Al decir de Mempo Giardinelli (1947), editor de la revista "Puro Cuento" -en cuyo nº 6 de septiembre/octubre de 1987 apareció la charla que sigue-, Juan Filloy (1894-2000) "es uno de los más importantes escritores de la historia literaria argentina, aunque son poquísimos los lectores que han incursionado en su obra. Es, seguro, la injusticia más evidente de nuestra literatura. Un lujo de la frivolidad nacional, un grotesco del centralismo mafioso de los grupos culturales dominantes porteños, esas izquierdas y derechas grupusculares que suelen tener dominio en el imperio de las redacciones". Poeta, cuentista, novelista, ensayista y traductor, Juan Filloy (se pronuncia Fiyoy -advirtió el escritor- "porque es un apellido gallego y no irlandés") es autor de una vasta obra donde figuran joyas como sus novelas "Op oloop" y "La potra", y toda la saga de cuentos titulada "Los Ochoa", cuya lectura provoca de todo, menos indiferencia. Una peculiaridad de esa obra es que todos sus títulos constan de sólo siete letras (salvo "Los Ochoa", que tiene ocho, obviamente): "Karcino", "Caterva", "Periplo", "Estafen", "Balumba", "Aquende", "Finesse", "Ignitus", "Yo, yo y yo", "Usaland", "Vil & Vil", "Tal cual", "L'ambigú", "Gentuza", "Mujeres", "La purga", "Elegías", "Esto fuí", "Sagesse", "Don Juan", "Sexamor", "Sonetos", "Decio 8A", entre otras.
M.G.: "Puro Cuento" se enorgullece de esta producción para su primer aniversario.
J.F.: En realidad, el cuento en la Argentina tomó predicamento a partir de Horacio Quiroga; él fue el que le dio el gran impulso. Pero también había cuentistas anteriores: Fray Mocho, Félix Lima, etcétera. El mismo Lugones hizo algunos cuentos. Pero no sé de qué quiere hablar. Para mí el cuento es una distracción temporaria.
M.G.: ¿Sólo eso? Me empobrece la entrevista de antemano... ¿Menoscaba el cuento?
J.F.: No, no crea. Lo que pasa es que indudablemente el cuento tiene una factura rápida, tiene un argumento lineal, de modo que usted no necesita, como en la novela, un avance en estuario.
M.G.: Usted alguna vez comparó a la novela con un gran río, y al cuento con los arroyos de montaña...
J.F.: Sí, tengo un ensayo sobre eso. Creo que la novela es estuario: avanza en varias corrientes simultáneas, habiendo una corriente principal. Pero el cuento es lineal, casi siempre. En todo caso, nos falta una distinción. Por ejemplo, a mí me gusta mucho la "nouvelle", vale decir un cuento híbrido, con ciertas características de la novela. Un cuento largo, un relato largo. En Francia la "nouvelle" dio obras maravillosas, como las de Balzac. Ultimamente leí un comentarlo de Roland Barthes sobre una "nouvelle" de Balzac, que era sencillamente extraordinario. El comentario, digo, porque era tres veces más largo el ensayo de Barthes que la "nouvelle" de Balzac... Eso es un poco paradójico; o no, es hiperbólico. Porque al hacerse una crítica, la crítica no puede superar en extensión al objeto criticado. En mi ensayo procuré establecer que la narrativa tiene varios estadios perfectamente diversificados.
M.G.: ¿Y el cuento, qué estadio ocupa?
J.F.: A mi criterio, el de ser un texto corto, lacónico, lineal. Horacio Quiroga, me parece, hizo la comparación de que el cuento es la trayectoria de una flecha que sale del arco y da en el blanco, sin digresiones de ninguna especie, respetando completamente la línea argumental, y con un final sorpresivo. Ahora, yo prefiero la "nouvelle", como le digo, porque es un cuento que se bifurca en descripciones, en manifestaciones caracterológicas de los personajes. Deja de ser, como el cuento, una viñeta seca, y pasa a ser un dibujo más formal y acabado, digamos.
M.G.: ¿Y en su producción, qué papel jugó el cuento? Usted practicó todos los géneros, pero fundamentalmente la novela.
J.F.: No todos los géneros: teatro nunca hice. Tengo once novelas escritas y cinco libros de cuentos, de los cuales tres son de "nouvelles". Pero como usted se da cuenta, mi forma predilecta es la novela; yo me siento muy cómodo novelando.
M.G.: Pero ha escrito muchos cuentos. Pareciera que los desdeña.
J.F.: No. He escrito unos sesenta o setenta cuentos. En "La Nación" han aparecido algunos, y siempre observo que son demasiado largos porque les ocupan muchas páginas. Pero también tengo cuentos cortos, muchos, una colección de unos cuarenta cuentos breves que se llama "Gentuza". Está inédito. Y otro libro de "nouvelles", siete, que se llama "Eran así". También tengo otras siete "nouvelles" en un volumen publicado que se titula "Tal cual". Como ve, hice muchas cosas, pero me encanta la "nouvelle", que en general me ocupa unas veinte o treinta páginas. Un cuento largo, diría usted. Es lo que me gusta.
M.G.: ¿Fue más proclive a la novela y al cuento largo, porque así podía desplegar su ironía, su humor, como en "Op oloop"?
