16 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XIII) Horacio Salas

El poeta, historiador y ensayista Horacio Salas (1938-2020) cursó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires de donde egresó en 1956. Considerado una figura característica de la generación poética de los años ’60, publicó su primer libro de poemas a los veintitrés años. Por entonces estudiaba Derecho en la Universidad de Buenos Aires y trabajaba en una inmobiliaria. También en aquellos años
  se inició en el periodismo, trabajando en suplementos literarios y culturales de varios diarios y revistas. Con el poeta Roberto Santoro (1939-1977) cofundó “El Barrilete”, una revista literaria donde por primera vez se dio lugar a los poetas del tango. Ya en los años ’70 fue enviado por la revista “Panorama” a Chile para entrevistar a Pablo Neruda (1904-1973), con quien se quedó unos días compartiendo su cotidianidad en Isla Negra.
Cuando en 1976 se produjo el golpe militar conocido como Proceso de Reorganización Nacional, Salas trabajaba como Jefe de Prensa y Publicaciones de la Fundación Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) y, como muchos otros intelectuales y escritores argentinos, debió exiliarse en España. Allí pasó económicamente momentos muy difíciles hasta que el poeta español Félix Grande (1937-2014) le ofreció trabajo en la revista “Cuadernos Hispanoamericanos”. Allí también se enteró de que su amigo Santoro había sido secuestrado y desaparecido por la dictadura. Regresó al país en octubre de 1983, con la vuelta de la democracia, y se dedicó de lleno a su carrera como escritor. Entre 1989 y 1990 se desempeñó como Secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires y, entre 1992 y 2004, fue Director del Fondo Nacional de las Artes. También desde 2003 a 2004 dirigió la Biblioteca Nacional.
Su extensa carrera en el mundo de las letras incluyó, entre otras obras, los poemarios “El tiempo insuficiente”, “La soledad en pedazos”, “El caudillo”, “Memoria del tiempo”, “La corrupción”, “Mate pastor”, “Gajes del oficio”, “Cuestiones personales”, “El otro”, “Dar de nuevo” y “Línea de puntos”; y los ensayos “La poesía de Buenos Aires”, “Generación poética del ‘60”, “La España barroca”, “El tango”, “Borges, una biografía”, “El Centenario”, “Homero Manzi y su tiempo” y “Lecturas de la memoria”. Su poesía fue traducida a doce idiomas y fue incluida en medio centenar de antologías. Salas es el autor del siguiente artículo -“Cortázar de memoria”- que apareció publicado en “El Perseguidor. Revista de Letras” nº 12 en diciembre de 2004.
 
Para buena parte de mi generación, compuesta por un conjunto de escritores en ciernes que en 1960 teníamos alrededor de veinte años (entre los que se puede recordar a Abelardo Castillo, Vicente Battista, Liliana Heker, Roberto Santoro, Marcos Silber, Ricardo Piglia, Arnoldo Liberman, y otros un poco mayores, como Juan Gelman, Humberto Costantini, Pedro Orgambide, Isidoro Blaisten o Daniel Moyano, pero que compartían nuestras tenidas e ilusiones, es decir, lo que la historia de la literatura con su manía por los números redondos llama generación del ‘60, Cortázar fue durante años una suerte de hermano mayor que vivía en París.
Era la persona que desde allá respondía puntualmente nuestras cartas, comentaba nuestros primeros libros y hasta soportaba artículos, cuentos y poemas que le enviábamos para demostrarle nuestra admiración y la confianza que nos merecía su juicio. Cortázar, que era de una gran cortesía, ésa que sólo pueden tener los grandes, se tomaba el tiempo de leernos, y su manera de darnos aliento para que siguiéramos escribiendo consistía obviamente en estimularnos y al mismo tiempo deslizar algún consejo, una opinión crítica sobre un fragmento de nuestros textos. Además, se encargaba de facilitar ese acercamiento publicando en las mismas revistas a través de las cuales los jóvenes de entonces pensábamos -ingenuamente, como correspondía- que desde una publicación literaria podíamos contribuir a cambiar el mundo.
