Fue en el otoño de 1963, con el comienzo del año universitario, cuando realmente trabé conocimiento con los estudiantes y los jóvenes investigadores franceses, quienes, efectivamente, participaban con frecuencia del sueño comunista, aunque eso no diera lugar a ninguna acción concreta. Algunos incluso militaban en la UEC, la Unión de Estudiantes Comunistas. Eran personas simpáticas, abiertas, generosas con el extranjero que era yo. Sin embargo, se identificaban con un proyecto político cuyos males yo conocía y por el cual sentía muy poca simpatía. Yo venía de un país que había transformado el sueño de ellos en realidad, pero yo vivía como una liberación el haber salido de allí. Los entusiasmos o las ensoñaciones de esos jóvenes franceses me parecían cuando menos inconsistentes. En principio, porque aspiraban a un régimen que suprime las libertades individuales, que erige a la mentira y a la hipocresía en reglas de conducta, que lleva a la catástrofe económica. Pero también porque esas personas que profesaban ideas revolucionarias y militaban por la dictadura del proletariado vivían en su mayoría como pequeños burgueses, como burgueses bohemios. La adecuación entre decir y hacer, ideas y actos, valores y vida era un tema que no parecía importar a mis amigos, mientras que para mí era cada vez más crucial. Fue ésa la actitud que decidí exigir a los otros... y, más lentamente, a mí mismo.
¿Les reprochaba usted su incoherencia?
Oh, no. Las conversaciones políticas me aburrían terriblemente y lo menos que puedo decir es que en esa época rehuía cualquier polémica al respecto, a tal punto que muy pronto renuncié a querer cambiar a las personas con las que me encontraba para convencerlos de mi ideal.
¿Qué esperaban ellos de usted, dado que había salido de un país del Este?
Probablemente me percibirían como una confirmación de sus ensoñaciones políticas; la bienvenida que me brindaban se dirigía en principio a un representante del mundo "socialista". Pero yo les devolvía -aunque con moderación- una imagen bastante negativa de lo que existía allí.
¿Su anticomunismo no molestaba a sus otros amigos, ni a usted el estalinismo de ellos?
Es que en esa época yo no era anticomunista, era antipolítico: era más que apolítico, rechazaba furiosamente la política. Cuando la conversación giraba sobre el comunismo, me las arreglaba para cambiar de tema. Y me conformaba con reírme sarcásticamente de esos franceses ingenuos e irresponsables cuando hablaba con amigos que provenían de países del Este, polacos, rumanos o húngaros.
¿No era eso seguir viviendo en el estado de espíritu de sus años búlgaros? ¿Cómo se pierden esos hábitos adquiridos durante más de veinte años de formación bajo el totalitarismo, esa tendencia al doble pensamiento, esa forma de prudencia, ese sentido del disimulo o del secreto, ese modo de conformarse con pequeñas libertades interiores, dado que uno no disfruta de grandes libertades públicas?
Uno no se transforma de la noche a la mañana: la conciencia está retrasada respecto de la existencia, como habrían dicho mis profesores búlgaros de marxismo. El efecto más claro del totalitarismo sobre mí fue el siguiente: durante años estuve convencido de que todos los hombres políticos eran demagogos e hipócritas, que toda palabra pública era forzosamente una mentira. Los diarios, también. Me convertí después en un ávido consumidor de prensa cotidiana, pero durante los diez primeros años de mi vida en Francia, o más, no leía ni siquiera el diario. Tenía la sensación de que perdía el tiempo interesándome por un mundo sobre el cual no tenía el menor control, donde las posiciones de unos y otros eran la máscara que escondía sus verdaderos intereses, y no la expresión de una convicción, menos aún de verdades eternas. Al hacer esto, sin dudas perpetuaba inconscientemente las reglas de conducta que había observado a mi alrededor en Bulgaria: es el totalitarismo el que nos condena a ese vaivén frustrante entre la retórica vacía de los discursos públicos y la avidez cínica de los deseos privados.
¿Se libera uno alguna vez del pasado?
Seguramente mis años búlgaros siguen pesando en mis conductas actuales. En una reseña de mi último libro, un critico me reprochó mi "anticonformismo aplicado". No creo ser un anticonformista sistemático, pero es verdad que no me privo de decir lo que pienso en cualquier circunstancia. Tengo la sensación de que, de otra manera, traicionaría las convicciones adquiridas a lo largo de mi existencia búlgara: se nos exigía entonces un conformismo aplicado. Otro efecto retardado de mis años búlgaros ha sido la supervivencia del miedo. Aquello ha pasado, pero sospecho que mi tendencia a huir de los conflictos también es herencia de esos años donde los desacuerdos de opinión podían tener consecuencias policiales.
Pero usted debía hervir interiormente al escuchar los discursos de sus amigos estudiantes franceses.