J.F.: Claro, amo la burla. Y también ampliar las descripciones, poetizar un poco. El cuento es un género aséptico; es un tramo directo.
M.G.: Pero el burilado de un cuento es una labor preciosa porque debe procurar esa misma asepsia, ¿no cree?
J.F.: Ah, claro, pero si usted hace preciosista al cuento, lo desvanece y le amortigua la calidad argumental. Hay muchos autores preciosistas, pero de esa manera le hacen perder la fortaleza a lo contado. Si no, el autor se queda en el regodeo de su autosatisfacción. Para mí, el cuento vale más cuando más ligero es.
M.G.: ¿Existe el cuento perfecto?
J.F.: Yo encuentro algunos cuentos perfectos en Maupassant. El escribió cuentos magníficos, de una brevedad absoluta, con una caracterización temperamental de los personajes cabal, con argumentos ciertos y finales magníficos. Conozco todos los cuentos de Maupassant, y algunos son perfectos. Y otro cuentista que me gusta mucho, mi segundo predilecto, es Marcel Schwob. Tiene un cierto preciosismo, como usted dice. Pero tiene cuentos deliciosos, inolvidables. Y de los norteamericanos, que son buenos en esto, me gustan mucho Jack London y Bret Harte. Sobre todo London, que tiene cuentos desgarrados, crudos, muy a lo Quiroga, ¿no?
M.G.: ¿Y cuentistas de este siglo?
J.F.: Algunos cuentos de Cortázar son muy buenos. Algunos, no todos.
M.G.: Cortázar le debe mucho a usted, ¿no cree? Esto no suele ser reconocido, pero me parece que él, lealmente, e íntimamente, lo admitía.
J.F.: Ah, claro... Yo creo que Cortázar debía tener un pequeño complejo de culpa respecto a mí... Porque siempre se ha acordado sistemáticamente bien de mí. En sus conferencias, sus libros, sus ensayos...
M.G.: Alguna vez he pensado que "Rayuela" no se hubiera escrito sin "Op oloop" como antecedente.
J.F.: Me alegra que lo diga. Yo pienso lo mismo. Y otro tanto sucede con Leopoldo Marechal, en "El banquete de Severo Arcángel", que tiene la misma tesitura de "Op oloop", que es de 1934. Pero le decía: yo guardo una real simpatía por Julio Cortázar pese a que, le confieso, él utilizó muchos de mis giros literarios, muchas ideas, en sus escritos. Eso lo descubrió Paulina, mi mujer, un día: "Che -me dijo-, ¿no te parece que este muchacho hace esto como vos, hace aquello como vos?". Sí, le respondí, dejalo... Creo que el recuerdo que siempre me brindó Cortázar en sus obras, en sus conferencias, ha sido producto de una especie de cargo de conciencia insoslayable que habrá tenido.
M.G.: Bueno, el arte se hace sobre el arte, decía Malraux. Pero, ¿qué siente usted frente a esas "deudas"? ¿Es un reconocimiento, un desconocimiento, o lo vivió como una negación?
J.F.: Mire; yo, francamente, cuando publico un libro, lo suelto, lo dejo andar. Siempre he hecho ediciones privadas porque he sido magistrado judicial y todos mis libros pecaban de coprolalia, de lenguaje descarnado, crudo, obsceno si se quiere. Y claro; lanzado el libro, ya no tenía dominio. Una vez publicado, me interesaba poco. Lo que un escritor quiere es que su producción aparezca impresa.
M.G.: ¿Nunca le interesó el éxito; nunca le preocupó?
J.F.: Absolutamente. Y acaso por eso es que no me ha llegado. Porque yo jamás he movido un dedo, jamás he visitado una editorial. Yo costeaba mis ediciones: trescientos, cuatrocientos ejemplares, en imprentas de Río Cuarto, y alguna de Buenos Aires, y los regalaba a mis amigos. Hacía ediciones que yo llamaba "edita mi corum". Jamás vendí un libro.
M.G.: Ha sido un "worst-seller".
J.F.: Sí. Y cuando me metí en una editorial porteña hice tres contratos de edición de seis mil ejemplares. Publicaron tres novelas -"Op oloop", "Estafen" y "La potra"- pero no publicaron una que yo estimo mucho, que se llama "Caterva". Es una novela estuario: tiene quinientas sesenta páginas. Muy buena novela, para mucha gente es la mejor escrita por mí.
M.G.: Pero tengo entendido que usted siempre consideró "La potra" como su mejor obra. Y yo creo que lo es.
J.F.: Ah, sí, pero digo que a muchos amigos les gusta más "Caterva". A mí, claro, me gusta "La potra", y también "Op oloop". En cambio, fíjese, "Estafen" es muy simple, muy lineal.
M.G.: A mí me recuerda mucho a las novelas de Roberto Arlt.