Cortázar aún no había manifestado su inclinación hacia Cuba revolucionaria, que habría de provocarle un distanciamiento tajante de la cultura oficial, compuesta en aquellos días por los suplementos de “La Nación” y “La Prensa”, la revista “Sur”, la Academia de Letras y la dirigencia de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Sin embargo, fueron las revistas literarias las que acogieron sus declaraciones, varios de sus cuentos y trabajos de todo tipo. Por otra parte, nosotros sosteníamos de manera unánime que “Bestiario” era un libro inigualable; después fueron saliendo otros títulos que confirmaron nuestra opinión, y cuando la tapa negra de “Rayuela” inundó las vidrieras de las librerías porteñas, el impacto fue extraordinario. Nosotros, los de entonces, nos sentimos identificados con Horacio Oliveira y cada muchacha argentina soñaba ser La Maga. Así como Borges en los ’20 les había enseñado a los que vinieron detrás a escribir en argentino, Cortázar en los ‘60 nos abría la puerta a lo fantástico, al humor surrealista, al absurdo y a la pasión crítica. Ante este panorama, no resulta extraño que tanto por estos lares como en toda Latinoamérica, y hasta en España, aparecieran decenas, centenares de epígonos, a veces meros imitadores, especies de “cortazaritos” reducidos por los jíbaros que, tan pronto como aparecieron, pasaron al territorio del olvido.
Al recorrer los primeros tramos de la década ya pudo verse que Cortázar, además de romper con los moldes formales, de desalmidonar la tarea creativa, de reírse de sí mismo y de la realidad (sin duda influido por Marechal y Filloy, autores a los que admiraba), también era capaz de comprometerse con sus ideas. Y, para una generación tan politizada como la nuestra, esa postura agregaba un componente esencial: era capaz de jugarse ideológicamente, aunque ello le cerrara ciertas puertas en una sociedad dividida y marchita por la intolerancia. Ya antes, en 1948, Cortázar había demostrado su independencia de criterio cuando, en medio de la ola de silencio o denuestos que cayó sobre la primera edición de “Adán Buenosayres”, debido al peronismo de Marechal, fue capaz de romper esa unanimidad con un elogio publicado en la revista “Realidad”, con el que sorprendió a sus amigos antiperonistas. Y aquella muestra de independencia también sumaba puntos a favor: señalaba una coherencia.
Sin embargo, desde finales de los ‘60 y hasta la instauración de la dictadura militar (que pondría a Cortázar en la lista de autores prohibidos), la creciente crispación política argentina hizo que esa independencia crítica provocara una especie de manía anticortazariana, con dardos que llegaban desde ambos lados de la ideología. Durante la revuelta estudiantil de mayo de 1968, en París, Cortázar acompañó la toma de la Casa Argentina realizada por jóvenes compatriotas residentes en Francia; Silvina Bullrich, suerte de icono de la literatura de derecha, la escritora que más vendía en la Argentina y lectura obligatoria para la clase media, se indignó: “Que fácil, por qué no viene a gritar acá. Es una payasada carente de riesgo”. Y hasta el general Lanusse, que era presidente de facto, se tomó el trabajo de sostener que Cortázar era poco menos que un encubierto traidor a la patria porque había aceptado la nacionalidad francesa.
Que los diarios “La Nación” y “La Prensa” no le perdonaran a Cortázar su simpatía pro-cubana parece lógico en aquel contexto de gobiernos militares y plena Guerra Fría. Llama la atención, en cambio, la enconada censura proveniente de la izquierda, vista desde la perspectiva de hoy, tras haber alcanzado un mayor equilibrio crítico por parte de los sectores intelectuales. Por ejemplo, la revista cultural marxista “Uno por Uno” sostuvo en 1971 que la defensa de la libertad de expresión realizada por Cortázar demostraba que, pese a los disfraces, él no era otra cosa que un “quinta columna de la burguesía”. Por su parte, David Viñas sentenciaba en 1972: “La esquizofrenia geográfica (de escribir en Europa refiriéndose a la realidad latinoamericana) está emparentada con el fenómeno de la doble lealtad. Escinde, por tanto, por lo menos, como el querer jugar a dos paños al mismo tiempo”.
