Cuando oímos el apellido Morgan inmediatamente lo relacionamos con el célebre corsario inglés Henry John Morgan (1635-1688), cuyas “aventuras” en los mares caribeños -plagadas de saqueos y actos de piratería al servicio de la corona británica- fueron contadas en innumerables películas que vimos en algún cine de barrio en nuestra infancia. En 1837, casi doscientos años más tarde, el mismo día en que todos los bancos de Nueva York suspendieron los pagos por alguna razón que no ha quedado demasiado clara con el paso del tiempo, nacía un precursor de la piratería moderna que honraría el apellido: John Pierpont Morgan.
De joven estudió en Ginebra y en distintas universidades europeas, destacándose en matemáticas (podía extraer raíces cuadradas de memoria). Se casó y enviudó cuatro meses más tarde. Durante la Guerra de Secesión se negó a participar y cuando se le notificó la obligatoriedad, le pagó a un sustituto para que combatiese en su nombre mientras él compraba armas viejas por 3.50 dólares y se las revendía al ejército a 22 dólares cada una. Durante la misma guerra especuló con el oro y llegó a ganar 160.000 dólares. El hombre de casi dos metros de altura y más de 90 kilos de peso que iba todos los domingos a misa, fraternizaba con los obispos y cantaba himnos religiosos, también fue gigante a la hora de hacer negocios.
En 1895 fundó la casa “J. P. Morgan & Co.” (la que tanto tendría que ver en el futuro con nuestro odioso riesgo país) y luego formó, en secreto, un sindicato para vender el ferrocarril de Nueva York a los ingleses, en el que, de paso, se hizo nombrar director. Como el negocio era fructífero, se dedicó a reorganizar otros ferrocarriles y en cada caso embolsó 2 o 3 millones de dólares. También fue prestamista del Estado y fundó la “U.S. Steel”, primera empresa en el mundo con un capital superior a los 1.000 millones de dólares.
Hacia 1902 se interesó por los teléfonos y cuatro años más tarde ya dominaba la “American Telephone and Telegraph” (AT&T), en la que emitió acciones por 1.000 millones y ganó en poco tiempo 60. Del mismo modo controló otra importantísima empresa: la “General Electric”. Al tiempo que contribuía con la construcción de la catedral de Nueva York, el Madison Square Garden y el Museo Metropolitano, reorganizó -de manera peculiar- el ferrocarril Nueva York-Hartford. Cuando la firma quebró, los jubilados y pensionados que tenían sus ahorros invertidos en ella perdieron hasta la camiseta, por lo que el Congreso se decidió a investigarlo. Como todo castigo, el banquero emigró hacia Europa, en donde moriría en 1913.
Afortunadamente hubo en la historia otros Morgan que legaron a la humanidad mucho más que codicia, falta de escrúpulos y ambiciones desmedidas. Tales son los casos de William Morgan (1545-1604), doctor en teología y primer traductor de la Biblia a la lengua galesa; Augustus Morgan (1806-1871), uno de los padres de la lógica matemática; Lewis Morgan (1818-1881), creador del primer estudio sistemático sobre el parentesco y Thomas Morgan (1866-1945), quien investigó en el campo de la biología sobre la localización de los genes y sus mutaciones.