J.F.: ¿Ah sí? Es un autor que yo leí muy poco. Lo leía en el diario, sus artículos. Pero quizá él me leyó a mí, cuando en la década del '30 aparecían y circulaban mis libros en Buenos Aires. Algunos causaron sensación, como "Op oloop". Lo íbamos a publicar en la imprenta López, que editaba la revista "Sur", pero había a la sazón una oficina de policía moral, digamos, de la municipalidad, en la cual López hizo una consulta: entregó un ejemplar de la edición que me había hecho Ferrari, y le respondieron: "Si usted publica esto, se lo incautamos y va preso"... En fin: mis ensayos con ediciones públicas, con grandes editoriales, no han sido gran cosa. Económicamente, creo que llevo cobrados unos noventa pesos, nada más, ¡ja, ja, ja! Diga que yo siempre tuve mi "modus vivendi", mi jubilación, y con eso he vivido y vivo. Pero si uno debiera vivir con las letras, sería realmente pavoroso. Una vez me dijo Bioy Casares: "Jamás en la puta vida he sacado un peso con la literatura". Bueno, pero él es un potentado, tengo entendido, un hombre muy rico.
M.G.: ¿Cómo vive usted ahora? Aunque despreocupado del éxito, escucho que alguna gente lo respeta. ¿Siente algún reconocimiento?
J.F.: ¿Quién me reconoce?
M.G.: Poca gente, pero digo que se lo respeta mucho.
J.F.: ¿Sí? Fíjese que no lo creo. No me doy cuenta. A mí lo único que me interesó siempre es trabajar todos los días.
M.G.: ¿Escribe a mano o a máquina?
J.F.: A mano. Tengo todavía, a los noventa y tres años, una caligrafía que yo como grafólogo considero de una persona de cincuenta años. Tengo una escritura muy firme, muy recta; la mía no es una escritura hachada por los nervios, ni por trepidaciones de fenómenos vasculares. Es una caligrafía hasta cierto punto artística, a la manera de las escrituras inglesas.
M.G.: ¿Usted estudió caligrafía? ¿En la antigua escuela se enseñaba?
J.F.: Y claro. Tengo un cuento que se llama "El pendolista", que es un diorama, un desarrollo de la calidad artística del protagonista. Es muy interesante el tema del pendolista.
M.G.: Es curioso: usted utiliza muchísimas palabras de uso poco frecuente, en el lenguaje coloquial. Y alguna vez creo que ha dicho que a usted hay que leerlo con el diccionario al lado. Yo he tenido, y tengo, esa impresión: que debo recurrir -leyéndolo- permanentemente al diccionario.
J.F.: Y me parece bien. Me parece muy bien que lo haga. Ha sido algo no casual, sino perfectamente querido. Si nosotros tenemos un idioma de setenta mil palabras, ¿por qué vamos a utilizar un castellano básico de ochocientas? El pueblo argentino no habla más que con ochocientas a mil doscientas palabras. Es muy poco, muy pobre. Ese es todo el idioma coloquial de los argentinos. ¿No le produce espanto?
M.G.: Me deja helado.
J.F.: Bueno. Entonces hay que diversificar. El idioma inglés, por ejemplo, se calcula que es un repositorio de doscientas cincuenta mil palabras. Pero claro, eso sucede porque el inglés no tiene las pudibundeces ni los escrúpulos de la Real Academia Española, que siempre anda espulgando y espulgando. El idioma inglés absorbe todas las palabras de la Commonwealth; es decir que es un idioma de toda una comunidad de naciones. Usted agarra la Enciclopedia Británica y va a ver que es un repertorio de palabras universales, mientras que el castellano se ha aferrado en ese criterio tan rancio del español de ser puro, de ser castizo, como dicen ellos. Y bueno, con esa manía el idioma se ha ido empobreciendo.
M.G.: ¿Usted ha usado las setenta mil palabras?
J.F.: No, no, porque en nuestro idioma hay que descartar toda la ropavejería, digamos. Tenemos mucha ropa vieja: el idioma castellano ha sido rico en la época en que floreció la cultura hispana, el Siglo de Oro, por ejemplo. Pero subsiste una cantidad de arcaísmos que nosotros ya no usamos. Muchas veces, para satirizar al castellano, para burlarme de esa profesión de arcaizar, yo he escrito algunos artículos con palabras arcaicas. ¡Y nadie entiende una palabra! ¡Ja, ja, ja! Porque son palabras que tuvieron vigencia en el siglo XV, o el XVI... Es un capricho mantenerlas.
M.G.: En su obra esto suele ser notable. Uno, como lector, tiene la sensación de que por momentos usted nos toma el pelo. Cuando dice "vulturno" en vez de "bochorno", por ejemplo.
J.F.: Ah, si... Yo siempre uso esas palabras, que tienen relativa vigencia.
M.G.: Se debe haber divertido, escribiendo así.
J.F.: Por supuesto. Escribiendo, yo me divierto. Mi vocación es inquebrantable, en ese sentido. El deleite que me provee escribir, me sufraga todas las necesidades que yo podría tener. A mí escribir me encanta.
M.G.: También usa muchas palabras en francés e inglés. ¿Domina esas lenguas?
J.F.: Sí, claro, hablo y leo ésas y otras lenguas. El francés fue mi idioma madre, de chico. Mi madre era de Gasconia, de Toulousse. De apellido Granget. Mi padre era gallego.
M.G.: En su novela "Estafen" casi no hay página sin palabras en francés, Y su poemario "Usaland" está lleno de palabras en inglés.
J.F.: Por lo que le digo. No soy modesto en estas materias.
M.G.: ¿Sigue escribiendo, Don Juan?