Mientras tanto, Haroldo Conti (luego desaparecido por la dictadura) asumía, casi en solitario, la defensa de Cortázar: “Francamente sigo creyendo que no es una condición ‘sine qua non’ estar aquí y ahora para opinar y participar de nuestra faena política, de hecho hay gente que estando aquí es como si viviese en el Himalaya, y aún en la Luna. Los clásicos ‘espaldistas’ son capaces de escribir sobre el Renacimiento o sus aburridos fantasmas apoyados en el mismo paredón detrás del cual revientan a sus hermanos (Haroldo habría de saberlo en carne propia algún tiempo después). Julio, en cambio y para abreviar, es un ciudadano del mundo al cual no le afectan las distancias, podría estar y vivir en cualquier parte y seguir sintiendo a América, a su país, como yo, como cualquiera al que le duele”.
Y aquí voy a agregar mi propia autocrítica. Cuando se publicó “Último round”, el libro no me convenció y, de manera bastante injusta, le di un palo en una larga nota en la revista “Análisis”, uno de los semanarios de los ‘60, donde yo dirigía la sección libros. En aquella nota escribí (cito de memoria) que el tono de Cortázar parecía el de un nostálgico habitante del Buenos Aires de los años ‘40, que el suyo no era el idioma que se hablaba en ese momento, que sonaba casi anacrónico. Cuando, al poco tiempo de que apareciera mi nota, Héctor Yánover le hizo grabar un disco, “Cortázar por él mismo”, que se reeditó hace unos dos años, Cortázar me contestó el agresivo comentario. Antes de leer “Torito”, se queja con su característico acento gangoso: “Algún periodista dice que mis textos no parecen de un porteño de hoy; yo le digo que, para la literatura, el lenguaje de Justo Suárez va a ser siempre el que yo he escrito en Torito”.
Debido a mi enorme amistad con Yánover, recibí inmediatamente el disco y hasta creo que lo escuché en cinta, mientras lo estaban editando. Entonces, en la misma revista donde había sacado mi nota, dije más o menos: “Julio Cortázar tiene razón; con ese comentario me porté injustamente. Para la literatura, y para la historia, que finalmente es también una creación literaria, el idioma de un caballero castellano va a ser, a través de los siglos, el que utiliza el Quijote, y no otro, por más que en la España de hoy se hable de otra manera. Para la literatura y la historia, el lenguaje de Justo Suárez va a ser siempre el que utiliza Torito”.
A las pocas semanas de haber aparecido ese mea culpa -yo vivía entonces sobre la avenida Santa Fe-, mi mujer me pidió que fuera a comprar pan para el almuerzo de mis hijos. Crucé la calle y, de pronto, en la vidriera de uno de esos mágicos bazares que ya no existen, donde convivían cristalería, herramientas, novedades de jardinería y artículos de limpieza en una suerte de elegante cambalache, había un tipo altísimo, con pantalones que le quedaban cortos como a esos adolescentes que dan el estirón, vestido de blanco, calzado con zapatillas de básquet, interesadísimo en la vidriera. Reconocí a Cortázar. Nadie sabía que estaba en Buenos Aires. Después de un primer ramalazo de timidez, que casi me hace seguir de largo, me acerqué y le susurré: “Cortázar, yo soy Horacio Salas”, acaso con cierto temor de que me respondiera “ah, usted es el idiota”, o algo por el estilo. En cambio, me dijo con una sonrisa: “¿Horacio Salas? Tenemos que conversar. ¿Por qué no vamos a tomar un café?”. Mi mujer me contó luego que estaba a punto de llamar a los hospitales, porque habían pasado más de tres horas en lugar de los diez minutos esperables. Para mí, lo más recordable de aquella charla fue que Cortázar me dijo: “Yo estoy acostumbrado a los palos, pero no sé de ningún crítico que alguna vez se desdijese. Me gustó su gesto y quería decírselo”.
