista Alberdi (1810-1884) escribió en "Ba­ses y puntos de partida para la organización política de la República Argentina" su más célebre obra: "todo en la civilización de nuestro suelo es europeo... no somos otra cosa que europeos nacidos en América... nosotros (somos) eu­ropeos de raza y de civilización". Sin embargo, esta visión un tanto europeizante ha sido modificada y nombres como Alien (araucano), Gulmen, Túpac, Paine, Pehuén, Rancul y muchos otros están ahora admitidos pues una resolución judicial de diciembre de 1980 afirmaba que "los nombres indígenas no pue­den ser considerados extranjeros".
Los que postulaban una cultura nacional y popu­lar han perdido terreno frente al posmodernismo. Sólo basta echar una mirada por los alrededores: los nombres de los negocios, marcas de productos, música en la radio o programas de televisión nos hacen sentir en una especie de aldea global indiferenciada. Más que nunca, las circunstan­cias actuales permiten afirmar que nadie debería te­ner el derecho o el poder de decidir qué nombre es aceptable o no en una sociedad, especialmente en una en la cual amplios sectores están permeabilizados y encandilados con modelos que poco o mucho tienen que ver con la realidad circundante.
El nombre no es solo una etiqueta que nos indivi­dualiza, pues para eso también servirían los números de los documentos de identidad o los que tienen o tenían los presos que -como castigo- hasta el nom­bre perdían. El nombre le da "forma" a la persona; puede afirmarse que recién se adquiere la existencia subjetiva verdadera cuando alguien puede identifi­carse a sí mismo por medio de un nombre. Pareciera que existe un cierto y profundo poder místico en los nombres de las personas, en los nom­bres que les damos a las cosas y en el proceso mismo de nombrarlas.
Hacia el siglo X se impuso en Europa la tradición cristiana de poner el nombre a un niño en el momento en que se lo bautizaba; y este era tomado ya sea de la Biblia, ya sea del santoral.
La formación de los apellidos fue fruto de un lento proceso que comenzó justamente en la época mencionada, en la cual sólo existían los nombres y, como mucha gente era homó­nima, había que buscar maneras de diferenciarse, lo que dio origen a los actuales apellidos. Había cuatro formas de hacerlo:
1) Por apodos descriptivos según las característi­cas físicas del individuo. A un pelirrojo, por ejemplo, se le decía Rojo en España; Red, Reid, Reed, Russ o Russell en Inglaterra; en Francia sería Rousseau, Rouse o Larouse; Purpura o Rossi en italiano; en Checoslovaquia lo llamarían Cervenka o Cerveny; los húngaros dicen Voros; los alemanes Roth; los irlan­deses Flynn. Lo mismo sucedió con Negro, Negri, Black, Schwarz, Fekete.
2) Con el patronímico (nombre del padre): "Pe­dro, el hijo de Juan". Juan, por ejemplo, en sus dife­rentes formas nacionales ha producido apellidos co­munes en muchos países. Juárez y Juánez en España; Johnson y Jackson en Inglaterra; Jansen y Hansen en Dinamarca; Jonsson y Johansson en Suecia; Janowicz en Polonia; Ivanov en Rusia y Bulgaria; Jones en Gales; lanson en Escocia; Jánosfi en Hungría; Jantzen en Holanda y MacEoin en Irlanda, todos ellos significando "el hijo de Juan".
3) Según la ocupación u oficio: el Herrero espa­ñol es Smith en Inglaterra, Smed en Dinamarca, Kovács en Hungría, Lefevre y Faure en Francia, Schmidt en Alemania, Ferrare en Italia, Kuznetsov para los rusos y Kowal en Polonia.
4) Por el lugar de residencia: todo pueblo, aldea o ciudad de la Edad Media ha servido como apellido para más de una familia. Además, si se vivía cerca de un monte, un bosque, un lago o cualquier otro accidente geográfico, éste servía para identificar a la persona en cuestión: Río, del Río en España tiene su equivalente sueco en Strom; Potockl en Polonia; Jokí en Finlandia; Kilnk en Holanda, Brooks y Rivera en Inglaterra.
Los apellidos se relacionan con los nombres en cuanto a su orden secuencial al -por ejemplo- pre­sentarse: acostumbramos decir, escribir y firmar pri­mero el nombre y luego el apellido. Pero existen algu­nas excepciones como los chinos, los húngaros y -en cierta medida- los rusos: Mao es el apellido de Tsé-tung; un húngaro siempre dice y escribe primero su apellido (Liszt) y luego su nombre (Ferenc), aunque este célebre compositor sea más conocido por el ger­manizado Franz.