J.F.: Por supuesto. Siempre escribo. Siempre. Siempre. Acabo de terminar otra novela. De la saga de "Los Ochoa". Como usted parece que sabe, puesto que me ha leído, "Los Ochoa" son cuatro novelas: primero el cuento "Los Ochoa", donde ubico la genealogía, y el libro de cuentos respectivo, que conforma una novela. Luego, en "La potra" figura Quinto Ochoa. Luego escribí "Sexamor", donde interviene Sexto Ochoa. Y ahora acabo de terminar esta novela que es la novela de un arribista, de un trepador, llamado Décimo Ochoa. Sólo que éste es el Ochoa más culto, y en vez de usar su nombre numérico, como usan los Ochoa, saca la "m" y convierte a Décimo en Decio Ochoa. Es un pillo, el más picaro de los Ochoa; casi un crápula.
M.G.: ¿Qué significan los Ochoa en su obra? ¿Son símbolos de algo? ¿O pura imaginación?
J.F.: Todo es imaginario. No hay una sola novela mía que no sea imaginaria.
M.G.: Pero he escuchado, en Río Cuarto, que algunos dicen que usted se ha basado en hechos reales para armar sus novelas.
J.F.: Evidentemente. El escritor es un notario público; debe aprovechar los datos de la realidad circundante, y aderezarlos poniendo imaginación. El escritor que no tenga imaginación que se corte la mano, que no escriba. La imaginación es el 90% de una obra. Pero el escritor participa un poco de esa tarea del tabelión antiguo. Tabelión quiere decir escribano; viene del latín. En portugués también. Y en castellano existe -búsquela en el diccionario- aunque no se usa. Ya ve. El escritor, pues, debe absorber los datos de la realidad.
M.G.: Usted se considera, entonces, un escritor realista.
J.F.: Claro que sí.
M.G.: Lo que pasa es que el realismo ha caído un poco en desgracia. Suele ser denostado.
J.F.: Sobre todo con el naturalismo francés. Con Zola se vino abajo. Pero a mí me influenciaron mucho. Un escritor que a mí me gustó mucho, siempre, fue Joris Kart Huysmans. Ha sido un hombre que me ha mordido, literariamente. Era un funcionario francés, que escribía como escribí después yo: en los tribunales. Escritores de despacho. Y por eso, muchos cuentos míos tienen carácter judicial.
M.G.: Eso se nota en libros como "Estafen" o como "Ignitus".
J.F.: Ah, ¿los conoce? Me alegra. ¿Y "Usaland" también?
M.G.: También, Don Juan.
J.F.: Vaya. Ese es un libro que me gusta mucho. Mucha ironía, poesía irónica. Hay tipos que me han criticado durísimamente por ese libro... Y eso que, le advierto, yo en mi puta vida he hecho lo que ahora se llama servicio de prensa. No sé de dónde sacaron ejemplares. Pero algunos lo leyeron.
M.G.: A mí su libro que más me gusta es "Yo, yo y yo", por la ironía.
J.F.: Ah, bueno, ése también me lo criticaron. Por eso me llama la atención lo que usted me dice: que mi nombre es conocido en Buenos Aires. Yo creí que nadie me conocía.
M.G.: Al menos sé de alguna gente que se interesa por su obra.
J.F.: Me halaga. Yo recibo correspondencia de lo más estrambótica, ¿sabe? Tipos que se enloquecen buscando mis libros y, claro, no los van a encontrar. Están todos agotados. Pero cada tanto aparece alguno. El otro día me escribió un tipo: "He encontrado dos libros suyos -me dice en son de triunfo-: "Balumba" y "Aquende" y me cobraron 120 australes por cada uno". Me gusta, eso. Sobre todo porque "Aquende" es un gran libro; es una sinfonía musical de la República Argentina. Es precioso, ese libro. Y el tipo pagó 120 australes cada ejemplar. Y yo no vi un peso. ¿Y sabe por qué? Porque apareció un editor pirata que lo anda fotocopiando y lo vende a 120 australes cada uno. ¿Qué le parece?
M.G.: Lo que me parece, sinceramente, es que usted habla maravillas de su propia obra con una naturalidad asombrosa. Generalmente, los escritores que he conocido se visten de una cierta falsa modestia... Veo que usted tiene una excelente relación con su obra.
J.F.: A mí lo único que me interesa es ver publicados mis libros. Hay un viejo refrán inglés que dice: "publish or perish"; publicas o mueres. Y yo tengo todavía dieciocho libros inéditos... ¿Se da cuenta?; dieciocho...
M.G.: Cuando usted dice "precioso", "muy bueno", "excelente", ¿se compara consigo mismo, con otros libros suyos que le gustan menos?
J.F.: No... Yo estimo todos mis libros. Porque cada libro me recaba una tarea de superación, y de depuración, completa. Y cuando suelto un libro, es porque estoy plenamente conforme. Ahora, que haya alguno que tenga mi preferencia por su mayor ingenio, desarrollo o ambición, es otra cosa. Lo que pretendí siempre fue que cada libro fuera no superior, pero sí digno, del anterior.
M.G.: ¿Ha reescrito mucho, o ha sido un escritor de primer impulso?
J.F.: Corrijo mucho. Hay un refrán francés que dice que toda la misión del escritor consiste en corregir. Y ésa es mi tesis. Si no, uno no puede hacer megasonetos. ¿Sabe lo que es un megasoneto?