Los discursos comunistas o paracomunistas, radicales o revolucionarios, que no eran mal vistos en esa época, me producían rechazo, pero no estaba obligado a escucharlos -gran diferencia con respecto a Bulgaria-. Hay que decir también que los comunistas, tomados individualmente, podían adquirir un perfil que me parecía interesante. Por ejemplo, Pierre Daix, redactor en jefe de "Lettres francaises", dirigida por Aragón, manifestó un vivo interés por los formalistas rusos, y en consecuencia por mis traducciones. Pero la mayoría de los formalistas habían sido reprimidos en la Unión Soviética, incluso puede ser que alguno de sus principales autores haya sido asesinado. No conocía en ese momento los tristes altercados de Daix con David Rousset en 1949/1950. Rousset había dirigido un llamado a los antiguos deportados de los campos alemanes para que denunciaran otros campos aún en actividad y en particular los campos soviéticos. Daix, que había sido deportado al campo de Mauthausen, había tratado a Rousset de mentiroso y agente del imperialismo, a consecuencia de lo cual Rousset inició un juicio de difamación contra "Lettres francaises", que finalmente ganó. Daix dirigía un diario que en ciertos aspectos era claramente estalinista, pero que, al mismo tiempo, consagraba numerosas páginas a la cultura, a la literatura, algo que yo no podía dejar de valorar. En consecuencia, Daix acogió calurosamente esa recopilación de los formalistas rusos, organizó una mesa redonda en su diario cuya transcripción fue publicada enseguida. Más allá de esos personajes ligados directamente al PC, en Francia todo el debate intelectual y político estaba marcado, incluso estructurado, por el marxismo. El ideal comunista había recibido un formidable impulso en 1945, gracias a la victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi, que le dio al ganador un carnet de respetabilidad. La existencia de la coalición antifascista legitimó la inclusión de países comunistas y países democráticos en una entidad común, de la que se convirtieron en la versión radicalizada y la versión moderada respectivamente. Pero los intelectuales, es bien sabido, siempre han preferido la audacia de la radicalidad a la prudencia de la moderación. La preparación de la revolución daba un sentido a las vidas que carecían de él, y representaba una esperanza para los pueblos del mundo entero. Pero, para mí, los treinta años dorados de la economía francesa (1945/1975) se me han presentado siempre como treinta años desastrosos para el pensamiento político. Ideológicamente, son años de estancamiento, de cerrazón intelectual, donde todo discurso era juzgado con el rasero de la opinión marxista-leninista. Esa ideología sumaria dominaba al mundo intelectual y ejercía un verdadero poder de veto, marginando todas las otras voces. Sin embargo, esas voces no faltaban, ya fuera Raymond Aron, que predicaba en el desierto, o Albert Camus, censurado por Sartre... o Romain Gary, al que nadie tomaba en serio, relegándolo al renglón de los autores comerciales, mientras que no sólo era un novelista considerable, sino también un pensador cuya sabiduría política y humana superaba a la de la mayoría de sus contemporáneos.
Sí y no. En 1967 y 1968 no estuve en Francia. Se me propuso un cargo para enseñar en la Universidad de Yale, en los Estados Unidos, dentro del departamento de literatura francesa, que acepté con entusiasmo, ya que podía descansar un año desde mi ingreso al Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). Fue una experiencia vivificante para mí, diría incluso feliz. Por primera vez recibía un salario que me parecía maravilloso, aun cuando estaba en lo más bajo de la escala, me compré mi primer auto, aun cuando no tenía registro. ¡Disfrutaba de la libertad! En cuanto a la vida política, el debate al que asistía allí me parecía más concreto y mucho más justificado que las divagaciones revolucionarias de mis amigos franceses. En Francia, los jóvenes de izquierda se dejaban arrastrar por un sueño, encarnado por la Unión Soviética, luego por Cuba o China. En cambio, en los Estados Unidos, se acababa de salir del debate político sobre los derechos civiles: el reconocimiento de los derechos de los negros en el Sur. Los problemas raciales eran una realidad muy presente. La efervescencia política e intelectual que los acompañaba correspondía a necesidades reales, no era un combate lejano vivido por procuración. En Yale en particular, bajo la influencia del capellán local, Bill Coffin, un personaje carismático, el compromiso a favor de los derechos civiles de los negros era fuerte. Muchos de mis colegas de la universidad participaban activamente en el movimiento. Una nueva controversia surgió tras la lucha por los derechos civiles. En efecto, en el momento de mi llegada a los Estados Unidos, la guerra de Vietnam estaba en su apogeo, al igual que la oposición interna. Frecuentemente, eran los mismos militantes que luchaban por los derechos civiles los que se enfrentaban ahora a la guerra. En el campus, la mayoría de los estudiantes era antimilitarista, con argumentos fáciles de imaginar. De todos modos, los partidarios de la "Victory in Vietnam" -por lo tanto, de que los Estados Unidos participaran en la guerra- formaban también un grupo importante. Algunos profesores, originarios como yo de los países del Este, intervenían en las reuniones -de manera valiente, debo decir, pues era frente a un público hostil- denunciando la invasión comunista desencadenada sobre Vietnam del Sur, explicando a esos estudiantes bien intencionados que había que tener el coraje de enfrentar al mal, y que defender la democracia en todas partes del mundo era un deber insoslayable.
