En el momento de mayor esplendor del movimiento estructuralista en Francia -al promediar la década de 1960-, el sociólogo Michel Foucault (1926-1984) apareció como una de las cabezas intelectuales y filosóficas de esa tendencia. Libros como "Les mots et les choses" (Las palabras y las cosas), "L'archéologie du savoir" (La arqueología del saber) y "L'ordre du discours" (El orden del discurso) certificaron tal preeminencia. Paralelamente, sobresalió como un heterodoxo historiador de la medicina en obras como "Maladie mentale et personnalité" (Enfermedad mental y personalidad), "Naissance de la clinique" (El nacimiento de la clínica) e "Histoire de la folie á l'áge classique" (Historia de la locura en la edad clásica). En 1973 y 1974 dictó un seminario sobre la evolución carcelaria, y un año después prolongó sus estudios en ese terreno con la publicación de "Surveiller et punir" (Vigilar y castigar). En el diálogo que se incluye a continuación, Foucault abordó junto al periodista, ensayista y prestigioso articulista de "Le Nouvel Observateur", el polaco Kewes S. Karol (1924), el tema de los sistemas carcelarios en los países socialistas, que incluye reflexiones acerca de las similitudes y las diferencias con la historia represiva del Occidente capitalista. La nota apareció en el citado semanario francés el 22 de febrero de 1976.
K.S.K.: Puestos de guardia, alambradas, perros de policía, prisioneros transportados en camiones, como animales: estas imágenes, lamentablemente clásicas, del universo concentracionario, han sido recuperadas por los teleespectadores franceses hace un mes, en el primer documento filmado que llega a Occidente acerca de un campo de detención en la Unión Soviética. Primero, los soviéticos han discutido la autenticidad del documento. Luego, han reconocido la existencia de este campo pero han afirmado, para justificarla, que sólo se internaban allí a los detenidos por delitos comunes. Y hay que decir que mucha gente, en Francia, pensó: "Bueno, si sólo se trata de delincuentes comunes...". ¿Qué piensa usted de esas imágenes y reacciones?
M.F.: En primer término, los soviéticos han dicho algo que me impresionó mucho: "No hay nada de escandaloso en cuanto al campo; la prueba está en que se encuentra en el medio de una ciudad, todo el mundo puede verlo". Como si el hecho de que un campo de concentración esté instalado en una gran ciudad -en el caso, Riga-, sin que haga falta disimularlo, como a veces lo hicieron los alemanes, fuera una excusa. Como si este impudor de no ocultar lo que se hace allí donde se hace autorizara a reclamar un silencio general y a imponerlo a los demás. Esto es el cinismo funcionando como censura; es el razonamiento de Cyrano: puesto que mi nariz es enorme pero está en el medio de mi cara, no tenéis derecho a hablar de ella. Como si no se reconociera, en esta presencia del campo en una ciudad, el blasón de un poder que se ejerce sin vergüenza, como ocurre entre nosotros con las prisiones, los juzgados y las comisarías. Para saber si estos detenidos son "políticos", la instalación del campo, en este lugar tan visible, y el terror que se desprende de él, son, en sí mismos, políticos. Las alambradas que prolongan las paredes de las casas, los haces de luz que se entrecruzan a través de ellas, y el paso de los centinelas en medio de la noche, todo esto es político. Y es toda una política. La segunda cosa que me impresionó es el argumento que usted cita: "De todas maneras, se trata de delincuentes comunes". Por su parte, el viceministro soviético de Justicia ha precisado que en la Unión Soviética ni siquiera existe la noción de preso político. Sólo son condenables aquellos que tratan de debilitar el régimen social y el Estado por medio de la alta traición, el espionaje, el terrorismo, las noticias falsas, la propaganda calumniosa. En suma: da al delito común la definición que en todas partes se aplica al delito político. Es, a un tiempo, lógico y extraño. En efecto, en el régimen soviético -si se trata de una "dictadura del proletariado" o del "Estado de todo el pueblo", esto es cuestión de Marcháis- la distinción entre "delito político" y "delito común" debe borrarse, es verdad. Pero en provecho de lo político, al menos en mi opinión. Todo atentado a la legalidad, un robo, la menor de