El que alguna vez fuera el agente 59200 del Servicio Secreto Británico en los tenebrosos días de la Segunda Guerra Mundial murió el 3 de abril de 1991 en Vevey, Suiza. Henry Graham Greene, nuestro hombre en La Habana, en Panamá, en Paraguay, en Niza, en Londres, en Suiza, abandonó el ajetreo y las angustias de vivir entre nosotros y, con una sonrisa sardónica, ascendió al Olimpo. Bien incómodo debe sentirse. Sin duda la inmortalidad le será infinitamente aburrida y desesperante a quien un día puso el cañón de un revolver en su sien para jugar a la ruleta rusa, porque no soportaba el hastío. Por fortuna, el dios del azar se mostró benévolo con él y con nosotros, sus lectores, impidiendo de paso que otros lo emulasen, pues con sus “entretenimientos”, como él modestamente describió sus obras de suspenso, no sólo hizo desaparecer el hastío en los demás, sino que los hizo reflexionar también, lo cual no es el común denominador de las novelas de espionaje ni policíacas.
No es fortuito que el ámbito clandestino constituya una importante vertiente de la literatura de Greene, y comprender que su talento narrativo se adaptaba perfectamente a esta temática no lo explica todo. Para él, el turbio mundo del espionaje poseía un fuerte valor expresivo palpable en el vínculo sentimental que lo unía a él, pero también hay que tener en cuenta sus motivaciones personales que se retrotraen a su -como él mismo describiera- desdichada adolescencia.
En su ciudad natal de Berkhamsted, en donde había nacido el 2 de octubre de 1904, leía libros de aventuras y, a los siete años, su mayor ambición era remontarse por los cielos en un avión. Era el cuarto de los seis hijos de Charles Henry Greene y Marion Raymond. A los trece años entró como un pupilo en el colegio Berkhamsted School, del cual su padre era director. Como la familia vivía en una casa en el mismo colegio, la rigurosidad de las reglas educativas le resultó doblemente onerosa, a lo cual se añadió una situación desconcertante que no le fue fácil de enfrentar: como alumno se identificaba con el resto de los estudiantes, pero como hijo del director debía respetar la autoridad. Mucho se refirió -años más tarde- a esta disyuntiva, al dolor que le causaba estar sometido a una "lealtad dividida".
Maltratado y profundamente infeliz en el internado, recordaría para siempre estas experiencias, las que marcarían al futuro escritor y su modo de hacer literatura. Muchos de sus personajes están sujetos a una angustiosa dualidad en cuanto a quién o a qué deben su lealtad, y -sin duda- el caso extremo de tal situación la sufre el agente doble, que profesional y espiritualmente se encuentra en el punto de máxima tensión de la cuerda: un conflicto agudamente presentado en “El factor humano”, una de las novelas de espionaje más lúcidas e inquietantes jamás escritas, calificada con toda justeza por Gabriel García Márquez como obra maestra.
Quizás lo incisivo de esta pugna también hiciera que el joven Graham fuera bastante crítico sobre quién debería ser el depositario de su lealtad y si ésta debería ser entregada a perpetuidad o "en calidad de préstamo" mientras esa persona o causa no se desvirtuara. La segunda opción forjó a un rebelde con cierto gusto por la anarquía, que ni siquiera la longevidad pudo domesticar.
Es probable que también influyera la fascinación que siempre sintió por el carácter paradójico que manifiesta la vida, lo cual fue un acicate para su naturaleza inquieta e inquisitiva. Tenía predilección por un poema de Robert Browning que resume una actitud existencial: "Nuestro interés está en el borde peligroso de las cosas / el ladrón honrado, el asesino tierno / el ateo supersticioso...". Este deseo compulsivo de abandonar la seguridad del suelo para asumir el excitante riesgo de la cuerda floja estuvo matizado por la frivolidad del que contempla la vida como un juego peligroso, pero también formaba parte de él un serio empeño intelectual y humano en el cual las creencias y convicciones más profundas del escritor, su anhelo por el triunfo de la justicia en situaciones concretas sin justificaciones teóricas o partidarias y su afán de calar en las divergentes facetas de la realidad, a menudo chocaban violentamente entre sí y provocaban en su obra literaria, que refleja estas experiencias, un resultado complejo y contradictorio, como suele ser la vida misma. A veces esta necesidad de correr riesgos para evitar una rutina paralizante y el hastío que podía degenerar en crisis depresivas que lo llevaron a sicoanalizarse, también lo condujeron a escalofriantes banalidades, como la de jugar a la ruleta rusa en sus años mozos. Incluso repitió este morboso juego mientras cursaba estudios en la Universidad de Oxford.
