30 de enero de 2024

En el cuadragésimo aniversario de su partida, cuarenta ensayos sobre la vida y la obra de Julio Cortázar

(XXVII) Leonardo Valencia

El narrador, ensayista y profesor universitario ecuatoriano Leonardo Valencia (1969) nació en Guayaquil y alternó su residencia entre Quito y Lima hasta 1998. Luego se trasladó a Barcelona donde, en 2007, se licenció en Ciencias Sociales y Políticas y se doctoró en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona con una tesis sobre el escritor británico de origen japonés Kazuo Ishiguro (1954). En la misma universidad creó y dirigió el Programa de Escritura Creativa. A su regreso a Ecuador, desde 2018 es profesor de Literatura y director de la Maestría en Literatura Latinoamericana y Escritura Creativa en la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito.
Es autor de los libros de cuentos “La luna nómada” y “La sangre de Kalister”; de las novelas “El desterrado”, “El libro flotante de Caytran Dölphin”, “Kazbek” y “La escalera de Bramante”; y de los ensayos “El síndrome de Falcón”, “Viaje al círculo de fuego”, “Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica”, “Soles de Mussfeldt. Viaje al círculo de fuego” y “Ensayos en caída libre”. Sus cuentos han sido incluidos en más de quince antologías de referencia internacional con traducciones al inglés, francés, italiano, hebreo y búlgaro. Sus obras han sido publicadas, además de su país natal, en Argentina, Colombia, Perú y España.
Desde comienzos de 1990 ha publicado numerosos artículos en medios de prensa como las revistas “Vuelta” y “Letras Libres” de México; “Quimera”, “Sibila” y “Cuadernos Hispanoamericanos” y el diario “El País” de España, entre otros. Actualmente es colaborador del diario “El Universo” de Ecuador. También ha publicado una considerable cantidad de comentarios sobre las obras de escritores como Ramón Ribeyro (1929-1994), Milan Kundera (1929-2023)​, Josefina Ludmer (1939-2016), Enrique Vila Matas (1948), César Aira (1949) y Juan Villoro (1956), por citar sólo algunos. En 2004 publicó en la revista “Caleta. Literatura y pensamiento” que edita el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, el artículo que sigue a continuación: “Cortázar, ida y vuelta”.
 
El historiador de arte Ernst Gombrich advertía que no existe el ojo inocente para la percepción artística. Percibimos lo que estamos dispuestos a percibir y aquello para lo que ya se nos ha proporcionado una clave. Sin embargo, a pesar del inquieto escepticismo que este razonamiento tiene para el lector nada común -olvidamos con demasiada frecuencia que los textos no llegan inocentemente a nuestras manos- quiero apostar por la adquisición de una espontaneidad distinta y buscar aquella en la que se desdibujan los preámbulos y las determinaciones. Darle una oportunidad al despojamiento. Adquirir, en este caso aplicado a una lectura de Cortázar, algo de esa mirada de niño -una inesperada asociación de dispares- que es la atmósfera en la que se activa la escritura del autor de “Historias de cronopios y de famas”. Las inocencias perdidas son inevitables, pero las que se buscan o rescatan son las que, a su manera, contagiaba Cortázar.
Lo primero que debí leer de él ya venía avalado bajo la rúbrica de literatura latinoamericana. Cortázar tenía un prestigio y lo que quisiera calibrar es lo que ocurrió con ese prestigio, es decir, con relecturas sucesivas. ¿Qué fue Cortázar para un lector que lo descubrió a mediados de la década de los ‘80 en el siglo XX? Primero, fue la alternativa al dominio justificado de Borges: fue la escritura desenfadada, la reconfirmación o la entrada al portento fantástico de unos cuantos escritores conscientes de la parte feliz del surrealismo. Fue el que supo leer mejor y certeramente el “Adán Buenosayres” de Marechal. También fue, como Bioy Casares o Rulfo o Monterroso, el que potenció la suave ternura de un localismo altamente depurado. Cortázar fue para un fetichista perdido en el cementerio de Montparnasse la única tumba con un “smile” en vez de una cruz o una alegoría, un “smile” con la misma C de su nombre pendulando como una sonrisa.
