Sí, por supuesto, tuve un problema ético: ¿qué sentido tenía escribir cuentos fantásticos con el momento que estaba viviendo el país? En esa época hablé con Dal Masetto y a él le pasaba lo mismo, sentíamos que escribir mientras el país estaba en llamas era una especie de frivolidad. Yo estaba terminando el cuento "La cosa" en el que una presencia fantasmal persigue a un hombre y, la verdad, me resultaba incómodo estar obsesionado tres o cuatro días con eso cuando veía en la televisión que una nena lloraba porque no había comido desde el día anterior. Nietszche dijo que hay momentos en que todo gran escritor se avergüenza de escribir. Porque, ¿cómo puede ser que a un hombre que dice emocionarse con la belleza de un crepúsculo no lo toquen problemas que son centrales para la condición humana? Hay algo extraño en quien no se conmueve por la miseria y lo hace con un crepúsculo.
Usted citó la frase de Borges que dice "ahora tengo oficio suficiente para escribir con simpleza". Como lector, ¿busca lo mismo?
Yo busco buena literatura. No busco lo formal, sino, sencillamente, historias. Después, que me las cuenten de la manera que quieran.
Hay autores, como César Aira, que juegan con mecanismos que van en contra del verosímil tradicional.
No leí casi nada de Aira, salvo un cuento que estaba muy bien. Pero es difícil inventar algo nuevo. Eso del distanciamiento ya lo hizo Bertolt Brecht. Y a esta altura de mi vida, la mitad de las invenciones contemporáneas ya las he leído; después de Tristán Tzara o del surrealismo, es muy difícil inventar algo que sorprenda.
Marechal decía que se sentaba en el umbral de su casa a ver pasar el cadáver de la última estética.
Cuando se tiene mi edad, son tantos los cadáveres que he visto morir y renacer: vi morir el cuadro de caballete en manos de amigos míos, que son los mismos que lo resucitaron en los '90. La obra de autor había terminado; sólo quedaba lugar para la obra colectiva, hasta que repararon en que, por ejemplo, Beckett era un autor e Ionesco también...
Usted es un escritor reconocido, que vende y ya no tiene problemas para publicar. ¿Le queda algún miedo?
El miedo a no escribir. A que desaparezca la imaginación. Aunque eso no es nada comparado con el miedo real. Es decir, luego que un libro se publica, se lee y se reseña, ¿cómo no pensar en que todo es un malentendido, una pequeña farsa? Ese es el verdadero miedo que tienen todos los escritores. Y si no lo tienen, es probablemente porque no son buenos escritores...
¿Reconoce su huella en los escritores de las generaciones que le siguen?
No me gusta reconocerla, y, aunque a veces me lo han señalado, prefiero no verla. Porque, cuando la encontrás, advertís sólo tus defectos. Ese espejo nunca me resulta favorable, porque cuando uno tiene un estilo es que ya no puede escribir de otra manera.
Hace poco señaló que en verdad nunca había sido amigo de Ernesto Sábato...
Sábato publicaba mucho en "El Escarabajo de Oro", por eso se creyó que mi amistad con él era profunda o que había durado mucho tiempo, pero en realidad se circunscribe a los '60. Pero desde los '70 hasta ahora he vuelto a hablar con él unas cinco veces. Y desde entonces estamos muy distanciados, sobre todo por cuestiones de carácter. Siempre fue muy difícil hacer que él aceptara críticas, y por otra parte, yo siempre fui muy frontal.
¿Cómo es eso de que no se siente escritor?
Es que para mí, la literatura no es un atributo, es mi ser; forma una parte de eso que soy. No soy un escritor profesional, hay ciertos destinos que no admiten la expresión "profesional".
¿Renunció a muchas cosas por la literatura?
No fueron renuncias, sino elecciones.
¿No tener hijos, por ejemplo?
Vengo de un matrimonio de padres separados. Hoy eso es norma pero en los '40 no; recuerdo haber oído que un chico le decía a otro: "A ése se le fue la vieja". Sin dudas eso creó en mí una relación particular con la paternidad. Siempre tuve mucho cuidado al plantearme ese tema, porque creo que la paternidad es algo que se merece, no algo que se hace. No estoy seguro de haber merecido mi propia paternidad. Alcanzar ese nivel de generosidad, de cariño con el otro como el que mi padre tuvo conmigo es difícil. Yo soy una persona egoísta, llena de miedos. Quizás hubiera sido un padre sobreprotector. Así que... elegí una vida más tranquila.
No se trata de temor. Es como si un escritor estuviera toda la vida buscando eso: tener reconocimiento, ciertos premios. Pero el día en que eso sucede es una sensación dual: la de haber llegado a un lugar que cuando eras joven considerabas ilusorio, porque amabas el canon de tus escritores favoritos. Pero cuando te acercás a ese canon, aparece esa especie de temor. Al mismo tiempo si alguien señala que ya pertenecés al canon, uno siente que te están corriendo de lugar, que te tienen un nicho preparado, que ahora vienen los demás. Y a mí me parece perfecto que vengan los nuevos, tengo la experiencia de haber sido joven, y hasta diría que por demasiado tiempo. Pero ser un clásico es petrificarse, y obviamente no quiero que me suceda eso. Por otra parte, estoy seguro de que no me va a suceder, porque pienso seguir molestando a la gente hasta después de muerto. Nací para eso.