Que la cultura pretende ser la memoria de la humanidad parece fuera de toda clase de duda. Pero, muy a menudo, la historia de la cultura destila desconsiderados y oscuros olvidos. Sería interesante tratar de escribir la historia de los olvidos de la historia de la cultura y uno de los capítulos dedicados al siglo XX, estaría encabezado por una de sus más evidentes ausencias, la de uno de los grandes poetas y narradores que ha dado Perú: Manuel Scorza Torres.
Nació el 9 de septiembre de 1928 en Lima. Sus padres, humildes emigrantes de las sierras de Cajamarca y Huancavelica, después de haber trabajado un corto período de tiempo en el Manicomio Víctor Larco Herrera donde tenían vivienda, se vieron obligados a dejar la capital peruana en 1934. Se establecieron en Acoria (Huancavelica) y allí permanecieron hasta 1939. Más tarde, la familia pudo volver a Lima y, en 1943, Manuel ingresó en el Colegio Militar Leoncio Prado, donde concluyó sus estudios de secundaria. En 1945 asistió a la Universidad Mayor de San Marcos y comenzó una etapa de febril actividad política. Se inició como poeta del grupo "Poetas del pueblo", del que también formaban parte Luís Carnero Checa, Gustavo Valcárcel, Mario Florián, Guillermo Carnero Hocke y Ricardo Tello. Scorza era adolescente, poeta y también se hizo revolucionario. El castrismo no había nacido todavía. Los comunistas locales eran estalinistas en las formas y conformistas en los hechos. Scorza simpatizó con la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) el partido fundado en 1924 por Víctor Raúl Haya de la Torre y que se había convertido en la gran pasión del Perú contemporáneo: un movimiento que unía indigenismo y antiimperialismo.
En 1948, con veinte años recién cumplidos, inició su exilio. Su deportación fue obra, en cierta medida, del azar: el mismo día en que el APRA era puesto fuera de la ley (el 4 de octubre de 1948) por el presidente José Luís Bustamante, en el diario aprista "La Tribuna" aparecía un poema amoroso firmado por Scorza. A finales de ese mismo mes tuvo lugar el golpe de estado del general Manuel Odría. Se abría así el llamado ochenio odriísta. Durante todo ese tiempo, Manuel Scorza estuvo fuera del país. Al principio, viajando por toda América Latina para, finalmente, recalar en México donde obtuvo tres premios de poesía en un mismo concurso convocado por la Universidad Nacional de ese país. Fueron años duros y amargos. Como él mismo diría en alguna ocasión: "el exilio es una herida extremadamente grave y dolorosa; es casi una condena a muerte". Esos años de rigor y dureza le sirvieron de aprendizaje. Dejaron huellas inextinguibles que pudo transmutar en una poesía de vigorosa expresión y de logrado pulso. Muchos de los versos que integrarían su primer poemario, "Las imprecaciones" (México, 1955), fueron fruto del desconsuelo en que se hallaba inmerso el exiliado.
El poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño lo rememoraba así: "Conocí a Manuel Scorza cuando, desterrado de su patria, alimentaba en la mía sus poderes y sus debilidades. Compañeros fuimos, en la miseria y en el odio. Hermanos de ese sentimiento de náufragos frente al mal, sentimiento que hace envejecer antes de tiempo, que hiere con polvorientas arrugas la piel del alma triste. Ahora, con sólo recordar, comprendo muchos de los significados de sus palabras y de su vida".
En 1951 obtuvo el primer puesto en los Juegos Florales de Poesía convocados en conmemoración del IV Centenario de la Universidad Nacional Autónoma de México, con el poema "Canto a los mineros de Bolivia", una desgarrada poesía de compromiso social en la que la angustia recorre todos y cada uno de sus versos: "Hay que vivir ausente de uno mismo, / hay que envejecer en plena infancia, / hay que llorar de rodillas delante de un cadáver / para comprender qué noche / poblaba el corazón de los mineros".