las estafas, atacan no sólo el interés privado, sino la sociedad en su conjunto, la propiedad del pueblo, la producción socialista, el cuerpo político. Entendería a los soviéticos si dijeran: "Ya no hay entre nosotros ni un sólo prisionero común, porque ya no hay delitos que no sean políticos". Al ministro soviético hay que contestarle, por principio: "Usted miente: usted sabe que tiene presos políticos". Y, enseguida, agregar: "¿Cómo es posible que, después de sesenta años de socialismo, todavía existan penas de derecho común?". Sólo elaborar políticamente la penalidad implicaría suprimir la desconsideración que se ha hecho caer sobre los presos comunes y que es uno de los factores de adhesión general al sistema penal. Y, sobre todo, ello implicaría que la reacción ante el delito fuera tan política como la calificación que se le diera. Pero, en los hechos, los puestos de guardia, los perros, las enormes barracas grises sólo son "políticas" porque figuran, eternamente, entre las armaduras de Hitler y de Stalin, y porque les sirvieron para desembarazarse de sus enemigos. Por lo tanto, como técnicas de castigo (encierro, privaciones, trabajos forzados, violencias, humillaciones) se aproximan al viejo aparato penitenciario inventado en el siglo XVIII. La Unión Soviética castiga conforme al método del orden "burgués", quiero decir del orden de hace dos siglos. Y, lejos de transformarlo, ha seguido su pendiente más pronunciada; lo ha agravado y llevado a lo peor. Lo que impresionó a los teleespectadores, la otra noche, es que creyeron ver pasar, bajo las bóvedas, entre perros y ametralladoras, en medio de los pobres fantasmas resucitados de Dachau, la cadena inmemorial de los galeotes: el espectáculo sin fecha ni lugar por medio del cual, desde hace dos siglos, el poder elabora el terror.
K.S.K.: Pero la explicación de estas paradojas, ¿no reside acaso en el hecho de que la Unión Soviética pretende ser socialista sin serlo, en realidad, para nada? De ello se sigue, necesariamente, la hipocresía de los dirigentes soviéticos y la incoherencia de sus justificaciones oficiales. Desde hace algún tiempo, se ha vuelto evidente, me parece, que si esta sociedad no encuentra el medio de autocorrección esbozado por el XX Congreso del PCUS, es que sus taras son estructurales, residen en su modo de producción y no solamente en el nivel de una dirección política más o menos burocrática.
M.F.: Sin duda es verdad que los soviéticos han modificado el régimen de la propiedad y el rol del Estado en el control de la producción. Por otro lado, en todo lo demás, han transferido a Rusia todas las técnicas de gestión y de poder puestas a punto por la Europa capitalista del siglo XIX. Los tipos de moralidad, las formas estéticas, los métodos disciplinarios, todo lo que funcionaba efectivamente en la sociedad burguesa de 1850 pasó en bloque al régimen soviético. Pienso que el sistema carcelario fue inventado, como sistema penal generalizado, en el curso del siglo XVIII y puesto en práctica en el siglo XIX, en relación con el desarrollo de las sociedades capitalistas y del Estado correspondiente a dichas sociedades. La prisión no es, por otra parte, más que una de las técnicas de poder necesarias para asegurar el desarrollo y el control de las fuerzas productivas. La disciplina de taller, la disciplina escolar, la disciplina militar, todas las disciplinas de existencia general han sido invenciones técnicas de esta época. Por su parte, toda técnica puede ser transformada. Y así como los soviéticos han utilizado el taylorismo y otros métodos de gestión probados en Occidente, han adoptado nuestras técnicas disciplinarias, adjuntando al arsenal que habíamos puesto a punto un arma nueva: la disciplina de partido.
K.S.K.: Me parece que los ciudadanos soviéticos, están aún peor que los occidentales en cuanto a poder comprender la significación política de todos estos mecanismos. La prueba de esto la veo en la gran prevención y los muchos prejuicios que tienen, lamentablemente, los opositores al régimen ante los presos comunes. La descripción que hace Solzhenitsin de los presos "comunes" da escalofríos. Los muestra como subhombres que ni siquiera pueden expresarse en algún idioma, y lo menos que puede decirse es que no expresa por ellos la menor compasión.