Estas “inyecciones de adrenalina" -como él las definía- tomaron un rumbo más constructivo después, cuando combinó el periodismo con actividades secretas. Para 1923, dirigía la revista estudiantil “Oxford Outlook”, en la cual publicó mayormente críticas de cine, una labor que siempre realizó con celo profesional. Sin embargo, no siempre sus escritos fueron tan inofensivos. Ese año, Graham Greene fue a Renania para hacer una nota sobre supuestas acciones separatistas que Francia estaba apoyando en aquella región alemana. Para facilitar su trabajo había visitado la embajada alemana en Londres en donde le ofrecieron contactos útiles allí. Greene se entrevistó con diversas personas y palpó la atmósfera del lugar bajo su apariencia de simple estudiante en vacaciones. Al parecer, el artículo complació a la parte alemana. En aquella época el país derrotado era la víctima de las potencias vencedoras en la Primera Guerra Mundial y Greene siempre manifestó una fuerte tendencia a identificarse con la víctima. "Debemos defender también a nuestros enemigos de la injusticia" solía decir.
En esa misma época, Graham Greene, simpatizante de la Revolución de Octubre, en un acto que tuvo más de travesura estudiantil que de concientización política, se hizo miembro del Partido Comunista británico, que tenía un núcleo en la Universidad de Oxford. En realidad, la intención de Greene era conseguir viajar al país de los soviets, algo que no lograría hasta mucho tiempo después. La aventura apenas duró unos meses, pues los rigores y exigencias de una militancia política no se avenían a su personalidad, pero este acto tuvo repercusiones para el escritor, entre otras, granjearse la posterior animadversión del gobierno norteamericano, que le negó la entrada a los Estados Unidos durante muchos años, disposición a la cual contribuyó su consecuente actitud antiimperialista.
Después de su graduación, Graham Greene trabajó de redactor en el “Times”, pero su irrefrenable curiosidad lo impulsó a acometer riesgosas empresas que rendirían frutos literarios: viajes a regiones poco conocidas de África (“Viaje sin mapas”, 1936) y al México sumergido en un estado de efervescencia social (“Caminos sin ley”, 1939, y “El poder y la gloria”, 1940).
Es notorio el vínculo que tuvo el escritor con Vietnam desde la época en que los colonialistas franceses intentaban mantener su dominio sobre este país después de la Segunda Guerra Mundial. Greene no vaciló en visitar peligrosos lugares donde se sostenían combates y en una oportunidad se vio atrapado entre paracaidistas franceses y combatientes vietnamitas. No fue éste el único riesgo al cual se vio sometido: en una ocasión, un general francés -quizás influido por la reputación del escritor- lo acusó de ser un espía. Así, obtuvo información de primera mano; incluso logró entrevistarse con Ho Chi Minh. Testigo del período inicial de la intervención norteamericana y feroz crítico de la agresión imperialista en todas sus etapas, escogió esta primera fase para ambientar su novela “El americano impasible” (1955), una obra política que posee todo el impacto de un “thriller” y el rigor psicológico que siempre ha caracterizado sus mejores producciones.
También el escritor conoció la tétrica realidad del régimen de Francois Duvalier. En 1963 fue a Haití, país que ya había visitado muchas veces, para escribir un reportaje para el “Sunday Telegraph”. Tanto en esa oportunidad como en otras fustigó el sangriento régimen y no fue remiso en condenar el apoyo que los Estados Unidos daban a su protegido. Pero no menos incisiva fue su novela “Los comediantes” (1966), que asimilaba creativamente esas experiencias y que provocó la ira del dictador haitiano, quien hizo que un periodista alcahuete escribiera un artículo contra el autor, en el cual se le tildaba de "perverso", "desequilibrado" y "sadista".
No pasó mucho tiempo antes de que Graham Greene irritara a otro dictador, esta vez a Alfredo Stroessner. En 1969, fue a Paraguay, también como enviado especial del mismo diario. Pese a sus antecedentes, la recepción oficial fue cálida hasta que empezó a hacer de las suyas; por ejemplo, disipando las trilladas tergiversaciones sobre Cuba (la cual había visitado hacía dos años entrevistándose con Fidel Castro) al hablarles con franqueza a unos estudiantes que asistían a una conferencia suya. Graham Greene había estado en Cuba antes de la Revolución y entonces había colaborado en un esfuerzo para llevar ropa a la Sierra Maestra. Además, a través de un amigo, un diputado laborista, contribuyó a que se denunciara todo intento de ayuda británica a Fulgencio Batista; de modo parecido, en 1980 se opondría a la venta de armas al Chile del general Pinochet por parte del gobierno de Margaret Thatcher.
De sus vivencias paraguayas surgió otra notable novela: “El cónsul honorario” (1973). Aunque también podría considerarse una obra política -es la historia de unos revolucionarios paraguayos que secuestran por error a un funcionario británico de poca monta-, el verdadero eje del relato gira en torno a los problemas y motivaciones de los protagonistas: el doctor Eduardo Plarr (amigo de Charley Fortnum, el cónsul honorario que contribuye involuntariamente a su secuestro y después corre un riesgo mortal para liberarlo), Charley Fortnum, (la víctima, un sexagenario que intenta revalorizar su vida a través del amor que deposita en su joven esposa, una ex prostituta) y León (el guerrillero y antiguo sacerdote, quien sigue conservando su fe y la proyecta angustiosamente sobre su convicción revolucionaria). En medio de tragicómicos conflictos humanos, el tétrico Paraguay de Stroessner se convierte en el trasfondo de la novela.