También ha sido un manual de la excepción: sus cuentos son la ilustración viva de los ángulos lúcidos y ambiguos de la narratología. Cortázar fue mucho: sacralizado, sus páginas dejaban de ser leídas como provocación sino como constatación y pretexto. Había que alejarse de Cortázar. Lo que vino después fue un limbo. Parecía ya no haber más cuento latinoamericano que no siguiera sus pautas. La plaga cundió en talleres literarios con cuentos escritos en segunda persona del singular, coloquiales en el peor sentido de la palabra -sin sentido de mediación verbal- y ligeramente, fácilmente fantásticos a punta de perplejidades mínimas donde todavía resonaba el maestro tácito. Había que alejarse de Cortázar.
Se alejaron. Nos alejamos. Me alejé tanto que hasta me alejé del cuento. Comprendí que el “tempo” del género breve, además de exigir la máxima coherencia y una concisión verbal y anecdótica, pide una disposición de ternura fugaz por seres que no volveremos a ver nunca más. El cuentista flirtea, tiene la sangre más leve y eleva el detalle a rango de mundo. El novelista concentra el mundo en una secuencia de detalles que tratan de corresponderse, y como esto es extremadamente difícil tiene una relación masoquista entre personajes y escritura. De todas maneras, tanteemos la excepción en la esquina de la regla: el novelista que escribe cuentos está buscando una salida (pienso en Bellow, en Lowry, en Nabokov). El cuentista que, aunque escriba pocas novelas, persiste en ellas es porque se ha dado cuenta de que no hay salida (pienso en Kafka, en Ribeyro, en Cheever). A estos últimos pertenece Cortázar.
En efecto, en las novelas de Cortázar lo que encontramos son familias de personajes de cuento que no saben cómo salir del poderoso estadio circular de la novela, de su ronda infernal. En un caso los personajes intentaron salir de esa ronda, un capítulo entero de personajes inasibles llamados “62/Modelo para armar”, donde pasaron de un encierro de inteligencia narrativa a uno de disolución narrativa. Es allí donde encontramos la más sugerente descripción de la red de la novela, de un lenguaje que “se había asomado al límite de la percepción, pájaro caído y desesperado en fuga, aleteando contra la red y dándole su forma, síntesis de red y de pájaro en la que solamente había fuga o forma de red o sombra de pájaro, la fuga misma prisionera un instante en la pura paradoja de huir de la red que la atrapaba con las mínimas mallas de su propia disolución”.
Un día, cuando fueron recuperando su sitio los otros grandes maestros del cuento latinoamericano, cuando el ruido dejó paso a otros cuentistas de otras lenguas, cuando el giro de la lengua reclamaba auditorio para autores españoles -donde el cuento ha empezado a ser un secreto que grita sin el eco que se merece- empezamos a leer nuevas propuestas donde se asimila la lección del maestro desde dentro y no desde la superficie: el cosmopolitismo sin ostentación, la meditación dispuesta a lo imprevisto, la naturalidad sostenida y el saber embragar en la sintaxis para aligerar la marca castiza de sinónimos y arcaísmos. Esta vez, la lección aprendida prescinde de patronímicos: un aprendizaje en la lengua española. La lección aprendida no era la imitación de la forma en sí sino la percepción liberada hacia las formas de narración, que la lección es no imitar sino conseguir.
Otro buen día, o mejor mala noche, se empezaban a presentar las condiciones para volver a Cortázar. En las afueras de Lima o de Barcelona o Sevilla, vivimos un colapso de tráfico con varios kilómetros de atasco y nuestro vecino es un Renault Mégane, y el de atrás un Ford Focus, y el de delante un Fiat Uno, y algo empieza a resonar con aire de familia -leer “Autopista del sur” antes del próximo verano- mientras el atasco se alarga en una estela de destellos rojos y amarillos que faja la noche. Y un buen día, o mejor mediodía, aquel profesor que ya no tiene la pretensión de contagiar el mundo de literatura norteamericana ni latinoamericana ni española, sino de literatura a secas -o bien embebida de literatura comparada- ve cómo sus alumnos echan sobre su mesa un pez vivito y coleando que pescaron en el río “Todos los fuego el fuego” o en el océano “Cuentos completos”.