M.G.: No. Ni idea.
J.F.: Considero megasoneto a una colección de catorce series de catorce sonetos. De modo que cada megasoneto tiene ciento noventa y seis sonetos. Bueno, yo en mi vida no he publicado tres sonetos. Pero hice mis catorce series, todas manuscritas. El soneto presupone esa calidad que le decía: depuración constante, es un corregir incesante, porque usted no puede hacer un soneto imperfecto. Ahí tiene a Borges, por ejemplo: en la puta vida me gustó un soneto de él; le salían sonetos ingleses, que son imperfectos. Todos los sonetos míos son absolutamente petrarquianos. Petrarca hizo trescientos cincuenta sonetos. Yo me planté en los ochocientos noventa y seis. No hice más porque... ¡ja, ja, ja! Lope de Vega me gana; hizo como mil doscientos. Según dicen. Gryphius, un poeta alemán del siglo XVII, hizo cuatrocientos. Guillermo Humboldt, el hermano de Alejandro, escribió unos quinientos. Yo leí todo eso, lo estudié. Y me di cuenta de que el soneto es una forma perfecta, o no es. Y durante años, trabajé el soneto endecasílabo. También hice algo de soneto alejandrino en francés, que es la única lengua en que se puede hacer.
M.G.: ¿Y logró la perfección?
J.F.: ¿Y qué le voy a decir? Son absolutamente impecables. La misma joya de Petrarca, que fue introducida en España por boca de Garcilaso (no el Inca; el español). De modo que yo no he hecho otra cosa que seguir las normas del castellano antiguo. Quevedo también hizo sonetos estupendos. Góngora hizo pocos. Menores.
M.G.: ¿Cómo se siente un hombre que se compara con Petrarca?
J.F.: No me comparo. Los de él son admirables. Yo sólo hago sonetos, en una tradición. Digo que son impecables porque están en esa norma. Además, mi temática es muy moderna, con un sistema metafórico no alocado a la manera de Neruda, que llevó la metáfora al desiderátum de la idiotez.
M.G.: ¿Eso piensa de Neruda? Esta entrevista escandalizará a muchos.
J.F.: Eso pienso. A mí me gusta la poesía comprensible, analizable, que tenga sentido común y que tenga contacto humano. Cuando se llega a hablar de las lágrimas del adoquín o metáforas así, creo que estamos ante una literatura extraidiomática, o metaidiomática, vale decir, fuera del idioma. Claro: alguien considera poesía a eso, y gran poesía. Los respeto. Pero a mí me gusta la poesía al estilo francés: con calor humano, emoción y sentimiento humanos. Lea a Nerval, a Mallarmé, a Valery: son completamente comprensibles y humanos. Y lea a Alberto Girri, acá, y verá algo absolutamente impenetrable: es un pensamiento en prosa, que él coloca en forma versicular. Yo traduje todo Mallarmé, ¿sabe? En Argentina nadie conoce esas versiones, pero Alfonso Reyes, en "La experiencia literaria", de 1942, cita todas mis traducciones y descubre a un Mallarmé que no es impenetrable, sino que tiene una oscuridad diáfana, digamos, usando una metáfora un poco rara. Es transparente. Con Valery pasa lo mismo: es diáfano. Será un poco difícil, concedo, pero es diáfano.
M.G.: ¿Qué poetas argentinos le gustan; y qué cuentistas?
J.F.: Un cuentista que me gustaba era Nalé Roxlo. Y como poeta, Mastronardi. Juan L. Ortiz un poco menos. Fuimos buenos amigos, hemos convivido horas muy agradables. También me interesa Denevi como cuentista. Lo he leído en "La Nación". Es muy bueno.
M.G.: Usted decía que trabaja todos los días. ¿Muchas horas? ¿Un determinado número de páginas? ¿Cómo trabaja?
J.F.: Yo me he autojubilado. A los noventa y tres años, creo que mi misión es quizá más releer que leer. Sólo las palabras abastecen mi necesidad de vivir. No sólo la palabra escrita, también la leída. Mi trabajo se ha restringido un poco. Ahora lo que hago todos los días es terminar obras empezadas, pequeños cuentos. Yo ando con los bolsillos llenos de papeles, de palabras.
M.G.: Y yendo al otro extremo de su vida, ¿cómo se dio cuenta de su vocación por la literatura?
J.F.: Iba a la biblioteca. En aquellos tiempos había pocos libros al alcance de un joven, pero en la cuadra de mi casa se instaló una biblioteca pública circulante. Era el 1909. Y el primer día fui y me anoté. Siempre me volvieron loco los libros.
M.G.: ¿Y otras cosas? ¿Cómo fue su juventud? ¿No jugaba fútbol, no hacía deportes?
