(XXIV) José Luis de Diego
El platense José Luis de Diego (1956) es doctor en Letras y profesor de Introducción a la Literatura y Teoría Literaria II de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Ha sido decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de dicha universidad entre 1992 y 1998 y entre 2001 y 2004, y también director del Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales entre 2009 y 2013. Ha dirigido junto a la escritora y profesora de Literatura Sylvia Saítta (1965) la colección “Serie de los Dos Siglos” para la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba) y, desde 2014, dirige la revista científica semestral en línea “Orbis Tertius”, editada por el Centro de Teoría y Crítica Literaria de la UNLP en la cual se tratan temas referidos a cuestiones teóricas acerca de todas las literaturas, preferentemente de las literaturas y procesos culturales argentinos y latinoamericanos, y se publican originales e inéditos y reseñas bibliográficas. Además es miembro de EDI-RED, el portal de Editores y Editoriales Iberoamericanos (siglos XIX-XXI) de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
Se ha especializado en temas de historia intelectual, teoría literaria y, en los últimos años, historia de la edición. Considerado como uno de los mayores especialistas argentinos en estas materias, es autor de una numerosísima obra ensayística tanto impresa como digital que incluye tesis universitarias, conferencias, biografías, análisis teóricos y críticas literarias.
De su autoría son los ensayos “Editores y políticas editoriales en Argentina (1880-2010)”, “Roland Barthes. Una Babel feliz”, “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986)”, “La otra cara de Jano. Una mirada crítica sobre el libro y la edición”, “Los autores no escriben libros. Nuevos aportes a la historia de la edición”, “Editores y políticas editoriales en Argentina (1880-2000)”, “La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates”, “La verdad sospechosa. Ensayos sobre literatura argentina y teoría literaria”, “Una poética del error. Las novelas de Juan Martini”, “Los escritores y sus representaciones: formación, campo literario, escritura, lector, crítica, canon, mercado editorial, libros”, “Americanismo y latinoamericanismo. Dos momentos en la constitución de un espacio editorial para nuestro continente”, “Nuevas perspectivas de diálogos en la literatura y la cultura españolas contemporáneas”, “La literatura y el mercado editorial”, “Libros y literatura en el espacio latinoamericano”, “1938-1955. La época de oro de la industria editorial”, “1976-1989. Dictadura y democracia: crisis de la industria editorial”, “Gelman y el exilio argentino”, “La teoría literaria hoy. Conceptos, enfoques, debates”, “De Barthes a Pierre Menard. Estudios sobre Borges”, “La novela argentina, 1976-1983”, “Relatos atravesados por los exilios”, “La novela de aprendizaje en Argentina”, “Concentración económica, nuevos editores, nuevos agentes”, “Lecturas de historias de la lectura” y “La Argentina democrática. Los años y los libros”.
Con respecto al autor de “Historias de cronopios y de famas” ha escrito varias columnas de opinión en la revista “Orbis Tertius”, entre ellas “¿Por qué Cortázar?” en el nº 7 del año 2000, en la que afirma que el respeto y reconocimiento a la figura de Cortázar como un escritor central en la literatura argentina del siglo XX contrasta con el estrechamiento progresivo de la producción crítica sobre su obra, lo que atribuye a que la bibliografía sobre Cortázar fue vastísima en vida del autor. También, en el nº15 de la misma revista aparecido en el año 2009, publicó “Cortázar y sus editores”, artículo en el cual en dividió en tres etapas la relación entre Cortázar y los editores: la primera desde 1949 hasta 1959 con editores amigos como Luis Seoane (1910-1979), Daniel Devoto (1916-2001), Arturo Cuadrado (1904-1998) y Julián Urgoiti (1901-1979); la segunda desde 1959 hasta 1968 con Francisco “Paco” Porrúa (1922-2014); y la tercera desde los años ’70 hasta su muerte con Arnaldo Orfila (1897-1998), Jaime Salinas (1925-2011), Mario Muchnik (1931-2022) y Guillermo Schavelzon (1945). “El silencio sobre Cortázar”, el artículo de José Luis de Diego que sigue a continuación, apareció originalmente en febrero de 2004, al cumplirse veinte años del fallecimiento del autor de “Todos los fuegos el fuego”, en la revista “Caleta. Literatura y pensamiento” que edita el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz.
No sólo en los seis números de “Orbis Tertius” no se había publicado ningún artículo que se ocupara de los textos cortazarianos, sino que no resultaba sencillo encontrar ponencias en ese sentido en jornadas y congresos, especialmente en Argentina, ni tampoco artículos en revistas, sean de circulación universitaria o de difusión algo más amplia. El tiempo no parece haber modificado esta tendencia: acabo de recibir el programa del XII Congreso Nacional de Literatura Argentina, que se realizará en octubre en Río Gallegos, y una vez más resulta llamativo el silencio sobre Cortázar.