Los últimos años del exilio fueron particularmente difíciles: el APRA, que en sus orígenes fue un intento de encontrar un pensamiento con originalidad americana, desembocó fatalmente en las tibiezas socialdemócratas. Se alió con el poder que tan duramente lo había atacado, para acabar siendo la base ideológica de la clase media reaccionaria que no se ruborizaba en congeniar con el imperialismo estadounidense. Scorza, que sufría un riguroso exilio al igual que otros deportados, vio como el partido que lo había llevado lejos de su patria renuncia a sus postulados ideológicos. Entonces escribió un artículo cuyo mero título lo decía todo: "Good bye, míster Haya".
Para 1956, la dictadura del general Odría había quedado atrás y Scorza volvió a su país. Ese mismo año, su poemario "Las imprecaciones" obtuvo el Premio Nacional de Poesía del Perú. El período que se abrió ese año con el gobierno de Manuel Prado, las dos sucesivas juntas militares, la de los generales Pérez Godoy (1961-62) y Lindley (1962-63) y el gobierno de Bustamante hasta el golpe militar del general Juan Velasco Alvarado, ya en 1968, constituyeron una etapa de ascenso de las masas populares confrontadas con los efectos de las sucesivas crisis económicas. El país vivía tensos períodos de revueltas y agitación popular, a la vez que el escritor abría una etapa cultural realmente notoria y absolutamente novedosa. El novelista cubano Alejo Carpentier dijo en aquel entonces: "este peruano preocupado por la cultura de su pueblo y de América toda se dio a la tarea un tanto riesgosa pero entusiasta de preparar el Primer Festival del Libro con una selección de volúmenes de autores clásicos americanos. Las quince mil colecciones a la venta en los quioscos situados en distintos lugares de la capital se agotaron en menos de una semana". La experiencia se repitió con idéntico éxito en Colombia, Venezuela y Cuba. Consistía en editar a bajo costo y en poner los volúmenes a la venta evitando intermediarios. Manuel Scorza se había convertido en un editor popular.
Mientras tanto, en 1960, publicó su segundo poemario, un libro de poemas de amor: "Los adioses". En 1961, el tercero: "Desengaños del mago" y en 1962, un poema elegíaco: "Réquiem para un gentil hombre. Elogio y despedida de Fernando Quíspez Asín". Por entonces entró a formar parte del Movimiento Comunal del Perú, un grupo político activo en defensa de los derechos del campesinado indígena. De la mano de este movimiento, siendo su Secretario de Política, tomó parte activa en las revueltas campesinas que se iniciaron con la década de los años sesenta. Allí nació un nuevo Scorza: el investigador, el hombre atento a los hechos sociales. Los campesinos se rebelaban. En los Andes del sur, se formaron ligas agrarias y en los Andes centrales, los campesinos se enfrentaron a una compañía minera norteamericana, la Cerro de Pasco Copper Corporation. En ambos casos, los campesinos invadieron haciendas. La gran novedad fue la asombrosa capacidad que poseían para la organización y la toma de conciencia. Scorza recorrió los Andes centrales observando y participando y, de vuelta en Lima, redactó y publicó los manifiestos de denuncia.
En estos años compuso el "Cantar de Túpac Amaru", un poema épico que nunca llegó a ser publicado íntegramente y del que su autor no quedó totalmente satisfecho: "no estoy seguro de haber logrado dar la auténtica dimensión de Túpac Amaru", dijo.
También éstos son los años de composición de un poemario en el que la angustia y la violencia desatada impregnaron todos y cada uno de sus versos: "El vals de los reptiles". El propio Scorza habló de él en los siguientes términos: "muchos críticos consideran que el más importante de mis libros no es una novela, sino "El vals de los reptiles", que es un libro de una tensión, de una textura de terror tal que después de él ya no vislumbré más que la locura. Yo había llegado al borde de la locura en poesía y tuve que retroceder: la guerra campesina, entonces, me permitió reencontrar la vida a través de la palabra".