Y otro día, o mejor temprano por la mañana, abrimos un periódico y cada noticia parece esconder un relato posible que habría hecho brillar los ojos gatunos del dueño de un gato llamado Theodor W. Adorno. Otro día, o mejor mala noche de insomnio, abrimos “El libro de los peces de William Gould”, de Richard Flanagan, y encontramos a un narrador de Tasmania que se asombra delante de un dragón de mar y cree que su alma trasmigra a la del pez y susurramos sin importarnos si es afinidad o coincidencia: “Axolotl, Axolotl...”. Así, hasta el día definitivo en que volvemos a Cortázar cuando nos llega desde muy lejos no una carta, sino seiscientas.
¿Qué nos puede dar su correspondencia que no esté ya en sus libros? Conviene observar detenidamente. Así que miramos por la cerradura de la puerta. El cronopio está desnudo e indefenso en medio de la habitación. Su máquina de escribir tiembla por el tecleo y florecen páginas y páginas con las que su autor se irá vistiendo en secreto para desfilar en los tres tomos de cartas de la edición de Aurora Bernárdez. De un vistazo podamos rastrear cuarenta y seis años de vida ajena, desde 1937 a 1983. Se dice fácil. Se lee fácil. Pero no se sale indemne de su lectura. No son literarias, o al menos lo dejan de ser conforme pasan los años, cada vez más operativas y prácticas.
Precisamente la improvisación les da, en cuanto cartas, el aire fresco que evita la acumulación de polvo y la oportunidad de que se filtren ciertas reflexiones. A su manera, esta correspondencia es muchas correspondencias. El lector, el espía, queda invitado a inventarse algunas de las varias posibilidades de lectura. La correspondencia puede leerse año por año. Se tejen melancólicos años ‘40, la inquieta década de los ‘50, los fulgurantes ’60 y unos años ‘70 y comienzos de los ‘80, en los que Cortázar busca un remanso pero termina siendo un saltimbanqui del mapamundi real, recibiendo o enviando correspondencia desde Nairobi, Berna, Nicaragua o Berkeley.
La lectura cronológica construye al lento héroe que empezó siendo Cortázar, desde la incertidumbre de sus primeros años, de largos preámbulos, cuando el que sería el cosmopolita de Saint Germain de Prés enseñaba en una escuela de provincia o era gerente de la Cámara de Libro de Argentina. Pero más que construir al héroe lo deconstruye, lo desmonta y desviste. Porque Cortázar empieza viejo, viejísimo en 1939 -“voy a enviarte cinco sonetos que escribí de un tirón” o “yo creo que D'Annunzio se salvará”-, y termina joven, jovencísimo, dejando de ser alguien que escribe como los demás para ser alguien que escribe como él mismo, y se lanza a aventuras como la que describe en una carta a Guillermo Schavelzon en 1982, a los sesenta y ocho años, cuando decide embarcarse en una “roulotte” Wolkswagen y recorrer en un mes la autopista París-Marsella, deteniéndose cada día en dos parkings: “el resultado será, espero, un libro en colaboración, con un aire falsamente científico de exploración: observaciones geográficas de cada parking, fotografías, etc. Y el resto del tiempo, que será muy largo, consistirá en ir escribiendo lo que se nos pase por la cabeza”. El resultado fue “Los autonautas de la cosmopista” (un libro que entusiasmaría a los seguidores de Sebald, y aún más a los que lamentan su falta de humor).
Dejando los años, tomamos el punto de vista de los corresponsales. ¿Son los más importantes? ¿Son todos? Aurora Bernárdez, en esta cuidada edición, señala claramente que lo suyo es una colaboración para la futura edición crítica del resto de cartas que seguirán apareciendo. Así, limitados a lo que hay, y que ya es bastante, los corresponsales dibujan otro mapa. Hay algunos que ocupan años enteros, como Fredi Guthmann. Otros son protagonistas vitales que siempre vuelven a escena y que construyen otra forma de unidad. Así, las cartas a Mario Vargas Llosa, Francisco Porrúa, Paul Blackburn o Gregory Rabassa trazan una evolución frente a escritores, traductores y editores. Luego, mucho más ocasionales, raras joyas entre escritores, están algunas cartas a Lezama Lima, Onetti, Octavio Paz o Alejandra Pizarnik.