Aventuro algunas hipótesis para explicar este fenómeno. La primera da cuenta de una suerte de saturación crítica: la bibliografía sobre Cortázar, que ya era vastísima en vida del autor, abarca cientos de trabajos producidos aquí y en el extranjero; ¿qué decir entonces sobre Cortázar que no se haya dicho? Esta hipótesis no parece satisfactoria, ya que es fácilmente rebatible a partir del contra-ejemplo de Borges, cuya obra continúa siendo objeto de numerosos trabajos que no parecen alcanzar nunca un punto de saturación.
La segunda se relaciona con la re-canonización de ciertos autores en la producción crítica de los últimos veinte años. Ya en 1969, David Viñas, en un conocido artículo, manifestaba su preocupación por la influencia que la literatura de Cortázar estaba ejerciendo en los jóvenes escritores -entre otros, Puig y Piglia-: “desinterés” y “enclaustramiento” son algunos de los efectos que podían advertirse, según David Viñas, en la narrativa de entonces, tal como lo expresó en “Después de Cortázar: historia y privatización” en “Cuadernos Hispanoamericanos” n° 234 publicado en Madrid en junio de 1969.
También muy conocida es la polémica que enfrentó a Cortázar con Liliana Heker durante la dictadura militar. Más allá de su obvia inclusión en la serie de debates entre “los que se quedaron” y los exiliados, en la polémica pueden leerse los síntomas de una re-configuración progresiva del canon. Cortázar afirma que antes le llegaban libros y manuscritos de jóvenes escritores argentinos y que ese vínculo se había cortado, y lo atribuye a los nefastos efectos de la dictadura. Heker le responde que si no le llegan más esos textos es porque se ha transformado en un “clásico”: claramente, en el mismo momento en que lo canoniza, lo corre del centro de la discusión. Esta polémica se publicó en “El Ornitorrinco” n° 7 (febrero de 1980) y en el n° 10 (octubre-noviembre de 1981) y se encuentra reproducida en “Cuadernos Hispanoamericanos” n° 517-519, Madrid, julio-septiembre de 1993.
Parece evidente que por aquellos años la figura de Cortázar se desplaza, desde el gran modelo estético de los jóvenes escritores de los ‘60 y los primeros ‘70, hacia un modelo ético, al erigirse en la figura más destacada de la resistencia a la dictadura en el exilio. Inversamente, Borges, el otrora cuestionado “faro” de la “intelligentzia” liberal, el que inicia el período dictatorial en un almuerzo con el presidente de facto, era reconocido por Piglia en la “Encuesta a la literatura argentina contemporánea” publicada en Buenos Aires por el “Centro Editor de América Latina” en 1982, como “il miglior fabbro” y, según vimos, está prácticamente fuera de los debates que enfrentan a exiliados con los que se quedaron en el país: ahora suscitaba “sentimientos complejos”, de acuerdo con la fórmula que eligió Noé Jitrik para titular su lúcido artículo publicado en 1981 en París en “Les Temps Modernes” n° 420-421: “Sentimientos complejos sobre Borges”.
Esta operación se torna evidente en la obra de Ricardo Piglia; visible de un modo que bordea la distorsión o la exasperación, según los casos, como el propio Piglia lo ha admitido a propósito de las teorías de Emilio Renzi, su reincidente personaje. La oposición Borges-Arlt a la que “Respiración artificial” -y algunos textos de “Crítica y ficción” como por ejemplo “Sobre Cortázar”- sirven de escenario, tuvo una influencia decisiva en el establecimiento de verdaderos lugares comunes de la crítica literaria y de la enseñanza universitaria. Esta operación pone de manifiesto, por contraste, el pálido lugar que ocupa Cortázar a quien, o bien se lo omite, o bien se lo menciona en pocas líneas que lo descalifican. Por otra parte, el propio Piglia se ha referido frecuentemente a las escrituras de autores que admira, Manuel Puig y Juan José Saer, como dos de los modos posibles de resolver los problemas con los que se enfrenta la narración en la sociedad mediática después de Borges. Parece obvio agregar que el interés crítico en las obras de Puig y de Saer ha sido casi explosivo en los últimos años.
En este itinerario -sólo esbozado a modo de introducción- se puede incluir la labor de los críticos de “Punto de Vista”, seguramente la publicación especializada más influyente en nuestro país: el reiterado e insistente interés en Borges y en Saer pone de manifiesto, por oposición, las aisladas y esporádicas menciones a la obra de Cortázar -como por ejemplo el artículo “Novelas y política” que María Teresa Gramuglio publicó en el nº 52 de esa revista en agosto de 1995- que contrastan con el lugar central que ocupaba su figura en las revistas de los primeros ‘70, “Crisis” (nros. 2, 11 y 36), “Los Libros” (nros. 2, 3, 30 y 37), y “Nuevos Aires” (nros. 1, 2, 3 y 8), entre otras.