M.F.: Es cierto que la hostilidad manifestada a los presos "comunes" por los que se consideran, en la Unión Soviética, como presos políticos, puede parecer chocante a los que piensen que en la base de la delincuencia hay miseria, revuelta, rechazo de la explotación y de la servidumbre. Pero hay que ver las cosas en su relatividad táctica. Hay que tener en cuenta que la población de presos "comunes", tanto en la Unión Soviética, como en Francia, como en todas partes, está fuertemente controlada, penetrada, manipulada por el mismo poder. Los "revoltosos" son minoritarios y los "sumisos" mayoritarios, tanto entre los delincuentes como entre los no delincuentes. ¿Usted cree que se habría mantenido tanto tiempo un sistema de castigo que tiene por efecto principal la reincidencia, conservando las prisiones, si la delincuencia no "sirviera" de una manera o de otra? Desde temprano se advirtió, en pleno siglo XIX, que la prisión, durante la mayor parte del tiempo, hacía del condenado un delincuente vitalicio. ¿Usted cree que no se habrían encontrado otros medios de castigar si, precisamente, esta profesionalización del delincuente no hubiese permitido constituir un "ejército de reserva del poder" (para asegurar diversos tráficos, como la prostitución; para proveer soplones, hombres de confianza, rompehuelgas, saboteadores de sindicatos y, más recientemente, guardaespaldas para candidatos electorales, aun de nivel presidencial)? Resumiendo: hay un viejo pleito entre los delincuentes comunes y los presos políticos. Tanto que la táctica de todos los poderes ha sido siempre querer confundirlos en una misma criminalidad "egoísta", interesada y salvaje. No digo que los delincuentes comunes sean en Rusia los fieles servidores del poder. Pero me pregunto si no es necesario para los políticos, en las condiciones difíciles en que deben luchar, desentenderse de esta masa, mostrar que su combate no es el de los "ladrones y los asesinos" con los cuales querrías asimilárselos. Pero quizá no sea más que una posición táctica. En todo caso, me parece difícil condenar la actitud de los disidentes soviéticos que toman precauciones para no ser confundidos con los presos comunes. Pienso que muchos resistentes, cuando eran detenidos darante la ocupación se preocupaban -por razones políticas- en no ser confundidos con traficantes del mercado negro, cuya suerte, por otra parte, era menos terrible. Si me preguntan lo mismo con respecto a la actualidad en Francia, mi respuesta será diferente. Me parece que habría que hacer aparecer la gran degradación de los ilegalismos: desde el diputado gaullista, a veces objeto de honores, siempre tolerado, negociante inmobiliario, traficante de drogas o de armas, que se sirve de la ley, hasta el otro, perseguido y penado, el pequeño ladrón que rechaza la ley, la ignora o es trampeado por ella. Habría que mostrar cuál es la división que la máquina penal introduce entre ambos. La diferencia, aquí importante, entre delincuentes comunes y políticos, no es la real, la que hay entre los usadores de la ley que practican ilegalismos aprovechables y tolerados, y los ilegalismos rudimentarios que el aparato penal utiliza para fabricar permanentes delincuentes.
K.S.K.: Pero, por otra parte, existe, en la Unión Soviética como entre nosotros, una profunda ruptura entre los medios populares y los delincuentes comunes. Recientemente, en la televisión italiana, he visto una emisión cuya secuencia final mostraba un cementerio en el patio de una prisión. En él están enterrados, sin sepultura digna de tal nombre, los que han muerto durante la pena. Las familias no van a buscar sus restos, sin duda porque el transporte cuesta demasiado caro pero, sobre todo, porque sienten vergüenza. Estas imágenes se me aparecieron cargadas de un profundo simbolismo social.
