29 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXVI) Luisa Valenzuela

“Una tarde de otoño a fines de noviembre de 1983, de esas resplandecientes que se abren a todas las posibilidades, recibí un radiante, inesperado llamado y era Julio Cortázar que estaba de paso y me preguntaba si podía verlo al día siguiente porque quería pasar una larga tarde de amistad, tranquila, lejos de toda exigencia. Julio acababa de completar una gira de conferencias y como yo llevaba más de cuatro años viviendo en Nueva York sabía lo que eso podía significar. Al día siguiente de la llamada telefónica partí al encuentro del tan admirado y querido amigo, dispuesta como en otras ocasiones a dejarme llevar por la corriente de su charla siempre cálida y sorprendente. En la mesa del bar del hotel estuvimos hablando de bueyes perdidos, como decimos en nuestro país, de las cosas de la vida y mis actividades en Nueva York y mi amor y fascinación por esa ciudad, comparables a su amor y fascinación por París. Viajes, viajes. Parece ser lo mío -me dijo-. Necesito tomarme un año sabático para escribir mi novela. Me la debo. De distintas revistas me piden cuentos, obras de ficción, y con lo mucho que me gustarla escribirlos opto por mandarles un texto sobre los problemas latinoamericanos. Pero la novela, la novela… Lo decía con su suave voz de erres ronroneadas. Nos separamos al anochecer afirmando que volveríamos a vernos pronto. El 14 de febrero del siguiente año la atroz noticia me llegó justo cuando estaba yendo a una librería del East Village a leer unos fragmentos de mi propia obra. Ante tamaña pérdida sentí que me sería imposible emitir palabra, la garganta oprimida por el dolor, pero supe encontrar el sonido para hablar del libro que lo estaría esperando en el espacio virtual”.
Quien así se expresó en el capítulo “Último sueño” de su ensayo “Entrecruzamientos. Cortázar-Fuentes/Fuentes-Cortázar”, fue Luisa Valenzuela (1938), una escritora, periodista y traductora argentina ampliamente leída que ya ha publicado más de cuarenta libros, la mayoría de los cuales se editaron en una veintena de países de América, Europa, Asia y Oceanía, y fueron traducidos al inglés, francés, alemán, holandés, italiano, portugués, serbio, coreano, japonés y árabe. Atraída  por la escritura desde joven, empezó a publicar a los diecisiete años en diversas revistas como “Atlántida”, “El Hogar” y “Esto Es” hasta que, en 1959 se trasladó a París donde fue corresponsal de diario “El Mundo” de Buenos Aires y escribió su  primera novela: “Hay que sonreír”. Dos años después regresó a Buenos Aires y se desempeñó como redactora durante diez años del Suplemento Gráfico dominical del diario “La Nación”, y posteriormente fue columnista en la revista “Crisis”.
Desde 1972 hasta 1974 vivió entre Barcelona y París, pasando por México con una breve permanencia en Nueva York, donde investigó aspectos de la literatura marginal norteamericana becada por el Fondo Nacional de las Artes. Por entonces escribió las novelas “El gato eficaz” y “Como en la guerra”. Luego, otra vez en la Argentina, publicó el volumen de cuentos “Aquí pasan cosas raras” y escribió otro llamado “Cambio de armas”, el cual, a raíz de la atroz dictadura cívico-clerical-militar del llamado Proceso de Reorganización Nacional, debió permanecer oculto y recién se publicaría en 1982. Dada la incómoda situación que le impedía realizar tanto su trabajo periodístico como el literario con normalidad, en 1979 aceptó la invitación que le hizo la Universidad de Columbia para trabajar en el área de Escritores en Residencia del Centro de Relaciones Interamericanas, cuyo objetivo era explorar los espacios comunes entre la ciencia y la literatura. Allí permaneció diez años durante los cuales también fue profesora adjunta de Literatura Latinoamericana en dicha universidad y dictó diversos seminarios y talleres de escritura. Además fue Profesora Invitada del Instituto de Humanidades de Nueva York, miembro de la Academia Norteamericana de Artes y Ciencias, miembro del Consejo Consultivo de la Cátedra Alfonso Reyes de la Universidad de Monterrey, miembro de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, Profesora Honoraria en la Universidad de Corea y fue nombrada Doctora Honoris Causa por la Universidad de Knox, Illinois, y por la Universidad de San Martín, Buenos Aires.