En diciembre de 1983, Beatriz Sarlo afirmó en “Literatura y política”, artículo publicado en el n° 19 de “Punto de Vista”, que durante los ‘70 se pasa “del sistema de la década del ‘60, presidido por Cortázar y una lectura de Borges (lectura contenidista, si se me permite la expresión) al sistema dominado por Borges, y un Borges procesado en la teoría literaria que tiene como centro al intertexto”. Sin embargo, en 1987, tres años después de la muerte de Cortázar, Juan Martini y Rubén Ríos organizaron desde la revista “Humor” una encuesta a escritores acerca de las diez novelas “más importantes” de la literatura argentina: para sorpresa de muchos, “Rayuela” fue la más votada y ocupó el primer lugar. Dicha encuesta se publicó, sucesivamente, desde la n° 196 de mayo de 1987 hasta la n° 203 de agosto del mismo año, en la cual apareció la “Tabla final”.
La pregunta sigue pendiente: ¿fue de las más votadas por su vigencia o porque es un “clásico”, con las connotaciones negativas con que usó el término Liliana Heker? En otro momento -en mi “Potsdamer Platz. Experiencia y narración en el caso argentino (1976-1983)” aparecido en “Orbis Tertius” n° 2/3 en 1996- planteé una tercera hipótesis posible para explicar el silencio, ya no relacionada con la crítica, sino con el público lector. Allí decía que en el año ‘93 incluimos “Rayuela”, en el programa de Introducción a la Literatura de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, dado que se cumplían treinta años de su publicación.
Un grupo de alumnos, disconforme, a los pocos días me reprochó esa inclusión: afirmaban que en la novela “no pasaba nada”, cosa que, en algún sentido, es rigurosamente cierta. En “La estructura de ‘Rayuela’ de Julio Cortázar”, uno de los textos decisivos sobre la novela del ‘63, Ana María Barrenechea reseñó el argumento en un pie de página de muy pocas líneas. Sería largo discutir sobre las causas de este rechazo que, por otra parte, no era unánime. En ese momento, yo recordé una reflexión de Umberto Eco, en la que afirmaba que la vida de cualquiera de nosotros se parece mucho más a la de Leopold Bloom que a la de D’Artagnan; sin embargo, se sigue diciendo que “Los tres mosqueteros” es un texto realista y que “Ulises” es experimental y vanguardista.
Podemos conjeturar que para muchos de esos chicos la idea de realismo en arte se asociaba al cine de acción norteamericano, que combina de un modo admirable la irrealidad con la verosimilitud. Si algún lector se acerca a Cortázar desde este verosímil, la experiencia será fuertemente deceptiva. Cuando Cortázar dice que reclama lectores-cómplice, está acercando al máximo la dimensión de la experiencia con la experiencia de la narración. En este sentido, “Rayuela” es una de las grandes novelas contemporáneas en las que se asocia la experimentación formal con una reflexión exhaustiva sobre la experiencia. Así, al igual que con “Ulises”, es difícil permanecer indiferente ante “Rayuela”, o se la abraza con fanatismo o se la abandona hastiado en la página veinte. El nuevo verosímil ha disociado totalmente narración y experiencia: uno se cree lo que le pasa a Bruce Willis, aunque eso jamás le pueda pasar a uno. Los alumnos de mi curso, en cambio, no se creían lo que le pasaba a Horacio Oliveira, porque eso jamás le ocurriría a Bruce Willis.
Se ha dicho muchas veces que el olvido que rodeó a la figura de Cortázar está ligado al hecho de que se trata de un escritor incómodo, cuyas posiciones políticas cuestionaban seriamente el orden capitalista y burgués, y esto es absolutamente cierto; Cortázar siempre tuvo detractores. No obstante, es una explicación que a mí siempre me pareció insuficiente. También en el ’93, se publicó en Rosario “La curiosidad impertinente”, libro de entrevistas de Guillermo Saavedra a dieciocho escritores argentinos; si no leí mal, Cortázar aparece mencionado sólo una vez, y de ninguna manera allí media condena o censura ideológica alguna. Como es fácil presumir, Borges aparece citado una multitud de veces.
Lo que quiero decir con relación a Cortázar es lo siguiente: a) Cortázar produjo lectores que abrazaron con fervor cierto pacto de verosimilitud basado en una estrecha aproximación entre narración y experiencia. Todos queríamos ir a París, todos queríamos discutir en el Club de la Serpiente, todos soñábamos con encontrar a la Maga; b) el silencio sobre Cortázar se produce menos por razones políticas que por desplazamientos estéticos; c) estos desplazamientos estéticos plantean una nueva relación entre narración y experiencia; o, para decirlo de un modo algo más impreciso, entre literatura y vida. No sé, finalmente, cuál de estas hipótesis resulte la más adecuada para explicar el hecho que estamos analizando; acaso la explicación no se encuentre sólo en una de ellas. Pero sea cual fuere, no me mueve, en estas breves notas, un afán de “desagravio” o algo semejante. Procuro, simplemente, comprender un fenómeno que, al menos para mi generación, no deja de ser extraño: el silencio sobre un escritor cuya obra resulta inescindible de nuestra novela de formación, cuya definitiva ausencia no debiera justificar un prematuro olvido.