Durante estos años de intensa actividad social y política se gestó el ciclo novelesco que lo llevará a la fama internacional: "La guerra silenciosa". Es a partir de la primera de las novelas que lo integran, "Redoble por Rancas", cuando Scorza se convirtió en el novelista de las luchas campesinas del Perú. Cuando se desbarató la revolución campesina, Scorza, junto con otros muchos implicados, tuvo que abandonar el país. Sobre él pesaba una condena a cinco años de cárcel que pudo eludir mediante un nuevo exilio, ésta vez prácticamente definitivo. En 1968 dejo atrás el Perú diciendo: "asistí a las más terribles escenas: prisiones, fusilamientos, masacres, asaltos. La prensa no informaba nada y a los que queríamos denunciar la situación nos reprimían. Yo fui enjuiciado junto a otros participantes, acusado de atacar la seguridad del Estado, con mayúscula. Yo era pasible de cinco años de cárcel, así que decidí salir del país".
París se convirtió en su nuevo destino, en donde se emplea como lector de literatura hispanoamericana en la Ecole Normale Supérieure de Saint Cloud. Llevaba consigo dos manuscritos, un poemario y una novela: "El vals de los reptiles" y "Redoble por Rancas", los que se publicaron en 1970. El primero, en México; el segundo, finalista del Premio Internacional Planeta, en Barcelona.
La publicación de "Redoble por Rancas" le brindó fama editorial y un número de lectores en cantidad excepcional. También posibilitó un hecho sorprendente: reabrir el debate sobre las luchas campesinas de tal forma, que el propio presidente Velasco Alvarado se vio obligado a liberar de la cárcel a uno de los personajes de la novela, el campesino Héctor Chacón, quien fue puesto en libertad después de once años de prisión. Pero no sólo eso: cuando el general Morales Bermúdez, presidente del Perú después de Velasco Alvarado, decidió continuar con la reforma agraria anunciada al país, lo hizo precisamente en Rancas. La segunda de las novelas del ciclo "La guerra silenciosa" es "Historia de Garabombo, el invisible", que se publicó también en Barcelona en 1972.
Al año siguiente, apareció en la revista "Crisis" la que quizá haya de considerarse su última publicación poética: "Lamentando que Hans Magnus Enzensberger no esté en Collobriéres". El poema estaba fechado el 20 de agosto de 1973. La primera reunión de su obra poética llevó como título "Poesía incompleta" y fue editada por la Universidad Nacional Autónoma de México y prologada por el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño. El resto del ciclo "La guerra silenciosa" lo componen "El jinete insomne" (Caracas, 1977), "Cantar de Agapito Robles" (Caracas, 1977) y "La tumba del relámpago" (México, 1979). En ese momento, su producción empezó a ser objeto de estudio y para tal fin, se realizaron congresos en Granada, Sevilla, Valencia y Alicante (España), Lahti (Finlandia) y Bolonia (Italia), en donde se debatió una obra que ya había cobrado relevancia dentro del panorama general de la literatura de América Latina.
Mientras tanto en Perú, bajo el mandato del general Morales Bermúdez, comenzó el proceso electoral para elegir una Asamblea Constituyente con el fin de cerrar doce años de gobiernos militares que naufragaban en medio de las crisis económicas y los conflictos sociales. En las elecciones participó el FOCEP (Frente Obrero Campesino Estudiantil Popular), grupo político en el que militaba ahora Manuel Scorza. Su líder, Jenaro Ledesma, uno de los personajes centrales de la quinta novela del ciclo, "La tumba del relámpago", fue elegido diputado. De esta manera, Perú entró en la nueva década con una nueva Constitución, pero un violento e insospechado trance afectaría al país: el mismo día de 1980 en que fue elegido presidente Fernando Belaúnde Terry, en un pueblo de Ayacucho uno de los partidos maoístas conocido como Partido Comunista del Perú - Sendero Luminoso se responsabilizó de la destrucción de las urnas electorales. Este acontecimiento marcó el inicio de un conflicto que fue extendiéndose a todos los departamentos del país.