M.F.: La ruptura entre los delincuentes y la opinión pública tiene el mismo origen histórico que el sistema carcelario. O, más bien, es uno de los beneficios importantes que el poder ha retirado del sistema. En efecto, hasta el siglo XVIII -y, en ciertas regiones de Europa, hasta el siglo XIX y hasta comienzos del siglo XX- no había, entre los delincuentes y las capas profundas de la población, la relación de hostilidad que existe hoy. El corte entre ricos y pobres era tan profundo, la hostilidad entre ellos tan grande, que el ladrón -ese expropiador de riqueza- era, entre las clases más pobres, un personaje bastante bien recibido. Hasta el siglo XVII se podía hacer fácilmente un personaje heroico con un bandido o un ladrón. Muchos de ellos han dejado en la mitología popular una imagen que, a través de muchas sombras, era muy positiva. Lo mismo ocurrió con los bandidos corsos y sicilianos los ladrones napolitanos. Entonces este ilegalismo tolerado por el pueblo ha terminado por aparecer como un peligro serio cuando el robo cotidiano, el merodeo, la pequeña estafa se transformaron en demasiado costosos en el trabajo industrial o en la vida urbana. Entonces una nueva disciplina económica fue impuesta a todas las clases de la sociedad (honestidad, exactitud, ahorro, respeto absoluto a la propiedad). Por una parte, se hizo necesario proteger más eficazmente la riqueza, y por otra, hacer de manera que el pueblo adoptase ante el ilegalismo una actitud francamente negativa. Es así que el poder hizo nacer -y la prisión colaboró mucho con él en este sentido- un núcleo de delincuentes sin comunicación real con las capas profundas de la sociedad, mal tolerado por ella, el cual por el hecho mismo de su aislamiento fuera fácilmente penetrable por la policía, y en el que ésta pudiera desenvolver esta ideología del "miedo" que se fue formando durante el siglo XIX. No hay que asombrarse entonces de encontrar hoy en la población una desconfianza, un desprecio, un odio hacia el delincuente: es el resultado de ciento cincuenta años de trabajo político policial ideológico. No hay que sorprenderse tampoco de que el mismo fenómeno se manifieste en la Unión Soviética de hoy.
K.S.K.: Un mes después de haber sido pasado por televisión el documental sobre el campo de Riga, la liberación del matemático Leonid Pliutch puso en el primer plano de la actualidad otro aspecto, lamentablemente conocido desde hace tiempo, de la represión en la Unión Soviética: la internación de los opositores en establecimientos siquiátricos.
M.F.: La internación de un opositor en un asilo es singularmente paradójica en un país que se dice socialista. Si se trata de un asesino o de un violador de chicas, buscar los motivos del delito en la patología del autor y tratar de curarlo por medio de un tratamiento apropiado podría quizá justificarse. No sería en todo caso ilógico. Por el contrario, el opositor político (quiero decir el que no admite el sistema, no lo entiende, lo rechaza) es entre todos los ciudadanos de la Unión Soviética aquel que en ningún caso debería ser considerado como un enfermo; debería ser objeto de un trato puramente político destinado a abrirle los ojos, a elevar su nivel de conciencia, a hacerle comprender en qué la realidad soviética es inteligible y necesaria deseable y amable. Pero resulta que los opositores políticos son objeto de un tratamiento terapéutico que no se aplica a los demás. ¿No es reconocer de entrada que no es posible en términos racionales convencer a alguien de que su oposición es infudada? ¿No es admitir que el único modo de volver aceptable la realidad soviética a aquellos que no la quieren, es intervenir autoritariamente con técnicas farmacéuticas sobre sus hormonas y sus neuronas? Hay aquí una paradoja muy reveladora: la realidad soviética sólo es amable vista con una dosis de sedantes. ¿Hace falta que sea inquietante para que los tranquilizantes sean necesarios cuando se la quiere hacer aceptar? ¿Han renunciado los dirigentes del régimen a la racionalidad de su revolución cuidando sólo mantener los mecanismos de docilidad? Es esta renuncia a todo lo que implica el proyecto socialista lo que revela al fin de cuentas la técnica punitiva empleada en la Unión Soviética.
K.S.K.: De todas maneras, allí hubo una evolución. El carácter represivo del sistema se atenuó mucho. En tiempos de Stalin, todo el mundo temblaba. Hoy usted era director de una fábrica y mañana podría encontrarse en un campo. Ahora hay un cierto número de intocables. Si usted es académico no va a la cárcel. No sólo Sajarov siempre anda libre, sino que, sobre seiscientos académicos soviéticos, sólo setenta han firmado la denuncia contra Sajarov. Esto significa que los demás pueden decir: "Yo no firmo". Hace veinte años, esto habría sido inconcebible.
