Jorge Luis Borges afirmaba que en cada época todos los conocimientos del mundo están apuntalados por cincuenta sabios. Si esto es cierto, muchos de los que sostuvieron la sabiduría del siglo XX han escogido para identificarse a un mismo protagonista: el francés Jean Paul Sastre (1905-1980), torrencial filósofo, novelista, cuentista, dramaturgo, psicólogo, sociólogo, periodista y militante político. Al mismo tiempo, como supo volver sobre sí mismo sus múltiples sondeos de la realidad, Sartre se multiplicó a lo largo de los años en variadas posturas, como un artesano del desgarramiento. Este oficio le costó numerosos combates, no sólo con los dogmáticos de su hora, sino con aquellos habitantes del pasado que la apología o el repudio habían creído fosilizar para siempre.
A esta zona pertenece su polémica con el novelista Gustave Flaubert (1821-1880), iniciada a través de una serie de artículos publicados en “Les Temps Modernes” (revista que el propio filósofo había fundado en 1945) y que, en 1947, se transformaron en libro bajo el título de “Qué es la literatura”. Tras comparar a las bibliotecas con los cementerios y afirmar, para escándalo de los burgueses de Francia, que la literatura más perfecta nada vale al lado de un niño hambriento, Sartre fue categórico: "Ya no hay lugar en este mundo para el libro; abandonado a sí mismo, se esconde y se asfixia, convertido en manchas de tinta sobre papel mohoso". Ya que el tiempo no es forzosamente olvido, a las iras de Sartre no podía escapar Flaubert que, en junio de 1852, enfrascado en su consagratoria “Madame Bovary”, había escrito en una carta a su amigo Máximo Du Camp: "Soy tan sólo un burgués que vive retirado en la campiña, ocupándose de literatura y sin exigir nada de los otros, ni honores ni estima... Yo no busco el puerto sino la alta mar". Mucho menos podía escabullirse el Flaubert que, después de la derrota proletaria de 1871, denunció a los comuneros prófugos, se burló de la democracia y reconocía una sola preocupación: pulir su estilo.
En 1960, cuando Sartre da a luz su “Crítica de la razón dialéctica”, la polémica con Flaubert reaparece una vez más. En esta oportunidad, sin embargo, las iras se transformaron en cautela y la condena en juicio crítico. Sartre, sorprendido él mismo, comienza a desglosar al Flaubert reaccionario y conservador del Flaubert escritor que supo abrir al universo la trama cerradamente urdida por el realismo de Balzac y Stendhal. Evidentemente, quien había cambiado no era Flaubert sino Sartre que, una vez más, se había atrevido a dudar. Quizás porque reconoció en su dureza la misma rigidez que lo llevó a ridiculizar en “La náusea”, su primera novela de 1938, a todos los pequeños burgueses de Francia. Quizás, porque recordó que muchos de esos “cochinos” (como él los llamaba) lo habían acompañado en la resistencia clandestina durante la lucha contra la ocupación nazi, de la que fue prisionero entre 1940-41.
Esta autocrítica ante Flaubert la concretó Sartre a mediados de 1972, cuando editó los dos tomos de “El idiota de la familia”. Como era de esperarse, inmediatamente fue acosado por los críticos que, como siempre, se polarizaron entre la apología y la destrucción. Les contestó: “este es el Flaubert que yo imagino. En este ensayo, necesité de la imaginación a cada instante. Para mí, inteligencia, imaginación y sensibilidad son una sola y misma cosa que podría designar con el nombre de vivencia”. Sartre, el intelectual completo, el ensayista y filósofo comprometido, demostró una vez más que la libertad -como valor metafísico- debe permanecer siempre en el centro de la vida y el pensamiento.