18 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XV) Carlos Fuentes
 
El escritor mexicano Carlos Fuentes (1928-2012) fue uno de los exponentes centrales del “boom latinoamericano”, el fenómeno literario y editorial surgido en los años ’60 del siglo XX impulsado por la agente literaria espa
ñola Carmen Balcells (1930-2015).  Hijo de un diplomático, nació en Panamá y pasó buena parte de su infancia en distintas capitales americanas: Montevideo, Río de Janeiro, Washington, Santiago, Quito y Buenos Aires. Cuando llegó a México cursó el bachillerato en el Colegio México de la capital, luego se graduó en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México, y después asistió al Instituto de Estudios Internacionales Avanzados en Ginebra.
Se inició como periodista colaborador de la revista “Hoy” y más adelante fundó la “Revista Mexicana de Literatura” y “El Espectador”. También, a lo largo de su vida, ejerció la docencia como profesor de Literatura en las universidades de Harvard y Cambridge (Inglaterra), y recibió doctorados honoris causa por las Universidades de Harvard, Cambridge, Essex, Miami y Chicago, entre otras. Junto a la narrativa, cultivó también el ensayo, el teatro y el guión cinematográfico, y escribió regularmente para los diarios “New York Times”, “Diario 16”, “El País” y “ABC”. Fue autor de una fecunda obra en la que predominaron sus indagaciones sobre la historia y la identidad mexicanas, la exploración del pasado prehispánico, las ruinosas consecuencias sociales y morales de la traicionada Revolución de 1910, la crítica a la burguesía, los compromisos morales que marcaron la transición de una economía rural a una compleja economía urbana de clase media y la descripción del ambiente ameno y relajado de su generación confrontada con un sistema de valores sociales y morales en decadencia.
Entre sus numerosas novelas pueden citarse “La región más transparente”, “Las buenas conciencias”, “La muerte de Artemio Cruz”, “Aura”, “Cambio de piel”, “Gringo viejo”, “Cristóbal Nonato”, “La silla del águila”, “Zona sagrada”, “La cabeza de la hidra”, “Una familia lejana”, “Diana o la cazadora solitaria”, “Los años con Laura Díaz” y “La voluntad y la fortuna”. Entre sus libros de cuentos sobresalen “Los días enmascarados”, “Cantar de ciegos”, “Agua quemada”, “El naranjo”, “La frontera de cristal” y “Todas las familias felices”. También escribió las obras teatrales “Todos los gatos son pardos”, “El tuerto es rey”, “Orquídeas a la luz de la luna” y “Ceremonias del alba”; y los ensayos “París. La revolución de mayo”, “La nueva novela hispanoamericana”, “Casa con dos puertas”, “Tiempo mexicano”, “Cervantes o la crítica de la lectura”, “Valiente mundo nuevo. Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana”, “Geografía de la novela”, “Nuevo tiempo mexicano” y “La gran novela latinoamericana”.
Fuentes, quien fuera galardonado con el Premio Nacional de Literatura de México y con el Premio Real Academia Española de Creación Literaria, mantuvo con Cortázar un copioso intercambio epistolar entre 1955 y 1982. En la primera carta, fechada el 16 de noviembre de 1955, Fuentes invitó a Cortázar a colaborar en la “Revista Mexicana de Literatura”, que él dirigía. El 21 de diciembre de ese mismo año Cortázar le envió su cuento “Los buenos servicios” para que lo publicara, cosa que Fuentes hizo en el nº 4 de la revista en marzo de 1956. La última misiva la escribió Cortázar el 6 de diciembre de 1982 quien, con letra temblorosa, le comentó a Fuentes que ya no podía escribir mucho debido a su enfermedad.