M.F.: Usted dijo que el terror disminuyó. Es cierto. Pero el terror en el fondo no es el colmo de la disciplina sino su fracaso. En el régimen estalinista, el mismo jefe de la policía podía ser ejecutado un buen día al salir del consejo de ministros. Ningún jefe del Comisariado Popular para Asuntos Internos (NKVD) murió en la cama. Había un sistema del cual no podían excluirse la sacudida y el cambio; al final algo podía pasar. Digamos que el terror es siempre reversible: refluye contra quienes lo ejercen fatalmente. El miedo es circular. Pero a partir del momento en que los ministros, los comisarios de policía, los académicos, todos los responsables del Partido se vuelven inamovibles y ya no temen por sí mismos, la disciplina por debajo funciona plenamente sin que exista siquiera la posibilidad, ni aún quimérica pero siempre presente, de una involución. La disciplina va a reinar sin sombra y sin riesgo. Creo que las sociedades del siglo XVIII han inventado la disciplina porque los grandes mecanismos del terror se habían vuelto demasiado costosos y peligrosos. ¿Qué era el terror desde la antigüedad? Era el ejército al cual se entregaba una población y que era incendiada, saqueada, violada, masacrada por aquél. Cuando un rey quería vengarse de una revuelta, daba rienda suelta a sus tropas. Medio espectacular, pero oneroso, que ya no se puede utilizar cuando se tiene una economía organizada, prolijamente calculada, cuando ya no pueden sacrificarse las cosechas, las manufacturas, los equipamientos industriales. De allí la necesidad de encontrar otra cosa: las disciplinas aplicadas continuas y silenciosas. El campo de concentración ha sido una fórmula intermedia entre el gran terror y la disciplina en la medida en que permitía, por una parte, hacer morir de miedo a la gente; y por otra, sujetar a aquellos a quienes se teme dentro de un cuadro disciplinario que es el mismo del cuartel, el hospital, la fábrica, pero multiplicado por diez, por cien, por mil.
K.S.K.: Aquí reencontramos la idea, a mi parecer falsa, pero común a todos los sistemas penitenciarios, según la cual el trabajo manual seria un medio de redención.
M.F.: Es algo que ya estaba inscripto en el sistema penal europeo del siglo XIX: si alguien cometía un delito o un crimen, era porque no trabajaba. Si había trabajado o si así había sido atrapado por el sistema disciplinario que fija al individuo en su trabajo, no habría cometido el delito. Entonces, ¿cómo se lo va a castigar? Y bien... por medio del trabajo. Pero lo que hay de paradójico es que este trabajo presentado como deseable y como medio de reinserción del delincuente en la sociedad, va a servir de medio de persecución física, imponiendo al condenado desde la mañana a la noche, el trabajo más insípido, monótono, brutal, fatigante, extenuante y finalmente mortal. Extraña polivalencia del trabajo: castigo, principio de conversión moral, técnica de readaptación, criterio de arrepentimiento y término final. Pero su utilización, según este mismo esquema, es todavía más paradójico en la Unión Soviética. De dos cosas una: o bien el trabajo impuesto a los prisioneros (comunes o políticos poco importa) es de la misma naturaleza que el trabajo de los demás trabajadores de la Unión Soviética; o este trabajo desalienado, no explotado, socialista... ¿hace falta que sea detestable como para que sólo pueda ser cumplido entre alambradas con perros mordiendo los talones? ¿Es un subtrabajo, un trabajo castigo? ¿Debemos creer que un país socialista hace pasar la reeducación moral y política de sus ciudadanos por una caricatura de desvalorización del trabajo? Me parece por otra parte que la China no escapa a esta utilización paradójica del trabajo como castigo.
K.S.K.: Permítame recordarle a titulo personal, que mi repugnancia por los campos estalinistas o cualesquiera otros, proviene de la práctica: pasé más de un año en un campo y contribuí, en Armenia, a la construcción de un puente que hoy se muestra orgullosamente a los turistas. Soy, por lo tanto, la persona menos inclinada a disculpar cualquier tipo de represión. Asi, por ejemplo, en China, me negué a visitar una prisión modelo, por lo que me parece hipócrita, falso y sin valor este tipo de entrevistas entre un hombre libre y otro que está detrás de los barrotes. Siendo asi, pienso que, en el caso de China, hay una diferencia. Y es porque, en principio, el régimen chino rechaza la aceptación de un modelo industrial calcado sobre el occidental o el ruso. Involucra un desarrollo muy diferente y, para empezar, no acuerda, como lo hace el otro, prioridad a las industrias gigantescas en detrimento de la agricultura. Ello modifica sustancialmente esta disciplina que, históricamente, se encuentra vinculada con la industrialización clásica. Es así que el 80% de los chinos, que viven en el campo, no conocen, prácticamente, las prisiones. Se le dice: "Arreglen ustedes mismos sus problemas y no nos manden gente para meter presa, salvo excepciones, como ser los delitos de sangre". Dicho esto, admito que existen también campos en la China. Pero en estos campos, en todo caso, el régimen no se sirve de delincuentes para imponer la disciplina, de la misma forma que, fuera de las prisiones, no mantiene un "medio" delictivo para vigilar y controlar la sociedad.