En 1989 regresó a Buenos Aires pero siguió siendo invitada a dictar conferencias y lecturas en congresos y ferias del libro alrededor del mundo. De su extensa obra pueden mencionarse, además de las ya citadas, las novelas “Cola de lagartija”, “Novela negra con argentinos”, “Realidad nacional desde la cama”, “La travesía”, “Carta de navegación”, “El mañana”, “Cuidado con el tigre”, “La máscara sarda. El profundo secreto de Perón” y “Fiscal muere”; los volúmenes de cuentos y de microficciones “Los heréticos”, “Libro que no muerde”, “Simetrías”, “Juego de villanos”, “Donde viven las águilas”, “Tres por cinco”, “ABC de las microfábulas”, “Zoorpresas zoológicas” y “El chiste de Dios y otros cuentos”; y los ensayos y escritos autobiográficos “Peligrosas palabras. Reflexiones de una escritora”, “Los tiempos detenidos. Encierros y escritura”, “Los deseos oscuros y los otros. Cuadernos de New York”, “Escritura y secreto”, “Acerca de Dios (o aleja)”, “La mirada horizontal”, “Taller de escritura breve”, “Lecciones de arte”, “Conversación con las máscaras”, “La cortina negra” y “Diario de máscaras”.
En una nota publicada en el diario “Infobae” el 30 de junio de 2023, el editor y periodista Daniel Divinsky (1942), uno de los fundadores de la reconocida “Ediciones de la Flor”, escribió: “Deslumbró a Cortázar y denunció la violencia de los ‘70 pero no fue profeta en su tierra. Esta escritora argentina de vastísima y muy recomendable obra narrativa es, paradojalmente, más famosa fuera del país que aquí: sus libros han generado sesudas exégesis en la academia en diversas partes del mundo. Fue celebrada por la crítica latinoamericana y de todo el mundo. Tiene fanáticos en toda la región y fue elegida como referente para catálogos literarios de enorme importancia. No por nada Julio Cortázar, que no era un lector complaciente, escribió luego de la publicación de las primeras novelas de la autora: ‘Valiente, sin autocensuras ni ultranzas, Luisa Valenzuela avanza a lo largo de varios libros que marcan un derrotero poco frecuente. Leerla es tocar de lleno nuestra realidad, allí donde el plural sobrepasa las limitaciones del pasado; leerla es participar en una búsqueda de identidad latinoamericana que contiene por adelantado su enriquecimiento’”.
En el nº 12 de “El Perseguidor. Revista de Letras”, aparecida a fines de 2004, Luisa Valenzuela publicó “Cortázar, payaso sagrado”, texto que puede leerse a continuación.
 
Han pasado veinte años. “Veinte años después”, dice Dumas padre y nos muestra la otra cara de los mosqueteros; “veinte años no es nada”, dice el tango y sin embargo todo ha cambiado; en la Argentina “correrá un río de sangre y después vendrán veinte años de paz”, dice la profecía de don Bosco que conviene revisar ya para que no se repitan los horrores. Veinte años tardó Ulises en regresar a Itaca. Y han pasado veinte años de aquel 12 de febrero tan lamentado. Como si se hubiera apagado una luz. Nos quedan los resplandecientes reflejos que irradia su caleidoscópica escritura. Así es el mundo Cortázar, territorio de lo aterrador, lo casero-siniestro; hay que irse asomando con cuidado.
Me escudo en esta introducción para hacer hoy una propuesta que puede sonar irreverente, y es sin embargo de la más profunda admiración. Mejor dicho, es a un tiempo irreverente y de profunda admiración, porque con Julio aprendimos a desatender las dualidades, a apartarnos del simplista mundo binario, del maniqueísmo occidental y judeocristiano y ahora computatorial y cibernético. Propongo entonces que consideremos a Julio Cortázar el payaso sagrado por excelencia. Habrá por supuesto quienes trepiden ante uno u otro término, quienes insistan que calificar de “payaso” a un escritor de tamaña envergadura y vuelo tan alto... Habrá a quienes la palabra sagrado les dé urticaria, sobre todo referida a un hombre que con lucidez se inclinó por el socialismo.
