Corre el año 1941 en Pinar del Río, una pequeña ciudad bucólica y tranquila a 160 kilómetros al oeste de La Habana. Todos los días, a las cinco de la tarde, un hombre atlético y atractivo, recién bañado y perfumado, vestido con una guayabera blanca, se pasea con lentitud y placidez. Es Pedro Junco, veintiún años, pelotero, boxeador, músico y compositor en ciernes. Está enfermo de tuberculosis y, además, está enamorado. Cada tarde repite este paseo: entra en una casa solariega en la calle Maceo (la casa de la familia Martínez Malo), saluda y va directamente hasta el piano, en donde, sin prisa, toca su propia música.
A las cinco y media, a pocos metros de distancia de aquélla casa, la campana de la Catedral llama a la misa del Ángelus. Entonces, desde el cercano Colegio Inmaculado Corazón de María, sale una larga hilera de muchachas vestidas de blanco de entre 15 y 20 años. Son alumnas pupilas que viven cada minuto imbuidas de la experiencia religiosa y la candidez propia de aquellos tiempos y de aquel lugar placentero. Una de aquellas muchachas, de unos 19 años, mira hacia el piso. Su nombre es María Victoria Mora y no se atreve a mirar a la vereda de enfrente, a la casa de los Martínez Malo y buscar lo que más ama.
Entonces un niño se le acerca corriendo. Disimuladamente le da una carta susurrándole -un poco tartamudo- apenas unas palabras para regresar corriendo hasta su casa, donde Pedro Junco ha detenido un instante la pieza que interpretaba para atisbar de lejos a su amada. Cuarenta y cinco minutos después, cuando termina el Ángelus, las niñas regresan a su colegio. De nuevo el chico se acerca a la joven. Esta vez recoge una cartita de respuesta y en segundos ya Pedro la tiene en sus manos. La lee desesperadamente para repetir, como cada tarde, la escena de euforia infinita. Entonces se sienta nuevamente al piano, arremete con vigor y canta -con su hermosa voz de barítono- sus propias canciones. El portón del colegio, al frente, se cierra ruidosamente. María Victoria Mora (una bella y rica muchacha sanjuanera de ojos grandes que en una fiesta estudiantil había conocido al compositor), no puede ni escuchar de lejos la música de su amado.
Pedro Junco ya sabía desde los dieciocho años que padecía tuberculosis, incurable por aquél entonces. Había heredado la enfermedad de su padre. Se mantenía muy bien porque su posición económica le permitía alimentarse y cuidarse y, a pesar de haber estado grave varias veces, nunca adelgazó ni se lo vio demacrado. María Victoria Mora era una mujer bellísima y fue su gran pasión. Cada tarde intercambiaban sus cartas de amor por medio de Aldo Martínez Malo, el chiquilín tartamudo que vivía en aquélla casa amplia, cubierta de luz, vegetación y recuerdos, porque la familia de ella se oponía a aquel romance. Todos sabían -por aquello de pueblo chico infierno grande- que Pedro estaba condenado a muerte. Fue así como nació el bolero más popular de todos los tiempos.
“Nosotros” fue compuesta al calor de aquel romance imposible en 1941, pero su autor la guardó. Al año siguiente, el músico cubano Eliseo Grenet (1893-1950) y el mexicano Jorge Negrete (1911-1953), que aún no era tan popular en Cuba como lo fue después, llegaron a la casa de los Martínez Malo buscando a Pedro Junco. En Radio Lavín de La Habana les habían dicho que Pedro tenía hermosas canciones. El les interpretó varias que había ido componiendo en los últimos tiempos: "Quisiera", "Tus ojos", "Soy como soy", "Tu mirar", "Te espero", "Estoy triste", "Mi santuario", "Cuando hablo contigo" y "Yo te lo dije”; dejó para el final "Nosotros". El mexicano se quedó maravillado con ésta canción y quiso llevársela pero Junco se la negó porque quería que la estrenara su cantante favorito -Tony Chirolde- en un festival que en breve se celebraría en el teatro Aída de Pinar del Río. Y así fue. Se convirtió en un éxito arrollador desde la primera interpretación en febrero de 1942.
En 1943 la orquesta Aragón la dio a conocer internacionalmente. En Cuba, numerosos artistas la interpretaron enseguida. En 1944 ya había vendido treinta mil discos, algo insólito para la época. Pedro Junco no pudo besar jamás a su mujer adorada ni disfrutar del éxito arrollador de su canción. Murió en la noche del 25 de abril de 1943. Tenía veintitrés años. Tiempo después, en 1957, mientras los barbudos de Fidel ya peleaban en la sierra, María Victoria Mora, la musa inspiradora, viajó fuera de Cuba y nunca más regresó.
La canción de Pedro Junco es cantada por cientos de cantantes en el mundo, desde José Feliciano (1945) a Sarita Montiel (1928), pasando por Plácido Domingo (1941) y Pedro Vargas (1906-1989). Y, por supuesto, todos los cubanos. Todos. No hay un sólo cantante cubano que la pueda excluir de su repertorio.
Dicen que fue un amor a primera vista y de cuya relación sólo supieron ellos dos. El nombre de ella quedó atesorado durante medio siglo como parte de una leyenda, mito o espejo de esos amores imposibles que andan por los rincones del mundo bajo el anonimato fecundo de un sueño. Sólo la canción devela el idilio: "Atiéndeme /quiero decirte algo /que quizás no esperes / doloroso tal vez. / Escúchame / que aunque me duela el alma / yo necesito hablarte / y así lo haré. / Nosotros / que fuimos tan sinceros / que desde que nos vimos / amándonos estamos. / Nosotros / que del amor hicimos / un sol maravilloso / romance tan divino. / Nosotros / que nos queremos tanto / debemos separarnos / no me preguntes más… / no es falta de cariño / te quiero con el alma / te juro que te adoro / y en nombre de este amor / y por tu bien / te digo: adiós".