M.F.: Se trata de una innovación indiscutible, a juzgar según todos los testimonios, aún hasta de los anticomunistas, lo cual me parece muy meritorio. Sobre todo porque en 1949, cuando empezó la revolución, la China tenía fama de ser uno de los países más pobres del mundo -notoriamente menos desarrollado que Rusia en 1917- y ser el país que batía los records en materia de crimen organizado y prostitución. Nadie pretende que esta sociedad aún terriblemente pobre haya suprimido ya toda violencia y toda delincuencia. Al menos, su sistema penitenciario trata de reinsertar a la gente en la sociedad reeducándola políticamente y, brutalizándola, evita la reincidencia de los "habituales de la delincuencia".
K.S.K.: Los casos que se pueden citar son, sin duda, particulares, pero, de todas formas, significativos. No hablamos del emperador de la China que, después de haber sido un fantoche de los japoneses, se vio beneficiado por una clemencia que raramente conocieron otros monarcas similares. Pero la amnistía decretada este año para todos los grandes criminales de guerra del Kuomintang da para pensar. ¿Se puede imaginar a los soviéticos, veinte años después de la victoria, soltando a los Koltchak, los Denikin, los Wrangel y diciéndoles: "Si se quieren quedar, el Estado les proveerá todas las facilidades y si quieren juntarse con sus compañeros de armas en el extranjero, vayan"? Con este gesto, los dirigentes chinos parecen mostrar que no tienen miedo de lo que estos ex prisioneros puedan contar sobre lo que han visto y sufrido durante la detención. Por el contrario, es Taiwan la que se negó a otorgar las visas... Finalmente está el asunto de los cuadros eliminados durante la revolución cultural, a quienes les han devuelto los puestos. Habría sido preferible, desde luego, que se explicara a la opinión pública china la razón y los mecanismos de estas rehabilitaciones. Pero el hecho es que un retorno tan masivo de los antiguos expurgados no tiene precedentes en la historia de las sociedades post revolucionarias.
M.F.: Esto también da que pensar. Desde luego que la existencia de un sistema de castigo y de rehabilitación, por medio del trabajo manual, no es aceptable ni en la China ni en ninguna parte. Después de la decepción soviética, sería una locura minimizar el peligro que representan, para el proyecto socialista, los campos de trabajo, aun mejorados.
K.S.K.: Lo que quiero subrayar, simplemente, es que habiendo elegido otro modo de desarrollo, los chinos tienen, a pesar de ellos, mejores posibilidades de evitar los desastres irreversiblemente provocados en la Unión Soviética por la industrialización brutal emprendida por Stalin a fines de los años veinte.
M.F.: No tengo una razón precisa para desconfiar de los chinos en tanto que, por el contrario, siempre desconfío de los rusos. Pero quiero subrayar una o dos cosas. Me parece, como usted dijo, que los chinos no matan gente. Está bien. Cuando se comete un error político no sé si reeducan a los culpables, pero convengamos que reeducan muy mal a aquellos ante los cuales se cometió el error. Tomemos el caso de Lin Piao. No sé si las personas implicadas en este "crimen político" han sido reeducadas, pero estimo que el pueblo chino merece otras explicaciones acerca de este asunto.
K.S.K.: Estoy completamente de acuerdo, y lo he escrito en mi libro "La segunda revolución china. Hacia un nuevo poder".
