Hace ochocientos años, un viajero veneciano llamado Marco Polo (1254-1324) visitó la China. Allí conoció la ruta de la seda y el papel moneda, descubrió el hormigueo humano de las ciudades más grandes del mundo, supo de la existencia del petróleo y el carbón de piedra y en un momento anunció que había encontrado la salamandra, ese mítico animal medieval que sólo podía vivir en el fuego.
Sin embargo, Marco explicó que la salamandra no era un animal, sino que era un tejido de origen mineral que resistía al fuego. Las prendas confeccionadas con ese material no se lavan, dice Marco, sino que se arrojan a las llamas para blanquearlas. De este modo, el asbesto ingresó en la historia por la puerta grande, como una materia prima deslumbrante, una de las maravillas de Oriente; a punto tal, que el emperador de China le mandó de regalo al Papa una caja de asbesto para guardar la reliquia más preciada de la cristiandad: el Santo Sudario, la sábana que envolvió el cuerpo de Cristo después del descenso de la cruz. Allí estuvo la caja de asbesto durante siglos, y tal vez esté todavía, perdida en alguno de los infinitos corredores vaticanos.
Marco no lo sabía, y tardaríamos siglos en descubrirlo, pero esa salamandra fibrosa se alimenta comiéndose los pulmones de los hombres. Las diminutas astillas de asbesto han provocado innumerables enfermedades y muertes y, sin embargo, todavía continúa entre nosotros. ¿Se debe a la ignorancia o a los intereses creados?
Veamos otro ejemplo: hace casi dos milenios, un arquitecto romano llamado Marco Vitruvio (siglo I a.C.) observó que los trabajadores de las minas de plomo tenían graves enfermedades y morían jóvenes. De allí dedujo que había algo en ese metal que afectaba al organismo humano y recomendó no utilizarlo en los caños que transportaban el agua potable. Pero, el plomo era práctico y barato y los romanos no se dejaron convencer fácilmente. Seguimos utilizándolo durante dieciocho siglos y seguimos bebiendo agua con plomo. En las últimas décadas, mucha gente cambió los caños de su propio departamento, pero no se cambiaron los caños de plomo que entran y salen de los tanques de agua de los edificios.
Ocultas, insidiosas formas de contaminación amenazan a nuestra salud y creemos que nuestra función es hacerlas salir a la luz. En la escena cumbre de la ópera "I pagliacci" de Ruggero Leoncavallo (1857-1919), el payaso se pinta la cara para actuar y llora su triste destino por su mujer infiel. "...Ríe payaso..." cantaba Luciano Pavarotti (1935-2007) mientras se pintaba la cara con un compuesto llamado albayalde, que está basado en pigmentos de plomo. Como sabemos, uno de los efectos del plomo sobre la salud es la impotencia sexual. ¿Acaso la mujer del payaso se fue con otro porque el payaso, intoxicado por el plomo, era incapaz de satisfacerla?.
¿No es tiempo de investigar todas estas agresiones sobre nuestra vida cotidiana y comenzar a actuar? Queremos abrir la discusión sobre la contaminación provocada por materiales de construcción y equipamiento y sus efectos sobre la salud. Algunos de estos efectos ya están suficientemente demostrados: se sabe que las partículas de los asbestos se clavan en los pulmones y allí provocan cáncer. Se sabe que los caños de PVC no sólo llevan agua sino que esa agua arrastra sustancias que dañan a quien la bebe. Cuando se produce un incendio, el PVC genera gases que contienen cianuros. Los adhesivos usados para pegar las maderas aglomeradas, tardan años en secarse del todo; mientras tanto emiten gases que afectan la salud de los usuarios de oficinas y viviendas.
Todo esto se sabe desde hace tiempo. En los países del Norte, hay normativas precisas para proteger a los trabajadores y a la población y hay normas éticas que indican que un profesional no debe enfermar a sus trabajadores ni a sus clientes. En nuestro país, en cambio, dichas normas son difusas o bien inexistentes.