A partir de mi llegada al exilio, a pocas semanas del golpe del '76, yo había comenzado a entender en profundidad otros aspectos de la literatura cortazariana, comprensión que plasmé en algunos ensayos, en especial uno titulado “La ubicuidad del exiliado”, donde me identifiqué con su sensación de haberse convertido en un escritor que geográficamente realizaba su tarea a miles de kilómetros de donde se encontraban quienes (al menos potencialmente) deberían ser los verdaderos destinatarios de su obra. Y aunque Cortázar no era estrictamente un exiliado, porque había podido elegir el momento de alejarse del país, y durante mucho tiempo si hubiese querido podría haber optado por el regreso, lo era de hecho en sus reacciones anímicas.
Cuando nos encontramos con Cortázar en Madrid, la conversación giró acerca de las siempre lacerantes aristas de esta problemática, de las sensaciones que nos habían producido nuestros mutuos exilios, y le conté que, al llegar a España, tenía tanto miedo de perder mi biografía, mi historia, que algunas veces me ponía a transcribir letras de tango, o de canciones folklóricas, para no olvidármelas, o que anotaba detalles de cómo eran la cuadra de mi casa y los colores de mi barrio, siempre con miedo de que los días extranjeros fueran esfumando mis imágenes. También le dije que, como en su cuento “El otro cielo”, donde el protagonista entraba por una galería de Buenos Aires y salía por una de París, pero cien años antes, a mí me ocurría confundir en la memoria sucesos ocurridos en Buenos Aires con otros que habían pasado en España. Me respondió que las vivencias de ese cuento respondían a su propia mezcla de recuerdos, al sentimiento de que se va perdiendo un lugar en el mundo. “Uno comienza a no ser de ninguna parte”, me dijo. Frase que registré en un cuaderno sobre Buenos Aires que llevaba en Madrid, en lucha contra los humos del olvido, que para mí era también -y sobre todo- una lucha personal contra la muerte. Escribí: “El único lugar en el mundo que tiene Cortázar es la lengua, la literatura, no un París ni un Buenos Aires geográficos: ese país que añora, hoy sólo sobrevive en la patria de la literatura”.
La última vez que lo vi fue cuando vino para despedirse de la Argentina, en diciembre de 1983, días antes de que asumiera Raúl Alfonsín. Fui a verlo con Héctor Yánover; lo encontramos tristísimo: acababa de morir su última mujer, Carol Dunlop, y no cabía duda de que él también estaba enfermo y lo sabía. Además, Alfonsín no lo había recibido. Con Yánover salimos casi en silencio, con la sensación de que Cortázar había venido a saludar al presidente de la democracia recobrada, y se tenía que volver con la frustración de no haber sido atendido. Siempre creí que algún asesor (de los que sobran en todos los gobiernos) habrá eliminado la entrevista de la agenda presidencial, por temor a que los militares se molestaran si recibía a un defensor de Cuba y Nicaragua. Con el agregado de que Cortázar sentía en su cuerpo que ésa habría de ser la última oportunidad de estar en la Argentina, como que murió dos meses más tarde.
Hoy llegan estudiantes de universidades de todo el mundo a investigar la obra de Cortázar en el sistema de la literatura argentina, donde sobresalen algunos picos identitarios: la gauchesca, las narraciones fantásticas, el “corpus” de las letras de tango, la crónica y, muy especialmente, el peculiar sentido del humor que se gasta en esta parte del mundo y que atraviesa varios textos primordiales. Y en ese territorio Cortázar tiene -y tendrá- un sitio prioritario en tres andariveles: lo fantástico, el humor y la crónica, además de ser, claro, uno de los mayores cuentistas del castellano. Y, como si fuera poco, también escribió tangos y practicó la poesía, donde dejó un verso que lo define: “ser argentino es estar lejos”, dijo en una línea que suena a justificación ante ciertas críticas que llegaron a abrumarlo. Para la historia, pese al domicilio que aparecía en el remitente de sus cartas, él sería -será siempre- un escritor argentino, como debió sentirlo cuando vino para caminar, escuchar y oler su Buenos Aires, al saber que le quedaban sólo unas pocas semanas de vida.