En su ensayo “La nueva novela hispanoamericana”, publicado en 1972, en el capítulo titulado “Cortázar: la caja de Pandora” Fuentes escribió: “‘Rayuela’ ha sido saludada por el ‘Times Literary Supplement’ como ‘la primer gran novela de la América Española’. No sé si esto es estrictamente cierto; lo que sí se puede afirmar es que Julio Cortázar, este hombre alto, ojiazul, desgarbado, dueño de una estampa que desmiente su medio siglo, está escribiendo, desde sus habituales residencias en la Place du Général Beuret en París y en una granja desvencijada cerca de Saignon donde la cañería, cuando no se congela, gruñe y protesta, la prosa narrativa más revolucionaria de la lengua española. Para el crítico y novelista norteamericano C.D.B. Bryan, escribiendo en ‘The New Republic’, ‘Rayuela’ es ‘la más poderosa enciclopedia de emociones y visiones que haya producido la generación internacional de escritores de la posguerra’. El lector podrá comprobar la validez de estas afirmaciones a poco que se adentre en uno de los más ricos universos de la ficción contemporánea: el que contiene esta caja de Pandora -juego, ceniza y resurrección- que es ‘Rayuela’”. El texto que sigue a continuación -“Figuración de Julio Cortázar”- apareció en la revista “El Perseguidor. Revista de letras” nº 12 en diciembre de 2004.
 
Yo conocí a Julio Cortázar mucho antes de conocerlo. En un número enorme de la revista “Sur” celebrando uno de sus aniversarios, venía la fotografía de todos los colaboradores de la revista, y al llegar al nombre de Julio Cortázar, me encontré con un hombre a la antigua: pelo engominado, gruesos espejuelos, vestido todo de negro. Más tarde, de una manera espontánea, que fue para mí un precioso momento, cuando publiqué mi primera novela, “La región más transparente”, recibí una carta de Cortázar de una extraordinaria generosidad, porque al lado del elogio había críticas muy severas y muy certeras, que no acepté enseguida como la lección de un maestro.
En las cartas que continuamos enviándonos, nos tratábamos siempre de usted. Recuerdo una mañana del año '61 o '62 en la Place du General Beuret, en una soleada casita parisiense, cuando fui a ver a Cortázar para conocerlo. Me abrió la puerta un muchacho en mangas de camisa, pecoso, muy alto y muy joven, y le dije: “Pibe, vengo por tu papá”. “Che, soy yo”, me contestó. Nuestra amistad se profundizó durante muchos años en París. También rememoro una noche inolvidable en que Milan Kundera nos invitó a Gabriel García Márquez, a Julio Cortázar y a mí a visitar Praga con una idea totalmente descabellada, que era devolverle la primavera a Praga en pleno mes de diciembre. De manera que tomamos un tren nocturno de París a Praga en el que no dormimos, porque Cortázar nos entretuvo maravillosamente a Gabo y a mí relatándonos la historia del piano en el jazz, y eso se llevó la noche entera.
Seguimos nuestra maravillosa amistad -tiene razón García Márquez cuando dice que Cortázar es “el argentino que se hizo querer de todos”- y, cuando leí una mañana en el “New York Times” la noticia de su muerte, con una enorme emoción llamé a García Márquez y le dije: “¿Has visto Gabo, que en el periódico anunciaron la muerte de Julio Cortázar?”, y él me contestó: “Carlos, no te creas todo lo que lees en el periódico”. Y yo creo que tenía razón, él está entre nosotros. Esas arrugas de la cara de Cortázar, que eran como las arrugas del tiempo, han hecho la leyenda de que era la versión risueña de Dorian Gray, pero no había un retrato de un monstruo escondido en la casa de la Place du General Beuret.
Tenía una mirada que llamaba la atención por sus ojos alargados. Unos ojos larguísimos, como si estuviera siempre viendo el lado invisible de las cosas. Eso fue lo que definió a la literatura fantástica de Cortázar. Baudelaire, resumiendo a Poe, dice que lo fantástico es la realidad más excepcional, y yo creo que esos ojos largos de Cortázar veían el lado invisible de las cosas, la realidad más excepcional que jamás haya mirado un hombre.
Eran ojos de gato sagrado. Eso se leyó en “Bestiario”, en el que las bestias nos están mirando a nosotros. El hecho de que haya un bestiario cortazariano me remite a mí a una de las producciones originales de la literatura hispanoamericana, que son los bestiarios de Indias, que ven las maravillas más extraordinarias en el Mar Caribe. Incluso Colón, al divisar tierra, lo primero que ve pasar son sirenas por el Caribe. Era una mirada humana y literaria que se conviene en una pregunta al principio de “Rayuela”: “¿Encontraría a la Maga?”, es decir, ¿encontraría a la novela, la novela que Julio Cortázar está escribiendo y nosotros estamos leyendo?