Todas estas circunstancias esbozan una semblanza del escritor, pero hay que reconocer que el cuadro es incompleto. Sus simpatías claramente estaban a la izquierda, pero nunca subordinó su sentido de justicia a principios abstractos. Condenó enérgicamente la invasión a Checoslovaquia por las fuerzas del Pacto de Varsovia e incluso se trasladó a Praga en el mismo año de su visita a Paraguay y allí pronunció un discurso contra ese hecho. Condenó a los Estados Unidos por el derrocamiento de Salvador Allende, de quien era amigo, pero también se mostró indignado con la Unión Soviética por la destitución de Alexander Dubcek, el líder socialista impulsor de la “Primavera de Praga”. Graham Greene nunca consideró que su adhesión a una causa justa entrañara el compromiso de soslayar aquellos aspectos que, en su opinión, fueran censurables.
Sus novelas siempre presentaron personajes que luchaban por su liberación o su afirmación. La problemática católica -el autor se había convertido al catolicismo en su juventud- no afectó ni entorpeció el curso ágil de sus tramas argumentales, ni convirtió la acción de los personajes en una lección moral. Su propia vida le sirvió de guía: a finales de 1946, con Europa todavía humeando, siendo ya famoso, conoció a Catherine Walston, una norteamericana de 30 años, casada con el multimillonario terrateniente laborista judío inglés Harry Walston. Ella era una especie de Lauren Bacall, madre de cinco hijos, frívola, atractiva, que solía ir descalza con el whisky en la mano por los salones de su mansión. Greene quedó enloquecido por esta mujer con una pasión que duró trece años y en quien conjugó la emoción del adulterio con el placer del remordimiento, un privilegio espiritual que consistía en alcanzar el cielo a través del camino de la perdición. Se separaron en 1960 porque ella se había enamorado de otro y lo abandonó. Cuando Graham Greene ya era un viejo sonrosado, de ojos azules acuosos y sonrisa bondadosa, sentado en un sillón de mimbre junto a una botella de JB en la terraza de su pequeño apartamento, que daba al puerto de Antibes, en la Costa Azul, aún iba a misa todos los domingos con su traje bien planchado, con las piernas largas, ligeramente encorvado y del brazo de su amante Yvonne Cloetta, con la que convivió los últimos treinta años de su vida. Como buen católico, se excitaba en los prostíbulos más espesos. A uno de ellos, en París, llevó a su nueva amante Yvonne. La dejó en la barra frente a una copa y él se adentró en el laberinto abrazado a una prostituta. Su amante era una mujer casada a la que había rescatado de un marido ejecutivo en la selva de Camerún, una francesa ordenada, con cada pasión en su sitio, pero después de aquella aventura comenzó a pensar que el alma de su amante era más oscura de lo que aparentaba su diseño de apacible burgués.
A Graham Greene nunca le abandonó la aureola de haber sido espía al servicio de la Corona durante la II Guerra Mundial. Este oficio llenó de fascinación la imagen del escritor. Pese a que él procedía de Oxford, fue captado para el servicio secreto por Kim Philby, un tipo simpático que dirigía un grupo de espías turbios y sofisticados de Cambridge. Greene fue destinado a Sierra Leona y de esa misión extrajo, como siempre, una novela, “El revés de la trama” (1948). Cuando Kim Philby, agente doble, al ser descubierto, se pasó al bando de los soviéticos su amigo lo convirtió en el personaje de “El factor humano” (1978).
La mayor parte de sus novelas fueron llevadas al cine, pero sólo dos,”El tercer hombre” y “El americano impasible”, consiguieron éxito, sobre todo la primera, debido a la adaptación cinematográfica de Carol Reed -con guión del propio Greene-, donde Orson Welles interpretó magistralmente a Harry Lime, una de las grandes creaciones del escritor.
Durante el último año de su vida, Greene vivió en Vevey, frente al lagoLeman en Suiza, adonde se había retirado para estar cerca de una de sus hijas. Cuando murió a la edad de 86 años, fue enterrado en un cementerio cerca de Corsier-sur-Vevey. El funeral bien pudo haber sido una secuencia de cualquiera de sus novelas: en un lado de la iglesia estaba Vivien, su primera mujer, de 86 años, de la que nunca se había divorciado; en el otro estaba Yvonne, de 60 años, su última amante, que tampoco se había separado de su marido. En medio estaba Graham Greene dentro del féretro, ante las puertas del templo que daban -a la vez- al cielo y al infierno.