J.F.: Jamás. No hice ningún deporte en mi vida, aunque he sido dirigente. Fui fundador del famoso Club Talleres de Córdoba. Y en Río Cuarto fundé el Club de Golf, aunque jamás toqué un palo de golf. Fundé un Club de Ajedrez y no sé hacer gambitos... Pero le decía, mi locura fueron los libros. Y aquella biblioteca fue mi orgullo. Ahí hice mi iniciación literaria. Vivía tragando libros. Lo que me llegaba a las manos: novelas, ensayos. Muchos libros inútiles, pero también muchos que me fueron provechosos. Me tragué los seis tomos de Curtius, que es una historia de Grecia. Porque el tema griego a mí siempre me ha interesado. Y me sirvió cuando en el año '30 hice un largo viaje: toda la cuenca del Mediterráneo, y llegué hasta el fondo del Nilo, hasta Assuán y Abú Simbel, Tebas, en fin. De ese viaje salió mi novela "Periplo", de un viaje muy a fondo por Grecia. Curtius me abrió ese panorama, y como yo ya sabía algo de griego, entré en Atenas como en mi casa. Fui a Corinto, a Delfos, a Maratón y a varias islas del Egeo. Esa novela salió de ahí, con nombre ptolomeico. De Ptolomeo Filadelfo, que fue el segundo, los Ptolomeos son como quince. Filadelfo fue quien dominó el Mediterráneo y el que hizo un canal del Mar Rojo al Nilo. Obviamente, también conocí perfectamente Egipto.
M.G.: Pero usted ya entonces era escritor. ¿O en ese viaje advirtió su vocación?
J.F.: No, ya estaba madura. Escribía pequeñas cositas, en Río Cuarto. Allí tuve la tranquilidad como para que el pensamiento madurara un poco. Hasta llegar a Río Cuarto no había publicado nada. Pero escribía, sí, e incluso cuando murió mi madre, en el '26, hice un conato de elegía materna que fue muy gustado. Escribía versos, canónicos y libres. Aunque siempre he preferido el verso escandido, a la manera del soneto: endecasílabos perfectos. Pero hacía versos libres también.
M.G.: ¿Cuál fue el primer libro que publicó?
J.F.: "Periplo", en 1930, ya viviendo en Río Cuarto. La publicación me apareció, digamos, sorpresivamente. Fue como un aluvión: en el '31 apareció "Estafen"; en el '32 "Balumba"; en el '33 "Op oloop"; en el '34 "Aquende", que es un gran libro; en el '36 apareció "Caterva", que me llevó dos años porque es una novela larga. Y después publiqué un libro de poemas en prosa, que se llama "Finesse", que es realmente una "finesse", un buen libro. Fue una década de producción aluvional, incesante, apasionada.
M.G.: ¿Qué sueños tenía entonces el joven escritor Filloy?
J.F.: Yo me sentía escritor, simplemente. No toleraba nada que fuera ordinario, chabacano, vulgar o grosero. Y en el año '30, cuando empecé a publicar, personas que leyeron "Op oloop" y "Aquende" dijeron "bueno, acá hay un reformador de la literatura argentina, porque este hombre no usa el eufemismo". Así decían. Y es que, entonces, toda la literatura argentina era eufemista. Se decía "vaya al estiércol" y yo empecé a poner "déjese de joder, váyase a la mierda". Es muy distinto. La poesía con eufemismos, por ejemplo, descaracteriza al personaje. ¿Cómo concibe usted a un paisano a la manera de "Don Segundo Sombra"? Es una falsificación del paisano. Pero usted lee mis gauchos, como Don Primo Ochoa, y es un paisano soez, sucio, que pela la poronga y orina delante de cualquiera. Yo he dicho siempre las cosas sin tapujos.
M.G.: Tengo entendido que usted no relee sus libros. Pero se acuerda muy bien de ellos.
J.F.: No he leído ni un libro mío una vez publicado. No tengo tiempo. Los reviso cuando aparecen, para constatar si hay errores. Por suerte, descubrí pocos. Para mí todo el lujo de un libro está en la corrección. Yo he sido muy meticuloso en eso: siempre corregí galeras y páginas, yo mismo.
M.G.: ¿Usted eligió ser juez? ¿Y qué influencia tuvo la magistratura sobre su vida literaria?
J.F.: Mire: yo ejercía la profesión acá, en Córdoba, cuando me recibí. Vivía con mis padres, que tenían un almacén. Hice una especie de estudio y trabajaba lo más bien. Pero ya había sido pinche en un juzgado de comercio y el secretarlo era muy amigo del gobernador, y por designio propio lo habló al goberndor y me nombraron Asesor de Pobres, en Río Cuarto. Yo no quería ir, pero mi madre me dijo: "andá, andá, salí de la falda; pasate dos meses y volvés". Y me fui por dos meses. Que se han hecho sesenta y siete años, ¡ja, ja, ja! Hay un refrán francés que dice que sólo lo provisorio dura. Es como el caso de la jarra rajada: se discute tirarla a la basura y alguien dice "no la tires, si todavía sirve". Y esa dura más que todo el resto de la vajilla...
M.G.: ¿Usted fue hijo único?
J.F.: No, éramos cuatro. Mamá ha tenido siete hijos, en dos nupcias. Yo era el menor de los varones, y había luego una hermana, la última. Que vive también, tiene noventa años.
M.G.: ¿Su experiencia judicial fue importante para su obra?
J.F.: No. Hay libros con materia judicial, pero en la vida judicial no trascendía que yo era escritor. Había un tipo que me jodía, sin embargo; lo hacía sarcásticamente porque era mi lector, y digo que me jodía en tono amical. Era Miguel Angel Zavala Ortíz, el que fue canciller con Illia. Era un buen abogado y un hombre muy culto. Llegamos a ser buenos amigos.