Hay un linaje cervantino que rara vez es apreciado y yo leo en la literatura de Cortázar, que es el de ofrecer, como lo hizo en forma revolucionaria Cervantes en el “Quijote”, la novela dentro de la novela, la novela que narra otra novela que narra otra novela dentro de la novela, en una verdadera narración bizantina de la narración. La novela que se busca a sí misma. Dentro de ese concepto, la rayuela aparece como creación del lenguaje, como multiplicación de lenguajes, para ser más precisos. Abundan en “Rayuela” los ritmos, las onomatopeyas, los retruécanos, los neologismos, un falso lunfardo inventado por él... La heterodoxia, como diría Bajtín. Pero, ¿no revela este juego cortazariano un hambre terrible de lenguaje, no es eso lo que hace tan latinoamericana a su obra, esta hambre de lenguaje, esta ambición de crear un lenguaje para la modernidad latinoamericana? Un crítico norteamericano dijo de “Rayuela” cuando apareció: “tal vez la más poderosa enciclopedia de ilusiones y ficciones que haya producido la generación internacional de escritores de la posguerra”.
Esta novela tiene algo muy latinoamericano que es la utopía, la América nuestra es vista como una utopía, la utopía de ser Europa. Europa fracasó, ahora vamos a buscar la utopía en el Nuevo Mundo americano. La ganaron y la perdieron, la ganamos y la perdimos. Argentina, particularmente, tiene este carácter insólito de ser un enorme vacío, en principio, entre el mar, la pampa y la montaña. Siempre he dicho, cada vez que vengo a este país, que la primera impresión que tengo es la de una gran voz colectiva que está diciéndome “verbalícenme, por favor, denme palabras, denme literatura”. Yo creo que ése es el nervio que hace de la literatura argentina un hecho tan doloroso y tan rico. Cortázar lanza un gran suspiro y dice: “¡Argentina, tanto espacio, todo el tiempo del mundo, todísimo! ¿Cómo llenar ese enorme vacío?”.
Julio Cortázar acude en primer término a la acción, a la comedia, al error, a una filosofía, a una técnica que podría definirse como el azar confirmando a cada rato la necesidad. La paradoja que puede verbalizarse encontrando un nuevo lenguaje. ¿Cómo?, ¿escribiendo? “No -dice Cortázar-, yo no estoy escribiendo, yo estoy des-escribiendo, yo estoy usando un lenguaje más allá de la psicología, más allá del verismo, más allá de la realidad histórica, más allá de las convenciones. ¿Cómo? Sólo si nos vemos a nosotros mismos en ese radical desamparo de figuras en proceso de constituirse (alguna vez, Julio me dijo que esa idea le venía de la lectura de Novalis), figuras que pertenecen al gran manuscrito del seno de la posibilidad de la génesis, de las metamorfosis. No personajes como Madame Bovary, no arquetipos como Don Juan, sino figuras emergentes, figuras inacabadas, figuras en devenir. Esas figuras que aún desconocemos, ¿cómo, entonces, hallarlas, representarlas y verbalizarlas?”.
Eso es lo que se propuso Cortázar en “Rayuela”. Y la primera respuesta está en su estructura. “Rayuela” es una novela con dos lados, dos espacios: del lado de allá está París, el mundo de Horacio y la Maga, y del lado de acá, Buenos Aires. ¿Qué une estos dos lados, estos dos espacios? Yo creo que la clave nos la da el gran José Lezama Lima cuando nos dice que hay dos partes en la obra de Cortázar, la solemne y la cómica, la ancestral y la gestante. Vuelvo a este tema porque en la novela de Cortázar hay una imagen de La Mancha, es decir, la novela dentro de la novela, la novela consciente de ser novela, de ser literatura, la novela que celebra su génesis en la ficción y que hace patente la técnica misma de la novela. La novela que se sabe leída, la novela en el centro, en el sentido de ser no una novela de la experiencia, como pretende la novela realista, sino radicalmente una novela de la inexperiencia, en la que es más importante lo que se ignora que lo que se sabe.