En febrero de 1983 apareció, publicada en Barcelona, la que sería su sexta y última novela, "La danza inmóvil". El ciclo épico "La guerra silenciosa" ya había quedado atrás. Esta novela representó una vía de experimentación en los ámbitos técnicos de la narrativa. Su lectura proponía una fascinante aventura en la que los recursos narrativos son llevados a límites insospechados. El 24 de septiembre de ese año le escribió a Ramón Serrano Balasch, su agente literario en España: "tú sabes bien que ningún libro nace de la inteligencia sino del corazón, si existen inteligencia y corazón. Y no somos sino palabras escritas por el dedo de alguien en un muro invisible". Para finales de noviembre tenía previsto asistir al Encuentro Cultural Hispanoamericano que tendría lugar en Bogotá, organizado por la Academia Colombiana de la Lengua. En la madrugada del lunes 28, a la una y cinco minutos, a unos ocho kilómetros del aeropuerto de Barajas, el Jumbo 747-283B de la compañía colombiana Avianca, quizá en el inicio de la maniobra de aterrizaje, capota, cae y se incendia inmediatamente después de su impacto con el piso, para arrastrarse a lo largo de ochocientos metros. Los restos del avión se esparcieron en una zona conocida con el nombre de Balcón de Mejorada. Ciento cincuenta y seis pasajeros y veinticinco empleados de la compañía murieron en el accidente; tan sólo hubo, milagrosamente, dos supervivientes.
El encuentro de Bogotá quedó convertido en un luctuoso homenaje a las figuras de la cultura que tan trágicamente murieron en el accidente: la novelista y crítica de arte argentina Marta Traba (1930); su marido, el intelectual uruguayo Angel Rama (1926); el novelista mexicano Jorge Ibargüengoitia (1928); la pianista catalana Rosa Sabater (1929). También Manuel Scorza que, por alguna rara ironía, muere un 28 de noviembre, el mismo día que, en el distante año de 1969, José María Arguedas (célebre escritor, etnólogo y antropólogo peruano) se disparaba dos balas en su despacho de la Universidad Agraria. Sus restos mortales llegaron a Lima el 5 de diciembre y fueron recibidos por sus familiares, representantes del Gobierno, parlamentarios, militantes del FOCEP y también, por grupos de campesinos de Yanahuanca, de Huancavelica y de Cerro de Pasco. El día anterior, el 4 de diciembre, el periódico madrileño "El País" iniciaba la publicación póstuma de los últimos artículos de Manuel Scorza con "Fe de erratas". El día 6, esta vez en el barcelonés "La Vanguardia", aparecía "El Cervantes que nunca conocí" y, finalmente, de nuevo en "El País", el 22 de diciembre, "¿Orwell tiene razón?".
Manuel Scorza Torres murió a los cincuenticinco años de edad. Dejó, cuando menos, una novela inacabada y una vasta colección de artículos periodísticos. Dejó también una rica obra poética que lo coloca en un lugar significativo entre los poetas peruanos de la generación de los cincuenta y, sobre todo, los cinco tomos de "La guerra silenciosa", un gran mural narrativo que va mucho más allá de ser una mera reconstrucción histórica de las reivindicaciones de las poblaciones campesinas y mineras de los Andes centrales. Esta serie de novelas, traducida a más de cuarenta idiomas, se ha constituido en una de las más difundidas y reconocidas de la literatura peruana del siglo XX.
Como poeta perteneció a la generación brillante en la que se destacaron Eielson, Sologuren, Delgado, Varela, Ribeyro y Vargas Llosa. La poesía de Scorza, de verso desenfadado, recogió las enseñanzas de Pablo Neruda y tocó los temas universales del amor a la mujer, el amor a la justicia y el amor a la libertad. Como novelista puede considerársele como uno de los escritores que escogió el realismo mágico, esa mezcla de lo verosímil con lo aparentemente inverosímil, como la característica de ser invisible que le atribuyó a uno de sus inolvidables personajes, Garobombo. El hecho de haber participado en las luchas campesinas lo transformó de novelista en testigo, sosteniendo que el indígena, al haber sido expulsado por la conquista, se transformó en un mito y en él se refugió para sobrevivir al avasallamiento del que fue objeto. Dentro de ese mito lograron conservar su ser, pero quedaron fuera de la realidad histórica y ésa es su tragedia. Enrolado en el posmodernismo, Scorza abogó por un revisionismo crítico de los fracasos de la izquierda y la derecha globalizadora. Esta doble lectura de su obra le valió más el reconocimiento internacional que el peruano. Un destino que, paradójicamente, lo acercó a la vivencia del indígena que fue cruelmente llevado a sentirse extranjero en su propia tierra.