M.G.: ¿Ha tenido amigos escritores?
J.F.: No. Quizá Dardo Cúneo, que me llevó a la vicepresidencia de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Traté de colaborar, porque en ese entonces iba con frecuencia a Buenos Aires. Pero no fui amigo de escritores. Conocí a algunos, claro, como Mallea, con quien tuye una relación eventual, cordial. También con Borges, pero de modo muy somero. A Cortázar no lo conocí. Alguna vez me encontré, en un banquete con Victoria Ocampo. Pero no fui amigo de ninguno.
M.G.: ¿A qué lo atribuye?
J.F.: A mi timidez. Y a que jamás pisé una redacción de diario o de revista. Y los que conocí, fueron como le digo, eventuales. Con Canal Feijóo charlé varias veces, también.
M.G.: ¿Y ninguno de ellos se ocupó de su obra, Don Juan? ¿Ninguno le hizo siquiera un comentario? ¿O no lo habían leído?
J.F.: Leerme, me leyeron todos... Un día le regalé a Borges, en Buenos Aires, mi novela "Aquende", que es como ya le dije una gran novela. Quedará mal que lo diga yo, pero es un libro concebido musicalmente, una especie de geografía musical de la Argentina, con un intermezzo y dos interludios, y cada composición con un tema especifico. Bueno, le regalé el libro, y unos meses después, revisando cambalaches en la calle Corrientes, me encontré ese ejemplar. Lo había vendido con dedicatoria y todo. Lo compré, por cierto...
M.G.: Es duro, lo que dice de Borges.
J.F.: Es infame que yo venda un libro dedicado. Me han dedicado miles, y los conservo todos. Ya le va a pasar, a usted que es joven...
M.G.: Ya me sucedió: encontré en Río Negro una novela que le había regalado a un conocido editor. La compré, también, y se la volví a regalar al editor. El mismo libro. Agregué a la dedicatoria -que decía "A Fulano, con afecto"- la frase "con renovado afecto", y la nueva fecha. Tomé ese ejemplo de una anécdota de Octavio Paz.
J.F.: Buen recurso.
M.G.: ¿Le guarda rencor a Borges?
J.F.: Lo juzgo literariamente. Creo que tenía una especialización en literatura inglesa realmente inobjetable. Pero por lo demás, le faltaba vida. No tenía contacto humano. Ha escrito cuentos de gabinete, asépticos, de arquitectura moderna, digamos: de perfiles de aluminio y cristal. Pero en Borges no hay coito, no hay gracia, no hay conexión humana. ¿En qué cuentos de Borges usted encuentra sudor? ¿O sangre? Por eso no escribió novelas.
M.G.: ¿Cómo se ha sentido con el mundillo literario? ¿No le ha dolido la marginación?
J.F.: No, absolutamente, no. Lo que pasa en Buenos Aires, para mí, ni fu ni fá. Yo vivo acá, al margen de todo, y hago mis cosas. Vivo al margen de toda emulación, de toda envidia. Yo hago lo mío y que otros hagan lo suyo.
M.G.: ¿Se tradujo su obra?
J.F.: Se tradujo "Op oloop" al francés, en una edición privada. También se tradujo al alemán, pero sobrevino el nazismo y como el tipo era judío, no sé qué pasó. Luego me pidieron "Caterva" para traducirla al sueco, pero nunca supe nada. También en Norteamérica me pidieron "Caterva". Pero no me interesan esas cosas. A mí, publicado el libro, abur. Por eso no leo mis propios libros. Me interesa siempre sólo el libro que estoy escribiendo.
M.G.: Alguna vez usted dijo: "me interesa la preñez". ¿Escribir es como parir, verdad?
J.F.: Claro. Mire: un artista sin imaginación es igual a cero. Uno necesita una imaginación de contrabandista de drogas, experto en burlar aduanas de todo el mundo. Baudelaire decía que el trabajo es un forma desesperada de divertirse y eso es verdad. Trabajando se presentan las ideas y se estimula la imaginación. Sin imaginación no hay escritor. La imaginación es la gran matriz proveedora de argumentos, de estructuras, de estilos. Es una especie de mayéutica, un parto diario. El escritor tiene embarazos constantes, perennes. Por eso digo que me interesa el libro que está por nacer; me preocupa la preñez. Y como para mí la inspiración no existe, trabajo todos los días. Soy un sistemático, y si no escribo cada día, me abotargo. Hay un manicomio dentro de un escritor, ¿no cree? Si uno tuviera una población de hombres correctos, sería un escritor insoportablemente monótono, porque la vida correcta es lo más estúpido que hay.
M.G.: Henry Miller recomienda "cultivar la locura".
J.F.: Lógico: escribir es una forma de masoquismo. Sobre todo si no produce ganancia alguna. Entonces colinda con el sacrificio y la santidad. Yo jamás he dado un paso para hacer un negocio, pero he dado miles para hallar un adjetivo gravitacional. Toda mi felicidad consiste en eso. Sólo las letras abastecen mi necesidad de vivir. Fíjese que en las inquisiciones que me hicieron tres militares, en el año '77, cuando la última dictadura, mucha gente creyó que yo iba a ser otro desaparecido. Uno de los coroneles tenía mi libro "Vil & Vil" en las manos, todo subrayado y le temblaba la voz: "¿Usted escribió esto?". Le respondí que sí, pero lo que ahí dice lo dicen mis personajes. No soy yo. La cabeza de un escritor, sépanlo -les dije- es una matriz que está siempre preñada; siempre está pariendo personajes. En otro libro mío, si lo quieren leer -les expliqué- hay ciento seis personajes. Ese libro es "Caterva". Y hay putas, hay militares, hay hombres honestos, abogados, etcétera, y cada uno habla su idioma... Pero ellos estaban espantados porque en "Vil & Vil", el personaje de un joven estudiante putea de lo lindo contra los militares. Pero era una argumentación incomprensible para tan supina ignorancia.