Pero las mejores, las auténticas joyas que se ponen a subasta para los espías de esta correspondencia está en otro sitio, en destinatarios privilegiados que no son escritores ni intermediarios, fantasmas frente a los que el Gran Cronopio se revela sin filtros. Así tenemos una carta importante y que justifica el primer tomo, la dirigida al ingeniero Jean Barnabé en 1953, y que se refiere al cuento “El perseguidor”: “Estoy encarnizado en un cuento que no acabo de escribir y que me está dando un trabajo terrible. Quiero presentarlo como un caso extremo de búsqueda, sin que se sepa exactamente en qué consiste esa búsqueda, pues el primero en no saberlo es él mismo”. O la de 1959, también dirigida a Barnabé, y que ya traza el panorama completo de lo que sería Cortázar: “Lo que escribo es sobre todo invención, y es invención porque no tengo nada que recordar que valga la pena. La verdad, la triste o hermosa verdad, es que cada vez me gustan menos las novelas, el arte novelesco tal como se practica en estos tiempos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela”. Se refería a “Rayuela”.
También comentaría sobre “62/Modelo para armar”, pero esta vez con Francisco Porrúa: “Me puse a ordenar los centenares de fichas y papelitos que llenan una carpeta y que apuntan al libro que quiero escribir. Como de costumbre descubrí que nada me servía de entrada, aunque también como de costumbre, habrá un momento del libro en que cada cosa se irá insertando en su debido lugar. En realidad el libro ya está escrito, sólo que yo no lo sé. La literatura corriente va del lenguaje a la obra; yo, desde ‘Rayuela’, siento que tengo que hacer el camino inverso, ‘subir’ de la obra al lenguaje, a eso que será un libro”.
Fragmentos, subrayados, énfasis, ocurrencias. Con las más de seiscientas cartas de
Cortázar la labor de espionaje frente a la correspondencia es complicada, porque no sabemos qué llevarnos. ¿Una moraleja, una biografía elíptica, una novela epistolar, un cúmulo de notas e indicaciones? A su modo esta correspondencia es muchas correspondencias, lo dije  parafraseando el “Tablero de dirección”, pero también habría que añadir que esta correspondencia es ninguna correspondencia. Las cartas se desvanecen como preámbulos, curiosos ciertamente, muy curiosos y amenos por cierto, pero solamente son preámbulos y la lectura más interesante quizá arranque de aquí a otra parte, a releer la menos leída “62/Modelo para armar”, y por allí seguir adelante y perderse por una veta muy poco explorada. O seguir agotando esa cantera inagotable del resto de su obra, de cuentos y novelas que, a las dos orillas del Atlántico, han tendido esa cuerda a ras del suelo que, como quería Kafka, está más destinada a hacer tropezar que a ser recorrida.
Hemos vuelto a Cortázar. No es solamente que disponemos de un conjunto de cuentos o novelas sobre las que agotar sus últimos resquicios -fragmentos a su imán, que diría Lezama Lima- sino una mirada, una percepción. A partir de ese momento, se lleva a cabo la limpieza de la superficie y las aguas se calman en una extensión brillante. Se acaban las conjunciones como arranque de oración, los giros dislocados de la sintaxis. Se acaba la literatura fantástica entendida como pequeñas sorpresas que no den cuenta de nuestra propia sorpresa. Se acaban estas líneas en las que Cortázar sigue siendo inasible porque así debería seguir siendo, como él lo quiso y plasmó. Se acaba el estilo de Cortázar porque ya son otros tiempos y se esperan otras voces. Aunque diferentes, las otras voces han sido afinadas por el maestro que sigue sonriendo en el “smile” que se alza, que se eleva, que escapa del ligeramente inclinado recinto de Montparnasse.