De ahí, en “Rayuela”, esa presentación del repertorio de posibilidades en el “Tablero de dirección”, y de ahí las figuras que encarnan la tradición para traicionarla cómicamente y multiplicarse en la lectura de la novela. Esto empieza a través de algunos protagonistas cómicos que se encargan de inmediato de multiplicar la realidad: hay un Ceferino Piriz, que es un orate uruguayo empeñado en la reestructura del mundo; un Licenciado Juan Cuevas, que es un orate mexicano; y sobre todo Berthe Trépat, una pianista ninfómana delirante. En “Rayuela”, éstos son los personajes que llevan al tema de la locura y a la reaparición de la locura en la literatura, de los locos literarios. Las referencias están claras, a mí me parece, para los lectores de la novela, como Pascal cuando nos dice: “el hombre es tan necesariamente loco que sería una locura, por otra vuelta de tuerca de la razón, no estar loco”.
El “Elogio de la locura” de Erasmo de Rotterdam, especialmente una escena magnífica que relata el elogio de la locura, la de un loco que se pasa todo el tiempo en un anfiteatro vacío, riéndose a carcajadas como si estuviera viendo una representación y no está pasando nada, pero él se está divirtiendo a morir. Entonces llega la policía para detenerlo y él dice: “Me habéis privado de mi placer, pero no de mi locura”. “Esta noche -dice Shakespeare en ‘El rey Lear’- habrá de convertirnos a todos en locos”. Finalmente, cómo hablar de la locura sin evocar, en el contexto de “Rayuela”, a San Pablo cuando nos dice: “Hay que volverse loco para volverse sabio, pues la locura de Dios es más sabia que toda la sabiduría de los hombres”.
Por eso hay una guía de lecturas que da Morelli (capítulos prescindibles, capítulos imprescindibles...), que en “Rayuela” toma una especie de repertorio crítico del lenguaje a fin de hacernos ver que estamos inmersos en un mercado de pulgas de la cultura, donde la razón se ejercita con tanta sinrazón como la de querer establecer un burdel de vírgenes. “La historia -dice- es una búsqueda del reino milenario, que en cuanto lleguemos a él dejará de ser milenario”, y “la sociedad no es sino la infatuación materialista-espiritualista de Occidente Sociedad de Responsabilidad Limitada”.
Esta es una novela, entonces, no escrita sino des-escrita. ¿Y cómo se des-escribe? Dice Cortázar: vayamos más allá de la psicología, vayamos más allá del realismo, vayamos más allá de la fidelidad histórica, vayamos más allá para vernos en este desamparo radical de figuras en proceso de construirse. En “Rayuela”, esas figuras son la Maga, Oliveira, Talita y Traveler. Hablan lenguajes en conflicto, viven en espacios separados que se comunican por medio de dos raquíticos tablones y de la figura que planea dominando la novela, que es la Maga. “Rayuela” es una novela de puentes también, una novela de dobles: Talita, doble de la Maga; Traveler, doble de Oliveira. Pero la duplicidad tiende a una misteriosa unidad estética, moral y amorosa en la figura central de la novela, que es, sin duda, la Maga.
¿Quién es la Maga? Es la compañera del juego de la rayuela, es la amiga del tiempo infantil. La Maga es una “concreción de nebulosa”, dice el autor. La Maga es figura del origen solemne de Cortázar, en el sentido de Lezama Lima, pero también del destino gestante, constantemente en gestación, de la literatura. La Maga se separa de Oliveira y se lanza al éxodo, que obliga a Oliveira a vivir con sustitutos de la unidad amorosa perdida. ¿Quién es la Maga? Creo que es una especie de Scheherazade desnuda acompañada en el puro deseo por un carisma, un carisma muy argentino, que nos entrega una novela también desnuda y desamparada, “Rayuela”, que sólo gracias a su finalidad a la vez solemne y cómica, ancestral y gestante, al arte de la ficción, nos obliga a lo que explícitamente enuncia, que es buscar a la Maga, buscar a la novela, y entrar a la historia creándola, no olvidándola ni padeciéndola, sino haciéndonos todos, en la lectura de un gran libro, corresponsables de la imaginación, capaces de deshacer la inmensa hambre de lenguaje de la modernidad latinoamericana.