M.G.: ¿Usted tuvo alguna vez militancia política, o por la magistratura no pudo tenerla?
J.F.: Jamás la tuve. He sido completamente ejemplar en ese sentido.
M.G.: Volviendo a su estilo de trabajo, decía que escribe a mano. ¿Luego pasa a máquina?
J.F.: Sí. Trabajo a mano, a la manera griega: la palabra estilo quiere decir punzón con que se escribe la tableta encerada. De ahí la palabra estilográfica, como se llamaba antes a la lapicera. El estilo, por transferencia lingüística, se convirtió en una medida de la calidad literaria. Cuando paso a máquina, sólo voy corrigiendo, depurando... Y me queda mucha obra inconclusa, que quiero terminar. Hay poemas, pequeños cuentos, pero ya novelas no. La última fue la del crápula éste, Decio Ochoa, de cuatrocientas páginas. Pero ya no haré estas obras de largo aliento, porque toda novela recaba una modulación progresiva y constante, casi obsesiva. Por eso Lugones no escribió novela. Ni Borges. Son escritores más o menos repentistas, que no tienen una dinámica intelectual permanente, sistematizada. ¿Qué novelista de la Argentina ha publicado, por ejemplo, diez novelas? Cite usted...
M.G.: Estoy pensando, y confieso que no se me ocurre...
J.F.: Benito Lynch escribió tres o cuatro. Mallea cuatro o cinco. Sábato dos o tres, muy buenas, pero dos o tres. Bioy Casares, Cortázar, quien quiera. No hay un escritor argentino que haya escrito diez novelas. Yo llevo once. Es que la novela recaba eso: un persistente pensar, y tener los bolsillos siempre llenos de papeles vinculados al tema, ir agregando al personaje, ir dotándolo. En la novela usted tiene que prestarle cultura a los personajes. Aníbal Ponce, en los años '30, decía de mis novelas que renovaban el lenguaje por esto mismo, por la cultura de los personajes.
M.G.: En la famosa discusión Boedo-Florida, ¿usted participó?
J.F.: No, yo estaba muy lejos. Buenos Aires estaba muy lejos. Pero sentimentalmente yo estaba con los de Boedo. ¡Ah!, ahí tiene a alguien que no mencioné: Barletta. El fue muy generoso conmigo: escribió que yo era "el único escritor europeo que tiene la Argentina". Pero esa simpatía creo que me venía por mi origen humilde: hijo de un almacenero gallego y de una madre analfabeta, porque mi mamá era analfabeta. Era un hogar obviamente socialista, desde chico fui bombardeado en tendencias de izquierda. Mi padre, vea, vino de España casi analfabeto y aprendió a leer, me contaba, debajo de las carretas mientras recorría la provincia de Buenos Aires, allá por Olavarría, en los años '80, los '70 del siglo pasado. Una vida muy azarosa. Esas cosas quedan. En mi libro "Aquende" hago por ahí una cierta apología de Rosas. ¿Sabe por qué? Porque mi papá era rosista. Siendo extranjero, él decía que de la gente de Quequén, de la pampa, los arrieros y fleteros, jamás pronunciaban un solo dicterio contra Rosas.
M.G.: Usted ha vivido todo el siglo. ¿Cómo diría que cambió la vida, cómo cambió el país?
J.F.: Yo creo que para bien. Por supuesto que para bien. Faltan algunos escalones, claro está, para llegar a lo excelente, pero todo cambió para mejor. Soy totalmente optimista, con respecto al futuro. Tanto la República Argentina, como el mundo, están cambiando. Yo he visto, fíjese, una Argentina manejada paternalmente, con cuatro millones de habitantes. Y ahora tenemos una Argentina de treinta y dos millones que está cambiando, el paternalismo desaparece; desaparece la caridad por la justicia; la desigualdad por una distribución equitativa. Hay un trato más humano en la gente. Ya desaparecerá el elitismo, a su tiempo, vamos en esa dirección... Por más que por otro lado, uno ve que tecnológicamente las elites, la "gentry" como dicen los ingleses, tratan de perdurar por medio de los adelantos técnicos. Una evolución de ese tipo puede llegar a constituir una nueva aristocracia, y ése es el peligro. Si el tecnicismo es dominado con un criterio democrático, llegaremos a un mundo mucho mejor.
M.G.: Una última pregunta: si volviera a nacer, ¿que sería?
J.F.: Lo mismo: un escritor. Y repetiría mi vida minuto a minuto. Mi mujer decía lo mismo. Nos gustaba la vida recoleta, aislada, un poco solitaria y conviviendo con el medio en esos contactos eventuales que presenta la vida. Pero dueños absolutos de nuestro yo.