M.F.: Otra cosa. Me encanta que el emperador Pu-yi haya muerto entre los tulipanes, pero hay algo que me apena: no sé su nombre, pero se trata del pequeño peluquero homosexual a quien le hicieron saltar los sesos públicamente en el campo de concentración donde se encontraba Jean Pasqualini, que cuenta la escena en su libro "Prisionero de Mao". Este libro es el único documento preciso que tenemos sobre el sistema penal chino y confieso no haber leído ninguna refutación de lo que dice. Pero hay algo que aparece muy claro en la lectura de su libro: ciertos métodos empleados por los guardias rojos durante la revolución cultural para convencer a alguien de su error, para reeducarlo, descalificarlo o ridiculizarlo, corresponden exactamente a lo contado por Pasqualini. Todo ocurre como si los procedimientos internos de los campos hubieran estallado a plena luz, estaba por decir como cien mil flores, en la China de la revolución cultural. Terriblemente inquietante, este parecido entre escenas que han tenido millones de testigos durante la revolución cultural y las escenas vividas en un campo, cuatro ó cinco años antes. Pienso, por ejemplo, en el ritual de la prueba. Se tiene la impresión de que la técnica de los campos se ha difundido, como llevada por un soplo prodigioso, por la revolución cultural.
K.S.K.: La crítica al comportamiento de los guardias rojos hecha por Mao en su entrevista con Lois Snow, en 1970, es tan severa como la suya, aun cuando no sitúa el origen de este fenómeno en el modo de funcionamiento de los campos de trabajo. Y, a despecho de cierta decepción, Mao preconiza para el futuro la reproducción de nuevas revoluciones culturales y alienta, en lo inmediato, la formación de una escuela de puertas abiertas, de la universidad totalmente refundada y antielitaria, del ejército sin grados y de la fábrica menos jerárquica posible. ¿No cree usted que estas medidas son completamente incompatibles con las técnicas disciplinarias que, en todos los sectores, han sido desarrolladas durante la industrialización en Europa y más tarde en la Unión Soviética?
M.F.: No puedo en absoluto decir que no y, no teniendo razón para hacerlo, diría provisoriamente que sí. Pero volvamos al problema del castigo en su dimensión universal. Mucho tiempo nos hemos inquietado por lo que debería castigarse; mucho tiempo, también, por la manera cómo se debía castigar. Y entonces aparecieron las extrañas cuestiones: "¿Hay que castigar? ¿Qué significa castigar? ¿Por qué esta relación, aparentemente tan evidente, entre crimen y castigo?". Que haya que castigar un crimen nos resulta muy familiar, muy próximo, muy necesario y, a la vez, algo oscuro que nos hace dudar. Mire la cobarde distensión de todos -magistrados, abogados, opinión, periodistas- cuando llega este personaje bendito por la ley y la verdad y dice: "Pero no, estén seguros, no tengan vergüenza de condenar, no van a castigar, van, gracias a mí que soy médico (o siquiatra, o sicólogo) a readaptar y curar". "Y bien, entonces, al hoyo", dicen los jueces al inculpado. Y se levantan, encantados, como habiendo recuperado la inocencia. Proponer otra solución punitiva es ponerse a la retaguardia en relación con el problema, que no es el del cuadro jurídico de la pena ni el de su técnica, sino el del poder que castiga. Es por esto que me interesa este problema de la penalidad en la Unión Soviética. Es posible divertirse con las contradicciones teóricas que determinan la práctica penal soviética; pero son teorías que matan, y contradicciones de barro y sangre. Es también posible sorprenderse de que no hayan sido capaces de elaborar nuevas respuestas a los crímenes, a los opositores y a los delitos diversos; hay que indignarse de que hayan retomado los métodos de la burguesía en su período de mayor rigor, a comienzos del siglo XIX, y que los hayan llevado a una enormidad y una meticulosidad, en el sentido de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño, que sorprende. La mecánica del poder, los sistemas de control, de vigilancia, de castigo son, allí, y con dimensiones inéditas, los de la burguesía (bajo una forma reducida y balbuciente), los que ella empleó durante un tiempo, cuando necesitó afianzar su dominación. Pero todo esto puede decirse de todos los socialismos reales o imaginarios: entre el análisis del poder en el Estado burgués y la tesis de su futura abolición, caducan el análisis, la crítica, la demolición, el cambio radical de los mecanismos del poder. El socialismo y los socialismos no necesitan de otra carta de libertades ni de una nueva declaración de derechos: fácil y, por lo mismo, inútil. Si quieren merecer el amor y no el rechazo, si quieren ser deseados, deben responder a la cuestión del poder y su ejercicio. Deben inventar un ejercicio del poder que no aterrorice. Esa sería la verdadera novedad.