Entonces, en mayo de 1968, usted estaba lejos de Francia. ¿No vio nada de los acontecimientos?
Estrictamente hablando no, porque regresé a París el 31 de ese mes. A principios de mayo me enteré por la prensa norteamericana de que los estudiantes de París habían ocupado la Sorbona, de que habían instalado barricadas en el Quartier Latín. Aun cuando el temperamento revolucionario no es mi rasgo de carácter más saliente, la idea de ver eso me excitaba: los acontecimientos históricos no ocurren todos los días, me decía. Deseaba volver rápidamente. No era simple, no sólo Air France estaba en huelga, sino que los aeropuertos de París se hallaban bloqueados y todos los vuelos suspendidos. Luego la TWA obtuvo el derecho de restablecer el vínculo y tomé el primer vuelo, que aterrizó en el aeropuerto militar de Brétigny-sur-Orge.
¿Qué impresiones guarda usted, retrospectivamente, de Mayo del '68 y del papel que jugaron esos acontecimientos en Francia?
En general, diría que Mayo del '68 fue políticamente un final y socialmente un comienzo. Lúc Ferry y Alain Renault analizan bien, en "La Pense '68" (El pensamiento del '68), la conjunción paradojal de su antiindividualismo programático y de un extraordinario impulso individualista. Una combinación barroca y por momentos excéntrica de deseos liberales y fidelidad a un dogma; Cohn Bendit fue emblemático en este sentido. Pero para mí, en aquel momento, las dos facetas aparecían diferenciadas. Por una parte, se armaba un movimiento de liberación en el plano social. Hay que decir que la sociedad francesa había evolucionado profundamente pero preservando las viejas formas, que parecían cada vez más y más anacrónicas. La economía floreciente, la generalización de la educación, la liberación sexual con la pildora hacían cada vez más insostenible esa sociedad jerárquica, encerrada en sí misma, surgida de la Tercera República. Mayo del '68 constituyó una ruptura en el orden establecido, un viento fresco de primavera sopló en las calles: todos se tuteaban, se miraban a los ojos, se ayudaban. En la universidad, de donde surgió todo, eran llevados al patíbulo los cursos magistrales, se cuestionaba el poder mandarínico, se creaban nuevas relaciones sociales. Fue por eso que Mayo del '68 fue tan grato de vivir. Pero al mismo tiempo, en el plano político, Mayo del '68 fue un movimiento de sumisión y no de liberación. Los ideales políticos de los trotskistas o de los comunistas ortodoxos, únicas opiniones políticas que se podían escuchar entre los estudiantes, me volvían profundamente escéptico, pues estaba familiarizado con las realidades que esas palabras encubrían. La violencia, verbal al menos, de la que daban prueba estos jóvenes era extrema. En teoría al menos, estaban firmemente decididos a exterminar a la "canalla burguesa". Por suerte, las palabras no alcanzan para matar. Aron cuenta en sus "Mémoires" (Memorias) que Alexandre Kojéve, ese filósofo un poco secreto, hegeliano radical y alto funcionario del Estado francés, defensor sutil de la tiranía, le planteaba esta pregunta mientras se desarrollaban los acontecimientos de Mayo: "¿Cuántos muertos?". "Ninguno", respondió Aron. "Entonces en Mayo del '68 no pasó nada en Francia". Esta posición tan olímpica me parece excesiva. Pasó algo: una mutación social. Pero en el plano político, es cierto, no ocurrió gran cosa. Esto se debe, sin dudas, a que entre los agitadores no se hallaba ningún Lenin capaz, junto a un pequeño grupo, de apoderarse del poder. Lenin era tan minoritario en Rusia en 1917 como los maoístas en Francia en 1968. Hay que decir también que, felizmente, ya había pasado el momento para el advenimiento de la revolución comunista. En 1968 culminó todo un cepo ideológico, antes de empezar a desplomarse lentamente. Políticamente, Mayo del '68 no fue un movimiento de vanguardia, sino más bien de retaguardia, un último coletazo que retrasó apenas el desmoronamiento del ideal comunista -que, en verdad, saltó en pedazos algunos años más tarde, a mediados de los setenta- para preparar a su manera el reinado actual del pensamiento liberal.