Procedo a aclarar el concepto: en las culturas indoamericanas, entre otras, los payasos sagrados tienen por función principal -con sus bromas por demás procaces y hasta abyectas- desacralizar lo sagrado volviéndolo aún más sacro. Una vuelta de tuerca suplementaria gracias a la cual entran en juego instancias superiores que dan acceso a una sincera suspensión del descreimiento. Entre los indios Pueblo, los locos payasos semidesnudos, embarrados, transgresores a ultranza, son los únicos seres capaces de interpretar el idioma de los dioses y pueden, y hasta deben, molestar y burlarse de los solemnes oficiantes. Los payasos señalan el inefable punto de contacto entre la sacralidad y lo profano, entre el secreto y su develamiento: las dos caras de una misma moneda.
Julio Cortázar hizo lo propio en literatura. Como en el caso de los payasos sagrados, su mirada seria y a la vez irónica supo detectar lo grotesco que nos circunda y traducir esa “realidad detrás de la realidad”, como bien la definió el mexicano Javier Wimer. Julio supo poner el sentido del humor al servicio de su lucidez, y no viceversa como hacen los humoristas. Al igual que los cronopios, sus lectores solemos alcanzar el pavor de aquello que estamos siempre a punto de comprender y que sin embargo nos elude. Dicen los sabios Navajo que hay que ver el mundo dos veces: con la penetrante mirada diurna y con la brumosa mirada de las sombras. Simultáneamente.
Grandes de la literatura han caminado el difícil filo hasta tocar con la punta de los dedos el vértigo de lo inefable. Pocos o ninguno lograron la mirada doble de quien está inmerso en la búsqueda y a la vez observa al que busca y de a ratos se burla de ambos. Johnny Carter y su abominable biógrafo, ¿quién de los dos es el verdadero perseguidor? Oliveira y Traveler, y todos los personajes que se encuentran en la ciudad de sueños en la memorable novela “62…”, en un modelo para armar que se nos desarma en las manos y se rearma a cada instante para brindar nuevas figuras, donde el vampirismo es sólo una anécdota más del misterio de la vida y la muerte que Julio entrevió de cerca, entreverado.
La unión de los opuestos le hizo guiños desde la infancia, y la frase “qué risa, todos lloraban”, dicha por un compañerito de colegio durante un velorio, acompañó a Cortázar como llamado de atención cuando algo esperaba ser tomado a la tremenda. No tomar lo serio en serio, dice uno de los sabios preceptos de la Patafísica, su ciencia favorita. Es quizá este sesgo el que lo vuelve intolerable en la Argentina banalizada. Horacio González nos recuerda: “en los ‘60 alguien que pretendía ser de esa época pero al mismo tiempo colocaba una incerteza (sic) muy grande entre la ironía y la realidad se convertía en persona molesta”. Y resulta aún más incómodo hoy en día. Como si la realidad fuera unívoca y -lo que resulta aún más insensato- explicable. En la vida, y eso lo entendió bien Julio, el horror y el humor bailan al unísono. Es un salto al vacío, posición post-existencialista que miles de ávidos lectores acogieron como propia, “rayueleando” entre la tierra y el infierno, y se vieron en espejo. En espejo oscuramente, como por supuesto alentaba “el que te jedi”, que alguna vez aclaró que “se explicará como en broma para despistar a los que buscan con cara solemne el acceso a los tesoros”.
Hoy, partiendo de Lacan, se dice que el ser humano es un extranjero en la casa de nadie: el lenguaje. Cortázar pudo haberse reído de tamaña pretensión porque supo llevar su extranjería al extremo y al mismo tiempo pareció sentirse perfectamente “at home” en la casa de nadie. Como nadie. Traductor de los mundos. Lezama Lima supo reconocer en Cortázar el “non plus ultra” de lo porteño y lo comparó a Macedonio y a Marechal, pero además dijo que Julio era “un hombre que habita su propio secreto (...), habita una nueva isla, una nueva región, penetra una zona oscura con la que puede considerarse que tiene una verdadera fiesta inaugural”.
En realidad, Julio Cortázar fue argentino de alma, casi por antonomasia, fiel a eso que los lacanianos suelen llamar “lalangue”, la lengua materna, la del terruño. Fue argentino hasta la médula porque nació en Bruselas, se crió en Barcelona, vivió casi toda su vida adulta en París. ¿Qué somos, al fin y al cabo, sino gauchos, verdaderos nómades, mezcla de descendientes de los barcos -como dice la célebre broma- con aquellos hombres de la tierra que supieron hacer del caballo su segundo cuerpo?
Julio Cortázar, escritor de los bordes, de las fronteras donde lo oscuro celebra su fiesta en honor al brillo de las tinieblas. En su libro “Border writing”, la crítica Emily Hicks habla de los “contrabandistas biculturales”: “La escritura del borde ofrece una nueva forma de conocimiento: información sobre y comprensión del presente hacia el pasado en cuanto a las posibilidades del futuro”. Habla de Julio Cortázar, naturalmente, habitante de los desespacios y de los destiempos, contrabandista de lo inesperado. El mismo supo reconocerlo al escribir en ese juego semiautobiográfico, “La vuelta al día en 80 mundos”: “Siempre seré como un niño para tantas cosas, pero uno de esos niños que desde el comienzo llevan consigo al adulto, de manera que cuando el monstruo llega verdaderamente a adulto ocurre que a su vez éste lleva consigo al niño, y “nel mezzo del camín” se da una coexistencia pocas veces pacifica pero de por lo menos dos aperturas al mundo”. Años más tarde habría de confesar: “El título inicial de esa novela iba a ser ‘Mandala’, pero después me dije mandala a... y le puse ‘Rayuela’”. Los puntos suspensivos quedaron flotando, como las palabras que en su infancia le gustaba dibujar en el aire para observarlas en transparencia.
Nada es binario en las novelas de Cortázar. El abanico se abre en multiplicidad de personajes que hablan y actúan en consonancia, en disonancia, en fuga o en contrapunto, como aceitadas piezas de una maquinaria en busca del Secreto con mayúscula que sólo se puede rozar con la punta de los dedos; y entonces esos personajes con sus dobles y sus paredros son uno solo, el payaso sagrado, el jánico autor que puso sus multiplicidades en juego en la escritura, como puso en juego su vida al seguir excavando cada vez más hondo en la gruta del lenguaje en busca de la veta.
Cecilia Graña, en un ensayo titulado “Recorrer el silencio desde la palabra”, dice: “Entre lo familiar y lo ajeno, entre lo propio y lo desconocido, entre el olvido y la memoria, (Cortázar) trata de leer aquello que no está e incluye la belleza como un secreto. Desde el lenguaje, desde un mundo de categorías, articulaciones, distinciones, el autor quiere hablarnos de una totalidad indivisible, para acabar diciéndonos que es inaferrable”. Cierto, es “inaferrable”, pero está allí como latencia, nos demuestra Julio utilizando la simple arma del lenguaje, arma por cierto de doble filo que traiciona a muchos. Julio supo enfrentar la traición, ponerla en evidencia, y supo burlarse de ella hasta llevar al extremo de la lógica el precepto patafísico de ver la realidad complementaria de la que nos tiene acostumbrado nuestro magro razonar maniqueísta.
Los payasos sagrados son los únicos que han llegado a conocerse a sí mismos porque se han asumido en todas sus contradicciones. Son quienes aceptan de la vida tanto el lado oscuro como el claro quienes se han enfrentado con los infiernos y han sabido retornar casi ilesos y más sabios. Todo payaso sagrado sabe cómo empujar los límites de lo concebible, de lo inconfesable, hasta las últimas consecuencias. Hasta volverlo peligroso, y no sólo porque se puede también morir de risa sino porque todo acceso al conocimiento secreto, por oblicuo que sea, representa una amenaza. Pero una amenaza, si tenemos el coraje de mirarla de frente y hasta de reírnos de ella, ayuda a salvarnos, como bien nos enseña Cortázar en cada una de sus deslumbrantes páginas.